jueves, 29 de diciembre de 2005

Nancites 5

1. El próximo 2 de enero llega a Managua Mario Vargas Llosa y no me encontrará. Me suceden estas cosas a menudo: algunas veces para bien (es raro que un pequeño sismo pueda pillarme in fraganti, suelen acontecer cuando yo estoy lejos del epicentro, y eso que la ley de probabilidades juega en mi contra), y en este caso supongo que para mi desgracia. No es que tuviera la más remota posibilidad de encontrarme con él, claro, pero me gusta estar en los sitios en los momentos oportunos. Mario pasó en los ochenta por Nicaragua, cuando ya estaba lanzándose a los brazos del liberalismo más crudo, pero entonces el mérito era nulo: todo el mundo viajó allí entonces, cuando se podía soñar. Ahora sí es noticia que un escritor extranjero y de tal fuste pise esas tierras. Sergio Remírez, en un reciente encuentro que tuvo con el peruano en algún congreso internacional, le comentó las alianzas que hay ahora entre la iglesia más rancia y Daniel Ortega. Hizo lo que haría cualquiera: se puso a reír en primera instancia, y puso cara de hombre atónito en el segundo acto, cuando comprobó que su interlocutor le hablaba en serio. Mario llega a la Nicaragua del siglo XXI, la posmoderna, para recibir la orden Rubén Darío, y eso va a ser noticia. Llega el novelista al país de la poesía oral, cuando la épica ya hace tiempo que abandonó los lagos y los volcanes: oportuna decisión la suya.

2. Me abruma tanto dragón y tanta mazmorra en las portadas: sigo paseando por librerías y observo la resurrección de la literatura fantástica como quien ve maracuyás en el mercado. Leo también que hay varios autores españoles detrás de la moda, y que algunos ejemplares llevan vendidos bastantes millones de copias. Estoy abrumado, sí, pero me alegro por la literatura. Repasando blogs he visto la mención de Lukas a los libros que pertenecen a una época de nuestra vida. Yo también tuve mis acercamientos a King, Lovecraft, ¡incluso me adentré en el Caballo de Troya que a todos nos arrastró inmisericordemente! Pero ahora, además de todos los afortunados que irán descubriendo el camino del placer a partir de estos atajos (ya llegarán a las sendas) hay una corriente de opinión, me temo, que intenta situarlas al mismo nivel que toda la literatura restante. El efecto Narnia no deja de tener desde esta óptica su apunte preocupante: confundir el lenguaje y la arquitectura literarias con las tramas de artificio no puede ser otra cosa que una estrategia comercial. No hay lectores tan simples que vayan a comparar pasteles Bimbo con bombones Godiva, pero la publicidad es el elemento mágico que los puede situar al mismo nivel. Qué digo: Bimbo debe ser mucho mejor, porque se escucha más su nombre. Ahora no sólo se escribe literatura fantástica, sino que los suplementos literarios de la prensa los ponen en portada, las librerías (con las excepciones de siempre, claro) los exhiben con descaro y el cine pone la apostilla final. Una buena estrategia, siempre y cuando se presente como lo que es: turrón y mazapán para estas fiestas.

3. Millones de blogs, pero sólo un puñado han unido por ahora a los dos maestros. No me he atrevido a buscar los resultados de Grimpow, por si acaso.

4. 2006: el año de Trinidad-Tobago. Que sea muy feliz para todos ustedes.

martes, 27 de diciembre de 2005

Aterrizajes y despertares

No, no es que el jet-lag haya sido tan largo: sólo los imponderables habituales, el regreso a una cierta monotonía que nunca acaba de llegar, las infinitas sobremesas compartidas de risas y desvaríos en estos días de empachos. En todo este paréntesis ha habido tiempo para hacer crujir las maderas de La Central (y sopesar a Genji, comprar el último "Granta") y también para acercarme al horror, a su metáfora perfecta: una maleta que no aparece por la cinta y la posibilidad de extraviar de manera quizás definitiva lo que contenía, algunas de las últimas lecturas ya comentadas en la senda: Una novelita lumpen, de Bolaño; Las bailarinas muertas, de Soler; Tiempo de fulgor, de Ramírez... Era el regreso a casa de estos ejemplares, dispuestos a ser colocados en su estante correspondiente y gozar de un merecido reposo en la biblioteca oficial, la barcelonesa. Dos días duró el vértigo, al cabo de los cuales llegó a casa el equipaje intacto y el respiro de este lector fetichista. Ya están en su lugar alfabético y ya terminaron mis pesadillas de pilotos cruzando el Atlántico con el automático encendido y gozando en la cabina de las desventuras de Bianca, mientras yo (triste pasajero de clase turista, "pasta or chicken") debía conformarme con la lectura de ese aspirante a periódico que ahora regalan en los vuelos de Iberia.

Desde que en Iberia ya no reparten "El País" se llega mucho más tarde a España. Antes ya notaba el efluvio ibérico con solo leer aquello de "diario independiente de la mañana", poniéndome al día de lo que me esperaba unas horas después. He llegado a leer tres diarios distintos en una misma ruta: saliendo de Managua con la fecha del dia de ayer, cruzando el océano de noche con "El País" salido esa misma mañana, y llegando a Barcelona desde Madrid con el periódico del siguiente día, con tinta fresca. Es una experiencia curiosa, ya perdida quién sabe si para siempre: el mundo giraba, los sucesos iban acaeciendo (he leído de atracos misteriosos cometidos cuando salía de Managua y ya en Barcelona los ladrones estaban en su celda; he visto declaraciones de presidentes un lunes, contestadas el martes y vueltas a replicar el miércoles; o un cantante anunciaba un concierto para esa noche y yo aterrizaba leyendo la crítica y la crónica del evento) y yo sin bajarme del avión, sobrevolando los hechos y sintiéndome fuera del tiempo, o acaso siempre por encima de él. Ahora regalan no sé si "El Universal" o algo así, una más de esa plaga fétida de prensa gratuita que inunda los metros y las papeleras de nuestras ciudades.

Pero quién se resiste, con diez horas por delante, a echarle una ojeada al papel. Me enteré entonces del nuevo descubrimiento: ya se sabe, porque algún investigador desocupado lo ha puesto de relieve, que existe un método que explica el éxito mundial de las novelas de Agatha Christie. Es una noticia que se repite de vez en cuando, con ciertas variables. Otras veces se habla de una computadora que puede escribir ella solita best-sellers, por ejemplo. Es la gran obsesión por encontrar la fórmula matemática que describa el éxito, ya sea literario o de otro tipo: una obsesión nada banal, supongo, pero rigurosamente imposible. Es la misma razón por la cual existen incontables recetarios de cocinas y muchos menos cocineros que las conviertan en platos suculentos: justamente lo que no aparece en la receta, lo que queda fuera de la fórmula, es la clave del éxito. Lo mismo le sucede a Agatha Christie: no es que fuera capaz de juntar palabras a partir de un mecanismo pautado (como sugiere el bobo descubridor) sino que el conjunto de su trabajo atraía a millones de personas gracias a un aliento literario del que carece la mayoría de mortales, ordenadores incluidos. Lo subrayaba con gracejo Vila-Matas en la edición dominical de "El País": parece que la fórmula se basaba en este caso en utilizar frases breves cuando llegaba el clímax de la novela, en los capítulos finales. Eso, según nuestro Sherlock, facilitaba la lectura y atraía a los que habitualmente no se acercan a los libros. Pero ay, no se dio cuenta el sabueso de que para llegar a las frases cortas había que leer antes 150 páginas llenas de frases más largas, con lo cual la teoría se desmorona como un castillo de naipes. Pero no hay de qué preocuparse: pronto llegará alguien que contará el número de asesinatos ocurridos en sus novelas y llegará a la sabia conclusión de que ese número es psicológicamente la causa por la que todos hemos leído Diez negritos sin apenas pestañear. Lo dice la ciencia.

Pero no hagan caso de este post: es para anunciar que sobrevivo todavía, sin tiempo para abrir ninguno de mis blogs preferidos y saliendo de un duermevela algo dilatado. Pero debo reconocer que me he encontrado las flores de la senda en perfecto estado, y compruebo que puede seguir siendo placentero el caminar por aquí. Respiro hondo, y avanzo.

viernes, 16 de diciembre de 2005

Un padre y un hijo


Yo entonces no sabía lo que era un blog, si es que existían. El artículo lo leí a través de Internet y tuve que imprimirlo para hacer otra lectura más pausada, con la seguridad que dan el papel y el tacto: supe que acababa de leer algo emocionante, así de simple. Tengo una carpeta llena de artículos de Javier Marías y por eso jamás compro sus recopilaciones en formato libro, me basto con esa minuciosa selección, ordenada por fechas, que se acumula en una habitación barcelonesa. Pero al lado de sus manías personales, de las ironías contra los sucesivos gobiernos españoles, de sus obuses contra los funcionarios madrileños, incluso de sus paseos por tumbas inglesas, ese artículo tenía algo de lo que carecía el resto: una sinceridad y un nivel de verdad tan luminosos que cualquier lector mínimamente sensible debía sobrecogerse ante la natural inmediatez de las palabras: el hijo habla de su padre. Así de simple, también. Coleccioné ese artículo aparte, para tenerlo a mano en alguna otra ocasión, y pensé: el día en que ese padre falte, el mismo día en que el tiempo nos muestre su negra espalda, entonces habrá que volver al texto y publicarlo en algún lugar. Cinco años después (Así que pasen cinco años, ya lo dijo Lorca: mañana se cumple con abrumadora exactitud el aniversario de publicación) este humilde blog cumplió la promesa personal que me hice. El acto fue casi reflejo: caen en mi mañana tropical las primeras noticias, voy leyendo crónicas, las palabras de la gente que siempre está ahí, los ecos de la red, y voy a buscar el artículo en la llamada página oficial. Imposible añadir nada a esas líneas tan sentidas y tan sabias, pues pertenecen al territorio de lo humano y de lo personal.

Como es de suponer, ahora no me interesa hablar del Julián Marías ensayista, filósofo, pensador. Mis lecturas del autor son más bien oblicuas, instigadas por la recomendación universitaria o el marasmo intelectual que a todo joven aqueja. Yo quiero hablar de un padre y de un hijo, de esa tan especial relación entre dos personas que tienen su rol muy bien definido y que van creciendo a ritmos dispares: el uno envejeciendo y el otro madurando, el uno transmitiendo experiencias e historia vivida y el otro absorbiendo ese caudal para retenerlo, adquirir conocimiento y también ponerlo en duda. Hay varias etapas en la relación, que se profundiza con el tiempo: cada quien guarda memoria de instantes de cada una de ellas, en las que el hijo escucha, pasea con el padre, lo interroga, le discute algo, sonríen ante una buena escena de un western, se levantan del sofá por esa jugada magistral del delantero centro, leen en la mesa un periódico cada uno, hablan con el perro, y en todo caso saben que ahí están, siempre cerca y asumiendo su espacio en la relación familiar. Jamás la edad rompe el vínculo: el hijo sigue siendo hijo, por varias décadas que hayan transcurrido y por otros hijos a su vez que haya tenido.

Pero después llega la conciencia de la desaparición, la certeza de que el padre agota su última etapa y lo vamos notando en cada pequeña anécdota y en cada detalle de la persona. Habla Marías del andar tenue y de ese destello orgulloso del que se niega a usar bastón (todavía la razón paterna, el negarse a no transigir frente a los embates del tiempo), el apagamiento invisible pero tenaz de quien nos ha protegido y ha sido referente. De ese abismo es del que me interesa hablar: del hijo que un día se levanta de la cama y se sabe solo. No solitario, pues le rodea gente a quien ama y que también vela por él. Solo porque, por mucha rebeldía que haya protagonizado junto a su padre (contradiciéndolo, negándole su razón, siendo hijo de otra época) se encuentra de pronto sin la seguridad que en los peores momentos le puede brindar quien le ha formado y constituido. ¿A quién preguntar, a quién revelar un fracaso, o un mal momento, o una dificultad? Los demás compartirán con nosotros el mal trago, incluso nos apoyarán ciegamente. Pero la voz del padre resultaba (solamente su tono, su firmeza, su aliento que nos transportaba a la infancia) un remedio infalible.

Veré a mi padre en pocos días: mis viajes constantes obligan a postergar nuestros encuentros, cuyos primeros y últimos abrazos tienen últimamente el decorado de los aeropuertos. Su andar tenue también es mi conciencia del presente que huye, de la necesidad de ir reteniendo todo aquello que todavía nos queda por vivir juntos, durante las semanas de reencuentro mútuo. Diez años atrás, mientras le veía alejarse desde las escaleras mecánicas que conducen al control de pasaportes, sus zancadas eran amplias y ágiles. Ahora desaparece de mi visión con la lentitud del caminar moroso, más esforzado. Pero todo se compensa, al igual que lo descrito por Javier Marías, con su capacidad de discurrir y mantener su indignación ante lo que le indigna, su buen humor, sus ganas de incidir todavía en la vida de sus hijos y su preocupación constante por ellos (para él siempre somos futuro. "¿Qué será de ellos?", cuando ellos ya caminan hace tiempo). Eso es lo que nos separa del abismo: su determinación de seguir influyendo en las personas a quienes ama y no perder jamás su responsabilidad de padre. Esta es también, como la de quien cinco años atrás escribía un artículo sensible y luminoso, una celebración particular.

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On time:
19 DEC MGA-BCN 3:20PM

Regresamos por la senda después del jet-lag.

jueves, 15 de diciembre de 2005

Julián por Javier


El artículo que todo hijo hubiera querido escribir sobre su padre.

Seguramente no hago bien al escribir este artículo: no me gusta ser indiscreto ni impúdico -eso que hoy parece virtud, de tan practicado-, y me será difícil no resultarlo, me disculpo de antemano. Vaya en mi descargo que acaso muchos de ustedes se encuentren o se vayan a encontrar en situación parecida, y que quizá mi estado de ánimo y mis comentarios sean compartidos en silencio, porque normalmente "de estas cosas no se habla", y a lo mejor no está de sobra que, por una vez, alguien las hable.

Lo cierto es que hoy es un día de celebración para mí, porque mi señor padre, que en junio cumplirá ochenta y siete años, ha ido a dar su primera conferencia en nueve o diez meses, y no se ha cansado, me ha dicho al teléfono, y ha regresado con bien a casa. Por primera vez desde que tengo memoria, padeció el pasado abril lo que comúnmente se llama un achaque. Su salud ha sido siempre insultante para los demás, incluidos sus hijos, hasta el punto de que nunca había guardado una jornada de cama ni jamás ha visitado al dentista, proeza sobrenatural en esta época con tanto dulce. No fue nada grave, pero sí hubo de ser operado y convalecer largamente. Tal vez por eso, por estar él tan mal acostumbrado, lo vi languidecer, y perder movilidad, y ceder ante la pereza, sufrir un bache del que mis hermanos y yo nos preguntábamos si saldría. Durante este tiempo lo hemos observado de manera distinta de cómo lo habíamos mirado siempre. Eso sí, disimuladamente, pues nada lo habría irritado y apesadumbrado más que notar en nosotros algo parecido a la lástima, que no a la preocupación, la cual sí consentía. Y cada vez que se ponía beligerante o aun indignado, lo tomábamos por buena señal y por un avance, aunque ello supusiera tener que soportar algún chaparrón dialéctico malhumorado.

Sería absurdo negar que en esas circunstancias, sobre todo si le son nuevas a uno pese a la ya larga edad del padre, se piensa en la posible muerte de la persona. O en un quizá más temible, gradual, irreversible apagamiento. Y uno toma mayor conciencia de algo consabido y obvio, pero que a menudo fingimos ignorar u olvidarnos, la unicidad de cada persona. En los hijos es casi connatural el egoísmo. "Lo que no le pregunte ahora al padre, luego ya nunca podré saberlo", piensa uno. Pero no es sólo que se prevea la futura falta de consejo, sino que es algo más, ya no tan egoísta y que atañe sobre todo al amenazado o enfermo, no a uno mismo. Lo que esa persona sabe, desaparecerá con ella. No tanto sus conocimientos -que también, y que son igualmente únicos por muchas enciclopedias que existan-, sino lo que sabe por haberlo vivido y pensado. El cúmulo de recuerdos, imágenes, ecos, situaciones y escenas, agravios y penas, conversaciones y risas que poseemos todos y que es lo que nos constituye, lo que nos da identidad y nos permite llamarnos "yo" desde que adquirimos conciencia cesa; ese cúmulo personal, intrasferible e irrepetible queda un día borrado entero, casi como si no hubiera existido. Algunos escritores -y otros que no lo son- guardan eso parcialmente y lo ponen por escrito, como mi señor padre hizo en sus memorias, hace ya tiempo. Pero eso es sólo un desvaído reflejo, y en todo caso la mayoría de la gente carece de tiempo, facultades o ganas para acometer tal tarea, contar no es tan fácil como parece. Y además ¿quién no se pregunta si sus recuerdos podrían interesar a nadie más que a sí mismo? Y mucha duda lleva a abstenerse.

Durante estos meses en que he visto a mi señor padre con sus andares tenues, negándose a utilizar bastón "porque eso es de viejos o de afectados", alicaído a ratos y falto de actividad frenética (la suya habitual), aunque no de la intelectual en ningún momento, he tenido la frecuente tentación -en la que más de una vez he caído- de sonsacarle cosas de su pasado, de la Guerra, de sus aprecios, de la vida que él conoció de otra época, nacido como fue en 1914, el año en que comenzó la Primera Guerra Mundial, figúrense, qué remota. Cuanto le he escuchado, con más avidez de la acostumbrada, ha sido interesante, a menudo apasionante, siempre único. Y me ha llevado a pensar en los muchos ancianos que nuestra sociedad presuntuosa tiene desaprovechados, sin hacerles caso, huyéndolos cuando se atreven a querer contar algo, considerándoles inútiles y una carga, aislándolos, dejándolos que se pudran en el sentido coloquial y en el literal del término. Quizá mi señor padre cuente con un bagaje superior al medio, una vida entera ordenando conceptos y palabras. Pero en esencia no es distinto de cualquier persona de edad, todas poseen sus nunca interminables cúmulos, todas han visto lo que nadie más verá nunca, todas son únicas. No deben desperdiciarlas, un día ya no darán respuestas. Disculpen de nuevo mi celebración particular: que mi señor padre haya vuelto a dar una conferencia y no se haya cansado, para mí significa que puedo desterrar los pensamientos y temores oscuros todavía durante un buen rato. (Y además, tampoco se sabe nunca quién se va a despedir primero.)

Javier Marías (17-12-2000)

martes, 13 de diciembre de 2005

Yo tengo un blog

A mí no suele ocurrirme lo que a Portnoy: me gusta hablar de los blogs y de los que estamos en la causa, darle vueltas a la cuestión, ombliguear. Y recientemente han coincidido por la red, al menos en las páginas que yo suelo frecuentar, diversos escritos sobre este asunto: autores de blog que hablan de lo suyo, articulistas que ya teorizan sobre este submundo, chispazos varios alrededor del fenómeno. No sé si esta palabra es la adecuada, pero parece que cada día se escriben cientos de miles de páginas en bitácoras personales a cargo de gente que jamás había tenido una tribuna para expresarse. Y si la había tenido, probablemente nadie le escuchaba o leía. Ahora debe ser casi igual, aunque el factor ignorancia (no ver el auditorio, no estar amarrado a hit parades) puede difuminar la real y escasa repercusión: una vez colgado un texto en internet, hay millones de personas potenciales para leerlo sin gastar un euro más allá de la factura telefónica, sin apenas esfuerzo. También nos puede tocar la lotería, encontrarnos por la calle con Michelle Pfeiffer y ver un eclipse total de sol: todo muy simple y al alcance de los dedos. Pero resulta que hay pocos miles, incluso pocas decenas de personas, dispuestas a seguir con relativa atención los textos que un individuo va colgando semana tras semana. Pero allí están: pulcros en la pantalla propia y a punto de ser enterrados por el siguiente comentario, y Michelle Pfeiffer que sigue sin venir a cenar esta noche.

La prensa abecedaria sí utiliza el vocablo fenómeno, y pronto habrá quien inventará la tesis correspondiente: que si ahora se escribe más que nunca, que si en la frondosa selva hay ejemplares de gran interés, que si esto es el nacimiento de algo mayor. Lo que es seguro, al menos, es que toda la vida ha habido diarios personales, fanzines, revistas de instituto, correspondencias personales, cartas al director, tribunas abiertas, clubs de lectura, mesas de bares, llamadas telefónicas y un abigarrado etcétera de lugares y espacios dispuestos para expresar una opinión o hacer un comentario. Ahora hay uno más. También el boom de los e-mail y los mensajes por móvil hicieron sudar a los exégetas de las explicaciones sesudas y a los racionales que buscan causas bajo las piedras de granito: ¡los adolescentes volvían a escribir!, aunque fuera con abreviaturas y 160 caracteres como máximo. En este alucinatorio desparrame de la literatura no podía faltar el agorero que, desde el otro margen del precipicio, anunciaba la muerte de la lengua: tantos emoticones no podían ser buenos para la RAE. Y al final, lo de siempre: la Tierra se empeñó en seguir rotando cada día y los bloggers siguieron con lo suyo.

Lo cierto es que Internet ha propiciado la posibilidad (de nuevo ese potencial geométrico) de acceder a millones de hogares, y la escritura personal se ha colgado en el gran tablón de anuncios que es la red. Como en todo tablón, para destacar un poco por encima de los demás anuncios y mensajes, hay que encontrar algún sistema sagaz para llamar la atención, pero, y por encima de todo, hay que tener cosas que decir y hacerlo razonablemente bien. No hay cosa peor que esos comentarios (y he leído varios en diferentes páginas) que comienzan así: “Hoy no tengo nada que decir”. ¿Hay alguien capaz de seguir leyendo un blog de quien se expresa de esta forma? Imagínense al futbolista que, a los veintisiete minutos de juego, agarra el balón y dice: “Hoy no estoy para chutar pelotas”. Quizá esa tesis que está por venir deba referirse a las consecuencias egocéntricas que puede acarrear el sentarse ante una pantalla en blanco y poder publicar sin intermediarios.

¿Pero quién dijo calidad? Para eso están los lectores profesionales que juzgan, recortan, vetan, reciclan. Para eso están las editoriales. La libertad de una bitácora también reside en la posibilidad que se le brinda al escritor mediocre para dejar huella y codearse con el blogger experimentado. Al final, los comments pueden ser un buen reflejo del estado de cada uno, de su relativo éxito y difusión, pero sálvenme de los irascibles que, escondidos tras una sana máscara, vierten hiel a cada respuesta: no vendo mis escasas huellas por la jauría que deja sus pezuñas en algún blog de relieve. ¿Es sólo el anonimato lo que empuja a muchos a dar coces a diestro y siniestro, o también es el medio el que modifica ciertas pautas de comportamiento? Debe ser, no más que eso, la consecuencia de la creación de personajes que viven sólo en los blogs, en sus alcantarillas: pero no deja de ser curioso que tantos pseudónimos se traten de usted y acto seguido escupan: tanta asimilación provoca sospechas.

Yo me confieso lector de blogs: soy bastante perseverante y mi fidelidad se expresa en la columna de la derecha. No tengo dudas de que si existiera en el quiosco una revista que publicara textos como los de los blogs que más visito, la compraría. En resumen, pues, lo que queda es el texto: el resto son instrumentos de cada época, más o menos perversos.

viernes, 9 de diciembre de 2005

Hacernos a la mar (y 2)

Dice Savater en un texto referido a La isla del tesoro: “(…) el perfume de la aventura marinera –que siempre es la aventura más perfecta, la aventura absoluta-“. ¿Qué tendrán esas historias de olas por encima de la borda, de velas ondeando al furioso viento y de mesas de camarote con (¡autoreferencialismo!) cuadernos de bitácora encima? En parte está la dura prueba del ser humano contra los elementos, contra la fuerza bruta de la naturaleza y desarmado frente a la adversidad: el lector se apropia del padecimiento del personaje y –de ahí el éxito adolescente de determinados libros- experimenta la aventura y la resolución, normalmente feliz, de ésta. Qué mejor para un joven que someterse a las más duras pruebas y triunfar, sentirse partícipe de algo mítico, infectarse de heroísmo.

Pero esto, que podría ser cierto, va llenándose de interrogantes cuando nos enfrentamos a otras novelas similares pero no tan enmarcadas dentro de clichés estrictos. Es decir, de novelas que participan de la aventura marítima pero con personajes que ni son héroes ni lo pretenden, y que además van tejiendo una trama en la que, detrás de los embates de las olas, están las cargas de psicología emocional propias de otros géneros. Y ahí hemos topado con Conrad. Y sabiendo, además, que no estamos ante una novela propiamente juvenil (¿existe la novela juvenil? Y si existiera: ¡qué horror!) y que todo tipo de lector puede encontrar en ella elementos de gran interés literario, cada quien desde el ángulo que le plazca. Veámoslo con ejemplos.

1. El joven capitán que protagoniza el relato es un inexperto en estas lides, dubitativo ante sus decisiones (“Me pregunté si era prudente entrometerme en la arraigada rutina de las obligaciones. (…) Quizá mi acción había hecho que pareciese un excéntrico”) y a quien el náufrago que llega al navío incluso confunde con un subordinado. Es casi un antihéroe: se siente extraño ante su tripulación y nos transmite la sensación de que en cualquier momento puede incurrir en errores de bulto.

2. Nuestro joven capitán también prefiere la soledad y la observación antes que el estruendo y la prisa: sigue con la vista el humo de un remolcador, durante varios minutos, hasta que se pierde tras un cerro. Al quedarse solo en cubierta, disfruta del silencio y nos avanza con disimulo la aventura que llegará: “En esta intensa pausa a las puertas de una gran travesía, parecía que estábamos calibrando nuestra capacidad para una ardua y larga empresa”. Después, los “ruidos molestos” de pasos y voces rompen su solipsismo. Pero Conrad ya nos ha encaminado hacia la senda que quería: el destino del capitán y su barco es el del hombre frente a los grandes proyectos vitales que nos toca afrontar. Ese silencio ante el mar describe el abismo entre nuestros sueños y la realidad, y la dificultad existencial entre comprendernos a nosotros mismos e interrelacionarnos con los demás.

3. “Pero me daba ánimos el pensamiento razonable de que el barco era como todos los barcos, y los hombres como todos los hombres, y que no era probable que el mar guardase ninguna sorpresa especial para hacerme fracasar”: esta frase antecede al episodio con el que lo extraño, el elemento sorpresivo, irrumpe en la novela. El capitán parece que concilia sus ideales y su tozuda realidad, y Conrad apacigua el grado de aventura con la inteligencia del que sabe que, al otro párrafo, echará combustible a la brasa. En el pensamiento interior del protagonista ha ganado el sosiego: “Y de pronto me regocijé por la gran seguridad que me brindaba el mar comparada con las zozobras de la tierra”.

4. Y paseando por cubierta observa la escalera y, a sus pies, el cuerpo del náufrago. No hay brusquedad ni tan siquiera en la ayuda que se le brinda: el primer diálogo se mantiene con los personajes en sus puestos, el capitán hablando por la borda y el náufrago dentro del agua, agarrado a un peldaño. Esta secuencia demuestra el alejamiento del autor por los golpes de efecto, pues incluso en el momento en que lo extraño penetra en el relato todo sucede con parsimonia, con una alejada prudencia. Y el mar, siempre presente, como un observador ecuánime: “Entre nosotros se había establecido una misteriosa comunicación… ante aquel mar silencioso, oscuro y tropical”.

Y no sigo para no desvelar nada más allá de lo aconsejable, pues hasta aquí sólo han transcurrido veinte páginas. Pero sirve para dar cuenta del giro literario que Conrad imprime a cualquier relato de aventuras, otorgándole un sello propio que lo aleja de la simple narración de hechos memorables. El retrato psicológico que después se irá realizando de los dos personajes convierte a esta novela breve en una magistral perla del buen contar, de las dudas que nos asaltan a diario y que nos hacen seres pensantes, pero en alta mar y ante condiciones límite: sólo hacía falta la mágica pluma de Conrad para transmitirlo y para que lo podamos leer, sin más. Y es que como decía Savater, contradiciendo todo lo hasta aquí expuesto, “como toda buena narración, sólo quiere ser contada y vuelta a contar, no explicada o comentada”.

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La realeza

miércoles, 7 de diciembre de 2005

Hacernos a la mar (1)

A Justo Serna, desde la otra orilla

Llegó de una manera muy conradiana este libro a mis manos: Atalanta era incapaz de mandarlo por correo (o mejor, era incapaz de cobrármelo, lo cual, en este mundo de transacciones comerciales permanentes, era un impedimento letal para el envío), y un atento y generoso lector que estuvo al quite se afanó por resolver el entuerto. ¿Pero cómo mandar algo a un personaje con nombres intercambiables (Jacques, Jacobo, Jaime)? Sólo se requería una dirección concreta, y el libro cruzó sin prisas el Atlántico para llegar a las manos del lector desconocido.

Lo primero que hay que hacer ante un libro de una editorial emergente es ir a lo externo, que para el bibliófilo también es esencia. Huele bien esta novela, y ese aroma a imprenta y tinta fresca perdura después de varios días y después de pasar páginas. Los márgenes muy generosos, cosa que agradecen los dedos, tan manchones siempre; el tipo de letra muy adecuado, de visión rápida y cómoda. Y solapas: siempre me han gustado los libros con solapa, porticando la casa y trazándole entrada y salida, un detalle que jamás me pasa por alto. Quizá el color azul de la solapa sea demasiado eléctrico, creo que destacará demasiado en mi librería, y prefiero que los libros se asomen con sigilo, que no se peleen con el de al lado. Y la contraportada: un riesgo calculado eso de incorporar una foto gigante del autor, que siempre es un acierto ante rostros como el de Conrad. No hay lector que permanezca impasible ante sus angulosas mejillas y su mentón puntiagudo, sus ojos acerados.

Llevaba demasiado tiempo sumergido en proyectos posmodernos, tanto que ya casi se me hacía lejano el recuerdo de las historias bien contadas, de la novela pura que nos lleva por territorios ignotos y nos amenaza con misterios espectrales a partir de solitarios personajes que esconden mil sorpresas. Era un buen momento para volver a la ficción. Los dos primeros libros que han rondado por mi cabeza a medida que iba avanzando en la lectura (dos novelas con olor a mar, con sabor a sal) son, por un lado, La isla del día de antes, esa novela del primer Eco decadente que nos pasea una y otra vez por todos los escondrijos de un barco, en donde aprendimos el vocabulario marítimo y comprobamos que un espacio reducido puede ser un extenso páramo o una selva frondosa. Como no leo ya casi nada de Pérez-Reverte no puedo hacer paralelismos con sus obras de mar, quizá análogas en este sentido al libro mencionado. Y, por otro lado, un Maigret: A la cita de los Terranova, en una edición que se vendía en quiosco y cuyas páginas se resquebrajan en mi librería con el paso de los años, sin que nadie lo toque. Ese era un libro de muelle mucho más que de mar, de marineros en tierra y en tabernas lúgubres porfiando en las noches ante una botella de licor, observando los barcos que deben llevarlos, ya de madrugada, a largas jornadas de pesca.

El copartícipe secreto es una espléndida novela breve que supura agua, sal, capitanes, proas, horizontes y náufragos por los cuatro costados. Ante libros así uno piensa en tanta adolescencia perdida por no leer, pongamos, a Conrad; en la necesidad de recomendar esta lectura a tanto joven que debe intuir que estas historias existen y que las busca sin suerte, porque hay cartas esféricas y trafalgares que lucen mucho más. Yo empecé a leer a Conrad algo más tarde que a Stevenson, Verne o Salgari: parecía otro estadio, un peldaño más arriba del que me correspondía. Pero otro gallo nos cantaría con más Conrad en las aulas: el joven capitán es el chaval del pupitre, lo veo claro, ese que mientras escribe en su cuaderno oye un ruido por la ventana (que sólo escucha él) y con disimulo mira hacia abajo y observa que alguien sube por la pared con una cuerda, mojado y casi desnudo, y sólo él lo ve, y la profesora insiste con la lección y el chaval le habla con los ojos al personaje y le dice que eso sí es una pasada, y que ahora mismo o cuando toque el timbre bajará por la cuerda para vivir con él algo sensacional, seguro. Una aventura. Una novela. De eso se trata: pensaba yo en esos años cuando el náufrago Leggatt se agarra a la escalera de mano y el capitán le ayuda a subir a cubierta, justo en el momento preciso en que la realidad explota y comienza lo que la literatura ya inventó hace siglos. ¡Esto sí que es moderno, chavales!

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Tuvieron sus cinco minutos de sentido común: Víctor García de la Concha, Renán Flores Jaramillo, Pablo García Baena, Ángeles Mastretta, José Carlos Rovira Soler, Juan Antonio Villoro, Ana María Matute, Luisa Castro, Rodrigo Fresán y Andrés Sorel.

martes, 29 de noviembre de 2005

Nancites 4

1. Un paseo. Hay en San José de Costa Rica un par de librerías con buenos alimentos: las dos enfrentadas en fachadas opuestas, en la avenida central. En una, los libros tienen el color del segundo uso pero algunos aguantan bien la lectura previa; en la otra todo es más nuevo, para estrenar. Acabo de salir de ésta con dos panes bajo el brazo: Intimidad, de Kureishi, a cuyo grupo anglosajón sigo con denodado esfuerzo y que me ha interesado por su brevedad (sí, a estas alturas del viaje todo lo breve dos veces bueno) y por ese argumento que promete indagar en el lado oscuro de los sentimientos y de las relaciones humanas, esa compleja maraña en la que todos caemos para satisfacer deseos y ansias, y que deja huella profunda. Y también llevo Windows on the World de Beigbeder, porque desde el 11-S llevo buscando el gran libro del 11-S y sigo en ello. Voy a confrontar, y no sé si eso tiene algún sentido, esta obra con lo último de McEwan, ya en enero. Pura intuición, o silogismo muy primitivo sobre cercanías argumentales, qué sé yo. Pero uno no está en San José como para pensar varias horas sobre los libros que va a comprar, y entrar en una de estas librerías sí es un saludo al viento: al lado de Eco o de Crichton hay un Pérez-Reverte o un De la Cierva (¿!), y esta tarde he tenido en las manos, de manera anárquicamente sorpresiva, la última novela de Belén Gopegui (¿por qué extraños conductos habrá llegado allí ese único ejemplar, solitario?), la obra casi completa de Auster y otras pequeñas perlas. Quiero decir que hay que traspasar los umbrales con salacot y lupa, dispuestos a hallar la mariposa más exótica y rara, y cazarla al vuelo: la reflexión queda para después del viaje. Pero jamás encontré aquí ni casi (obsérvese el adverbio: en San Salvador había una solitaria excepción de bolsillo) en ninguna otra capital a Bolaño: en Centroamérica, Bolaño no existe.

2. Un premio. No saben bien la pereza que da hablar del premio Nacional a Caballero Bonald, porque lo obvio y lo estrictamente lógico me sobrepasa, lo evito con la cintura. Pocas veces un premio es tan necesario y tan cantado, como triste es el papel de los jurados que año tras año dan éste u otros premios a individuos ya olvidados cinco o diez años después, ignorando que lo previsible es querer ser originales y que lo sagaz es mirar el panorama literario, valorarlo, absorberlo, y ser consecuentes, sin más. Este año han abierto los ojos y han visto la realidad, que pocas veces se esconde y que ahí está, dispuesta con sencillez a ser descrita; han abierto los ojos y han visto al gran escritor, y su luz cegó cualquier tentativa retórica: leyeron, y con eso bastaba.

3. Una certeza. Es imposible valorar Castigo divino, de Sergio Ramírez, a partir de su puesta en escena sino, fundamentalmente, por su tramoya. Estoy bastante impresionado por el engranaje tan sutil y tan perfecto que levanta página a página la novela: evitando cualquier diacronía estricta, construye un puzle en el que todo va encajando de manera formidable y uno no puede menos que preguntarse por la manera en que todo este edificio ha sido levantado. No puede haber escritor que sea capaz de sentarse ante una hoja en blanco y escribir correlativamente estas páginas. Me imagino al arquitecto dibujando planos y haciendo cálculos, con un fichero lleno de nombres y datos. No puedo imaginarme a mí mismo escribiendo de esta manera, donde la propia escritura es casi sólo una consecuencia del trabajo previo que cuenta, de la construcción de las columnas y los tabiques y los techos sobre la mesa, en un papel. Después ya vendrá el momento de poner ladrillos, pero la pasión está puesta en los prolegómenos, en la idea. Estoy asustado, sí: tanta perfección teórica me sobrecoge.

4. Una, dos novelas. Genji en Atalanta ("Durante aquel día gris había llovido, y la noche también fue lluviosa") y en Destino ("Tarde de verano lluviosa en el palacio imperial de Heian Kyo"). O de cuando los azares y los designios comerciales dejan al lector, literalmente, en deshabillé.

miércoles, 23 de noviembre de 2005

Relatos reales

El cuento ya es viejo y conocido pero ahora recobra su virulencia plástica. Basta con regresar unos días atrás en este mismo blog para recomponer el argumento y ejercitarse en el arte del toma y daca, del partido de tenis inacabable: un tie-break hasta la extenuación. Comenzó Cercas, claro, escribiendo y publicando Soldados de Salamina y escalando el púlpito glorioso de la fama. Luego vino la película y todo lo demás. Pero en el interludio hubo el libro de Arcadi Espada, y entonces sí la liamos: Diarios presentaba una crítica demoledora contra el armazón literario de la obra, y muy en especial contra su tramposa manera de confrontar realidad y ficción: la confrontación sentimental entre Sánchez Mazas y Miralles, entre el ejecutor piadoso y el ejecutado indemne, se resolvía (Espada dixit) en una trampa de trilero, en un arquetipo falso que ni vive en un asilo de Dijon ni en ningún asilo del mundo, porque Miralles somos todos y es nadie. Pero lo peor era que el autor, un tal Javier Cercas, abundó en las entrevistas acerca de este tema, porque ese era sin duda el quid de la novela, el factor que hizo multiplicar sus ventas y construir una historia prodigiosa sobre unos personajes admirables, casi heroicos. Cercas se puso la careta de Cercas (o sea, el autor la de narrador, y viceversa) y a partir de ahí todo era posible, incluso que los lectores llamaran al asilo de Dijon preguntando por Miralles.

En fin: todo esto se acumula ahora en el nuevo round que comenzó en la revista “Quimera” de este mismo mes, y que ha tenido la respuesta acostumbrada en el blog de Espada, hace pocos días. Es el peligro de tener blogs: que las réplicas acontecen en horas, mientras el papel revista amarillea en el quiosco, exhausto y sin capacidad de abrir la boca. Dejando aparte la hiel que destila el texto, hay apuntes bien interesantes que merece la pena subrayar:

1. Según Cercas, todo relato comporta un grado variable de invención y es imposible transcribir verbalmente la realidad sin traicionarla. Ello implica que por muy verídico (¿verosímil? ¿verdadero?) que sea un relato, siempre será una interpretación ficticia o tergiversada de la realidad, ya sea inmediata o histórica. Para Historia ya tenemos los ensayos, pero al estar elaborados con palabras también suponen una cierta dosis de traición, aunque siempre será inferior a la del relato propiamente dicho: novela, cuento. Espada se sube al carro de la mofa por este descubrimiento, ciertamente evidente, en el que la invención domina en el relato inventado y la realidad en el relato real: ¿cuál sería el porcentaje?, pregunta con insidia.

2. Dice Cercas que Soldados de Salamina no pretende ser un relato real sino una novela. Por lo tanto, entendemos que se trata de una novela plenamente ficticia, que parte de la realidad (como todo en este mundo) pero que recrea hechos que no pueden ser tomados como históricos. Y ahí comienza el verdadero bailoteo: ¿qué hacemos con las novelas de no-ficción? ¿Qué hacemos con Capote? Recordemos de nuevo que, por mucha ficción que se quiera vender, Cercas partía de un artículo en “El País” que, como crónica breve, suponía un claro apego al género periodístico. Después, Cercas repetía en sus declaraciones la historia (real) de Sánchez Mazas y su no-fusilamiento (real) por parte de un miliciano.

3. La treta vendría a ser la siguiente: hasta que la bala no salió disparada (o sea, en el preciso instante en que no se apretó el gatillo) no podemos hablar de ficción como tal. Pero en el segundo inmediatamente siguiente, detrás del punto de mira, se nos construye por obra y gracia del narrador el ojo de Miralles, su pupila, su faz, su entero cuerpo. Y vamos a buscarlo hasta Francia, peripecias aparte, porque para la historia es necesario encontrar al héroe. Ni falta hace que el héroe sea él o no: ya tenemos un viejo en un asilo con la edad que podría tener el supuesto miliciano en ese momento, y el autor puede escribir la palabra fin cómodamente en el procesador de textos.

4. Dice Cercas también: “el lector nunca debe fiarse del todo del narrador de una novela, en particular si ésta está narrada en primera persona”. O sea, que no nos debemos fiar del Cercas narrador. Quizá tampoco del Cercas autor cuando, tiempo después, dijo en una entrevista: “ningún hombre que mire a los ojos de otro puede disparar sobre él”. Espada afila la daga y ésta penetra la carne: “en esta frase está su novela. Ese escamoteo, hasta vil, de lo real. El escamoteo, por ejemplo, de los que dispararon y mataron en el Collell, mirando a los ojos y al corazón”.

5. De todo esto me interesa el trasfondo, la discusión literaria sobre lo real y lo ficticio (aunque Espada seguro que no vería ninguna discusión literaria en este asunto, sólo mera palabrería). Hace pocas semanas que Vargas Llosa dedicó el primer párrafo de su artículo quincenal a un hecho paralelo: después de haber leído El código da Vinci, cientos o miles de personas peregrinan a no sé qué iglesia parisina para encontrar, según parece, una misteriosa línea blanca en el suelo, y que en la novela debe ser algún elemento clave para el desarrollo de la misma. Jamás lo sabré, claro. Pero ese peregrinaje, como las llamadas a Dijon, también pertenecen a la magia de la materia escrita, a la de los lectores que leen una novela y que mientras lo han hecho no se han sentido estafados, aunque después no encuentren a Miralles sino sólo a un grupo de viejos abandonados por su hijos. La novela fue real (verdadera) mientras duró, y la vida ya es otra historia.

viernes, 11 de noviembre de 2005

La próxima semana, y al menos hasta el día 23 de noviembre, este blog permanecerá sin actualizarse por desconexión temporal obligada de su autor. Como se dice en estas ocasiones, con ironía nada disimulada, perdonen las molestias que esto les pueda ocasionar.

martes, 8 de noviembre de 2005

La lectura y sus alrededores

Esos viajes que nos sacan de nuestras introspecciones... Con el regreso se recuperan los detalles que dejamos a medias, y se vive como nunca la sensación de que nada empieza ni acaba jamás, todo es una perpetua sucesión de acciones que se encadenan y que, acaso, sólo interrumpimos a veces por un traslado temporal o por una enfermedad curable. Los libros que no nos llevamos mantienen su punto de página en el mismo lugar, y el paréntesis de su lectura se torna profundo, melancólico. Aunque nos separen diez días entre dos páginas parece como si ese libro hubiera sido abandonado con premeditación, incluso con una saña malévola: hay que pedir perdón al reiniciar la aventura y esperar que nos sea concedido.

Mientras, también llega buen correo de personas confiables. Aún espero cierto libro de cierta persona (comienzan los temores de extravío) pero ya llegaron un par de ejemplares de este mismo año de Letra internacional, una extraordinaria revista a cuyo cargo se encuentra un buen amigo. De entre los primeros artículos leídos me ha interesado el de Carlos Monsiváis, "Elogio (innecesario) de los libros". Poco hay que decir a estas alturas sobre Monsiváis: casi el ensayista oficial de México, pero no por gubernamental sino por obligado, por certero y por algunos adjetivos más. Nunca pierde su gracejo, hable de lo que hable, ni tampoco su capacidad para convertir lo profundo en algo liviano y sin tambalearse. Así, cuando en el artículo habla de la relación automática que él establece entre los best-sellers y los viajes en avión, apunta que estando ya en el sofá de casa, si se encuentra con una de esas novelas entre las manos, hace el gesto instintivo de abrocharse el cinturón.

El artículo en sí no es otra cosa que una invitación a la lectura y un engranaje de ideas sobre el placer de leer, sometiendo a los lugares comunes a una estupenda disección. No hay escrito más fácil hoy en día que el que se refiere a los males de la televisión, internet y tecnologías varias para culparles de los males de que nuestros chicos y chicas no lean. La prosa vertida sobre el asunto es inabarcable, con ejemplos sonrojantes. Pero Monsiváis lo ataca lateralmente, al convencernos de que el poder de la imagen sí ha sido clave para cambiar el concepto de la lectura, o al menos del carácter poco menos que místico del libro, del libro como autoridad. Ya los alumnos no recurren a la Enciclopedia Británica para elaborar sus trabajos, sino a internet (malas lenguas en este país dicen que la última novela de Gioconda Belli sobre Juana la Loca ha sido producto de muchas horas de explorer). Si internet lo dice, debe ser que es cierto. Pero además se ha modificado el hábito de la lectura profunda, y supongo que en una micronésima parte también gracias a mí: los blogs son la prueba más reciente del nuevo desgajamiento intelectual del saber, de la victoria del texto breve frente a la reflexión pausada. No creo que hoy se lea menos que antes: también en el artículo se dice que la lectura ha sido siempre minoritaria y lo seguirá siendo. Pero quizá sea lea hoy más desordenadamente, recurriendo a chispazos y a visiones más sesgadas, más inmediatas.

Otro tema es el fomento de la lectura: muchas campañas que pagamos entre todos (algunas convirtiendo en tontos a los que no lo hacen) en un mundo en el que los gobernantes suelen ser los primeros que no cumplen con sus recomendaciones. En México le preguntaron al senador Medina: "Qué lee ahora?", y contestó: "Nada, porque me cambié de casa y tuve que meter mis libros en cajas". Pero el hombre hacía ya ocho años que había cambiado de domicilio. En lo que no puedo coincidir con Monsiváis, por la parte personal que me toca, es en la burda manía de meter en la papelera todos los cómics y otros elementos de incitación a la lectura. Pareciera como si los que se enfrascan con viñetas estuvieran incapacitados para saltar a Stevenson, y es justamente lo contrario: yo mismo me inicié con los tebeos y ellos fueron los que me inyectaron el hábito de permanecer en un sofá sentado mirando unas páginas de papel, leyendo letras impresas. La creación y el fomento del hábito debe comenzar por esos estadios, básicos para ir metiendo en un mismo saco las palabras lectura y placer. Aunque sí admito mi incapacidad para valorar positivamente a un adulto leyendo un libro de autoayuda. Monsiváis llama a eso "la lectura de los alejados de los libros", que es gente que lee a través de los diálogos del cine y de la televisión, y necesita ese estilo de prosa para que un libro no se le caiga de las manos: ya se sabe, la frase exacta que parece resolver nuestros problemas íntimos y que se nos adapta como la espalda al colchón, flexible y mullida. No hay que pensar demasiado, porque la frase ya piensa por nosotros. Y es entonces cuando Monsiváis alza el grito al cielo y lo mete todo a reciclar (libros de autoayuda, cómics, textos religiosos, periódicos deportivos, etc.).

Al final, me quedo con la frase de Steiner: "Leer bien es arriesgarse a mucho. Es hacer vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos. Quien haya leído La metamorfosis y pueda mirarse impávido al espejo será capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero es un analfabeto en el único sentido que cuenta".

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Presentación del Planeta: vestida de rosa salmón, con altos tacones, perfecto bronceado y amplia sonrisa.

viernes, 4 de noviembre de 2005

Cartas nómadas (y 4)

Tegucigalpa, 09:55h

...Ver asomar la cabeza de un ratón entre la hierba del parque central sigue siendo una experiencia insólita para el viajero despistado. Estos bichos francamente horrendos enseñan el hocico con la tranquilidad del que se sabe dueño del lugar y del inquilino que ya ha pagado hace años su vivienda. Estos ratones pasean y campan a sus anchas por la urbe y los paseantes habituales giran la cabeza cuando escuchan el sonido inconfundible del rastreo. Pero esta ciudad es más, mucho más: su calle peatonal, que desemboca directamente en el parque y ante la fachada de la catedral, es un zoco caótico y algo agobiante. Las cuerdas que aguantan los plásticos en forma de techo penden de cualquier farola, de cualquier persiana metálica en los muros. Pasear por allí no es fácil, y más cuando los propios vendedores, en un alarde de contradictoria mercadotecnia, impiden el avance de los potenciales compradores, sentados en taburetes en medio de las aceras y platicando entre ellos, con la confianza que dan varios años de ver cada mañana los mismos rostros y gestos. Todo está en venta: juguetes de plástico, ropa de segunda mano, aparatos de radio, cuchillos, DVD pirateados (aquí no hay top mantas: jamás hay que recoger el material cuando llega la policía porque aquí la piratería no es delito. O sea: los piratas pagan mordidas por serlo, lo que los convierte en individuos respetables). Y siempre hay alguien que parece salido de una película de Visconti, o algún ser extravagante que vivirá acaso en alguna comunidad de vecinos igualmente freaks, a lo Álex de la Iglesia.

Yo salía del cine (uno de los que ya no existen en Europa: cine de barrio sin comodidades ni aderezos, casi un garaje con gradas y una tela enfrente, baratísimo) y afuera caía un diluvio no anunciado. Sin paraguas, sólo había que esperar hasta que la tormenta escampara, apretujado entre el resto de espectadores que tampoco llevaban paraguas porque en Centroamérica nadie lleva nunca: el tiempo es tan imprevisible que comportaría llevar uno permanentemente y eso es demasiado engorroso. Y entonces ese hombre, fornido y con cara de sádico perverso, con encías siempre visibles y palmetazos en mi espalda. Cuando me ocurre algo así siempre adopto la actitud del defensor, pensando que tanta familiaridad sólo puede ser una evidencia del robo que se va a perpetrar a continuación, así que intenté no hacerle mucho caso pero tampoco podía escapar, atrapado entre la calle que ya parecía un arroyo y el resto de cinéfilos que se agolpaban a mi alrededor. Me preguntó lo evidente, ante mi aspecto de blanca tez y mi acento castellano: que de dónde era ("ah, Cataluña! Barça!"), que si andaba sólo por ahí ("no, me espera mi familia numerosa al otro lado de la calle", le iba a decir, no fuera a ser que mi soledad se convirtiera en otro aliciente para el crimen), que si tenía cinco minutos para escuchar algo que quería comentarme ("sólo cinco, y además está lloviendo"). Sin duda estaba acorralado, así que hice ademán de prestarle atención mientras me palpaba los bolsillos, por si acaso. Me pidió prestado un bolígrafo y en un papel anotó cinco cifras: 492.494, 497.508, 504.750, 504.783 y 504.789. Ante este mar de números me preguntó cuál era la superficie en quilómetros cuadrados de mi país. Pensé que alguien le había hecho la misma pregunta a él, o quizás fuera un profesor que lo examinó, y ahora había encontrado la posibilidad de resolver el enigma: ¡estaba ante un español, que seguro que sabía con exactitud la superfície de su propio país! Miré ya con cierta atención los números y, como es de suponer, no tenía ni idea de cuál era la contestación a semejante arbitrariedad, y menos a la salida de un cine y frente a un chaparrón, con ganas de llegar a mi hotel y ponerme a leer un libro. Pero tenía la vaga certeza de que la cifra comenzaba por 504 (quizá una chispa alojada en mi cerebro desde tiempos de la secundaria) y le dije eso, que podía ser cualquiera de los tres últimos números. Y ahí comenzó el baile: atropelladamente, fue contando que la cifra buena era la primera, pero que había que añadirle los 5.014 quilómetros cuadrados de las baleares, lo que nos llevaba a la segunda cifra, a la cual había que añadir la superfície de las Canarias, y así, sumando Ceutas, Melillas, Chafarinas y no sé que islotes más, alcanzabámos la perversa y cabal cifra final de 504.789. Entonces es cuando uno piensa: estoy en Tegucigalpa, al otro lado del mundo, creyendo a ciencia cierta que jamás me encontraré por allí a alguien que conozca ni un centímetro de mi territorio, saliendo de ver una mala película, y con los ratones asomando sus hocicos al más leve requiebro. Y el gañán, con su más histriónica sonrisa, me entregó el papel y se difuminó entre la brisa y las paredes envejecidas del centro, calle abajo. Aquí lo conservo, pensando que Tristan Tzara vive y que el dadaísta puede asomar su nariz, impertérrito, en cualquier esquina...

sábado, 29 de octubre de 2005

Cartas nómadas (3)

Perquín, 14:06h

...La imagen del desastre son todas esas milpas de maíz destruidas. Con un grupo de mujeres y niños (los niños siempre a punto, siempre dispuestos a montarse en la camioneta) nos deslizamos por el infernal camino cerca del río Lempa, hoy pura piedra y cuatro días atrás una argamasa de lodo y agua. Al entrar en uno de los campos sembrados ya se avistan desde lejos las mazorcas marrones, completamente secas: basta con acercarse e ir desgranando cada planta, abriendo cada elote para comprobar que el maíz ya no servirá ni para hacer harina con que engordar al ganado. Uno tras otro, los campos han quedado arrasados por efecto de la tormenta Stan, pues el agua se estancó por varios días en cada milpa y la humedad destruyó completamente las cosechas. Ya todo es irremediable, pero aquí las sonrisas y las resignaciones se combinan para echarle ánimo al asunto y pensar ya en cómo se podrá alimentar a la familia hasta la próxima oportunidad de siembra. Los cuadernos de los chavales y sus zapatos se compran con el excedente de la cosecha, pero ahora habrá que inventarse otra manera de conseguirlos. Y hasta la próxima tormenta: el desborde del río rompió los diques naturales y acaba de formarse un lago artificial que no sale en los mapas y que no se secará probablemente jamás: los niños ya se bañan ahí y la diversión y los gritos de entusiasmo tras cada chapuzón resisten cualquier intento de desánimo.

La ayuda, claro. Dos días antes de la visita de la Reina (así la llaman todos, la Reina, esperando verla aparecer con cetro y corona descendiendo por las escalerillas del avión) todavía no ha llegado nada. Los cooperantes se mueven con nerviosismo, la seguridad del Estado tiembla y el embajador es un rostro furioso y desencajado. ¿Pero dónde coño están los colchones que tiene que entregar la Reina?
-Se los llevaron las ONG, para repartirlos antes.
-¡Pues que compren más colchones!
Cuando baja del avión una señora que reparte besos y abrazos, los fotógrafos disparan sus flashes y la señora pone cara de fotografiada, hasta que alguien repara en que no es Ella. La secretaria sigue su camino con menos garbo y del avión descienden trajes y corbatas oscuras. Ahora sí: en el centro se observa un vestido y un peinado que avanzan, los mismos que dos horas después estarán repartiendo colchones en una comunidad campesina. La gente se agolpa a su alrededor y un niño con libreta en mano le grita con fuerza "¡Reina, Reina!" mientras con los dedos le hace la seña del que firma algo. La tal Sofía levanta los hombros y hace como que no entiende. "¡Reina, Reina!", insiste la criatura, reclamando su autógrafo. Los matones que la guardan le impiden con sus cuerpos que avance hacia la multitud, y Ella sigue haciendo gestos de incomprensión, con la sonrisa puesta.
-¡Ah pues come mierda, Reina hijueputa!
Y el chaval desaparece bajo las piernas de los adultos, mientras los hombres de negro se llevan a su protegida en volandas hacia otros colchones más confortables.

Don Carmen, se llama. Historia exacta, memoria cautiva. Le escuché sentado en un pedregal frente a su casa, él apoyado en el marco de la puerta. Tras las paredes de adobe veo el movimiento familiar que no se detiene, la olla en el fuego de leña. Cuenta que en ese caserío llegaron los soldados en los años 80 y acribillaron a cuanta persona se puso por delante. Don Carmen tuvo que enterrar a seis criaturas abiertas en canal, y a una mujer embarazada con la barriga cosida a tiros. Con la brutalidad del que ha visto tantas brutalidades, dice que jamás se imaginó que volvería a comer carne de cerdo, porque eso es lo que vio: carne desparramada, no pudo ver personas ni reconoció o no quiso reconocer a nadie. Pero de vez en cuando bromea, es así como puede sobrevivir al desastre. Sólo tiene dos dientes en la mandíbula inferior, una barbilla escasa y cana, y lleva unas botas que muestran los dedos de los pies. Con su voz llenando la tarde, miro de nuevo hacia el interior de la casa y ahora observo una muchacha descalza sentada en una hamaca, y que tiene un libro entre las manos. También observo que su labios van deletreando cada palabra y moviéndose al ritmo de la lectura, de cada frase que va cobrando sentido. No aparta los ojos del libro y yo la sigo mirando por un buen rato, intentando meterme en esa ficción suya que ya, a estas alturas del viaje, se hace tan necesaria ante la realidad desbordante que me inquieta y me supera a cada minuto...

miércoles, 26 de octubre de 2005

Cartas nómadas (2)

San Salvador, 12:05h

...El camino de la redención engrandece tu corazón. Creo que la frase del rótulo era así, pero podría cambiar todos los elementos y el significado sería el mismo para mí. En otro portal, con grandes caracteres, leí la palabra cruzadas al lado de versículos bíblicos escogidos y de los horarios del culto. Se hacen cruzadas, mientras justo al lado se limpian carros y enfrente se vende mecate para colgar hamacas. Todo a tres cuadras del lugar exacto en donde, 25 años atrás, caía Monseñor Romero bajo las balas del sicario a sueldo del ejército. La pintada del muro es otra, bien distinta: "Pobre pastor glorioso, asesinado a sueldo, a dólar, a divisa. Como Jesús, por orden del Imperio". Atravieso la puerta enrejada y el paseo de acceso al Hospital de la Divina Providencia se me ofrece como un apacible lugar de sombra y silencio, con leves revoloteos de palomas y zanates y muy poca concurrencia. Una familia completa descansa en unos bancales de piedra, mirándose entre ellos y hablando con voz muy suave: me observan cuando camino por su lado y me siento a pocos pasos, en otro poyo de piedra sin labrar. Algún enfermo, pienso, alguien entre ellos que habrá salido a pasear por este pequeño jardín y que en esta mañana soleada comparte su apego a la vida con los suyos. Ni los niños juegan aquí: todo es tan sensible que se disfrazan de adultos, participan de la reunión para demostrar su vínculo solidario y su probable empacho de estupideces. En este sitio no hay que hacer nuevas cruzadas, basta una palabra de afecto y una mano que acaricia. Me levanto para no interferir en la escena y me planto en la puerta de la capilla: desde aquí salieron los disparos en 1980, con la puntería del asesino que se cree ya mítico y que está a punto de pasar a la historia. Pero se equivocó: la historia cayó desplomada al fondo, ante el altar, y el individuo entró de nuevo al vehículo y huyó, por este paseo silencioso (cómo resuena el chirrido de las ruedas en mi cabeza, un sablazo cruel) como el cobarde que espanta a los pájaros y a los enfermos que reciben una mano caliente y suave de su nieto en la mejilla.

El mercado de Apopa es una explosión de color, una fértil maraña de gritos y olores de fruta fresca. Qué contrastes tan intensos: a veces no hace falta caminar ni doscientos metros para meterse en realidades opuestas, para probar las mil caras de este territorio que se mueve en sentido estricto (hay sismos bastante regulares cada año) y figurado, en un sentido casi metafórico. Estas mujeres que venden telas y semillas y flores, y que aguantan al hijo en las caderas o sobre el pecho mamando y que cuando ya camina se les escapa mientras atienden a los clientes y deben ir a buscarlo por el pasillo (los dólares en una mano, en la otra la mercancía), que tienen el almuerzo en un plato de plástico y la bebida en una bolsa con pajilla, que van a preparar la cena cuando terminen de cerrar el puesto de venta. Estas mujeres, digo, son la esencia y el suplicio permanente de este movimiento que no cesa, que sólo se va deteniendo al anochecer pero nunca del todo: la oscuridad que aprovechan los perros para hurgar en las basuras es sólo la antesala de un despertar temprano igualmente estruendoso, que arranca cada día con igual ímpetu sin importar las ganas ni el desaliento. Cuántos psicólogos deberían pasear por aquí: quién dijo depresión. Uno sale de estos mercados reanimado, casi gritando el nombre de las verduras por pura empatía y empujado a la dinámica del hacer, del trabajar, del no parar. Mientras voy pisando restos vegetales y charcos embarrados por el agua y los meados, me aferro al ansia del escalador que está a punto de llegar a alguna cumbre, del sediento que ya otea el oasis a poca distancia: al ansia del que tiene lo real al alcance de la mano y está a punto de acariciarlo (como el niño a su abuelo, la vendedora a su hijo), y que tiene miedo de perderlo de vista y quedarse sin cima, sin agua y ajeno al acontecer de este mundo tan verdadero, sin mano en la mejilla...

martes, 25 de octubre de 2005

Cartas nómadas (1)

San Salvador, 18:20h

...Conducir bajo una espesa manta de niebla es una experiencia próxima al desasosiego, a la pérdida de identidad. Digo manta, o sea, una capa de tela gorda que a su través no deja ver ni la propia textura del tejido. Los faros iluminaban el blanco perpetuo y avanzaba hacia la nada, pegado al supuesto límite del asfalto para seguir las malas hierbas que eran lo único que podía distinguirse por la ventanilla lateral. Veinte interminables minutos de ausencia, de perfecta soledad dentro del vehículo y sin alrededores. La hierba y yo, únicos seres vivos visibles del descenso hacia Choluteca. Jamás había estado en este trance, desprotegido y débil frente a la durísima Naturaleza, impasible y con una contundencia que uno recibe como puñetazo en el estómago, inerme ante lo real. Después, la lluvia intensa y la desorientación defintiva hasta que todo escampó: la tela se deshilachaba como jirones al viento y la realidad se iba pintando ante mí. Las casas, las bombillas de los porches, el aliento de la vida. Cuesta abajo, mis veinte minutos de inexistencia los interpreté como los del viajero que se desplaza al lugar más remoto no para conocer ruinas y palmeras, sino justamente para deshacerse de su identidad y no ser reconocido por nadie, para pasear sin ser visto (los ojos que te miran y no interpretan, que no te distinguen).

El hotel era como deberían ser siempre los hoteles: viejas construcciones que antaño tuvieron sus horas de esplendor y que han venido a menos, habitaciones ya destartaladas no tanto por el uso como por la falta de mantenimiento. Las paredes se van desconchando, el agua de los grifos brota salpicándolo todo, hay bombillas que ya no encienden. Y los sofás: esos espacios de tela rajada pero que (¡milagro!) conservan plenamente su comodidad. Uno se desparrama en ellos y mira por la rejilla de la mosquitera rota del ventanal: enfrente, una piscina de agua turbia colecciona hojas y ramas de todas las especies vegetales. Entonces, abrimos un libro sobre nuestras piernas y leemos, y del hotel empieza a sonar un hilo musical inconfundible (fragmentos de Turandot, Dilegua, o notte! tramontate, stelle!Tramontate, stelle, que ya escuché estremecido entre la niebla), y la camarera nos trae un café expreso con poco azúcar, y las bañistas cruzan y cruzan la piscina con estilo envidiable, y las flores reviven a nuestros ojos entre la maleza , y el silencio es el de la noche y las cigarras y los grillos. Estos son los hoteles que me gustan: se nos aparecen a la orilla de cualquier carretera secundaria y nos explican historias muy antiguas, de las que ya nadie guarda memoria. Después, en la cama, siguen las notas y nos entra un sueño narcotizado, sintiendo el lento desgaste de cada célula del cuerpo y su evaporación: que llegue muy tarde el futuro, por favor, los primeros rayos, el amancer, el alba en la que definitvamente habremos vencido a toda la mediocridad de nuestras cutres existencias.

Frijoles molidos, huevos fritos con tomate, queso salado, café con leche: y decían que el paraíso estaba en la otra esquina. ¡En esta, coño, en esta misma! Hay un perro flaco estirado debajo de mi silla y de vez en cuando me echa el ojo por si le lanzo algún pedazo de comida, pero su ojo está casi cerrado, mira desapasionadamente. Cuando salgo con la camioneta y observo hacia atrás por el espejo, veo el rótulo caído del hotel y el perro husmeando las migas del banquete. No quiero irme todavía pero hay mucha carretera por delante, quiero persistir en estas horas detenidas, muy cansadas, que transcurren lentamente: hay un perpetuo deseo de huida y otro paralelo de no avanzar, de enterrarme aquí, huesos y carne bajo la tierra, y un perro flaco husmeando encima, como quien busca por instinto y no por amor a su amo perdido...

viernes, 21 de octubre de 2005

Nancites 3

1. Los caminos de internet son inescrutables. Por un lado, el Lector ileso ha quedado entusiasmado por lo último de Vila-Matas, Doctor Pasavento. Destaca esta perla: "Vila-Matas se diluye en todos los autores. Pierde su condición de autor". Nos llevaría tiempo reflexionar sobre esta frase, del que no voy sobrado: que Vila-Matas pierda su condición de autor puede significar dos cosas, al menos. Una, que no logre pasar por encima de las múltiples historias de otros escritores que allí cuenta, los cuales sí son autores, en mayúsculas; al lado de estos, el ego de Vila-Matas empeqeñecería y la sombra de los demás lo haría desaparecer. Dos, que Vila-Matas no pretenda escribir ninguna novela, y al parecer lo consiga (entonces, ¿qué son las 388 páginas del libro?). Por otro lado, un interesante blog que he descubierto recientemente pone la novela de vuelta de hoja. Vicente Luis Mora dice mucho, y entre otras lindezas ésta: "Vila-Matas, un autor a quien respeté en sus principios pero que cada vez veo más como un bluff disfrazado de acogido francés (...)". Y otra frase que con toda seguridad suscribiría Lukas: "Lo que le falta a la literatura de Vila-Matas no es literatura, sino sangre, vida, realidad, apego a la existencia normal de las personas normales, tratamiento ocasional de lo ocasional". No hay debate sin mojarse el culo, y en éste hay chapuzones.

2. La foto no tiene desperdicio: la espalda y el rostro como dos universos opuestos, dos maneras de entender la vida y la literatura. La sorna y la altivez, la mirada intrigante y la frivolidad, la chaqueta y el vestido, el pelo cano revuelto y la cabellera arreglada. Si no supiéramos quiénes son los fotografiados, estos comentarios no pasarían de torpes muestras de clasismo. Pero no: lo mejor es lo que no sale en el encuadre, porque se trata de imaginarnos qué lleva cada uno en su mano, bien agarrado. Puestos a imaginar, uno lleva un ejemplar de Rabos de lagartija y la otra uno de Las mujeres que hay en mí. Entonces sí que los gestos revientan y la espalda adquiere todo su significado. ¿Qué diferencia al cascarrabias de la modelo? ¡La literatura, amigos, la literatura!


3. Otra mala noticia más: Nicaragua no cuenta con servicio de correo contra reembolso, por lo que tendré que esperar a recibir El copartícipe secreto, de Joseph Conrad: el amable servicio de ventas de Atalanta trabaja en otras opciones para no dejar a este impenitente lector sin su dosis.

4. Reino de Redonda, editorial deficitaria como pocas, sigue en su empeño de editar obras mal conocidas y de notable calidad. Javier Marías anuncia que la próxima edición será "un exquisito libro de viajes por España escrito por Giuseppe Baretti en 1770". En el blog a él dedicado, además de esta noticia, podemos encontrar un divertido ejercicio de recopilación de las búsquedas que los navegantes de internet realizan en Google, y a partir de las cuales han llegado a la mencionada web. Así, por ejemplo, "sandalias de primavera verano ver catalogo", "escuchar jota de los labradores", "westerns filmados en durango", "innovaciones cocina cantonesa" o "putas en puerto de mazarron" nos llevan a la página de Marías. Me parece éste un material muy novelesco: con Borges entre nosotros, Google tendría al autor que lo encumbrara a lo cielos.

miércoles, 19 de octubre de 2005

Soldados en el cine

Cada semana se estrenan en Managua solamente un par de películas, y las dos norteamericanas. Cada vez hay más salas de exhibición y más palomitas, pero aun así no crece el número de estrenos: vivimos en una realidad cinematográfica unidimensional, en la que las influencias externas al continente son mínimas. Quizá algunos han oído hablar del movimiento Dogma, o de Takeshi Kitano, o de Rohmer: pero nadie ha visto sus películas, porque los Armaggedons ocupan las pantallas con estruendo y expulsan el diálogo, el pensamiento, la serenidad. Todo es ruido, como pasa en tantos bares aquí, pero es un ruido de metralla, de mucha pólvora.

También son tiros los que ayer escuché en el cine, pero de otra clase. Lo bueno que tiene celebrar un 12 de octubre en el extranjero (que la música militar / nunca me supo levantar, decía el bueno de Brassens) es que la cultura española tiene su semanita dedicada, y aunque sea medio a escondidas, uno puede ir al cine a ver a Ariadna Gil. Otros piensan que los expatriados nos dedicamos estos días a tomar fino y picar aceitunas rellenas de anchoa y tacos de manchego: nada más lejos de la realidad. Ahora los De la Graza prefieren tomar sus copas entre ellos, dándose codazos y riendo a mandíbula batiente, y nunca invitan a la colonia de compatriotas a sus bacanales. Seguro que nuestros night clubs, que crecen y se multiplican, deben acoger por las noches a todos los De la Garza de la ciudad, con los hilillos del jamón todavía metidos entre los dientes, y en sus rodillas alguna bailarina sentada cobrando los impuestos hispánicos, diplomáticamente.

Pues ayer vi, por fin, Soldados de Salamina. Le tenía ganas a esta película: no terminaba de intuir cómo se podía poner en imágenes la novela de Cercas y cómo se podía evitar el riesgo evidente de ofrecer un film literario, que es el mismo mal pero a la inversa que sufren muchas novelas cinematográficas: uno al final no sabe si está viendo un libro o leyendo una película. Si yo fuese director, dudo mucho que hubiera escogido nunca Soldados de Salamina para hacer un guión: demasiados los riesgos, y demasiada la tentación de hacer literatura. Pero debo reconocer que lo que vi ayer me gustó, y bastante. Estos apuntes pueden servir de guía:

1. No diré que la película inaugura géneros ni nada parecido, pero se huele la novedad: esa mezcla de ficción y documental, de testimonios reales y ficticios, de decorados y parajes históricos, no tiene demasiados precedentes de calidad. Esta no es una película histórica, para nada. Es un lenguaje creado a partir de la escritura pero usando bien las técnicas de la filmación: el juego de imágenes de distintas épocas, creadas ex profeso o recuperadas; el flash-back; la cámara al hombro... Trueba se apropia de técnicas nada novedosas para crear un producto distinto, una obra inteligente.

2. Ariadna Gil cumple bien su papel, y no rechina el cambio de sexo Lola - Javier Cercas. Sólo es raro no verla sonreir en ningún momento, y quizá su perfil queda a veces demasiado arisco, como si los escritores tuvieran que ser forzosamente insociables y oscuros.

3. Es por ello que no me creí el personaje de la tarotista, como si estuviera metido a la fuerza y sin afinar. El deseo de crearle un contrapunto a la protagonista raya a veces en la simple idiotez, y los azares se convierten en efectos demasiado buscados. La atracción que siente la lista profesora por la frívola quiromántica da un poco de grima.

4. En cambio, toda la trama consigue acercarnos al efecto que el escritor quiso mostrar: no es tanto el hallazgo como la búsqueda lo que se valora. Tanto da si Miralles es o no es Miralles. Al final ya hemos conseguido emocionarnos por un episodio humano de una guerra incruenta que no pasaría de anécdota si no fuera por su trasfondo vital, que traspasa las épocas y se convierte en categoría, en hecho recordable. Se sigue con ganas la peripecia de Lola, porque se va comprendiendo que ahí no se buscan héroes, sino que se buscan verdades; no mitos, sino realidades como puños.

5. La figura de Joan Dalmau delante de la residencia de ancianos (que huele a verdura cocida, a medicamentos, a muerte) no la habíamos podido ver tan gráficamente en la novela, emocionarnos tanto con su compostura de viejo lúcido. Miralles es él, claro que sí: Lola se lo pregunta y él dice: "No". Sólo le faltó añadir: "No, porque Miralles somos todos". Así, la búsqueda se hace perenne y la película y la novela siguen, como la vida misma.

6. Sólo me faltó ver en el "Estrella de Mar" (uno más de los abominables cámpings que se multiplican alrededor del mundo), agazapado detrás de una caravana, al detective salvaje que todavía espiaba a las suecas veranenates, con sus gafas y su cigarrillo. Pero Bolaño ya estaba lejos, muy lejos, y sin duda esa sí que ya es otra historia.

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Cuando alguien tan querido se muere, aparecen cientos de personas que de pronto confiesan lo mismo: "Yo comenzaba a leer el periódico cada día por la penúltima página". Ahora, desolados, comprarán mañana "El País" y tendrán que empezar por el principio, aprender a leer la prensa otra vez.

lunes, 17 de octubre de 2005

El planetoide

No puedo decir que mi primer recuerdo del Planeta sea malo. En esas tempranas edades, cuando lo de la calidad literaria todavía no se mide con ningún instrumento de precisión ni se sabe a ciencia cierta qué quiere decir calidad, uno se divierte y disfruta con lo más extravagante. Eran los momentos de acercarse a esa literatura para adultos que se desparramaba en las mesas de El Corte Inglés (no eran tiempos tampoco para ir a La Central) y con timidez, mucha timidez, agarraba un ejemplar y lo sopesaba, preguntándome si entendería algo de lo que allí estaba escrito. Yo veía a gente adulta disfrutar con esos objetos entre sus manos, y comenzaba a comprender que ya, a mi edad, no podía ser menos: la fruta se me aparecía jugosa y el instante del bocado debía estar cerca. También eran los tiempos del primer Penthouse comprado en un quiosco escondido, en el que no pasara demasiada gente por delante, para que no nos fueran a descubrir en pleno acto criminal: pero esa es otra historia.

Elegir, pues, entre tanta oferta era perderse en una selva frondosa. Lo mejor era pisar sobre seguro y lo más llamativo resultaba ser, cada noviembre, el nuevo ejemplar del Premio Planeta, con su franja roja inferior y su -entonces- pequeño tamaño. Doscientas mil personas no podían estar equivocadas: la primera edición dejaba claro el número de lectores que iba a tener el libro, y yo tenía que ser uno de ellos. Joven, pero inteligente. Joven, pero sobradamente preparado. Y así, poco a poco, fui buceando por mundos que para mí, imberbe lector, abrían espacios hacia la fantasía, la historia y lo desconocido: el Egipto de Terenci Moix, la época napoleónica de Vallejo-Nágera, y muy especialmente el viaje a pie por África, de Norte a Sur, que se desplegó a mis ojos por obra y gracia de Juan Eslava Galán, autor completamente prescindible luego pero que me hizo vivir momentos felices a mis quince años. Recuerdo todavía al protagonista, Juan de Olid, enamorándose de una africana adolescente en el centro del continente negro y persiguiendo unicornios entre fiebres de malaria y batallas de una crudeza medieval. A falta de un buen Conrad (nadie me enseñó hasta entonces a buscar a Conrad, tuve que aprender a encontrarlo luego) llené mis horas con novelas comerciales pero que cumplieron su función en mí: la de ir especializando mi búsqueda e ir calibrando en qué consistía eso de la calidad.

Pero me quedo todavía en el Planeta porque esta breve historia alcanza una segunda etapa: el joven adolescente dejó de serlo (el Penthouse se hizo Private, y el Private alma y carne) pero el premio tocó techo con algunas novelas de cierta enjundia: llegó Torrente Ballester, llegó Cela, llegó Vargas Llosa. Llegaron no con sus mejores obras, quizá siquiera con obras que puedan considerarse buenas, pero con ellos llegó la literatura, esa que perseguí con afán hasta hoy mismo. Esos nombres resonaban en mí como depositarios de palabras mágicas, como conectores que encendían el acceso al coto vedado de lo sustancial, de las obras maestras y de los escritores de relieve, de la literatura de alto vuelo. El salto ya estaba dado: si ya podía leer a Vargas Llosa, podía leer todo el realismo mágico, y la novela moderna española, y el nouveau roman, y el dirty realism, y así hasta el infinito. Ya era la hora de seleccionar y de abandonar las compras compulsivas o por simple remedo, de escapar de las editoriales mediáticas y refugiarme en el libro de autor, en las colecciones con títulos imprescindibles e inmortales.

Ya casi sin mí, el premio Planeta siguió su curso y todavía me quedó el anhelo de descubrir alguna sorpresa: era una pequeña parte de mi alumbramiento como lector y no estaba dispuesto a abandonarlo así como así. Pero el tiempo pasa (tócala otra vez, Sam) y no todo envejece bien: llegó De Prada y el posterior escándalo de plagio, arribaron Fernando Delgado, Carmen Posadas y no sé cuantos bodrios más a la lista ya cada vez más incomestible de premiados. El escritor se fue evaporando y llegó el escriba televisivo, la cara bonita, el ególatra con procesador de textos, la joven promesa artificial. Llegaron los millones y, como suele pasar en estos casos, atrajeron las miradas y las plumas de los que no escribían. Pero qué carajo, si por 600.000 euros sólo nos piden escribir un libro, pues se escribe y ya está, tampoco hay para tanto. La fiesta acabó en fiestorro y el Planeta en planetoide.

El sábado tuvo lugar el penúltimo lance. Este año derramó sus prosas melifluas la sin par Mª de la Pau Janer y abrillantó las baldosas el descolocado Jaime Bayly. Pero la novedad simpática vino de la mano del jurado y de las declaraciones de éste respecto de la calidad de las obras finalistas. Jamás entenderé (ya lo digo por anticipado) qué hace gente como Juan Marsé en el jurado de este premio astronómico: leo con placer a Marsé y admiro su posición personal en otros asuntos, pero -cheques aparte- no sé quién le convence para teatralizar la existencia de un jurado ficticio mientras el jurado real -el consejo de administración de la editorial- ya ha decidido de antemano con qué autor se puede ganar más dinero y, por lo tanto, quién va a ser el laureado. Apareció, pues, Marsé con el ímpetu del buen soldado y arremetió contra la calidad de las obras presentadas, "de un nivel subterráneo".

Si él hubiera seguido con detenimiento la evolución del premio, hubiese vislumbrado la decadencia de lo que antaño, cuando el propio Marsé ganaba, era una oportunidad para promocionar un puñado de certeras novelas y que ahora no es otra cosa que un pastiche de rostros con libro. El mundo ya no es lo que era, y la galaxia tampoco: lo que orbita a nuestro alrededor ya no son sino tristes destellos de un pasado lejano, cuando todavía éramos jóvenes y las estrellas eran todas fugaces, y lo por hacer era mucho y el tiempo era un despilfarro permanente: ahora ya no tenemos tiempo de leerlo todo, pero por encima de cualquier otra consideración, no tenemos ganas de hacerlo, porque perder las horas es un lujo y dedicarse a (pongamos) Mª de la Pau Janer, un auténtico despropósito.

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La certeza de saber que un blog también puede helarnos la sangre.

viernes, 14 de octubre de 2005

El crítico en la cloaca

Quince páginas, quince: es lo que me ha ocupado la impresión de un artículo que amablemente me dio a conocer Magda, en una huella que dejó en la senda hace pocos días. Quince hojas de tamaño carta en el papel y 10 en la letra, con tipo verdana. O sea, bastante abigarrado y con pocos espacios en blanco. El autor, M. García Viñó, titula su esperpento “Javier Marías, una estafa editorial”, antecedido por la frase “Cometida con la complicidad de la crítica, los medios, la Academia, la Universidad y el Ministerio de Cultura”. Con la complicidad de todo el mundo menos la de M. García Viñó, se entiende.

No es fácil menospreciar la torrencial verborrea de este autor, que por muy poco eco que tenga, siempre acabamos reencontrando en los sitios más inesperados. Hay múltiples libros con su firma, ya sea como autor o como traductor (el ISBN reporta 74, al menos hasta las 09:55 de hoy, y asumiendo que quizá hay otros García Viñó por el mundo. Como dice la copla, ¿Cómo es posible que estemos a tres de enero / y ya se hayan editado cuatro libros de Viñó?). Y siempre habrá alguna revista que quiera ser más librepensadora que nadie y quiera jugar a epatar al personal publicando las cosas más rocambolescas.

Entonces, ¿merece la pena perder el tiempo leyendo quince páginas de prosa ortopédica y plagada de navajazos traperos? ¿Tiene sentido empañar de humedad y moho una página de este blog para comentar la existencia del mencionado artículo, y así engrandecer aún más el ego del escriba? Seguramente no, pero ya que un blog es el invento más improductivo que conozco, hagamos como si nada y perdamos el tiempo lo más que sea posible. Un día es un día.

Los primeros párrafos del artículo están destinados a sintetizar, a modo de aperitivo pero con la brocha gorda habitual, la tesis principal que se va a desglosar luego con abrumadores ejemplos. A saber:

1. Javier Marías destroza la lengua española y su gramática.
2. Javier Marías es el peor escritor de todos los tiempos y lugares.
3. Javier Marías no sabe puntuar y destroza continuamente la sintaxis.
4. Javier Marías carece de elegancia y estilo.
5. Javier Marías tiene lenguaje de funcionario.

Me detengo en el quinto mandamiento, porque los que siguen son fácilmente imaginables, por reiterativos. Y las principales acusaciones genéricas que se le imputan son dos:

1. No tiene “ocurrencias” (definidas por Viñó como “formas de descripción, definición o adjetivación insólitas que caracterizan al escritor de raza”).
2. Sólo escribe novelas en primera persona.

El método usado por Viñó es la crítica acompasada: debe ser un método científico consistente en hilvanar ocurrencias delirantes, una tras otra, de manera acompasada, porque como método para dejar de fumar parece que no ha dado buenos resultados.

Y comienza el estofado de buey: un listado interminable de citas extraídas de 6 novelas de Marías, con las cuales se pretende demostrar que utiliza repeticiones injustificadas, adjetiva mal y confunde el significado de las palabras, experimenta con construcciones que no se entienden y cae en “resbalones mentales”. El infantilismo del método llega a extremos waltdisneyanos, de carcajada fácil y rápida, de uso y disfrute inmediatos. Vayamos al primero de los cientos de ejemplos:

En Todas las almas, en la página 41, aparece la frase “Pensé que pensaría en su hijo”, lo cual le plantea a Viñó un problema de fondo, trágico, que él ha descubierto como crítico sagaz y acompasado que es: ¡Marías ha repetido el verbo pensar! Hasta el momento, es seguro que Marías no había caído en la cuenta, y es entonces cuando el crítico nota un leve mareo por su descubrimiento y le echa en cara el delito al acusado. ¡Repetir el verbo pensar en una misma frase, eso sólo podría ser obra de Marías!, reitera con el ceño fruncido.

Y el segundo ejemplo, de la misma novela y en la página 55, recoge otro fragmento de frase: “... una mirada mirando...”. Aquí el juez Viñó ya levanta el mazo, y antes de descargarlo sobre la mesa, grita: ¡Ha incurrido usted en reiteración de delito! ¡Repetición del verbo mirar! El escritor, contrito, fija sus ojos en el suelo y se repite a sí mismo: “nunca más escribiré literariamente, debo ser más comedido”.

Para qué seguir: quince páginas repletas de citas supuestamente erróneas, y me imagino a Viñó como la Señorita Rotenmeyer que muchos tuvimos en algún momento de la infancia. La que nos ponía dictados del tipo “el toro tenía una asta que le llegaba hasta la ingle”, y con la regla iba dando golpetazos en la mesa para hacernos sufrir. Y en las redacciones escolares era una falta la repetición de un vocablo en una misma línea o el quebrantamiento de la norma sujeto-verbo-predicado: un niño no era apto aún para romper normas e inventarse construcciones formales y literarias.

Viñó trata a Marías (y a todo escritor que se le ponga delante, y si ha adquirido cierta fama, mucho mejor) como al niño que todos fuimos, y con el rotulador rojo va marcando los errores gramaticales y sintácticos. Pero hay (¡ay!) una leve diferencia: y es que Marías eligió un estilo y una manera de expresarse, ya adulto, con plena libertad y siendo consecuente con lo que hacía. Y los que no vamos diccionario en ristre dispuestos a dejarlo caer sobre el cráneo del primer escritor que pase, gozamos con esa libertad y podemos gozar de lo que no goza Viñó: de la posibilidad de trabajar con la lengua y convertir eso en literatura, y leerlo, y ser un poco más felices. No basta con contar historias, hay que usar ese instrumento que es su base y con ella alcanzar el grado más alto de maestría, que no se mide con manuales de carpintero: pero uno se siente estúpido al tener que recordar eso y no merece la pena gastar más píxeles.

Escojo otro ejemplo para remachar el asunto: en Corazón tan blanco (pag. 23) se lee “Cayó la noche casi sin aviso”. Acota Viñó con evidente lagrimeo: “Dicho al estilo Marías: nocturna desconsideración”. Quizá Viñó hubiera preferido leer “Anocheció”. Mucho más académico, pulcro y clarito, como se leería en un manual de gramática. Con la sutil diferencia de que la literatura no es un manual de gramática: pero Viñó es un espécimen necesario para convencernos de que también la literatura tiene sus partes más oscuras, sus túneles subterráneos en los que habitan críticos de mirada torva, que de vez en cuando, con la ayuda de algún panfleto, salen a la superficie asomando la testa desde la alcantarilla. Pero su lugar natural, ahora y siempre (lo dicen los lectores, que son quienes más saben) seguirá siendo el de las cloacas de lo prescindible.

jueves, 13 de octubre de 2005

Harold Pinter

Una vez más, la Academia Sueca ha hecho esfuerzos por no parecerse a nadie e intentar contradecir a todos los apostadores que hacían cábalas con listados de nombres. Ni Adonis, ni Carol Oates, ni Hugo Claus ni Magris. Tampoco el eterno aspirante peruano, que un año más ha cumplido con su tradición de no recibir el premio Nobel. El galardón ha sido para Harold Pinter, destacado dramaturgo británico todavía poco editado en España y en colecciones minoritarias (mejor traducido al catalán que al español, y diría que mejor representado) y cuyas opiniones políticas respecto de la guerra de Irak le valieron unos pequeños momentos de fama extraliteraria. Llegó a decir que Tony Blair era un criminal de guerra y que Estados Unidos estaba dirigido por una pandilla de delincuentes, por lo cual cabe aplaudir el sentido de oportunidad del jurado y nos permite seguir teniendo la convicción de que este premio (al igual que el de la Paz) tiene un trasfondo político de mucho calado.

No podemos decir, pues, que el autor sea un desconocido ni una sorpresa absoluta. Ya con Darío Fo se premió a toda una generación de dramaturgos, y a Pinter, que muchos consideraban el estandarte de una nueva manera de poner en escena los problemas más actuales de nuestra sociedad (la incomunicación y la soledad en especial), le tocará acarrear el premio en nombre de muchos otros colegas que jamás recibirán el Nobel.

Pero vayamos a la frase de la Academia, siempre una muestra de retórica pura y concisión milimetrada. Este año se ha premiado a Pinter por escribir "obras en las que descubre el precipicio que hay detrás de los balbuceos cotidianos y que irrumpe en los espacios cerrados de la opresión". Otra más para la colección. Y a vuelapluma, como debe serlo en esta crónica apurada que no tiene más intención que la de ampliar el eco del premio, anoto estos apuntes:

1. He paseado por la web oficial del escritor, una pequeña maravilla de diseño y contenido. Lógicamente, está en inglés, y pronto llegará al medio millón de visitantes. ¿Quién dijo que Pinter era un desconocido?

2. Una vez más gana el premio un europeo anglosajón. Podemos dudar de la capacidad lectora de la Academia, muy centrada en un ámbito lingüístico restringido y poco dada a navegar por otras literaturas y culturas lejanas. Siempre se ha dicho que la traducción al sueco de un autor es el paso imprescindible para ser aspirante con garantías, como si los académicos sólo leyeran en sueco.

3. Lo peor para un posible Nobel es entrar como favorito en las listas. Los últimos años, quizá con la excepción de Saramago, han demostrado que lo mejor es pasar desapercibido y no hacer ruido. Ya no funciona el estilo Cela: ahora hay que permanecer al margen y hacer como que a uno no le atañe la cosa.

4. Es preocupante el olvido hacia los poetas. Hacia los poetas puros, los que sólo escriben poesía y dedican prácticamente su vida a ello. El triunfo de la prosa ha contagiado de lleno el Nobel y la lírica languidece en los rincones más escondidos de las librerías.

5. El riesgo y lo que podríamos llamar una cierta radicalidad también han sido la tónica de las últimas decisiones del jurado. La de Jelinek fue una decisión extraña, que ha comportado ya la dimisón de un académico y las dudas sobre les mecanismos de elección.

Pero, en cualquier caso, la decisión estrictamente literaria no parece equivocada ahora. A falta de una inmersión en Pinter, leeremos estos días los artículos de quienes han puesto en escena sus obras y volveremos a pensar que el Nobel todavía tiene la capacidad de sorprendernos e impulsarnos a preguntar por qué éste y no otro. Y la literatura, con el debate, siempre sale ganando.

martes, 11 de octubre de 2005

Los efectos colaterales del escritor

Les aseguro que lo mío con Vila-Matas no es nada personal, y yo no tengo la culpa de que ahora Jorge Edwards se ponga a leer Bartleby y compañía más de dos años después de su edición, y desde "Letras Libres" nos lo cuente y abunde en la obra y en el autor. Por lo pronto, Edwards no dice nada nuevo, y ni siquiera se insmiscuye en la senda facilísima de ir añadiendo nombres al experimento de la novela, con una única excepción. Esa fue la consecuencia más visible y que Vila-Matas ya ha contado muchas veces: después de publicar ese libro recibía montones de cartas y correos de personas que conocían otros casos de "escritores del no" y quizá pensaban que sus donativos servirían para una segunda edición ampliada o para un Bartleby 2. The Returns. El autor chileno reproduce algunos nombres e historias ya comentadas por el español: la de Rulfo y su tío Celerino, que le contaba los cuentos hasta que se murió y Rulfo se quedó sin material literario; el Adieu de Rimbaud y el adiós de Cervantes... Edwards sólo apunta el nombre de Nicanor Parra como aporte personal, creyendo que su "antipoesía, su reducción deliberada y paulatina de los espacios líricos" sirve para incluirlo en la lista de los bartleby.

Pero el primer párrafo del artículo tiene más miga que su desarrollo, ya que incide en las obligaciones a las que se ven sometidos muchos escritores por su propio oficio. Quizá pudiera haber escritores que no escriben más precisamente porque no tienen tiempo para ello, agobiados por los aspectos promocionales o colaterales del mundo de la edición. Uno de esos aspectos es el de adquirir cierta aura de padrino y no sólo recibir sugerencias sobre un próximo libro, sino montañas de manuscritos de autores que quieren publicar y solicitan el visto bueno del maestro. El cual, cómo no, debe tener todo el tiempo del mundo para leer esos manuscritos, subrayarlos, anotar ideas a pie de página o en los márgenes, hacer un comentario de un par de hojas y (¡faltaría más!) meterlo con esmero en un sobre, ir a correos y mandarlo convenientemente certificado a la dirección correspondiente, con una addenda sublime que diga "¡a tomar por culo!". Dice Edwards con menos sorna pero con puntillosidad:

"No sé qué pasa dentro de la cabeza de los aspirantes a escritores. Los manuscritos se acumulan en diversos rincones de mi casa: novelas, colecciones de poemas, libros de cuentos. Miro las páginas por encima, antes de ponerme a dormir, y leo versos a lo Walt Whitman, a lo Pablo Neruda o Luis Cernuda, cuentos cortazarianos, párrafos sobre novelas y sobre novelistas, muy a lo Roberto Bolaño, a lo Ricardo Piglia. Muy bien, me digo, pero ¿qué buscan: los premios, el dinero, la fama?".

También lo cuenta Herralde en algún artículo: cuando determinado autor se pone de moda (mejor si es un autor de cierto culto, admirado hasta la enfermedad por grupos muy cerrados) automáticamente las editoriales reciben manuscritos a là manière de. ¿Cómo era aquello de encontrar una voz propia, ir trabajando un estilo, conformando un territorio particular? Sale mucho más económico seguir la estela de alguien sin que traspase demasiado, con una prosa mullida y cocinada al vapor, y rezar porque el lector de manuscritos no note el aliento a ajo, el sabor a requemado, el exceso de burbujas. ¿Qué hacer ante esta avalancha de nuevos talentos? También Edwards se lo pregunta:

"¿Irme a instalar a los alrededores de Puchuncaví, sin teléfono, con el celular apagado? ¿Comprar un espacio en el cementerio polvoriento de Puchuncaví? ¿Informar de que a partir de ahora mi dirección permanente es el correo central de ese pueblo o del pueblo cercano de Rungue?".

Esa necesidad de huir, ese requiebro a lo Pasavento, debe ser más normal de lo que parece. Por ahí debe estar la pérfida trampa de Vila-Matas: en el fondo, lo raro es no haber padecido el síndrome bartleby alguna vez en la vida, no tener ganas de escapar de cuanto nos rodea y refugiarnos ante el acoso de nuestros lectores, no querer dejar de formar parte de jurados, de presidir cenas lierarias, de ser entrevistados y contestar dieciséis veces la misma pregunta, de recibir montañas de originales de novelas soporíferas (¡posmodernas todas!), de firmar y dedicar libros con frases que nunca se hayan usado para otros lectores, de escribir artículos necrológicos en la prensa sobre cada nuevo colega que haya decidido huir de manera definitiva.

Al día siguiente, en una mesa redonda en la facultad de filología, se levanta de su asiento el estudiante prodigioso mostrando su dedo índice y, al darle la palabra, le espeta al escritor la frase sangrante:

-Señor Rulfo, ¿por qué ha escrito usted tan pocos libros?

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El problema no es que Bucay acabe reconociendo su plagio, sino que los miles y miles de lectores de Bucay no reconozcan que están leyendo desde hace años (con gusto, se les supone) a un embaucador.

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Cortesías