jueves, 29 de septiembre de 2005

Sofá de lecturas

1. Sigo en plena batalla judicial con Castigo divino. La referencia que se me ocurre a medida que avanzo es el cine de Hitchcock: no determinada película en concreto, sino el tempo y las trampas (ojo: trampas en sentido estrictamente positivo, ¡cuánto agradecemos los cinéfilos esos trucos y cuánta técnica cinematográfica aprendimos con ellos!) de que se nutren toda su filmografía.

Este Oliverio Castañeda se me antoja cada vez más un perfecto falso culpable. Todas las pistas apuntan a que es el autor material de varios asesinatos, y sólo hay que ir buceando por su pasado para ver indicios que justificarían su actual proceder. Las voces que se van transcribiendo añaden, cada una, un nuevo dato; así, por ejemplo, sabemos que “Castañeda tenía desde adolescente una naturaleza acondicionada a la traición y a la burla, y consumía su ingenio en preparar las bromas más atroces con el sólo propósito de solazarse él mismo con sus trampas” (entre otras lindezas, se dedica a embadurnar de excrementos el pasamanos de la escalera del instituto, de manera que la vieja profesora que deslizaba su mano por él olía siempre mal). Y cuando Castañeda trabajó en la embajada de Guatemala en Nicaragua, el edificio que albergaba la legación diplomática era víctima de extraños encantamientos (“caían piedras sobre los techos de las casas aledañas, las llaves de agua se abrían solas, se descargaban los inodoros en los retretes donde no había nadie”): la policía lo acusó a él de ser quien, mediante engaños, ocasionaba tales desaguisados. Y otros testimonios van sacando cuentas de sus recuerdos sobre Castañeda, y todos conducen a la sospecha. Ya se sabe, bromista y burlón: hay que condenarlo de inmediato, no podemos permitir personajes de semejante calaña.

La construcción de la trama es casi perfecta, un mecanismo de relojería que va ensartando pequeñas historias que conducen a un único fin. Hay que estar muy atento con las fechas, porque al igual que ocurre en todo juicio, se salta de unos recuerdos a otros, y cada declarante puede referirse a momentos diferentes y muy distanciados en el tiempo. Una verdadera novela judicial, en suma.

También creo intuir una crítica sagaz hacia la facilidad con que se juzga y condena a los demás, tanto en la vida real como en la literatura. Ello enlaza con lo que comentaba en mi anterior post: si a uno le etiquetan de asesino, seguro que podremos encontrar mil indicios retrospectivos que ya apuntaban a su posterior acusación, y si a uno lo acusan de abusador de menores, seguro que se lo tiene bien merecido. Cuando el río suena, claro. Sólo se trata de rebuscar en el pasado, lupa en ristre, e ir poniendo calificativos para tener a cada quien bien encajonado. Es muy engorrosa la complejidad de caracteres, y sale más barato decir que Oliverio Castañeda es un asesino y que Humbert es un pederasta: son adjetivos que limpian, fijan y dan esplendor.

2. Me ha interesado en Las malas pasadas del pasado la idea del cuasirrecuerdo, bautizada por Shoemaker: se trata de recuerdos no causados, sino inducidos o provocados. El ejemplo es fácil: de nuestra infancia recordamos algunos momentos concretos, pero una buena parte de ellos nos pueden haber llegado por la narración de otra persona (el padre, la madre), y ya se hace difícil deslindar si un recuerdo es propio o nos ha sido transmitido por alguien. Tenemos absoluta confianza en nuestros progenitores, así que creemos firmemente en lo que nos cuentan sobre nuestras reacciones y vivencias infantiles. El caso extremo, francamente divertido, es el que aparece al inicio de la biografía de Chesterton:

“Doblegado ante la autoridad y la tradición de mis mayores por una ciega credulidad habitual en mí y aceptando supersticiosamente una historia que no pude verificar en su momento mediante experimento ni juicio personal, estoy firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1974, en Campden Hill, Kensington”.

Por lo tanto, se pone en duda que los recuerdos nos pertenezcan, y añade Manuel Cruz que eso es válido para otros contenidos mentales, como los pensamientos. Parfit lo lleva al límite: “decir yo pienso ya es decir demasiado... Deberíamos decir se piensa, igual que se dice truena”. De este modo llevamos la descripción de la identidad personal a la consideración más objetiva e impersonal posible, y nos cargamos la idea de autoridad que emana del típico enunciado “nadie puede saber mejor que yo cómo soy”. Yo hace tiempo que ya intuía que mi peor psicólogo soy yo mismo.

3. Dice Justo: “Si la razón fuera la repugnancia que la pederastia nos provoca (cosa que es así), entonces deberíamos aborrecer igualmente y sin distingos a Humbert Humbert y al anciano de noventa años imaginado por García Márquez en su última novela.” Justamente. Y la literatura, de nuevo, estaría en manos de los abogados.

lunes, 26 de septiembre de 2005

Lolita en boca de todos

Pocas obras maestras se prestan tan fácilmente al tópico y al lugar común como Lolita. Incluso los que no han leído Lolita -la inmensa mayoría- son capaces de hablar de la novela como si la conocieran a fondo y pudieran emitir juicios categóricos. Pero no juicios literarios, claro: más bien prejuicios sobre el tema y el trasfondo que envuelve la obra, que ya es un mito indiscutible del siglo pasado.

Este es el terrible lastre que debe soportar Lolita a 50 años vista, el de ser calificada no sólo como una obra de arte que pervive y que nos sobrevivirá, sino como una historia con temas y personajes que pueden ser destripados por cualquiera que pasaba por allí: ¿Quién no sabe quién es Lolita? ¿Quién no conoce a Humbert, aunque no recuerde ni su nombre? ¿Quién no es capaz de agarrar el bisturí y ¡zas!, sajar sin contemplaciones todo aquello que hemos visto en el cine o nos ha llegado de oídas pensando que eso, exactamente, es lo que debe estar escrito, palabra por palabra, en las páginas del libro?

Déjenme adornarles con este fragmento de un despacho de la agencia Efe, que después he visto en internet firmado también por la agencia AP, publicado tal cual en varios medios latinoamericanos (las cursivas son mías):

“Después de tres generaciones, los lectores siguen atraídos por los pasajes iniciales de la obra de Nabokov, más poesía que prosa. Por el contrario, con igual fuerza les repele Humbert, un abusador de menores que prácticamente mantuvo cautiva a su hijastra; resulta tan despreciable hoy como en 1955”.

Ese es el meollo del asunto. Siempre arranca el periodista de turno con el masaje circunstancial a la obra, para que parezca que está escribiendo el artículo con el volumen en una mano y tecleando en el ordenador con la otra; pero no tarda demasiado en sacar su lado más apegado a la realidad (ahí ya suelta el libro, le incomoda tanta ficción) y con las dos manos aporrea el teclado: Humbert es un personaje repelente, diría el buen ciudadano, más que inadmisible. Imagínense, un abusador de menores, ¡un pederasta, un pedófilo!, cómo es posible que exista todavía hoy esta prosa (miento: poesía, según el masaje previo), protagonizada por un ser despreciable y al que entre todos debemos, como mínimo, ir a arrestar de inmediato. Sólo le falta añadir: ¡A la cárcel con él!.

Supongo que el fracaso tremendo que de ahí se deriva debe surgir de la educación literaria que hemos recibido todos. En primer lugar, pocas veces se ha enseñado a leer para buscar las fuentes del placer estético, sino por una simple obligación que en tantos casos origina aburrimiento y tedio definitivos. Y en segundo lugar, el puritanismo católico en que tantos se criaron les obligó a insertar la moral no sólo en las fronteras de su vida cotidiana sino también en todo lo que estaba a su alcance. A la literatura también le tocó su turno y, aunque sea de manera más o menos inconsciente, se le aplicó el mismo valor y el mismo criterio que se aplica para nuestras realidades inmediatas. Entonces, ¿qué diferencia hay entre Humbert Humbert y Michael Jackson? Ninguna, porque los policías de la moral no sólo apuntan contra un cantante engreído (y ni falta hace decir que ahí apuntan bien) sino que también lo hacen contra el personaje de Nabokov, sin darse cuenta o sin querer entender que a lo que realmente apuntan es a las páginas de una novela.

Hay un artículo excelente de Vargas Llosa en el cual, aprovechando que las cosas son como son y se juzga como se juzga, alienta a la creación de páginas con materiales horrendos, provocativos, inmorales y execrables. ¡Qué mejor que la literatura para sublimar los fantasmas interiores! ¡Qué mejor que un loco pueda proyectar sus deseos más abyectos en un libro y verlos satisfechos ahí! Otro gallo nos cantaría: pero como en todas partes se lee por obligación y con parámetros de moral obtusa, se siguen cometiendo las mismas tropelías en las calles y en las plazas de los pueblos. Total, parece que no son más graves que las que acontecen en un libro escrito hace 50 años.

Se pregunta más abajo el periodista: “¿Por qué un protagonista pedófilo sigue atrayendo al público?”. Me debería preguntar yo: ¿por qué la gente sigue insistiendo en comprar cada día la prensa con la cantidad de guerras que los corresponsales nos narran sin respiro? Pues precisamente porque no sólo el tema es el baremo único en toda clasificación. Si no, acabaríamos comprando un libro por el simple hecho de que narra la historia de un hombre que va a caballo por las tierras de La Mancha (nunca me compraría yo un libro así), y despreciaríamos lo que desprecian los que celebran aniversarios: la magia, la palabra, el sentimiento, la estética, la profundidad, la forma. O sea, todo aquello que también es literatura.

viernes, 23 de septiembre de 2005

Hablar de uno mismo

No sólo de ficción vive el hombre. Siempre, de manera minuciosa, estoy leyendo varios libros a la vez, con una calculada separación entre géneros: no en todos sitios y en cada hora me apetece sumergirme en una novela o una biografía o una colección de poemas. Cuenta Herralde en El observatorio editorial que por las noches, y hasta las 3 o las 4 de la madrugada, sólo lee memorias o dietarios: queda tan saciado durante todo el día de novelas y ensayos (con lo que ello comporta: introducirse en una trama y convivir con varios personajes durante horas, o seguir el hilo de un discurso-tesis con sus múltiples requiebros y propuestas teóricas) que antes de dormir necesita el reposo que le proporciona aquél que entrecortadamente narra episodios de una vida, momentos fugaces.

Así, lo mejor es tener siempre media docena de libros en permanente renovación para optar en cada momento por lo más apetecible, según la hora y el lugar. Soy enfermizamente sistemático: cuando termino un ensayo comienzo otro ensayo, cuando acabo una novela ya estoy abriendo la siguiente. En total, un par o tres de novelas, un libro de poesía, un ensayo, alguna biografía o unas memorias y el ejemplar de turno de Granta, siempre encima de la mesa. Hace pocas noches, habiendo terminado la mencionada colección de artículos de Herralde, necesitaba imperiosamente regresar a la filosofía, pensar sobre mí mismo, entrar en algún hilo discursivo que me obligara a un esfuerzo intelectual. Sin salir de la editorial, el último premio Anagrama me dio una solución fácil y rápida: Las malas pasadas del pasado, de Manuel Cruz. Agárrense con el jurado: Savater, Clotas, Rubert de Ventós, Verdú y Gubern.

Ya sé que hubiera podido optar por un texto y un autor más clásicos, pero soy fiel a mis manías y a ciertos editores. Este texto de Cruz (catedrático de filosofía contemporánea en la Universidad de Barcelona: tengo amigos que lo conocen por sus clases) es una reflexión sobre la construcción de la identidad personal, la responsabilidad individual (y colectiva también) que supone esa construcción y cómo la historia, el pasado, caracteriza nuestra identidad presente. Por ahora, en esos espacios en que dejo reposar a Sergio Ramírez o pongo en stand by los cuentos de Granta, voy sacando algunas satisfacciones de la presente aventura.

En las primeras páginas encontramos pocas aportaciones propias del autor, y se van sucediendo citas y apelaciones a otros filósofos que ya han abordado el tema desde ópticas distintas. No se profundiza en exceso sobre algunos postulados que quizás para un público amplio (creo que el de este premio lo debe ser, en cierta medida) requerirían una mayor dosis de concreción. Siempre queda la posibilidad de acudir a las fuentes, y de hecho todo libro de pensamiento debería ser un trampolín para impulsarnos a otras búsquedas, a tirar del hilo en medio del laberinto. Pero hay una tendencia en muchos profesores del ramo, y creo que no es el caso de Cruz, a dialogar entre ellos mismos, a filosofar entre filósofos, con lo cual el lector no avisado queda atrapado en una maraña de citas que no es capaz de unir coherentemente.

Uno de los autores clave para entender la obra es Locke, a cuyo Ensayo sobre el entendimiento humano se remite varias veces Cruz, y cabe añadir los recientes aportes en la misma línea psicologista de Derek Parfit. Locke hace depender la identidad individual de la autoconciencia del hombre, y esa identidad se extiende tanto como esa conciencia pueda extenderse hacia el pasado. Eso implica relacionar identidad y memoria, y de ahí parte uno de los puntos que más me han atraído: ¿qué pasa con las personas que por accidente, enfermedad o cualquier otra causa pierden la memoria? ¿Nos encontramos ante una persona diferente a la que era antes? Está claro que a nivel físico, más allá de la simple degradación del cuerpo por efecto del envejecimiento, no hay ningún cambio. Pero las personas somos seres –y regreso a Locke- capaces de pensar y entender, y sin razón y reflexión no podríamos hablar stricto sensu de personas, pues vulneraríamos la propia definición que nos diferencia fundamentalmente de los otros seres de la naturaleza. ¿Cómo despachar esa contradicción entre ser persona y perder la identidad individual?

Hay un experimento de Parfit en el mismo capítulo que también es revelador, por muy fantasioso que sea: imaginemos un teletransportador de personas, que deconstruye célula a célula a determinado individuo y lo recrea en otro planeta, conservando cada rasgo de su psicología. ¿Obtenemos como resultado a la misma persona o sólo una copia perfecta? (Parfit opta por la primera opción). Y una nota a pie de página me puso los pelos de punta: imaginemos que la máquina salió defectuosa y que la “persona original” no ha sido “destruída” en el proceso de copia, con lo cual hay dos individuos iguales, uno en la Tierra y otro en Marte. En palabras de Parfit, “si dicha persona sobrevive tanto bajo su forma inicial como bajo su forma reproducida, pudiera darse que en un momento determinado “el original” tuviera la oportunidad de conversar por el vídeo-teléfono con “su copia”, desplazada a Marte: ¿o quizá sería mejor decir que habría tenido la oportunidad de hablar consigo mismo en sentido estricto?”.

Esto enlaza con el significado que tienen hoy en día las palabras “original” y “copia”, en un mundo donde la reprografía y la virtualidad campan a sus anchas. Tiempo atrás, el concepto de “manuscrito original” se usaba coherentemente, y de hecho guardamos miles de manuscritos en bibliotecas como si fueran auténticos tesoros. Pero se pregunta Cruz: “¿Qué podría significar dicha expresión para el texto de alguien que escribe con ordenador? ¿La primera versión definitiva que el autor grabó en el disco duro, del todo indistinguible del texto que envió por correo electrónico a su editor, indistinguible este último a su vez del que repartió entre sus amigos para que le formularan observaciones, y así sucesivamente?”. Interesante asunto, tratado en término similares por Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Seguiremos pensando en todo ello.

jueves, 22 de septiembre de 2005

Esos lugares sagrados

Barcelona (tan lejos, tan cerca) tiene el honor de albergar un puñado de buenas librerías en lugares muy céntricos. No hay nada como un paseo entre ellas y por ellas, Rambla arriba y Rambla abajo. Aprovechando un diálogo en El Perro Cansado, abundo sobre alguno de esos recintos sagrados:

La Central (Elisabets, 6): hay dos en Barcelona, pero yo y Vila-Matas siempre vamos a la del Raval, en un acogedor espacio que nunca nadie en su sano juicio hubiera podido imaginar que, un día, se convertiría en una librería. Ya hay que saber apreciar los ejemplares expuestos en su escaparate de la entrada, toda una declaración de principios sobre las apuestas de sus dueños. A mano derecha, después de la puerta automática, se encuentran las revistas de literatura y pensamiento: buen momento para comprar Letras Libres (el Archipiélago lo podemos encontrar a veces desperdigado por otras secciones, según sea el tema del monográfico). Todo recto llegamos a la primera selección de narrativa, en mesas dispersas por toda la sala: a primera vista siempre El Acantilado, Anagrama, Siruela... y los Planetas siempre bien escondidos. Las estanterías repletas dan escalofríos, y es hora de ir hallando ejemplares raros de ediciones latinoamericanas, inencontrables en otras librerías. Hay una escaleras a un lado que nos conducen al primer piso (con ensayos de varias tipologías) o a la cumbre, todo un pequeño ático de filosofía. A la izquierda está la pequeña sala dedicada a la poesía, al tiempo que vamos notando un extraño crujir bajo nuestros pies: es la música permanente de La Central, con un suelo de madera añejo que debe provocar lo necesario: que el lector de grandes superficies no vuelva nunca (él, tan acostumbrado a los suelos mudos e impolutos) y que los habituales nos sintamos abrigados con cada crujido, con cada tablón medio suelto. El viaje sigue por largos pasillos pasando por la sección de crítica literaria, por la de arte, cine, y terminando en los libros de bolsillo. Pero aún nos queda tiempo para un café al final del recorrido, e incluso podemos salir por otra puerta y aparecer en otra calle del barrio, como un sortilegio preciso después de tanta página y olor a tinta.

Laie (Via Laietana, 85): la otra librería obligada de la ciudad: un semisótano abigarrado y de nuevo con una selección de lo mejorcito del mundo de la humanística. Se especializan en literaturas varias, con un buen fondo de poesía; en cine (podemos comprar los Cahiers); en filosofía; en crítica literaria y en historia. Merece también la pena pasarse por la sección de arte, con preciosos libros a precio prohibitivo. No es difícil encontrar allí, como compradores, a un buen número de escritores o a gente del llamado mundo intelectual. Hay que destacar la buena atención de los libreros y su extraordinario conocimiento sobre los autores más minoritarios. El servicio de petición de libros es muy efectivo, y se extiende a su página web. Cuántas tardes de lluvia me he perdido yo en su interior y me he pasado horas hojeando ejemplares varios. Aviso para los bolsillos decadentes: se entra en Laie pensando en comprar un libro y se sale con tres.

Hay otras librerías muy recomendables como Documenta (Cardenal Casañas, 4) o Catalonia (Ronda de Sant Pere, 3), aunque con algo menos de encanto.

Se avisa a los lectores del blog, bajo pena de excomunión literaria definitiva, no acudir a comprar libros a espacios del tipo Happy Books, Fnac, El Corte Inglés o similares. Tampoco a La Casa del Llibre: ni con disfraz se pueden esconder los almacenes de mercadotecnia ni asimilarse a las verdaderas librerías, a las que siempre volveremos por pura pasión.

martes, 20 de septiembre de 2005

Nancites

1. m. Nic. Fruto del nance.
Se trata de un fruto pequeño y muy aromático, comestible, tanto para hacer jugos como para saborearlo con el licor que va destilando con el paso de las horas. Los nancites, como pequeñas cerezas amarillas, van cayendo en el jardín o sobre el techo de la casa, insistentemente: son el picoteo irresistible del que acostumbra a probar de todo, del que se pierde por internet y va hallando retazos que le interesan, del que vaga por la senda y va encontrando libros, furias, palmadas, alientos, sospechas. O sea, nancites varios.

Nancite 1: Escribe esta vez Guelbenzu sobre Perro callejero de Amis. Como ya dije hace poco, sigo con interés sus críticas, y suelo hacerle bastante caso. Ahora Guelbenzu realiza un verdedero equilibrismo para dar cal y arena a la novela. Por un lado, alaba su fuerza y exuberancia, su "humor, inteligencia, desfachatez, ningún complejo a la hora de contar y una visión demoledora y estresante de este loco mundo, con especial referencia al (ex) imperio británico". Un buen bagaje, dice. Pero, por otro lado, esa misma desmesura le produce una sensación de hartazgo y de cierta dispersión: "su inagotable capacidad de jugar con el lenguaje, su desmedida comicidad, su inventiva... necesitan un freno. La expresión no es sólo producto de la exuberancia; también es contención y selección". Me pesa bastante esta crítica: cada vez admiro más, como lector, el ritmo lento de la historia, la gradación de los hechos, la introducción paulatina en un territorio, y deploro la ráfaga de sensaciones, el torrente de ideas, los golpes de efecto demasiado contínuos. Amis ya estaba corriendo esos riesgos, y ahora, después de la crítica, me da más reparo enfrentarme a esa novela, que tampoco es breve. En el ABC (Mercedes Monmany) se dice que "este autor se ha entregado, en el campo de la ficción, a parábolas cada vez más cegadas por la ambición y la desmesura. Parábolas enmarañadas, de pretenciosos y contundentes efectos paródicos". Uf, más de lo mismo: esperaré a escuchar la voz de otros lectores en quienes confío.

Nancite 2: Gancho de izquierda para París, de Giralt Torrente, en el blog del lector ileso. Y justamente leía hace pocos días la crítica de "Babelia" (un "Babelia" ya viejo, de febrero) sobre Los seres felices, su última novela. Una crítica elogiosa, contando que su prosa es de lo más cercano a Marías. Me entusiasmé y mi entusiasmo duró lo que dura una frase del citado blog: "Abandono. La dejo. No puedo. Me ha costado muchísimo esfuerzo llegar hasta esta página 53 de la que renuncio a pasar". Cómo estamos hoy...

Nancite 3: Y por si esto fuera poco, también toca destripar un poco a Vila-Matas y su Doctor Pasavento. Lukas duda que este "cínico de cuidado" sea escritor, pero la literatura agradece que volvamos al ring de las buenas veladas: hay que recuperar la pasión lectora, como sea, y esta también es una vía.

Nancite 4: ¡Todavía hay quien lee a Ruiz Zafón! Nunca leo listas de libros vendidos, pero La sombra del viento debe andar por el centenar de semanas en el hit parade. ¡Cuántos árboles talados! ¡Cuántas frases del estilo "no es una obra maestra, pero no es tan mala como dicen"! ¡Cuánta sacarina edulcorada!

Nancite 5: Y el último combate del día: la respuesta tardía de Carlos Franz en "El Mercurio" a un artículo de Javier Marías. Se quejaba Marías de que en un Babelia sobre lo mejor del 2005, un grupo de suplementos literarios latinoamericanos se puso a aplaudir a los suyos, a los autores chilenos o argentinos, olvidando la (buena) literatura que se escribió en España durante ese año. Responde Franz con el consabido "y tú más": se queja de que el Premio de la Crítica sólo haya recaído en autores latinos 5 veces en medio siglo. Es la respuesta del entomólogo: siempre se puede hallar un ejemplo que contradiga el ejemplo de nuestro contricante, siempre habrá una mariposa más rara y más exótica que la tuya, y siempre habrá una disputa todavía más estúpida que ésta. Y si no, al tiempo.

lunes, 19 de septiembre de 2005

Castigo divino, entre géneros

Veinte años, más o menos, son los que separan una obra como Tiempo de fulgor (novela breve, con influencias evidentes del realismo mágico, de estilo barroquizante y en ocasiones un poco amanerado, de vocabulario riquísimo y algo arcaizante -esa palabra-fetiche, obscuridad, con b-, de frase larga y mínimo diálogo) de esta que ahora estoy leyendo, Castigo divino. Y, en efecto, Sergio Ramírez ya había dado el bendito salto que cortaba sus conexiones con la literatura a-la-García-Marquez y abría nuevas vías narrativas. El resultado: un tomazo de 900 páginas cuya ambición se mide en gramos pero también en voluntad renovadora (¿en qué unidad métrica se mide la voluntad?).

Comienza la novela con un pequeño susto estructural: el título de la primera parte ("Por cuanto ha lugar, instrúyase la causa") nos avisa de que estamos ante un texto de carácter jurídico, y que por tanto todo lo que nos vaya a ser transmitido a continuación será, suponemos como lectores, con la forma que gasta ese tipo de prosa. Susto, claro: recuerdo con grata satisfacción las películas de jueces y jurados, de asesinos y víctimas sentados en un estrado, que miraba cuando yo era muy joven. Sigo viendo esas películas, pero no sé que extraño resorte las sitúa varios años atrás, sentado en el sofá de casa y gozando del género. Todo un Género, en mayúsculas: el Spencer Tracy de turno alzando el dedo admonitorio, con ese rictus inquebrantable del que sabe quién apretó el gatillo; o ese Perry Mason de cada semana, defendiendo lo indefendible y construyendo tramas imposibles. ¡Pero qué lenguaje! Todos hablaban con un fraseo encorsetado y con continuas apelaciones al Sr. Juez o a los miembros del jurado: con la venia; protesto, señoría. Y la frase estrella: ¿jura usted decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad?

El susto, pues, viene dado porque el traslado del cine a la novela de este tipo de lenguaje puede acabar con la paciencia del lector más insistente. A mí, Perry Mason me entró a través del rostro de Raymond Burr, jamás por las novelas de Erle Stanley Gardner: en esto de los juicios no hay nada como el sonido de un buen matrillazo sobre la mesa, y en eso el cine todavía nos gana por knock-out. Por eso la prevención ante una novela del calibre de Castigo divino, que comienza con las actas (declaraciones, relato de los hechos) de un proceso judicial. Rápidamente el temor queda soslayado: Sergio Ramírez elude el vocabulario estricto y cosificado del derecho penal y explica los primeros datos de la historia con una agilidad encomiable. El primer hecho narrado tiene su miga: en este país de tantos perros callejeros, un par de individuos decide (con la idea lanzada desde un periódico local) envenenar a unos cuantos canes con nocturnidad y premeditación (los sustantivos son míos: Sergio los elude, muestra palpable de lo que estoy comentando). La preparación del veneno, los pasos de los matones, el testigo que pasaba por allí, se describen con minuciosidad, como correspondería a cualquier atestado policial, pero sirviéndose de la frase corta y la acción intensa. Hay garbo.

Hay un dato que, a nivel narrativo, merece destacarse, y creo que no descubro ningún aspecto fuera de lugar porque no explico nada que no aparezca ya en las primeras 50 páginas (de hecho la contraportada cuenta más, por eso jamás la leo antes de iniciar la lectura de un libro). Se trata del falso enfoque que da el autor al tema principal: vamos leyendo y pensamos que el juicio está destinado a probar la culpabilidad de los asesinos de perros, a conocer sus pasos en esa noche aciaga y a buscar cada huella que pueda decidir la resolución del caso. Pero ay, en este país de tantos perros callejeros y que precisamente tan mal los trata, ¿quién va a preocuparse de juzgar a nadie por ir dejando carne con estricnina en las esquinas de León? No, el elemento principal, y uno de los objetivos del juicio, es establecer el recorrido del veneno (compra, número de dosis, administración...) para conocer en manos de quién estuvo y cómo pudo ir a parar a otras bocas menos caninas. Es un acierto este engaño, porque el lector jamás se siente engañado: si acaso crece nuestra curiosidad y nuestra sorpresa al ver cómo crece el ámbito del delito.

Y ya en el tercer capítulo otro susto, ya rebajado por la buena resolución del primero: se transcribe una entrevista al principal acusado, realizada por el reportero del diario local antes mencionado, con las fórmulas habituales del género periodístico. De ahí se van obteniendo nuevos datos, esta vez tamizados por la visión del entrevistador, que va añadiendo las acotaciones habituales sobre el entorno -la celda- o los gestos del entrevistado. Este juego de miradas, este flirteo con distintos géneros del ámbito de la escritura, va consiguiendo un efecto de realismo apreciable sin que jamás quede afectado el ritmo del relato. Ya iremos viendo si esto aguanta muchas páginas y si el flirteo se amplía a otros géneros: de momento el placer llega y vamos leyendo con la sonrisa en los labios.

viernes, 16 de septiembre de 2005

Literatura y ombligo

Ahora que estaba tan sumergido en las aguas de la literatura viva, esa que nace y crece en lo inmediato, lo reconocible, lo palpable, me interesa dar otro salto mortal. Me sucede a menudo: soy un permanente tránsito entre las profundas contradicciones de una mitad de mi cerebro y la otra. No lo digo a nivel médico, porque no sé nada de cómo funciona un cerebro, pero sí al menos a nivel metafísico. Otros amigos se introducen en, pongamos, Antonio Soler y ahí siguen, sacando jugo y experiencias vitales. Yo necesitaba, ni que fuera por un corto espacio de tiempo, volver a perderme en encrucijadas sobre la escritura y elucubrar sobre el vacío. Pero pobre de mí, no tengo a mano un Vila-Matas que pueda llenar ahora mis lagunas metafísicas y tengo que seguir buceando por otros mares conocidos.

Sí, algún día leeré este Doctor Pasavento, cuando resuelva otras asignaturas de cursos pasados. Me quedé con Bartleby y confieso, Oh Señor, que me gustó. Pero reincidir en ese mundo me causaba cierto reparo, no sólo por lo que dirían los amigos (ellos, tan henchidos en su territorio reconocible de calles y plazas) sino porque mi ensimismamiento podía aumentar hasta límites alarmantes. Imagínense la escena: llega el amigo y te pregunta qué has leído. "Bartleby y compañía", contestas. ¿Y de qué trata? Bueno, de los escritores que ya no escriben, o sea, que han abandonado la escritura pero eso mismo se convierte en material literario para hablar de ello, no sé si me explico... Mientras, el perfil del amigo crecía y crecía ante nuestro ojos, saciado con sus personajes de carne y hueso, y yo me empequeñecía con mi no-argumento.

Pero admito que mi afán literario se divide constantemente en esas dos mitades: la que me pide historias y hechos narrables, golpes de efecto, un tiempo que avanza, y la otra que se busca el ombligo y no para de darle vueltas a la propia escritura. Tengo pendiente, sobre la mesa y a varios miles de quilómetros, un ejemplar de El Mal de Montano, preparado para solventar crisis como ésta. Pero uno siempre se deja las aspirinas en casa y allí quedó el libro. Mientras, estuve leyendo las notas y apuntes de Herralde en El observatorio editorial, de edición argentina, con cuyas dosis he paliado el sufrimiento. Imagínense también: el editor hablando de sus libros, de cómo llegó a conocer la obra de Pauls y de cómo entró en contacto con Bukowsky, de qué habla con ellos cuando habla de libros. Al menos me sirvió para saber que, después de Bolaño, parece que nos queda Ricardo Piglia y el propio Alan Pauls, según parece.

Volviendo a Vila-Matas, he recuperado las palabras de la presentación de su último libro, donde afirma que Doctor Pasavento habla de la soledad, de la locura y de la dificultad de no ser nadie. Ni qué decir tiene que me interesan los tres temas, y me interesan algunos autores que deambulan por sus páginas: Thomas Pynchon (la novela iba a llamarse Doctor Pynchon), Miquel Bauçà, Salinger... incluso la Agatha Christie que leía en mi adolescencia. Lo triste sería leer a Vila-Matas hablando de estos autores y no leerlos a ellos mismos, riesgo que ya he superado en los tres últimos casos. Y en una entrevista de escritores.org destaca esta respuesta al reproche que le hacemos tantos, aunque le sigamos leyendo:

"No hago caso de los que me reprochan intelectualismo, minoritarismo o meta-literatura. Yo escribo lo que más me gusta escribir, y seguidores últimamente no me faltan. En cuanto a lo de la meta-literatura me hace reír. En Doctor Pasavento probablemente volverán a insistir en que soy meta-literario. Sin embargo la desesperación, soledad y locura de mi doctor pertenecen ya a la humanidad. Son un fiel retrato del héroe contemporáneo."

Pues al final va a resultar que mis dos ansias se irán confundiendo y, tal y como avanza el mundo, de lo único que podremos acabar escribiendo es de esta locura que nos embarga a todos, de estos "héroes contemporáneos" que son héroes del vacío y de la nada, pero que son personajes tan reconocibles como ese Tatín que se caía con sus hierros ortopédicos para recoger el balón en la portería. No hay más que mirar alrededor: ¿No será que la literatura de Vila-Matas nos devuelve, elevada al cubo, la sinrazón que generamos entre todos? Ahora mismo me siento más alejado del niño portero que del hombre que hurga en sus alucinaciones personales: pero es pasajero, y en todo caso un mal menor.

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Otro paseo, para Loriana:

Los campesinos acaban de llegar, y el resto del grupo nos ofrece un delicioso desayuno: arroz con frijoles, guineo y huevo, y un fresco para bajar la sed. Pronto habrá que caminar hasta unos huertos para apreciar el rendimiento de determinados productos agrícolas, así que no hay nada como una buena comida vigorizante a estas horas. Me cuelgo la mochila a la espalda y discutimos el trayecto: la idea inicial era conocer dos huertos, pero proponen ir a ver otro cuyo propietario también nos acompaña ahora, caminando "hasta la otra loma, más allá de los predios vacíos".

-Pero eso queda muy lejos-, le advierto.

Me mira con cara de no comprenderme y me fustiga sin contemplación:

-¿Lejos de dónde, hermano?

Contemplo el horizonte y escucho las cigarras en los árboles. Lejos de mí mismo, supongo.

martes, 13 de septiembre de 2005

El factor nicaragüense

Iba yo conduciendo por los caminos cercanos a Nueva Guinea, un poco más allá de la salida de El Almendro. Más de cuatro horas a las espaldas de saltos y vaivenes, el culo bastante dolorido y el estómago ya algo calmado: la mejor medicina aquí es una Coca-cola tomada en cualquier ventecita o pulpería. Un muchacho cargado de ropa me hace una señal a pocos metros: soy su pequeña salvación bajo el sol inclemente, la posibilidad de realizar unos cuantos quilómetros en un vehículo cómodo hasta el siguiente poblado. Colocamos su mercancía en el asiento trasero (pantalones, camisas, guayaberas en perchas y expositores, un almacén ambulante) y se sienta a mi lado. Cada fin de semana -ese día era viernes- se dedica a recorrer la región vendiendo la ropa que su madre cose, al raid y durmiendo allí donde le presten una hamaca. Después de intercambiar cuatro palabras sobre su destino, se siente confiado y me pregunta:

-Y a usted ¿cómo le llaman?

Podría haberle contestado que algunos Jacobo, otros Jaime, otros Jacques, pero entonces todavía conservaba mi nombre real. Lo sustancial era que el muchacho no me preguntaba cómo me llamaba yo, sino cómo me llamaban los demás. Qué maravilla: en medio del pedregal y del lodo poder percibir esa brizna de vida auténtica, de sentido común y de sentido poético. Qué importa cómo me llamo, lo importante es saber cómo me llaman los demás, porque ese será mi verdadero nombre, aquel por el cual atenderé la voz que me persiga y bajo la cual doble mi cuello y diga "Sí, soy yo, qué desea?".

Me viene ahora a la memoria este mínimo recuerdo mientras sigo pensando en el lenguaje del nicaragüense, del latinoamericano. Detrás de una apariencia a veces algo excesiva, con ese fluir del verbo que se desborda del vaso, las palabras derramándose, hay toda una lógica que enlaza con una filosofía de la vida anclada en lo real. O sea, que lo que para los de afuera podría ser pura artificiosidad, desde dentro se convierte en un entramado de construcciones que se unen indisolublemente con la vida cotidiana y con los pensamientos acerca de los grandes temas del género humano: la muerte, el paso del tiempo. Aquí se convive con la muerte día a día, y por lo tanto su presencia constante (no la del muerto, se entiende, sino la de la idea de la muerte, sus consecuencias, su interpretación) conforma también una estructura de sentido que se refleja en el lenguaje: en el qué se dice y en el cómo se dice.

Ayer transcribía un fragmento de una vieja novela de Sergio Ramírez. Lo introduje para ir hablando de él en días sucesivos, cuando se me antoje, pues mi porcentaje de literatura autóctona ahora la estoy centrando mucho en su persona y me voy sintiendo atraído por una evolución curiosa de su producción literaria. Esa novela corta, Tiempo de fulgor, es un ejemplo perfecto para conocer el lenguaje del nicaragüense y las extremas diferencias que se pueden establecer con el español de Castilla. Creo que es una obra jamás publicada en España, aunque tampoco voy a perder el tiempo comprobándolo: sería extraño, en todo caso, encontrar un editor que se atreviera a poner en manos de un madrileño estas páginas, sabiendo que el madrileño pediría que le devolvieran el dinero inmediatamente, puesto que él compró una obra de la sección "literatura contemporánea" y no una novela del Siglo de Oro. Esa es la clave: podemos leer estas frases, metáforas, palabras, como calcos de una lengua excelente pero de otra época, o como lo que son: fieles reflejos de un modo de hablar y de vivir que no necesitan de la prisa para llegar al día siguiente.

Pero Sergio tampoco escribe así ahora. Y esa evolución es la que me está interesando, pues no sé hasta qué punto un escritor como él, tan influido por lo que lee de España y por las traducciones que le llegan desde la Península (y tan viajero, no es fácil verlo por Nicaragua), está cambiando su lenguaje y adaptándolo a un estándar más asequible para el madrileño de antes. Sí, su lengua sigue manteniendo los mínimos indispensables de exotismo para el español de a pie, con algún requiebro sorprendente y que nos colma nuestra ansia de turistas en busca de lo auténtico. Pero sólo veinte años después de Tiempo de fulgor, Sergio escribe su obra cumbre, ese monumento llamado Castigo divino y que ahora comienzo a leer con calma, al suave. Y el salto es sustancial: quiero sumergirme más a fondo para ver si ese salto es sólo un alejamiento positivo del realismo mágico, ya decadente en los 80, o es que su prosa se globaliza y busca nuevos públicos, sin que ello pueda afectar a la calidad del trabajo final. En ello estamos.

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"Soldados de Salamina parte del drama de Sánchez Mazas, un dirigente falangista al que colocaron frente a un pelotón de fusilamiento, dispararon, y no le dieron. Se hizo el muerto, entre los muertos, y huyó arrastrándose hasta una espesura cercana. Parece, según contara Sánchez Mazas, que allí lo descubrieron los ojos de un soldado republicano. Pero el soldado, en vez de denunciarle, apartó la cara y siguió su camino. Cercas quería encontrar al soldado que perdonó la vida a su enemigo. Yo también, sin duda. Odio las entrevistas, pero por esta transigiría. Cercas no lo encuentra, como es natural: es una empresa muy difícil, e imposible si se trabaja poco en ella. Por fortuna, el novelista es un hombre de recursos y se da cuenta de que lo ha buscado en lugares equivocados. Como la carta de Poe, el soldado republicano está en su sitio y a la vista: en la propia cabeza del novelista. Calentito. (...) El lector, que agradece el que Cercas no le haya emparentado con su narrador poniendo los ojos de Miralles sobre el agujero donde se escondió Sánchez Mazas, está ya adiestrado para admitir lo esencial: el autor buscaba / no ha encontrado / pero qué más da: todos somos Miralles".

Arcadi Espada. Diarios

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Por algunos problemas causados por el anterior correo personal (jacobo_deza@yahoo.es), se establece una nueva dirección ahora terminada en .com. Lamento decir que los correos que se enviaron en los últimos días no se han recibido, por lo que ahora pueden ser reenviados a la nueva dirección definitiva.

lunes, 12 de septiembre de 2005

Poetas sin libros

Encontrar un solo lector en esta ciudad imposible es tarea ídem. Quizás sí podamos hallar a alguien desplegando la sábana del periódico en el bar “Gracias a Dios” o en la pulpería “Peor es nada” (nombres rigurosamente ciertos), repasando los últimos resultados de las ligas mayores de béisbol norteamericanas. Pero buscar a alguien con un libro entre las manos será un esfuerzo inútil: es entonces cuando añoro los lejanos trayectos en metro o bus compartidos cómplicemente con el viajero de enfrente, cada uno sumergido en su libro pero mirando satisfechos de reojo a nuestro espejo-lector.

Pero cuidado: qué injusto sería pensar que en este país la literatura es materia secundaria o despreciada. En Nicaragua, desde donde escribo, hay literatura hasta en la sopa de mondongo, desde la punta de la cruz caída de la antigua catedral hasta el interior de las alcantarillas siempre abiertas, esperando tragarse al incauto que circule sin mirar al suelo. Entiéndase: hay material literario abundante. Pero libros no hay: las mismas librerías son pocas y muy centradas en obras de ensayo locales o libros técnicos para los universitarios. Y las editoriales españolas, tan presentes en América del Sur o en México, sólo envían por aquí excedentes de autores casi todos latinos.

Y además de material literario también hay lo que por aquí se suele llamar el espíritu poético, aquello que impregna cada palabra, cada construcción oral de todo individuo que por aquí vive y piensa. Se dice que todo nicaragüense es poeta hasta que se demuestre lo contrario: yo todavía no he conseguido demostrarlo, y comienzo a pensar que es cierto. Aquí lo que se escribe y lo que se dice caminan parejos, así que ¿para qué las páginas, la tinta? El fluir del habla nicaragüense pertenece al género musical por excelencia, y cada uno lleva consigo su dosis de poesía. En España hemos avanzado por la autopista del mínimo esfuerzo, consiguiendo sintetizar al máximo nuestra comunicación oral: con la simple articulación de unos “bah”, “eh”, “ya” y “vale” nos entendemos. Por aquí todavía se recurre a la hipérbole, al retruécano y al arcaísmo, tanto da si estamos en un contexto formal o apurando medio trago de ron. Y qué decir del vocabulario: oír a un nicaragüense puede llegar a ser, para los adalides del “ya” y el “vale” como escuchar otra lengua o una sinfonía. Este listado es un buen ejemplo:

“Por los caminos que van cayendo en la obscurana vienen entrando las mulas arreadas desde las veras por los conciertos soñolientos, cargadas de zurrones de cuero crudo con miel de palo, alforjas con quesos ahumados, trenzas de quesillos envueltos en hojas de chagüite; carretas y yeguas, costales de sal, dulce de panela, aceite de coyol, manteca de cusuco, moños de hierba, jícaras labradas, pollos amarrados de dos en dos, las jaulas de los gallos, las flores de verano, azahares para el agua de azahar y los cocimientos, hojas de eucalipto para los baños de enfermo (...) flores de madroño, carao y fístola, hojasén y purga del fraile, hule y raicilla, cosa de horno, panecillos de cacao, reseda e ipecacuana, guarapo y maíz tierno, candelas de sebo y plátanos verdes, los caminos del mar y de Mateare, de las salinas y el Sauce, Telica y la Paz Centro, Nagarote y Larreynaga”.

¿Quién escribió esto a finales de los años 60, con el mismo léxico que se usa en los mercados en el 2005? Mañana lo cuento.

viernes, 9 de septiembre de 2005

Ir de copas, ir de blogs

Como quien entra y sale de los bares de tapas, de vez en cuando voy alternando entre algunos blogs que, no estando entre mis preferencias obligadas (la lista básica y provisional está a la derecha), merecen alguna visita ocasional. Más que nada porque, entre ocho o diez comentarios narcotizantes, destaca a veces alguno que merece la pena leer. Tal le pasa al blog de Justo Serna, que no sólo firma con su nombre real -con cierto afán protagónico, me temo- sino que se implica a fondo en lo que dice: lo defiende hasta las últimas consecuencias. Su última batallita con Hermann Tertsch permite sonreír un rato mientras vagamos ociosos por la pantalla. No deja de ser interesante: los blogs ya forman parte del paisaje de los media en esta selva publicitaria permanente, y lo que se dice en ellos ya traspasa la frontera de la red y tiene eco en soportes mucho más tradicionales. Parece que a Tertsch le importa mucho lo que digan de él, incluso desde las tribunas intangibles de este submundo virtual. El bloguerismo avanza.

Pues resulta que hay un par de entradas en el blog de Justo Serna, recientes, que he leído con el interés del entomólogo: intentando adivinar por qué nos habla de esos autores precisamente y qué nos dice de nuevo, si es que es así. El primero de esos textos, de hoy mismo, retoma el perpetuo tema de Javier Cercas y su novela Soldados de Salamina. He leído tantas cosas sobre el cómo, el dónde, el por qué y el hasta cuándo en los últimos años que se me hace difícil imaginar que se puedan contar cosas nuevas. De hecho, Serna comienza contando la historia ya sabida del artículo aparecido en "El País" ("Un secreto esencial") en 1999, y de cómo este artículo después permitió la elaboración de una trama más compleja que se transformó en novela. Y a partir de ahí también encontramos el meollo del asunto: partimos de un hecho real contado en un formato periodístico y lo transformamos en material literario. La frase de Serna me parece acertada: "No son ficciones en el sentido de espacios completamente inventados sin conexión o sin contacto con el presente o con la historia, sino narraciones en las que hay una historia cierta y añadidos que la completan o la mejoran o la interpretan".

El punto clave lo encontramos, al fin, en la pregunta sobre si Soldados de Salamina es o no es una mentira. O sea, que si partimos de que estamos tratando con materiales históricos, ¿se nos permite alterarlos y manipularlos a voluntad? ¿Tiene eso alguna afectación sobre la verosimilitud de lo narrado? Ya comenté hace unos días, y lo hace Serna también en su blog, la respuesta que Arcadi Espada daba en su libro Diarios, exigiendo respeto y fideldad a la historia: el respeto que se le debe exigir a un periodista, pero ¿por qué a un novelista?. Serna remata uno de sus párrafos con la expresión "no sé", evidencia final de que nos estamos metiendo en terrenos resbaladizos.

Pero hay una coda que quizá sí abre nuevos horizontes, o al menos los une a la última novela de Cercas: es cuando Serna reflexiona de este modo: "En realidad, más que un atentado contra la realidad, cosa que efectivamente comete –como todo novelista--, Cercas corría con esta historia otro riesgo más acuciante: el riesgo de la voz enfática, el peligro de aportar demasiado empaque, un sobrante de gravedad". Por los comentarios que voy leyendo acerca de La velocidad de la luz, creo que el riesgo se ha convertido en hecho y que Cercas ya ha caído en su trampa: el novelista atrapado en su gravedad, convertido en protagonista de su propio libro.

Y para protagonista este otro, de quien Serna realiza una sorpendente, por lo esmerada, biografía literaria: Juan Manuel de Prada. Ya estábamos acostumbrados a ningunear a este novelista, a pasar por encima de su cadáver sin demasiada consideración, y por eso sorprende que todavía haya alguien capaz de analizar la evolución de semejante espécimen. Serna repasa una por una las obras del que fue lanzado en su día (desde las páginas del "Abc", todo hay que decirlo) como la gran promesa de la nueva narrativa juvenil. Era la época de Umbral haciendo de padrino, de Coños y el nuevo Gómez de la Serna, de Las máscaras del héroe y de los premios y, sobre todo, del malditismo y del escritor al margen de las modas. Un outsider perfecto.

Pero ay, siempre los tiempos por venir pueden ser peores: La tempestad y el plagio de Javier Marías (Serna no cuenta nada del plagio, acaso sólo habla de "influencias": ¿no sabe nada?), la cursilería y el ñoñismo (aunque Serna leyó "con interés y con delectación" Las esquinas del aire), las crónicas papales y la beatería: "Se trata de una moralina pesadísima que se corresponde perfectamente con el último Juan Manuel de Prada articulista, tan esforzadamente católico, tan machaconamente creyente y comunitario, un articulista que quiere emular, tal vez, a Chesterton, modelo para el que le faltarían ironía e individualismo". Entonces, ¿a qué dedicarle tantas líneas precisamente ahora? ¿Por qué ese interés por el vacío, esa atracción por los despojos? ¿Por qué me hago eco de ese comentario? Esto de ir de blogs como quien va de copas me parece cada día más misterioso.

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¿Patrias? Ahora lo entiendo: estar lejos de la patria significa no poder comprar, ahora y aquí, expatriado, la cesta british con sus huevos, y tener que esperar a diciembre.

miércoles, 7 de septiembre de 2005

Unas bailarinas muy vivas

Como dijo Bolaño, ¡cuídense de los fans de Antonio Soler! (¿O era de Panero?, lo mismo da). Parece que entrar en el mundo de Soler puede producir serias consecuencias, a saber: placer estético, identificación con los personajes y con un territorio, pérdida de la noción del paso del tiempo. Con la lectura de Las bailarinas muertas ya avanzada, repasemos las constantes que hay que subrayar de este libro:

1. Estructura: Es un pequeño prodigio el armazón que protege toda la trama, y lo mejor es que no hay un trabajo gratuito de querer explicar como se monta esa estructura. Quiero decir que hay autores que construyen un andamiaje a la vista, con sus hierros y sus lonas, y no nos dejan ver la fachada, que sabemos bellísima pero oculta detrás de un artificio demasiado evidente: vemos los trucos y al mago se le arruina la obra. Soler ha optado por elaborar dos tramas paralelas pero sin ninguna carta marcada: no hay separación de capítulos, ni espacios en blanco que nos indiquen que pasamos a otro tiempo u otro espacio, con lo cual vamos abriendo camino y el paseo se hace cómodo, porque es el territorio de la mente: el narrador va recordando sus historias de la infancia en Málaga y las cuitas de su hermano en Barcelona, pero todo se extrae del mismo sitio, del lugar donde habitan los recuerdos y la imaginación. Los saltos entre las dos ciudades son suaves y cada personaje, cada sonido o cada objeto pueden ser el resorte que nos haga saltar alternativamente de un espacio a otro, con un fluir nunca abrupto.

2. Cinefilia: Soler ha visto mucho cine, y además del bueno, y de forma constante va introduciendo recuerdos de películas aplicados a los personajes, que sueñan con sus movie stars preferidas: "Por ver una sesión doble de Ginger Rogers o una película en la que Hedy Lamarr bailara, mi hermano habría sido capaz de cruzar el desierto del Sáhara varias veces, de estar sin comer durante más de un año o de volverse un asesino de esos que salen a la calle y matan al primero que se encuentran". O bien: "(...) aunque quien de verdad lo volvía loco [al camarero Álvarez] era Gregory Peck, porque a él, a Álvarez, lo que le iba era la marcha atrás". O incluso: "(...) sembrando su pensión de una armonía que, según mi hermano, nadie había visto nunca en ninguna otra parte, a no ser en la película Mujercitas, la de Katharine Hepburn, no la de June Allyson y Elizabeth Taylor, que, según Ramón, era peor". Sin duda que esta cinefilia le permite a Soler marcar el tiempo de la historia sin necesidad de definirnos en qué año nos movemos: no sólo es el flan chino Mandarín o los tebeos del Capitán Trueno lo que nos situa en un territorio definido, sino también el cine de barrio de doble sesión.

3. Freaks: Ya comenté anteriormente algo sobre el elenco de freaks que pulula por la novela, y hay que remarcar otro dato: sin duda se trata de personajes curiosos y algo outsiders, todos ellos identificados por cualidades muy concretas y extravagantes. Pero son nuestros freaks, con lo cual también podemos identificarnos a nosotros mismos como seres no tan mecánicos como pensamos. En el fondo, todos padecemos de alguna manía o pequeña locura que, a ojos de otros, pueden marcar nuestra descripción y añadirnos al listado de freaks de cualquier barrio. Las primeras miradas sobre esos individuos que tan bien va creando Soler son las del espectador externo que ríe las gracias de esa gente, considerándolas ajenas a nuestro mundo. Ya avanzada la novela debemos mirar a nuestro lado, el lado frío del sofá o la puerta entreabierta de la calle de enfrente, por si de pronto aparece por allí Luisito Sanjuán "con las manos metidas en los bolsillos y con cara de sueño" o Cosme Cosme (Doble Cosme, Cosme Bis), guardando su pistola en el bolsillo de la chaqueta. Ya somos otro freak más.

4. Costumbrismo: Últimamente ando yo mucho más metido en historias metaliterarias, en vaguedades narrativas más preocupadas por la forma que por el contenido. Me he sorprendido viéndome atrapado por esta novela, que regresa a los cuentos del mundo real, de todo aquello que ocurre a nuestro alrededor. No sé si Soler ya se podría considerar escritor de otros tiempos: quizá no esté de moda hoy este reenganche a lo costumbrista y esta vuelta a la tradición literaria española, viendo además que siendo un autor loado (Caballero Bonald dijo de esta obra que es "una muy notable muestra de literatura en estado puro") pocos hablan de Soler. Sí, gana premios, pero Vila-Matas luce más en las fotos. ¿Hay mercado para esta "literatura pura" de calidad?

5. Acumulación: También hablé de un cierto riesgo que noté en las primeras páginas, y que poco a poco se va superando gracias a una estrategia muy precisa. Soler sabe a dónde quiere llevarnos, y la acumulación de personajes y anécdotas sólo es el señuelo para expresarnos una cierta desesperanza vital que nos aqueja a todos, en un momento u otro, en los años sesenta o en el primer lustro de este incoloro e insípido siglo XXI. Y la idea de acumulación también se mitiga por las constantes repeticiones que el autor hace de determinadas expresiones o rasgos característicos de cada quien (eso recuerda levemente a Marías, perdón por mi deformación profesional). No hay, pues, una acumulación desordenada, sino un preci(o)so engranaje con piezas que aparecen y desaparecen para que la máquina siga funcionando a la perfección.

Entonces, ¿hay que recomendar el libro, el autor? Creo que hay un tipo de lector que debe estar buscando esta clase de obras y que se halla perdido entre tanto ombliguismo como abunda hoy en dia. Volver a la narración, a la historia bien contada, al detalle apasionado, siempre es fácil que produzca placer: siempre que, claro, la historia se escriba con la intuición de que hace gala Soler y con los recursos que despliega en sus páginas. Este hombre todavía tiene mucho que contarnos.

lunes, 5 de septiembre de 2005

La literatura como juego

Basar nuestras lecturas en lo que nos dice "Babelia" sería una soberana estupidez. Lo cual no impide ni contradice que tengamos a este suplemento literario como un recurso obligado para saber qué se publica y qué merece la pena leer, aunque después no le hagamos ningún caso. De hecho no deja de ser una extensión de lo que le ocurre al diario que lo alberga cada sábado: "El País" ya se compra por una cuestión de fe, por lo que representa o, mejor aún, por todo lo que ha representado en el pasado inmediato. Compramos "El País" porque no hay otro diario, porque hay que saber qué dice hoy Savater o Haro Tecglen o Millás, porque vamos al quiosco casi por inercia y escogemos de entre el montón de papel nuestro pan de cada día.

Y los sábados yo siempre buscaba las tres firmas que jamás me decepcionaban, para bien o para mal. Sobre una de ellas ya se ha comentado lo suficiente y ya es historia: Ignacio Echevarría. Otra es la de Rafael Conte, imposible crítico de quien jamás he entendido si recomienda un libro o lo desprecia, tal es su ambiguo oficio. Yo leo a Conte por pura curiosidad antropológica, con el mero afán de interpretar sus alucinaciones semanales y seguir confirmando lo que yo quiero ser cuando sea mayor, pues no debe haber mayor escritor frustrado que quien suscribe. Pero quiero ser crítico a lo Conte, sin ataduras ni imposiciones, hablando de tu libro pero hablando en el fondo de mí mismo, desapasionadamente. Y por último está José María Guelbenzu, que me interesa tanto como crítico como tan poco como novelista. La elección de cada libro reseñado ya es toda una política íntima de este autor: me interesa mucho saber qué lee cada semana, porque no hay elección banal. Al menos sabe de literatura y es un lector apasionado, que es como decir todo.

Viene a cuento todo esto porque acabo de recuperar una crítica de Guelbenzu sobre el último libro de Umberto Eco, publicada a finales de febrero en "Babelia". Ya en El lamento de Portnoy se habló de la obra y se comentó por parte de varias personas, con resultados especialmente negativos. Pero hay un elemento que señala Guelbenzu y que me parece acertado, o al menos invita a la reflexión. El desarrollo de la reseña no es nada duro, más bien condescendiente, pero termina con estas palabras:

"Hay que reconocer que el juego es brillante y divertido, que intercala alguna historia atractiva y seductora, pero es a costa de convertir en un icono más al personaje, de traicionarlo y dejarlo tan abandonado como al arte de narrar. El lector se divertirá quizá tanto como se ha divertido don Umberto el semiótico, pero siempre que lo tome como un juego ingenioso -y un poco pesado a veces-, no como una novela."

No sé si la novela divierte o no: más bien no, escuchando las inteligentes voces que pululan por el mencionado blog. Pero conviene leer dos veces lo que Guelbenzu dice sobre la literatura como juego. ¿Es Eco un novelista? ¿Pretende Eco, o lo pretendió alguna vez, codearse con los mejores creadores de ficción y crear obras perdurables en el marco de las flexibles reglas de la novela? ¿O más bien su intención es la de exponer hallazgos intelectuales sobre semiótica pero con un lenguaje accesible, al margen de las reglas del ensayo? ¿Escribe ficción para descansar del hartazgo que puede suponer la elucubración científica, el artículo perpetuo en revistas especializadas? ¿Pretende, sobre todo, divertirse y usar (¿abusar de?) la novela como simple instrumento para su sanísima terapia? Y lo mejor: ¿Se puede considerar verdadera novela aquello que ha sido creado al margen de sus reglas? (y ay, ¿cuáles son esas reglas?). Muchas preguntas para tan poca Loana, me temo.

Todo ello implica que haya que reflexionar sobre si una crítica a esta obra debe figurar al lado de una crítica a, pongamos, lo último de Rushdie o Belén Gopegui, o debe basarse en los mismos parámetros de calidad. Y en este caso hablamos al menos de literatura que pretende trabajar forma y contenido, pues ya no hago referencia a otros que probablemente también se divierten al escribir, pero pensando en lo fácil que será sacarles veinte euros del bolsillo a los incautos que vayan a comprar su libro.

Pienso ahora en otro autor, alguna novela del cual entraría de lleno en ese aspecto didáctico del arte. Pienso en El secuestro y pienso en Georges Perec. Dejando aparte que fui incapaz de terminar semejante obra (digo su traducción imposible, no me atreví con La disparition), Perec entendía la creación como un juego permanente, una vulneración de los corsés y un reírse de sí mismo bastante sano y con resultados en algún caso encomiables. Pero El secuestro es un ejercicio de estilo que quizá divirtió mucho a su autor al componerlo pero que me heló la sangre a mí: pura carcasa vacía, confetti de colores, un juego con dados trucados y cartas marcadas. ¿Dónde queda la literatura, entonces?

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Septiembre. La rentrée, claro: Roth, McEwan, Houellebecq, Vila-Matas, Kureishi, Coetzee, Jelinek, Amis, Rushdie, Foster Wallace, Pitol. Y los escritores sin saberlo cuando escribieron sus obras.