sábado, 29 de octubre de 2005

Cartas nómadas (3)

Perquín, 14:06h

...La imagen del desastre son todas esas milpas de maíz destruidas. Con un grupo de mujeres y niños (los niños siempre a punto, siempre dispuestos a montarse en la camioneta) nos deslizamos por el infernal camino cerca del río Lempa, hoy pura piedra y cuatro días atrás una argamasa de lodo y agua. Al entrar en uno de los campos sembrados ya se avistan desde lejos las mazorcas marrones, completamente secas: basta con acercarse e ir desgranando cada planta, abriendo cada elote para comprobar que el maíz ya no servirá ni para hacer harina con que engordar al ganado. Uno tras otro, los campos han quedado arrasados por efecto de la tormenta Stan, pues el agua se estancó por varios días en cada milpa y la humedad destruyó completamente las cosechas. Ya todo es irremediable, pero aquí las sonrisas y las resignaciones se combinan para echarle ánimo al asunto y pensar ya en cómo se podrá alimentar a la familia hasta la próxima oportunidad de siembra. Los cuadernos de los chavales y sus zapatos se compran con el excedente de la cosecha, pero ahora habrá que inventarse otra manera de conseguirlos. Y hasta la próxima tormenta: el desborde del río rompió los diques naturales y acaba de formarse un lago artificial que no sale en los mapas y que no se secará probablemente jamás: los niños ya se bañan ahí y la diversión y los gritos de entusiasmo tras cada chapuzón resisten cualquier intento de desánimo.

La ayuda, claro. Dos días antes de la visita de la Reina (así la llaman todos, la Reina, esperando verla aparecer con cetro y corona descendiendo por las escalerillas del avión) todavía no ha llegado nada. Los cooperantes se mueven con nerviosismo, la seguridad del Estado tiembla y el embajador es un rostro furioso y desencajado. ¿Pero dónde coño están los colchones que tiene que entregar la Reina?
-Se los llevaron las ONG, para repartirlos antes.
-¡Pues que compren más colchones!
Cuando baja del avión una señora que reparte besos y abrazos, los fotógrafos disparan sus flashes y la señora pone cara de fotografiada, hasta que alguien repara en que no es Ella. La secretaria sigue su camino con menos garbo y del avión descienden trajes y corbatas oscuras. Ahora sí: en el centro se observa un vestido y un peinado que avanzan, los mismos que dos horas después estarán repartiendo colchones en una comunidad campesina. La gente se agolpa a su alrededor y un niño con libreta en mano le grita con fuerza "¡Reina, Reina!" mientras con los dedos le hace la seña del que firma algo. La tal Sofía levanta los hombros y hace como que no entiende. "¡Reina, Reina!", insiste la criatura, reclamando su autógrafo. Los matones que la guardan le impiden con sus cuerpos que avance hacia la multitud, y Ella sigue haciendo gestos de incomprensión, con la sonrisa puesta.
-¡Ah pues come mierda, Reina hijueputa!
Y el chaval desaparece bajo las piernas de los adultos, mientras los hombres de negro se llevan a su protegida en volandas hacia otros colchones más confortables.

Don Carmen, se llama. Historia exacta, memoria cautiva. Le escuché sentado en un pedregal frente a su casa, él apoyado en el marco de la puerta. Tras las paredes de adobe veo el movimiento familiar que no se detiene, la olla en el fuego de leña. Cuenta que en ese caserío llegaron los soldados en los años 80 y acribillaron a cuanta persona se puso por delante. Don Carmen tuvo que enterrar a seis criaturas abiertas en canal, y a una mujer embarazada con la barriga cosida a tiros. Con la brutalidad del que ha visto tantas brutalidades, dice que jamás se imaginó que volvería a comer carne de cerdo, porque eso es lo que vio: carne desparramada, no pudo ver personas ni reconoció o no quiso reconocer a nadie. Pero de vez en cuando bromea, es así como puede sobrevivir al desastre. Sólo tiene dos dientes en la mandíbula inferior, una barbilla escasa y cana, y lleva unas botas que muestran los dedos de los pies. Con su voz llenando la tarde, miro de nuevo hacia el interior de la casa y ahora observo una muchacha descalza sentada en una hamaca, y que tiene un libro entre las manos. También observo que su labios van deletreando cada palabra y moviéndose al ritmo de la lectura, de cada frase que va cobrando sentido. No aparta los ojos del libro y yo la sigo mirando por un buen rato, intentando meterme en esa ficción suya que ya, a estas alturas del viaje, se hace tan necesaria ante la realidad desbordante que me inquieta y me supera a cada minuto...

miércoles, 26 de octubre de 2005

Cartas nómadas (2)

San Salvador, 12:05h

...El camino de la redención engrandece tu corazón. Creo que la frase del rótulo era así, pero podría cambiar todos los elementos y el significado sería el mismo para mí. En otro portal, con grandes caracteres, leí la palabra cruzadas al lado de versículos bíblicos escogidos y de los horarios del culto. Se hacen cruzadas, mientras justo al lado se limpian carros y enfrente se vende mecate para colgar hamacas. Todo a tres cuadras del lugar exacto en donde, 25 años atrás, caía Monseñor Romero bajo las balas del sicario a sueldo del ejército. La pintada del muro es otra, bien distinta: "Pobre pastor glorioso, asesinado a sueldo, a dólar, a divisa. Como Jesús, por orden del Imperio". Atravieso la puerta enrejada y el paseo de acceso al Hospital de la Divina Providencia se me ofrece como un apacible lugar de sombra y silencio, con leves revoloteos de palomas y zanates y muy poca concurrencia. Una familia completa descansa en unos bancales de piedra, mirándose entre ellos y hablando con voz muy suave: me observan cuando camino por su lado y me siento a pocos pasos, en otro poyo de piedra sin labrar. Algún enfermo, pienso, alguien entre ellos que habrá salido a pasear por este pequeño jardín y que en esta mañana soleada comparte su apego a la vida con los suyos. Ni los niños juegan aquí: todo es tan sensible que se disfrazan de adultos, participan de la reunión para demostrar su vínculo solidario y su probable empacho de estupideces. En este sitio no hay que hacer nuevas cruzadas, basta una palabra de afecto y una mano que acaricia. Me levanto para no interferir en la escena y me planto en la puerta de la capilla: desde aquí salieron los disparos en 1980, con la puntería del asesino que se cree ya mítico y que está a punto de pasar a la historia. Pero se equivocó: la historia cayó desplomada al fondo, ante el altar, y el individuo entró de nuevo al vehículo y huyó, por este paseo silencioso (cómo resuena el chirrido de las ruedas en mi cabeza, un sablazo cruel) como el cobarde que espanta a los pájaros y a los enfermos que reciben una mano caliente y suave de su nieto en la mejilla.

El mercado de Apopa es una explosión de color, una fértil maraña de gritos y olores de fruta fresca. Qué contrastes tan intensos: a veces no hace falta caminar ni doscientos metros para meterse en realidades opuestas, para probar las mil caras de este territorio que se mueve en sentido estricto (hay sismos bastante regulares cada año) y figurado, en un sentido casi metafórico. Estas mujeres que venden telas y semillas y flores, y que aguantan al hijo en las caderas o sobre el pecho mamando y que cuando ya camina se les escapa mientras atienden a los clientes y deben ir a buscarlo por el pasillo (los dólares en una mano, en la otra la mercancía), que tienen el almuerzo en un plato de plástico y la bebida en una bolsa con pajilla, que van a preparar la cena cuando terminen de cerrar el puesto de venta. Estas mujeres, digo, son la esencia y el suplicio permanente de este movimiento que no cesa, que sólo se va deteniendo al anochecer pero nunca del todo: la oscuridad que aprovechan los perros para hurgar en las basuras es sólo la antesala de un despertar temprano igualmente estruendoso, que arranca cada día con igual ímpetu sin importar las ganas ni el desaliento. Cuántos psicólogos deberían pasear por aquí: quién dijo depresión. Uno sale de estos mercados reanimado, casi gritando el nombre de las verduras por pura empatía y empujado a la dinámica del hacer, del trabajar, del no parar. Mientras voy pisando restos vegetales y charcos embarrados por el agua y los meados, me aferro al ansia del escalador que está a punto de llegar a alguna cumbre, del sediento que ya otea el oasis a poca distancia: al ansia del que tiene lo real al alcance de la mano y está a punto de acariciarlo (como el niño a su abuelo, la vendedora a su hijo), y que tiene miedo de perderlo de vista y quedarse sin cima, sin agua y ajeno al acontecer de este mundo tan verdadero, sin mano en la mejilla...

martes, 25 de octubre de 2005

Cartas nómadas (1)

San Salvador, 18:20h

...Conducir bajo una espesa manta de niebla es una experiencia próxima al desasosiego, a la pérdida de identidad. Digo manta, o sea, una capa de tela gorda que a su través no deja ver ni la propia textura del tejido. Los faros iluminaban el blanco perpetuo y avanzaba hacia la nada, pegado al supuesto límite del asfalto para seguir las malas hierbas que eran lo único que podía distinguirse por la ventanilla lateral. Veinte interminables minutos de ausencia, de perfecta soledad dentro del vehículo y sin alrededores. La hierba y yo, únicos seres vivos visibles del descenso hacia Choluteca. Jamás había estado en este trance, desprotegido y débil frente a la durísima Naturaleza, impasible y con una contundencia que uno recibe como puñetazo en el estómago, inerme ante lo real. Después, la lluvia intensa y la desorientación defintiva hasta que todo escampó: la tela se deshilachaba como jirones al viento y la realidad se iba pintando ante mí. Las casas, las bombillas de los porches, el aliento de la vida. Cuesta abajo, mis veinte minutos de inexistencia los interpreté como los del viajero que se desplaza al lugar más remoto no para conocer ruinas y palmeras, sino justamente para deshacerse de su identidad y no ser reconocido por nadie, para pasear sin ser visto (los ojos que te miran y no interpretan, que no te distinguen).

El hotel era como deberían ser siempre los hoteles: viejas construcciones que antaño tuvieron sus horas de esplendor y que han venido a menos, habitaciones ya destartaladas no tanto por el uso como por la falta de mantenimiento. Las paredes se van desconchando, el agua de los grifos brota salpicándolo todo, hay bombillas que ya no encienden. Y los sofás: esos espacios de tela rajada pero que (¡milagro!) conservan plenamente su comodidad. Uno se desparrama en ellos y mira por la rejilla de la mosquitera rota del ventanal: enfrente, una piscina de agua turbia colecciona hojas y ramas de todas las especies vegetales. Entonces, abrimos un libro sobre nuestras piernas y leemos, y del hotel empieza a sonar un hilo musical inconfundible (fragmentos de Turandot, Dilegua, o notte! tramontate, stelle!Tramontate, stelle, que ya escuché estremecido entre la niebla), y la camarera nos trae un café expreso con poco azúcar, y las bañistas cruzan y cruzan la piscina con estilo envidiable, y las flores reviven a nuestros ojos entre la maleza , y el silencio es el de la noche y las cigarras y los grillos. Estos son los hoteles que me gustan: se nos aparecen a la orilla de cualquier carretera secundaria y nos explican historias muy antiguas, de las que ya nadie guarda memoria. Después, en la cama, siguen las notas y nos entra un sueño narcotizado, sintiendo el lento desgaste de cada célula del cuerpo y su evaporación: que llegue muy tarde el futuro, por favor, los primeros rayos, el amancer, el alba en la que definitvamente habremos vencido a toda la mediocridad de nuestras cutres existencias.

Frijoles molidos, huevos fritos con tomate, queso salado, café con leche: y decían que el paraíso estaba en la otra esquina. ¡En esta, coño, en esta misma! Hay un perro flaco estirado debajo de mi silla y de vez en cuando me echa el ojo por si le lanzo algún pedazo de comida, pero su ojo está casi cerrado, mira desapasionadamente. Cuando salgo con la camioneta y observo hacia atrás por el espejo, veo el rótulo caído del hotel y el perro husmeando las migas del banquete. No quiero irme todavía pero hay mucha carretera por delante, quiero persistir en estas horas detenidas, muy cansadas, que transcurren lentamente: hay un perpetuo deseo de huida y otro paralelo de no avanzar, de enterrarme aquí, huesos y carne bajo la tierra, y un perro flaco husmeando encima, como quien busca por instinto y no por amor a su amo perdido...

viernes, 21 de octubre de 2005

Nancites 3

1. Los caminos de internet son inescrutables. Por un lado, el Lector ileso ha quedado entusiasmado por lo último de Vila-Matas, Doctor Pasavento. Destaca esta perla: "Vila-Matas se diluye en todos los autores. Pierde su condición de autor". Nos llevaría tiempo reflexionar sobre esta frase, del que no voy sobrado: que Vila-Matas pierda su condición de autor puede significar dos cosas, al menos. Una, que no logre pasar por encima de las múltiples historias de otros escritores que allí cuenta, los cuales sí son autores, en mayúsculas; al lado de estos, el ego de Vila-Matas empeqeñecería y la sombra de los demás lo haría desaparecer. Dos, que Vila-Matas no pretenda escribir ninguna novela, y al parecer lo consiga (entonces, ¿qué son las 388 páginas del libro?). Por otro lado, un interesante blog que he descubierto recientemente pone la novela de vuelta de hoja. Vicente Luis Mora dice mucho, y entre otras lindezas ésta: "Vila-Matas, un autor a quien respeté en sus principios pero que cada vez veo más como un bluff disfrazado de acogido francés (...)". Y otra frase que con toda seguridad suscribiría Lukas: "Lo que le falta a la literatura de Vila-Matas no es literatura, sino sangre, vida, realidad, apego a la existencia normal de las personas normales, tratamiento ocasional de lo ocasional". No hay debate sin mojarse el culo, y en éste hay chapuzones.

2. La foto no tiene desperdicio: la espalda y el rostro como dos universos opuestos, dos maneras de entender la vida y la literatura. La sorna y la altivez, la mirada intrigante y la frivolidad, la chaqueta y el vestido, el pelo cano revuelto y la cabellera arreglada. Si no supiéramos quiénes son los fotografiados, estos comentarios no pasarían de torpes muestras de clasismo. Pero no: lo mejor es lo que no sale en el encuadre, porque se trata de imaginarnos qué lleva cada uno en su mano, bien agarrado. Puestos a imaginar, uno lleva un ejemplar de Rabos de lagartija y la otra uno de Las mujeres que hay en mí. Entonces sí que los gestos revientan y la espalda adquiere todo su significado. ¿Qué diferencia al cascarrabias de la modelo? ¡La literatura, amigos, la literatura!


3. Otra mala noticia más: Nicaragua no cuenta con servicio de correo contra reembolso, por lo que tendré que esperar a recibir El copartícipe secreto, de Joseph Conrad: el amable servicio de ventas de Atalanta trabaja en otras opciones para no dejar a este impenitente lector sin su dosis.

4. Reino de Redonda, editorial deficitaria como pocas, sigue en su empeño de editar obras mal conocidas y de notable calidad. Javier Marías anuncia que la próxima edición será "un exquisito libro de viajes por España escrito por Giuseppe Baretti en 1770". En el blog a él dedicado, además de esta noticia, podemos encontrar un divertido ejercicio de recopilación de las búsquedas que los navegantes de internet realizan en Google, y a partir de las cuales han llegado a la mencionada web. Así, por ejemplo, "sandalias de primavera verano ver catalogo", "escuchar jota de los labradores", "westerns filmados en durango", "innovaciones cocina cantonesa" o "putas en puerto de mazarron" nos llevan a la página de Marías. Me parece éste un material muy novelesco: con Borges entre nosotros, Google tendría al autor que lo encumbrara a lo cielos.

miércoles, 19 de octubre de 2005

Soldados en el cine

Cada semana se estrenan en Managua solamente un par de películas, y las dos norteamericanas. Cada vez hay más salas de exhibición y más palomitas, pero aun así no crece el número de estrenos: vivimos en una realidad cinematográfica unidimensional, en la que las influencias externas al continente son mínimas. Quizá algunos han oído hablar del movimiento Dogma, o de Takeshi Kitano, o de Rohmer: pero nadie ha visto sus películas, porque los Armaggedons ocupan las pantallas con estruendo y expulsan el diálogo, el pensamiento, la serenidad. Todo es ruido, como pasa en tantos bares aquí, pero es un ruido de metralla, de mucha pólvora.

También son tiros los que ayer escuché en el cine, pero de otra clase. Lo bueno que tiene celebrar un 12 de octubre en el extranjero (que la música militar / nunca me supo levantar, decía el bueno de Brassens) es que la cultura española tiene su semanita dedicada, y aunque sea medio a escondidas, uno puede ir al cine a ver a Ariadna Gil. Otros piensan que los expatriados nos dedicamos estos días a tomar fino y picar aceitunas rellenas de anchoa y tacos de manchego: nada más lejos de la realidad. Ahora los De la Graza prefieren tomar sus copas entre ellos, dándose codazos y riendo a mandíbula batiente, y nunca invitan a la colonia de compatriotas a sus bacanales. Seguro que nuestros night clubs, que crecen y se multiplican, deben acoger por las noches a todos los De la Garza de la ciudad, con los hilillos del jamón todavía metidos entre los dientes, y en sus rodillas alguna bailarina sentada cobrando los impuestos hispánicos, diplomáticamente.

Pues ayer vi, por fin, Soldados de Salamina. Le tenía ganas a esta película: no terminaba de intuir cómo se podía poner en imágenes la novela de Cercas y cómo se podía evitar el riesgo evidente de ofrecer un film literario, que es el mismo mal pero a la inversa que sufren muchas novelas cinematográficas: uno al final no sabe si está viendo un libro o leyendo una película. Si yo fuese director, dudo mucho que hubiera escogido nunca Soldados de Salamina para hacer un guión: demasiados los riesgos, y demasiada la tentación de hacer literatura. Pero debo reconocer que lo que vi ayer me gustó, y bastante. Estos apuntes pueden servir de guía:

1. No diré que la película inaugura géneros ni nada parecido, pero se huele la novedad: esa mezcla de ficción y documental, de testimonios reales y ficticios, de decorados y parajes históricos, no tiene demasiados precedentes de calidad. Esta no es una película histórica, para nada. Es un lenguaje creado a partir de la escritura pero usando bien las técnicas de la filmación: el juego de imágenes de distintas épocas, creadas ex profeso o recuperadas; el flash-back; la cámara al hombro... Trueba se apropia de técnicas nada novedosas para crear un producto distinto, una obra inteligente.

2. Ariadna Gil cumple bien su papel, y no rechina el cambio de sexo Lola - Javier Cercas. Sólo es raro no verla sonreir en ningún momento, y quizá su perfil queda a veces demasiado arisco, como si los escritores tuvieran que ser forzosamente insociables y oscuros.

3. Es por ello que no me creí el personaje de la tarotista, como si estuviera metido a la fuerza y sin afinar. El deseo de crearle un contrapunto a la protagonista raya a veces en la simple idiotez, y los azares se convierten en efectos demasiado buscados. La atracción que siente la lista profesora por la frívola quiromántica da un poco de grima.

4. En cambio, toda la trama consigue acercarnos al efecto que el escritor quiso mostrar: no es tanto el hallazgo como la búsqueda lo que se valora. Tanto da si Miralles es o no es Miralles. Al final ya hemos conseguido emocionarnos por un episodio humano de una guerra incruenta que no pasaría de anécdota si no fuera por su trasfondo vital, que traspasa las épocas y se convierte en categoría, en hecho recordable. Se sigue con ganas la peripecia de Lola, porque se va comprendiendo que ahí no se buscan héroes, sino que se buscan verdades; no mitos, sino realidades como puños.

5. La figura de Joan Dalmau delante de la residencia de ancianos (que huele a verdura cocida, a medicamentos, a muerte) no la habíamos podido ver tan gráficamente en la novela, emocionarnos tanto con su compostura de viejo lúcido. Miralles es él, claro que sí: Lola se lo pregunta y él dice: "No". Sólo le faltó añadir: "No, porque Miralles somos todos". Así, la búsqueda se hace perenne y la película y la novela siguen, como la vida misma.

6. Sólo me faltó ver en el "Estrella de Mar" (uno más de los abominables cámpings que se multiplican alrededor del mundo), agazapado detrás de una caravana, al detective salvaje que todavía espiaba a las suecas veranenates, con sus gafas y su cigarrillo. Pero Bolaño ya estaba lejos, muy lejos, y sin duda esa sí que ya es otra historia.

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Cuando alguien tan querido se muere, aparecen cientos de personas que de pronto confiesan lo mismo: "Yo comenzaba a leer el periódico cada día por la penúltima página". Ahora, desolados, comprarán mañana "El País" y tendrán que empezar por el principio, aprender a leer la prensa otra vez.

lunes, 17 de octubre de 2005

El planetoide

No puedo decir que mi primer recuerdo del Planeta sea malo. En esas tempranas edades, cuando lo de la calidad literaria todavía no se mide con ningún instrumento de precisión ni se sabe a ciencia cierta qué quiere decir calidad, uno se divierte y disfruta con lo más extravagante. Eran los momentos de acercarse a esa literatura para adultos que se desparramaba en las mesas de El Corte Inglés (no eran tiempos tampoco para ir a La Central) y con timidez, mucha timidez, agarraba un ejemplar y lo sopesaba, preguntándome si entendería algo de lo que allí estaba escrito. Yo veía a gente adulta disfrutar con esos objetos entre sus manos, y comenzaba a comprender que ya, a mi edad, no podía ser menos: la fruta se me aparecía jugosa y el instante del bocado debía estar cerca. También eran los tiempos del primer Penthouse comprado en un quiosco escondido, en el que no pasara demasiada gente por delante, para que no nos fueran a descubrir en pleno acto criminal: pero esa es otra historia.

Elegir, pues, entre tanta oferta era perderse en una selva frondosa. Lo mejor era pisar sobre seguro y lo más llamativo resultaba ser, cada noviembre, el nuevo ejemplar del Premio Planeta, con su franja roja inferior y su -entonces- pequeño tamaño. Doscientas mil personas no podían estar equivocadas: la primera edición dejaba claro el número de lectores que iba a tener el libro, y yo tenía que ser uno de ellos. Joven, pero inteligente. Joven, pero sobradamente preparado. Y así, poco a poco, fui buceando por mundos que para mí, imberbe lector, abrían espacios hacia la fantasía, la historia y lo desconocido: el Egipto de Terenci Moix, la época napoleónica de Vallejo-Nágera, y muy especialmente el viaje a pie por África, de Norte a Sur, que se desplegó a mis ojos por obra y gracia de Juan Eslava Galán, autor completamente prescindible luego pero que me hizo vivir momentos felices a mis quince años. Recuerdo todavía al protagonista, Juan de Olid, enamorándose de una africana adolescente en el centro del continente negro y persiguiendo unicornios entre fiebres de malaria y batallas de una crudeza medieval. A falta de un buen Conrad (nadie me enseñó hasta entonces a buscar a Conrad, tuve que aprender a encontrarlo luego) llené mis horas con novelas comerciales pero que cumplieron su función en mí: la de ir especializando mi búsqueda e ir calibrando en qué consistía eso de la calidad.

Pero me quedo todavía en el Planeta porque esta breve historia alcanza una segunda etapa: el joven adolescente dejó de serlo (el Penthouse se hizo Private, y el Private alma y carne) pero el premio tocó techo con algunas novelas de cierta enjundia: llegó Torrente Ballester, llegó Cela, llegó Vargas Llosa. Llegaron no con sus mejores obras, quizá siquiera con obras que puedan considerarse buenas, pero con ellos llegó la literatura, esa que perseguí con afán hasta hoy mismo. Esos nombres resonaban en mí como depositarios de palabras mágicas, como conectores que encendían el acceso al coto vedado de lo sustancial, de las obras maestras y de los escritores de relieve, de la literatura de alto vuelo. El salto ya estaba dado: si ya podía leer a Vargas Llosa, podía leer todo el realismo mágico, y la novela moderna española, y el nouveau roman, y el dirty realism, y así hasta el infinito. Ya era la hora de seleccionar y de abandonar las compras compulsivas o por simple remedo, de escapar de las editoriales mediáticas y refugiarme en el libro de autor, en las colecciones con títulos imprescindibles e inmortales.

Ya casi sin mí, el premio Planeta siguió su curso y todavía me quedó el anhelo de descubrir alguna sorpresa: era una pequeña parte de mi alumbramiento como lector y no estaba dispuesto a abandonarlo así como así. Pero el tiempo pasa (tócala otra vez, Sam) y no todo envejece bien: llegó De Prada y el posterior escándalo de plagio, arribaron Fernando Delgado, Carmen Posadas y no sé cuantos bodrios más a la lista ya cada vez más incomestible de premiados. El escritor se fue evaporando y llegó el escriba televisivo, la cara bonita, el ególatra con procesador de textos, la joven promesa artificial. Llegaron los millones y, como suele pasar en estos casos, atrajeron las miradas y las plumas de los que no escribían. Pero qué carajo, si por 600.000 euros sólo nos piden escribir un libro, pues se escribe y ya está, tampoco hay para tanto. La fiesta acabó en fiestorro y el Planeta en planetoide.

El sábado tuvo lugar el penúltimo lance. Este año derramó sus prosas melifluas la sin par Mª de la Pau Janer y abrillantó las baldosas el descolocado Jaime Bayly. Pero la novedad simpática vino de la mano del jurado y de las declaraciones de éste respecto de la calidad de las obras finalistas. Jamás entenderé (ya lo digo por anticipado) qué hace gente como Juan Marsé en el jurado de este premio astronómico: leo con placer a Marsé y admiro su posición personal en otros asuntos, pero -cheques aparte- no sé quién le convence para teatralizar la existencia de un jurado ficticio mientras el jurado real -el consejo de administración de la editorial- ya ha decidido de antemano con qué autor se puede ganar más dinero y, por lo tanto, quién va a ser el laureado. Apareció, pues, Marsé con el ímpetu del buen soldado y arremetió contra la calidad de las obras presentadas, "de un nivel subterráneo".

Si él hubiera seguido con detenimiento la evolución del premio, hubiese vislumbrado la decadencia de lo que antaño, cuando el propio Marsé ganaba, era una oportunidad para promocionar un puñado de certeras novelas y que ahora no es otra cosa que un pastiche de rostros con libro. El mundo ya no es lo que era, y la galaxia tampoco: lo que orbita a nuestro alrededor ya no son sino tristes destellos de un pasado lejano, cuando todavía éramos jóvenes y las estrellas eran todas fugaces, y lo por hacer era mucho y el tiempo era un despilfarro permanente: ahora ya no tenemos tiempo de leerlo todo, pero por encima de cualquier otra consideración, no tenemos ganas de hacerlo, porque perder las horas es un lujo y dedicarse a (pongamos) Mª de la Pau Janer, un auténtico despropósito.

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La certeza de saber que un blog también puede helarnos la sangre.

viernes, 14 de octubre de 2005

El crítico en la cloaca

Quince páginas, quince: es lo que me ha ocupado la impresión de un artículo que amablemente me dio a conocer Magda, en una huella que dejó en la senda hace pocos días. Quince hojas de tamaño carta en el papel y 10 en la letra, con tipo verdana. O sea, bastante abigarrado y con pocos espacios en blanco. El autor, M. García Viñó, titula su esperpento “Javier Marías, una estafa editorial”, antecedido por la frase “Cometida con la complicidad de la crítica, los medios, la Academia, la Universidad y el Ministerio de Cultura”. Con la complicidad de todo el mundo menos la de M. García Viñó, se entiende.

No es fácil menospreciar la torrencial verborrea de este autor, que por muy poco eco que tenga, siempre acabamos reencontrando en los sitios más inesperados. Hay múltiples libros con su firma, ya sea como autor o como traductor (el ISBN reporta 74, al menos hasta las 09:55 de hoy, y asumiendo que quizá hay otros García Viñó por el mundo. Como dice la copla, ¿Cómo es posible que estemos a tres de enero / y ya se hayan editado cuatro libros de Viñó?). Y siempre habrá alguna revista que quiera ser más librepensadora que nadie y quiera jugar a epatar al personal publicando las cosas más rocambolescas.

Entonces, ¿merece la pena perder el tiempo leyendo quince páginas de prosa ortopédica y plagada de navajazos traperos? ¿Tiene sentido empañar de humedad y moho una página de este blog para comentar la existencia del mencionado artículo, y así engrandecer aún más el ego del escriba? Seguramente no, pero ya que un blog es el invento más improductivo que conozco, hagamos como si nada y perdamos el tiempo lo más que sea posible. Un día es un día.

Los primeros párrafos del artículo están destinados a sintetizar, a modo de aperitivo pero con la brocha gorda habitual, la tesis principal que se va a desglosar luego con abrumadores ejemplos. A saber:

1. Javier Marías destroza la lengua española y su gramática.
2. Javier Marías es el peor escritor de todos los tiempos y lugares.
3. Javier Marías no sabe puntuar y destroza continuamente la sintaxis.
4. Javier Marías carece de elegancia y estilo.
5. Javier Marías tiene lenguaje de funcionario.

Me detengo en el quinto mandamiento, porque los que siguen son fácilmente imaginables, por reiterativos. Y las principales acusaciones genéricas que se le imputan son dos:

1. No tiene “ocurrencias” (definidas por Viñó como “formas de descripción, definición o adjetivación insólitas que caracterizan al escritor de raza”).
2. Sólo escribe novelas en primera persona.

El método usado por Viñó es la crítica acompasada: debe ser un método científico consistente en hilvanar ocurrencias delirantes, una tras otra, de manera acompasada, porque como método para dejar de fumar parece que no ha dado buenos resultados.

Y comienza el estofado de buey: un listado interminable de citas extraídas de 6 novelas de Marías, con las cuales se pretende demostrar que utiliza repeticiones injustificadas, adjetiva mal y confunde el significado de las palabras, experimenta con construcciones que no se entienden y cae en “resbalones mentales”. El infantilismo del método llega a extremos waltdisneyanos, de carcajada fácil y rápida, de uso y disfrute inmediatos. Vayamos al primero de los cientos de ejemplos:

En Todas las almas, en la página 41, aparece la frase “Pensé que pensaría en su hijo”, lo cual le plantea a Viñó un problema de fondo, trágico, que él ha descubierto como crítico sagaz y acompasado que es: ¡Marías ha repetido el verbo pensar! Hasta el momento, es seguro que Marías no había caído en la cuenta, y es entonces cuando el crítico nota un leve mareo por su descubrimiento y le echa en cara el delito al acusado. ¡Repetir el verbo pensar en una misma frase, eso sólo podría ser obra de Marías!, reitera con el ceño fruncido.

Y el segundo ejemplo, de la misma novela y en la página 55, recoge otro fragmento de frase: “... una mirada mirando...”. Aquí el juez Viñó ya levanta el mazo, y antes de descargarlo sobre la mesa, grita: ¡Ha incurrido usted en reiteración de delito! ¡Repetición del verbo mirar! El escritor, contrito, fija sus ojos en el suelo y se repite a sí mismo: “nunca más escribiré literariamente, debo ser más comedido”.

Para qué seguir: quince páginas repletas de citas supuestamente erróneas, y me imagino a Viñó como la Señorita Rotenmeyer que muchos tuvimos en algún momento de la infancia. La que nos ponía dictados del tipo “el toro tenía una asta que le llegaba hasta la ingle”, y con la regla iba dando golpetazos en la mesa para hacernos sufrir. Y en las redacciones escolares era una falta la repetición de un vocablo en una misma línea o el quebrantamiento de la norma sujeto-verbo-predicado: un niño no era apto aún para romper normas e inventarse construcciones formales y literarias.

Viñó trata a Marías (y a todo escritor que se le ponga delante, y si ha adquirido cierta fama, mucho mejor) como al niño que todos fuimos, y con el rotulador rojo va marcando los errores gramaticales y sintácticos. Pero hay (¡ay!) una leve diferencia: y es que Marías eligió un estilo y una manera de expresarse, ya adulto, con plena libertad y siendo consecuente con lo que hacía. Y los que no vamos diccionario en ristre dispuestos a dejarlo caer sobre el cráneo del primer escritor que pase, gozamos con esa libertad y podemos gozar de lo que no goza Viñó: de la posibilidad de trabajar con la lengua y convertir eso en literatura, y leerlo, y ser un poco más felices. No basta con contar historias, hay que usar ese instrumento que es su base y con ella alcanzar el grado más alto de maestría, que no se mide con manuales de carpintero: pero uno se siente estúpido al tener que recordar eso y no merece la pena gastar más píxeles.

Escojo otro ejemplo para remachar el asunto: en Corazón tan blanco (pag. 23) se lee “Cayó la noche casi sin aviso”. Acota Viñó con evidente lagrimeo: “Dicho al estilo Marías: nocturna desconsideración”. Quizá Viñó hubiera preferido leer “Anocheció”. Mucho más académico, pulcro y clarito, como se leería en un manual de gramática. Con la sutil diferencia de que la literatura no es un manual de gramática: pero Viñó es un espécimen necesario para convencernos de que también la literatura tiene sus partes más oscuras, sus túneles subterráneos en los que habitan críticos de mirada torva, que de vez en cuando, con la ayuda de algún panfleto, salen a la superficie asomando la testa desde la alcantarilla. Pero su lugar natural, ahora y siempre (lo dicen los lectores, que son quienes más saben) seguirá siendo el de las cloacas de lo prescindible.

jueves, 13 de octubre de 2005

Harold Pinter

Una vez más, la Academia Sueca ha hecho esfuerzos por no parecerse a nadie e intentar contradecir a todos los apostadores que hacían cábalas con listados de nombres. Ni Adonis, ni Carol Oates, ni Hugo Claus ni Magris. Tampoco el eterno aspirante peruano, que un año más ha cumplido con su tradición de no recibir el premio Nobel. El galardón ha sido para Harold Pinter, destacado dramaturgo británico todavía poco editado en España y en colecciones minoritarias (mejor traducido al catalán que al español, y diría que mejor representado) y cuyas opiniones políticas respecto de la guerra de Irak le valieron unos pequeños momentos de fama extraliteraria. Llegó a decir que Tony Blair era un criminal de guerra y que Estados Unidos estaba dirigido por una pandilla de delincuentes, por lo cual cabe aplaudir el sentido de oportunidad del jurado y nos permite seguir teniendo la convicción de que este premio (al igual que el de la Paz) tiene un trasfondo político de mucho calado.

No podemos decir, pues, que el autor sea un desconocido ni una sorpresa absoluta. Ya con Darío Fo se premió a toda una generación de dramaturgos, y a Pinter, que muchos consideraban el estandarte de una nueva manera de poner en escena los problemas más actuales de nuestra sociedad (la incomunicación y la soledad en especial), le tocará acarrear el premio en nombre de muchos otros colegas que jamás recibirán el Nobel.

Pero vayamos a la frase de la Academia, siempre una muestra de retórica pura y concisión milimetrada. Este año se ha premiado a Pinter por escribir "obras en las que descubre el precipicio que hay detrás de los balbuceos cotidianos y que irrumpe en los espacios cerrados de la opresión". Otra más para la colección. Y a vuelapluma, como debe serlo en esta crónica apurada que no tiene más intención que la de ampliar el eco del premio, anoto estos apuntes:

1. He paseado por la web oficial del escritor, una pequeña maravilla de diseño y contenido. Lógicamente, está en inglés, y pronto llegará al medio millón de visitantes. ¿Quién dijo que Pinter era un desconocido?

2. Una vez más gana el premio un europeo anglosajón. Podemos dudar de la capacidad lectora de la Academia, muy centrada en un ámbito lingüístico restringido y poco dada a navegar por otras literaturas y culturas lejanas. Siempre se ha dicho que la traducción al sueco de un autor es el paso imprescindible para ser aspirante con garantías, como si los académicos sólo leyeran en sueco.

3. Lo peor para un posible Nobel es entrar como favorito en las listas. Los últimos años, quizá con la excepción de Saramago, han demostrado que lo mejor es pasar desapercibido y no hacer ruido. Ya no funciona el estilo Cela: ahora hay que permanecer al margen y hacer como que a uno no le atañe la cosa.

4. Es preocupante el olvido hacia los poetas. Hacia los poetas puros, los que sólo escriben poesía y dedican prácticamente su vida a ello. El triunfo de la prosa ha contagiado de lleno el Nobel y la lírica languidece en los rincones más escondidos de las librerías.

5. El riesgo y lo que podríamos llamar una cierta radicalidad también han sido la tónica de las últimas decisiones del jurado. La de Jelinek fue una decisión extraña, que ha comportado ya la dimisón de un académico y las dudas sobre les mecanismos de elección.

Pero, en cualquier caso, la decisión estrictamente literaria no parece equivocada ahora. A falta de una inmersión en Pinter, leeremos estos días los artículos de quienes han puesto en escena sus obras y volveremos a pensar que el Nobel todavía tiene la capacidad de sorprendernos e impulsarnos a preguntar por qué éste y no otro. Y la literatura, con el debate, siempre sale ganando.

martes, 11 de octubre de 2005

Los efectos colaterales del escritor

Les aseguro que lo mío con Vila-Matas no es nada personal, y yo no tengo la culpa de que ahora Jorge Edwards se ponga a leer Bartleby y compañía más de dos años después de su edición, y desde "Letras Libres" nos lo cuente y abunde en la obra y en el autor. Por lo pronto, Edwards no dice nada nuevo, y ni siquiera se insmiscuye en la senda facilísima de ir añadiendo nombres al experimento de la novela, con una única excepción. Esa fue la consecuencia más visible y que Vila-Matas ya ha contado muchas veces: después de publicar ese libro recibía montones de cartas y correos de personas que conocían otros casos de "escritores del no" y quizá pensaban que sus donativos servirían para una segunda edición ampliada o para un Bartleby 2. The Returns. El autor chileno reproduce algunos nombres e historias ya comentadas por el español: la de Rulfo y su tío Celerino, que le contaba los cuentos hasta que se murió y Rulfo se quedó sin material literario; el Adieu de Rimbaud y el adiós de Cervantes... Edwards sólo apunta el nombre de Nicanor Parra como aporte personal, creyendo que su "antipoesía, su reducción deliberada y paulatina de los espacios líricos" sirve para incluirlo en la lista de los bartleby.

Pero el primer párrafo del artículo tiene más miga que su desarrollo, ya que incide en las obligaciones a las que se ven sometidos muchos escritores por su propio oficio. Quizá pudiera haber escritores que no escriben más precisamente porque no tienen tiempo para ello, agobiados por los aspectos promocionales o colaterales del mundo de la edición. Uno de esos aspectos es el de adquirir cierta aura de padrino y no sólo recibir sugerencias sobre un próximo libro, sino montañas de manuscritos de autores que quieren publicar y solicitan el visto bueno del maestro. El cual, cómo no, debe tener todo el tiempo del mundo para leer esos manuscritos, subrayarlos, anotar ideas a pie de página o en los márgenes, hacer un comentario de un par de hojas y (¡faltaría más!) meterlo con esmero en un sobre, ir a correos y mandarlo convenientemente certificado a la dirección correspondiente, con una addenda sublime que diga "¡a tomar por culo!". Dice Edwards con menos sorna pero con puntillosidad:

"No sé qué pasa dentro de la cabeza de los aspirantes a escritores. Los manuscritos se acumulan en diversos rincones de mi casa: novelas, colecciones de poemas, libros de cuentos. Miro las páginas por encima, antes de ponerme a dormir, y leo versos a lo Walt Whitman, a lo Pablo Neruda o Luis Cernuda, cuentos cortazarianos, párrafos sobre novelas y sobre novelistas, muy a lo Roberto Bolaño, a lo Ricardo Piglia. Muy bien, me digo, pero ¿qué buscan: los premios, el dinero, la fama?".

También lo cuenta Herralde en algún artículo: cuando determinado autor se pone de moda (mejor si es un autor de cierto culto, admirado hasta la enfermedad por grupos muy cerrados) automáticamente las editoriales reciben manuscritos a là manière de. ¿Cómo era aquello de encontrar una voz propia, ir trabajando un estilo, conformando un territorio particular? Sale mucho más económico seguir la estela de alguien sin que traspase demasiado, con una prosa mullida y cocinada al vapor, y rezar porque el lector de manuscritos no note el aliento a ajo, el sabor a requemado, el exceso de burbujas. ¿Qué hacer ante esta avalancha de nuevos talentos? También Edwards se lo pregunta:

"¿Irme a instalar a los alrededores de Puchuncaví, sin teléfono, con el celular apagado? ¿Comprar un espacio en el cementerio polvoriento de Puchuncaví? ¿Informar de que a partir de ahora mi dirección permanente es el correo central de ese pueblo o del pueblo cercano de Rungue?".

Esa necesidad de huir, ese requiebro a lo Pasavento, debe ser más normal de lo que parece. Por ahí debe estar la pérfida trampa de Vila-Matas: en el fondo, lo raro es no haber padecido el síndrome bartleby alguna vez en la vida, no tener ganas de escapar de cuanto nos rodea y refugiarnos ante el acoso de nuestros lectores, no querer dejar de formar parte de jurados, de presidir cenas lierarias, de ser entrevistados y contestar dieciséis veces la misma pregunta, de recibir montañas de originales de novelas soporíferas (¡posmodernas todas!), de firmar y dedicar libros con frases que nunca se hayan usado para otros lectores, de escribir artículos necrológicos en la prensa sobre cada nuevo colega que haya decidido huir de manera definitiva.

Al día siguiente, en una mesa redonda en la facultad de filología, se levanta de su asiento el estudiante prodigioso mostrando su dedo índice y, al darle la palabra, le espeta al escritor la frase sangrante:

-Señor Rulfo, ¿por qué ha escrito usted tan pocos libros?

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El problema no es que Bucay acabe reconociendo su plagio, sino que los miles y miles de lectores de Bucay no reconozcan que están leyendo desde hace años (con gusto, se les supone) a un embaucador.

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Cortesías

lunes, 10 de octubre de 2005

Democracia y nacionalismo

Después de un segundo capítulo dedicado a la identidad individual, con un marcado acento en la tradición filosófica y en los autores que han abundado en el tema, el ensayo de Manuel Cruz llega a un tercer capítulo que, aún sin dar un quiebro radical (la identidad colectiva es su tema) sí marca un punto de inflexión y entra de lleno en el mundo de las ideas políticas, centrándose especialmente en los conceptos de democracia y nacionalismo.

Ni qué decir tiene que la actualidad de estos dos vocablos en España salta a la vista, y la discusión sempiterna sobre la calidad democrática del Estado (y la validez y necesidad de revisión de su Constitución, por ejemplo) y sobre los conflictos nacionales y sobre la división territorial (el Estatut de Catalunya como último debate) reflejan, quizá, una escasa comprensión y puesta al día de la teoría previa sobre estas cuestiones. Generosamente abundante, por cierto. Según leo por internet, los platos que hay que tirarse por las cabezas no van más allá de una discusión económica (no de alta economía, claro, sino de quién recauda mis impuestos; o lo que es lo mismo, a qué distancia: si en mi ciudad o a 600 km tierra adentro) y de competencias y relaciones entre poderes. O sea, una vajilla rompible y de mala calidad. Como mucho nos preguntamos si Catalunya es una nación, sin indagar tanto sobre el concepto histórico de nación cuanto de si eso es aceptable en el marco de un Estado-nación que se arroga la paternidad única del sustantivo. Tanto daría, pues, si Catalunya lo fuera o no: lo importante es si conviene ponerlo de manera harto evidente y como artículo uno del texto estatutario.

Pero lo que cuenta Cruz en Las malas pasadas del pasado me interesaría aunque España fuese ahora un remanso de paz política. Y es que todos, de común acuerdo, parece que hemos aceptado que el marco de referencia para toda acción política debe ser la democracia. Y ese todos incluye a los que creyeron en ella desde que tienen uso de razón y a los que proceden “del autoritarismo conservador más antidemocrático” pero que “están asumiendo el modelo de la democracia –aunque, eso sí, sin abdicar de su pasado-“. Nombres no nos faltan en la lista, de cualquier país. Y ese acuerdo global también puede ser uno de los grandes peligros, porque como dijo Hannah Arendt, el futuro de la política pasa por la invención constante de la democracia, pues de otro modo siempre existirá el riesgo totalitario. ¿Qué cosa resulta más inaceptable para un totalitario, se pregunta Cruz, que la exigencia ciudadana de más y mejor democracia? Algunos conversos lo son precisamente porque también sacan partido de su actual situación, en un mundo donde los Estados se jibarizan y la economía prima por encima de la política.

Respecto al auge del discurso nacionalista, Cruz establece una doble división: el del nacionalismo identitario y esencialista, “que no acepta otro vínculo del individuo con el grupo que el de la adhesión emotiva e incondicional”; y el enfoque que soslaya el etnicismo e “intenta tematizar la pertenencia a la comunidad como mecanismo constituyente del individuo en sociedad”. Ni falta hace decir que la segunda sería una concepción moderna, nada excluyente, y que sería un instrumento válido de la socialización, tan inherente al ser humano. Pero el problema es querer plantear esta visión en sustitución de la política, del discurso político, y no se trata de negar la pertenencia sino de edificarla sobre nuevas bases, lo que equivale a proponer que la identidad se construya de otra manera.

Y lo mejor, como cierta conclusión del debate: “Parece claro que si a alguna pertenencia parecemos abocados es a una pertenencia cada vez más abstracta, universal, y que en todo caso será sobre esa base sobre la que habrá que establecer unos renovados vínculos fraternales, solidarios, etc.” Hacía tiempo que no leía una arenga así sobre el internacionalismo desde un punto de vista despartidizado. Ante tanta palabrería como me llega últimamente sobre esencias y derechos históricos, reconforta volver por unas horas al sentido común y a la racionalidad.

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-Buenos días, Enrique. ¿Qué es lo primero que haría si el jueves la Academia sueca anunciase que el Nobel es para Vila-Matas?
-Haría un discurso en el que citaría a Roberto Bolaño. A continuación, renunciaría al premio.

En El Mundo, hoy mismo.

viernes, 7 de octubre de 2005

Antes del Nobel

Lo confieso: a mí el Nobel me pone. Soy de los que cada primer jueves de octubre va saltando de emisora en emisora y leyendo todos los periódicos posibles por internet para conocer la noticia, y a la vez actualizando blogs con el F5 no fuera a ser que alguien, antes que yo mismo, hubiera anunciado el veredicto. Lo que espero con ansia renovada año tras año es la frase exacta, precisa, de corte academicista, con la que los venerables suecos justifican su decisión. Nunca son más de veinticinco o treinta palabras, y en ellas debe encontrarse la esencia del premio, el motivo por el cual un autor sobresale por encima de todos los demás. Esto es lo que dijeron al otorgarle el Nobel a Elfriede Jelinek:

"(...) por el flujo musical de voces y contravoces en sus novelas y obras de teatro, que con un extraordinario entusiasmo lingüístico revelan el absurdo de los clichés sociales y su subyugante poder".

El subyugado soy yo: ¿quién debe ser el autor de esas oraciones? ¿qué mente es capaz de sintetizar la gloria en dos líneas? Otro ejemplo, en este caso el de Coetzee:

"(...) por el desarrollo de una obra de impecable composición, y cuajada de un diálogo y una capacidad de análisis brillante, y por ser un escéptico escrupuloso y un duro crítico del racionalismo cruel y de la moralidad cosmética de la civilización occidental".

Y termino con un tercer ejemplo, el dedicado a Kertész, que también resume la idoneidad del premio y no deja lugar a dudas:

"(...)por crear una escritura que defiende la frágil experiencia de los individuos ante la arbitrariedad bárbara de la historia".

Estos sintagmas certeros me absorben cada octubre y me impiden la crítica severa al galardonado y mucho menos a la Academia: realmente, a quien deberían darle el Nobel es al constructor de pecios. Pero ya estamos a siete de octubre y de momento estamos sin frase, huérfanos todos. Suerte tenemos los adictos al Nobel que en las mismas fechas, aunque haya atrasos en literatura, nos reparten otras migajas: ya estoy covenientemente puesto al día sobre la helicobacter pylori, la espectroscopía y la metátesis. Pero claro, donde haya un flujo musical subyugante, que se aparten los científicos.

En definitiva, y es muy serio lo que digo, nunca he acabado de comprender por qué el Nobel ha sido el premio que ha despertado mayores pasiones y el que ha sido entronizado como el premio superior, como la medalla de oro olímpica o el Óscar al mejor actor. Es intrigante, digo, porque Alfred Nobel jamás dejó escrito en ningún lugar que el premio que creaba con su apellido tuviera que ser otorgado al "mejor escritor del mundo". Entre otras cosas, porque la inteligencia del inventor de la dinamita debía ser bastante como para entender que eso era imposible, que no existía tamaño personaje en nuestro insignificante planeta. Sea como fuere, lo cierto es que todos esperamos cada año la bendición como si al fin se revelara ante nuestros ojos el gran escritor que ya era pero que no había sido tocado aún con la varita mágica, detalle fundamental para adquirir el aura de indudable maestro. Y todos elaboramos listas y hacemos apuestas, a cual más azarosa, para adivinar el nombre de este año. No voy a ser menos, aunque la que aquí expongo no es la mía estrictamente sino la que se vocea por internet, a la que me sumo como blogger solidario:

Philip Roth, Milan Kundera, John Updike, Mario Vargas Llosa, Joyce Carol Oates, Assja Djebar, Ismael Kadaré, Ryszard Kapuscinski, Amos Oz, Antonio Lobo Antunes, Cees Nooteboom, Salman Rushdie.

Parece que la novedad de este año es Kapuscinski, un autor de no-ficción, lo cual tampoco impide el galardón puesto que Alfred Nobel jamás dejó escrito (escribió más bien poco, como se ve) que el premio tuviera que ser para novelistas, poetas o dramaturgos solamente. La nota peculiar en otras listas la pone Bob Dylan, y siempre están los autores desconocidos para la mayoría que al final suelen acabar ganando, como Tomas Tranströemer.

Otras quinielas divertidas son las que hacen referencia al sexo (este año tocaría hombre después de ser Jelinek la afortunada en 2004), la geografía (mucha Europa últimamente) o la lengua (¿para cuándo un Nobel hispánico?). Aunque jamás agradeceremos de manera suficiente a los escritores que dedicaron su vida para ello, haciendo carrera para lograr ser encumbrados con el premio: nuestro Cela se lo propuso y se dio a la tarea con un esfuerzo que le valió su recompensa. Y este año, sin ir más lejos, el eterno candidato esperó en vano la noticia subido a una tarima haciendo, claro, lo que hay que hacer en estos casos: puro teatro.

miércoles, 5 de octubre de 2005

¿Dónde está la épica?

Cuando la revista Granta decidió editar su versión española a través de Emecé, la primera prueba fue la traducción exacta del original inglés dedicado a los mejores autores jóvenes de la última década. O sea, la generación granta, ya por antonomasia. Cabría esperar, quizás, que los esmerados editores de nuestra edición se decidieran a proponer algún día un listado de los 15 o 20 autores que escriben en español y que en el futuro habrían de ser los nombres de referencia de nuestra novelística. Supongo que la cosa podría funcionar entre nosotros, aunque sería delicioso ampliarlo a todo el ámbito lingüístico y ofrecer un panorama más vasto y ambicioso. Es sólo una idea.

Pero a lo que iba: en la revista en formato electrónico The Barcelona Review se publicó, por ese entonces, una reseña crítica sobre la aparición del número 0 de Granta. Una reseña que ahora recupero para tratar un tema que me ronda por la cabeza y que allí aparecía esbozado con tino. Me estoy refiriendo a estos párrafos, firmados por las siglas EEU:

"No dejaré pasar por alto la peligrosa inclinación de estos jóvenes escritores de entender la literatura casi exclusivamente como una disciplina interiorista, que se complace en observar el panorama de la ciudad y el hogar y las calles de los barrios pero que no se atreve o no se arriesga a entrometerse en territorios más épicos o épocas distantes, o lo que es lo mismo, que reduce la capacidad creativa a los márgenes de la vivencia personal. (...) Es un simple ejemplo del feroz individualismo de nuestra cultura occidental, que de continuar así, dejará en manos de la historia o el periodismo la narración de los grandes acontecimientos de nuestro tiempo, para los que la literatura ha sido tan útil desde siempre".

Aunque me da cierto pánico leer, y ya no digamos usar, frases del estilo "feroz individualismo de nuestra cultura occidental" (cada palabra un mazazo) no se puede dar la espalda a la evidente tónica general de esta literatura posmoderna, o ya pos-posmoderna, que nos ha tocado sufrir y disfrutar, todo a un tiempo. Supongo que lo occidental abarcará en Europa desde Lisboa hasta Berlín, y por tanto soy plenamente occidental, individualista y feroz, y miro alrededor para convencerme de lo que está pasando: por un lado, hay toda una generación Herralde que genera historias de nuestro territorio inmediato y que basa sus tramas en las relaciones interpersonales y en un cierto cansancio vital. Pienso en Zarraluki, en Neuman, en Martínez de Pisón (parece que ahora con un toque más historicista respecto a nuestro siglo XX, aunque no lo sigo), en Pombo, en Tomeo, en Gopegui. También en Soler, claro, y cómo no, en el propio Bolaño. Cada uno con sus calidades y sus estilos, con su propio humor, pero siempre en ese territorio próximo y de personajes nada heroicos. Por otro lado tenemos otra generación joven o no tanto, más dispersa y en nómina con otras editoriales, que también camina por la misma senda: los planetarios Espido Freire y adláteres, los Mañas y compañía, y el interesante grupo sureño que ya no sería occidental pero que no desencaja en el análisis: Rey Rosa, Pauls, Villoro, Fresán...

Visto lo cual, ¿dónde está la épica? ¿Qué pasó con las grandes historias que narraban proezas míticas de otros siglos, con personajes inolvidables por sus hazañas o sus ambiciones? ¿Quiénes son hoy los nuevos Mujica Lainez, Tolkien, Stevenson y un larguísimo y desordenado etcétera? ¿Hay relevo? Dejando a un lado los best-seller que cumplen con puntualidad la necesidad alimenticia de muchos (esas portadas luminosas y satinadas con letras góticas: hay que agradecer a ciertas editoriales que siempre nos den liebre por liebre y gato por gato, jamás engañan), se me ocurre que ya esa parcela está ocupada por alguien y cumple plenamente con la función que la literatura ha ido cediendo poco a poco: me refiero al cine. Cuando hoy pienso en cruzadas o en gladiadores ya me es difícil pensar en términos de página y me remito con cierto automatismo al referente de algún actor de moda, al fotograma que ha quedado perviviendo en mi subconsciente. Ya lo épico se me antoja pura imagen, cien mil extras avanzando por un desierto y al frente un Mel Gibson cualquiera espada en ristre. Los nuevos escritores han dimitido de su tarea de narrar lo mítico y se han encerrado en su pequeño apartamento de ciudad, contemplando por la ventana el pasar de los días y tecleando en la computadora las desganas de los matrimonios parisinos. Y eso también ha generado buenas obras, faltaría más: dale a un buen narrador un piso en Saint-Germain-des-Prés y un hombre con americana saliendo por la puerta y te dará un retrato de la Francia posmoderna. Pero ya nadie le regala circos romanos a ese narrador, y él se muestra satisfecho y saciado con sus madmoiselles de ojos azules. ¿Será que nosotros, como lectores, tampoco buscamos nada más? ¿Será que nuestro ensimismamiento no nos permite huir de esta realidad?

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Dice mi tocayo: "hoy día, con un ordenador y una conexión a internet, se puede hacer una editorial desde el campo". Yo ya he encargado, por si acaso, La historia del Genji, de Murasaki Shikibu a las mariposas.

lunes, 3 de octubre de 2005

Nancites 2

Nancite 1: Más comentarios atinados sobre Lolita, el último de los cuales extraído del Moleskine de Iván Thays. Se refiere a un texto (al parecer, pésimo) de un tal Gregorio Martínez, otro de los que parecen haber leído la novela al trasluz: "Es obvio que Gregorio Martínez ha leído Lolita a partir de las versiones cinematográficas, quedándose estacionado en la anécdota –el viejo verde y la niña nínfula- y olvidando la complejidad de esa novela". Pero qué curioso que después todos alabemos la edición de la portada en la que aparecen unas piernas y unos zapatos infantiles: ha sido reproducida estos días en múltiples blogs, contando el mío. La anécdota en portada y la complejidad saltando por la ventana.

Nancite 2: Los madrileños están de enhorabuena. La nueva librería La Central ya está abierta en Madrid, situada en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Se trata de una librería de 450 m2, que ofrece la misma atención y servicios que se pueden encontrar en las librerías de Barcelona (lo dice la nota de prensa). El 11 de octubre se inaugura oficialmente, con la presencia infatigable del cliente que subía las escaleras de La Central del Raval y se despeñaba por ellas antes de alcanzar la sección de filosofía. Así lo contó Lita.

Nancite 3: Gran despliegue en el suplemento de libros de El Periódico de Catalunya sobre la última novela del escritor-escalador, Vila-Matas, o Satam Alive, en uno de esos juegos que hacen las delicias de Màrius Serra. Como ya se ha dicho hasta la saciedad, y en una sentencia que para los detractores supone un escalofrío constante, él es literatura. Pero como mínimo no podemos obviar las jugosas anécdotas que salpican su biografía, como cuando "entró en Fotogramas sin saber inglés y acabó publicando una entrevista inventada con Marlon Brando". Después llegaría su estancia en París en el edificio propiedad de Marguerite Duras, vistiendo de negro y leyendo a Lautréamont en los cafés. ¿Cuánto de autenticidad y cuánto de pedantería albergarían estas vivencias? De nuevo, fans y enterradores se dividen en opuestos irreconciliables. Martínez de Pisón, entre los primeros, lanza otra frase para consumo de seguidores: "No es que Enrique sea tan raro, es que capta la rareza de la vida y así enriquece su obra". Pero el autor ha tenido éxito, y eso, según Joan de Sagarra, se debe a su "paradójico humor", que le ha evitado ser considerado sólo como un escritor para escritores. Como las citas de amigos serían interminables, dejo aquí un par más sin comentar:

Jordi Llovet: "A Enrique lo construí yo, tengo una tremenda autoridad moral sobre él porque nací una hora antes".
Pedro Zarraluki: "(...) el proceso por el que Enrique fue devorado por el escritor que lleva dentro hasta ceder a la mirada que hizo de él un personaje".

Así, entre escritores del no, shandys, suicidas, bartlebys, montanos y compañía, se va formando este entramado que ha dado lugar a que se hable de Enrique, ya sea para bien o para mal. ¿Y qué hay de la crítca a Doctor Pasavento? Pues en ésta, a cargo de Domingo Ródenas, se habla de su estructura y del eterno tema del quebrantamiento de normas narrativas y la búsqueda de nuevos estilos, de nuevos contagios entre géneros: "Carece de sentido encapsular en una fórmula descriptiva, por ejemplo autoficción, la obra de Vila-Matas, muy incrustada de autobiografía, donde reflexionar y contar son una única actividad verbal, donde los conceptos de relato y ensayo se vuelven porosos". Y el elogio final: "Esta novela es un potente anticuerpo contra el adocenamiento".

Nancite 4: Vuelve editorial Bruguera, bajo la dirección de Ana María Moix y un premio literario para noveles con Eduardo Mendoza como único juez. Bruguera es parte de mi infancia lectora: novelas baratísimas, con traducciones sonrojantes y papel que envejecía mal con el tiempo, pero que nos abrió el apetito a tantos. Mi primer Crimen y castigo, que conservo todavía, era de la editorial. Ahora, el Grupo Z, que poseía la propiedad de todo el fondo, realiza esta finta comercial de dudosa oportunidad. ¿Será para relanzar las ventas mustias de Ediciones B, que jamás ha encontrado un catálogo verdaderamente propio?

Nancite 5: 2666 en la blogosfera. Uno no terminó la novela. A otro le parece un crimen no haberla leído. Y otro la compara con Kerouac y Ginsberg. Pero siempre hay alguien que encuentra el lugar idóneo para leerla: la caminadora del gimnasio.