martes, 29 de noviembre de 2005

Nancites 4

1. Un paseo. Hay en San José de Costa Rica un par de librerías con buenos alimentos: las dos enfrentadas en fachadas opuestas, en la avenida central. En una, los libros tienen el color del segundo uso pero algunos aguantan bien la lectura previa; en la otra todo es más nuevo, para estrenar. Acabo de salir de ésta con dos panes bajo el brazo: Intimidad, de Kureishi, a cuyo grupo anglosajón sigo con denodado esfuerzo y que me ha interesado por su brevedad (sí, a estas alturas del viaje todo lo breve dos veces bueno) y por ese argumento que promete indagar en el lado oscuro de los sentimientos y de las relaciones humanas, esa compleja maraña en la que todos caemos para satisfacer deseos y ansias, y que deja huella profunda. Y también llevo Windows on the World de Beigbeder, porque desde el 11-S llevo buscando el gran libro del 11-S y sigo en ello. Voy a confrontar, y no sé si eso tiene algún sentido, esta obra con lo último de McEwan, ya en enero. Pura intuición, o silogismo muy primitivo sobre cercanías argumentales, qué sé yo. Pero uno no está en San José como para pensar varias horas sobre los libros que va a comprar, y entrar en una de estas librerías sí es un saludo al viento: al lado de Eco o de Crichton hay un Pérez-Reverte o un De la Cierva (¿!), y esta tarde he tenido en las manos, de manera anárquicamente sorpresiva, la última novela de Belén Gopegui (¿por qué extraños conductos habrá llegado allí ese único ejemplar, solitario?), la obra casi completa de Auster y otras pequeñas perlas. Quiero decir que hay que traspasar los umbrales con salacot y lupa, dispuestos a hallar la mariposa más exótica y rara, y cazarla al vuelo: la reflexión queda para después del viaje. Pero jamás encontré aquí ni casi (obsérvese el adverbio: en San Salvador había una solitaria excepción de bolsillo) en ninguna otra capital a Bolaño: en Centroamérica, Bolaño no existe.

2. Un premio. No saben bien la pereza que da hablar del premio Nacional a Caballero Bonald, porque lo obvio y lo estrictamente lógico me sobrepasa, lo evito con la cintura. Pocas veces un premio es tan necesario y tan cantado, como triste es el papel de los jurados que año tras año dan éste u otros premios a individuos ya olvidados cinco o diez años después, ignorando que lo previsible es querer ser originales y que lo sagaz es mirar el panorama literario, valorarlo, absorberlo, y ser consecuentes, sin más. Este año han abierto los ojos y han visto la realidad, que pocas veces se esconde y que ahí está, dispuesta con sencillez a ser descrita; han abierto los ojos y han visto al gran escritor, y su luz cegó cualquier tentativa retórica: leyeron, y con eso bastaba.

3. Una certeza. Es imposible valorar Castigo divino, de Sergio Ramírez, a partir de su puesta en escena sino, fundamentalmente, por su tramoya. Estoy bastante impresionado por el engranaje tan sutil y tan perfecto que levanta página a página la novela: evitando cualquier diacronía estricta, construye un puzle en el que todo va encajando de manera formidable y uno no puede menos que preguntarse por la manera en que todo este edificio ha sido levantado. No puede haber escritor que sea capaz de sentarse ante una hoja en blanco y escribir correlativamente estas páginas. Me imagino al arquitecto dibujando planos y haciendo cálculos, con un fichero lleno de nombres y datos. No puedo imaginarme a mí mismo escribiendo de esta manera, donde la propia escritura es casi sólo una consecuencia del trabajo previo que cuenta, de la construcción de las columnas y los tabiques y los techos sobre la mesa, en un papel. Después ya vendrá el momento de poner ladrillos, pero la pasión está puesta en los prolegómenos, en la idea. Estoy asustado, sí: tanta perfección teórica me sobrecoge.

4. Una, dos novelas. Genji en Atalanta ("Durante aquel día gris había llovido, y la noche también fue lluviosa") y en Destino ("Tarde de verano lluviosa en el palacio imperial de Heian Kyo"). O de cuando los azares y los designios comerciales dejan al lector, literalmente, en deshabillé.

miércoles, 23 de noviembre de 2005

Relatos reales

El cuento ya es viejo y conocido pero ahora recobra su virulencia plástica. Basta con regresar unos días atrás en este mismo blog para recomponer el argumento y ejercitarse en el arte del toma y daca, del partido de tenis inacabable: un tie-break hasta la extenuación. Comenzó Cercas, claro, escribiendo y publicando Soldados de Salamina y escalando el púlpito glorioso de la fama. Luego vino la película y todo lo demás. Pero en el interludio hubo el libro de Arcadi Espada, y entonces sí la liamos: Diarios presentaba una crítica demoledora contra el armazón literario de la obra, y muy en especial contra su tramposa manera de confrontar realidad y ficción: la confrontación sentimental entre Sánchez Mazas y Miralles, entre el ejecutor piadoso y el ejecutado indemne, se resolvía (Espada dixit) en una trampa de trilero, en un arquetipo falso que ni vive en un asilo de Dijon ni en ningún asilo del mundo, porque Miralles somos todos y es nadie. Pero lo peor era que el autor, un tal Javier Cercas, abundó en las entrevistas acerca de este tema, porque ese era sin duda el quid de la novela, el factor que hizo multiplicar sus ventas y construir una historia prodigiosa sobre unos personajes admirables, casi heroicos. Cercas se puso la careta de Cercas (o sea, el autor la de narrador, y viceversa) y a partir de ahí todo era posible, incluso que los lectores llamaran al asilo de Dijon preguntando por Miralles.

En fin: todo esto se acumula ahora en el nuevo round que comenzó en la revista “Quimera” de este mismo mes, y que ha tenido la respuesta acostumbrada en el blog de Espada, hace pocos días. Es el peligro de tener blogs: que las réplicas acontecen en horas, mientras el papel revista amarillea en el quiosco, exhausto y sin capacidad de abrir la boca. Dejando aparte la hiel que destila el texto, hay apuntes bien interesantes que merece la pena subrayar:

1. Según Cercas, todo relato comporta un grado variable de invención y es imposible transcribir verbalmente la realidad sin traicionarla. Ello implica que por muy verídico (¿verosímil? ¿verdadero?) que sea un relato, siempre será una interpretación ficticia o tergiversada de la realidad, ya sea inmediata o histórica. Para Historia ya tenemos los ensayos, pero al estar elaborados con palabras también suponen una cierta dosis de traición, aunque siempre será inferior a la del relato propiamente dicho: novela, cuento. Espada se sube al carro de la mofa por este descubrimiento, ciertamente evidente, en el que la invención domina en el relato inventado y la realidad en el relato real: ¿cuál sería el porcentaje?, pregunta con insidia.

2. Dice Cercas que Soldados de Salamina no pretende ser un relato real sino una novela. Por lo tanto, entendemos que se trata de una novela plenamente ficticia, que parte de la realidad (como todo en este mundo) pero que recrea hechos que no pueden ser tomados como históricos. Y ahí comienza el verdadero bailoteo: ¿qué hacemos con las novelas de no-ficción? ¿Qué hacemos con Capote? Recordemos de nuevo que, por mucha ficción que se quiera vender, Cercas partía de un artículo en “El País” que, como crónica breve, suponía un claro apego al género periodístico. Después, Cercas repetía en sus declaraciones la historia (real) de Sánchez Mazas y su no-fusilamiento (real) por parte de un miliciano.

3. La treta vendría a ser la siguiente: hasta que la bala no salió disparada (o sea, en el preciso instante en que no se apretó el gatillo) no podemos hablar de ficción como tal. Pero en el segundo inmediatamente siguiente, detrás del punto de mira, se nos construye por obra y gracia del narrador el ojo de Miralles, su pupila, su faz, su entero cuerpo. Y vamos a buscarlo hasta Francia, peripecias aparte, porque para la historia es necesario encontrar al héroe. Ni falta hace que el héroe sea él o no: ya tenemos un viejo en un asilo con la edad que podría tener el supuesto miliciano en ese momento, y el autor puede escribir la palabra fin cómodamente en el procesador de textos.

4. Dice Cercas también: “el lector nunca debe fiarse del todo del narrador de una novela, en particular si ésta está narrada en primera persona”. O sea, que no nos debemos fiar del Cercas narrador. Quizá tampoco del Cercas autor cuando, tiempo después, dijo en una entrevista: “ningún hombre que mire a los ojos de otro puede disparar sobre él”. Espada afila la daga y ésta penetra la carne: “en esta frase está su novela. Ese escamoteo, hasta vil, de lo real. El escamoteo, por ejemplo, de los que dispararon y mataron en el Collell, mirando a los ojos y al corazón”.

5. De todo esto me interesa el trasfondo, la discusión literaria sobre lo real y lo ficticio (aunque Espada seguro que no vería ninguna discusión literaria en este asunto, sólo mera palabrería). Hace pocas semanas que Vargas Llosa dedicó el primer párrafo de su artículo quincenal a un hecho paralelo: después de haber leído El código da Vinci, cientos o miles de personas peregrinan a no sé qué iglesia parisina para encontrar, según parece, una misteriosa línea blanca en el suelo, y que en la novela debe ser algún elemento clave para el desarrollo de la misma. Jamás lo sabré, claro. Pero ese peregrinaje, como las llamadas a Dijon, también pertenecen a la magia de la materia escrita, a la de los lectores que leen una novela y que mientras lo han hecho no se han sentido estafados, aunque después no encuentren a Miralles sino sólo a un grupo de viejos abandonados por su hijos. La novela fue real (verdadera) mientras duró, y la vida ya es otra historia.

viernes, 11 de noviembre de 2005

La próxima semana, y al menos hasta el día 23 de noviembre, este blog permanecerá sin actualizarse por desconexión temporal obligada de su autor. Como se dice en estas ocasiones, con ironía nada disimulada, perdonen las molestias que esto les pueda ocasionar.

martes, 8 de noviembre de 2005

La lectura y sus alrededores

Esos viajes que nos sacan de nuestras introspecciones... Con el regreso se recuperan los detalles que dejamos a medias, y se vive como nunca la sensación de que nada empieza ni acaba jamás, todo es una perpetua sucesión de acciones que se encadenan y que, acaso, sólo interrumpimos a veces por un traslado temporal o por una enfermedad curable. Los libros que no nos llevamos mantienen su punto de página en el mismo lugar, y el paréntesis de su lectura se torna profundo, melancólico. Aunque nos separen diez días entre dos páginas parece como si ese libro hubiera sido abandonado con premeditación, incluso con una saña malévola: hay que pedir perdón al reiniciar la aventura y esperar que nos sea concedido.

Mientras, también llega buen correo de personas confiables. Aún espero cierto libro de cierta persona (comienzan los temores de extravío) pero ya llegaron un par de ejemplares de este mismo año de Letra internacional, una extraordinaria revista a cuyo cargo se encuentra un buen amigo. De entre los primeros artículos leídos me ha interesado el de Carlos Monsiváis, "Elogio (innecesario) de los libros". Poco hay que decir a estas alturas sobre Monsiváis: casi el ensayista oficial de México, pero no por gubernamental sino por obligado, por certero y por algunos adjetivos más. Nunca pierde su gracejo, hable de lo que hable, ni tampoco su capacidad para convertir lo profundo en algo liviano y sin tambalearse. Así, cuando en el artículo habla de la relación automática que él establece entre los best-sellers y los viajes en avión, apunta que estando ya en el sofá de casa, si se encuentra con una de esas novelas entre las manos, hace el gesto instintivo de abrocharse el cinturón.

El artículo en sí no es otra cosa que una invitación a la lectura y un engranaje de ideas sobre el placer de leer, sometiendo a los lugares comunes a una estupenda disección. No hay escrito más fácil hoy en día que el que se refiere a los males de la televisión, internet y tecnologías varias para culparles de los males de que nuestros chicos y chicas no lean. La prosa vertida sobre el asunto es inabarcable, con ejemplos sonrojantes. Pero Monsiváis lo ataca lateralmente, al convencernos de que el poder de la imagen sí ha sido clave para cambiar el concepto de la lectura, o al menos del carácter poco menos que místico del libro, del libro como autoridad. Ya los alumnos no recurren a la Enciclopedia Británica para elaborar sus trabajos, sino a internet (malas lenguas en este país dicen que la última novela de Gioconda Belli sobre Juana la Loca ha sido producto de muchas horas de explorer). Si internet lo dice, debe ser que es cierto. Pero además se ha modificado el hábito de la lectura profunda, y supongo que en una micronésima parte también gracias a mí: los blogs son la prueba más reciente del nuevo desgajamiento intelectual del saber, de la victoria del texto breve frente a la reflexión pausada. No creo que hoy se lea menos que antes: también en el artículo se dice que la lectura ha sido siempre minoritaria y lo seguirá siendo. Pero quizá sea lea hoy más desordenadamente, recurriendo a chispazos y a visiones más sesgadas, más inmediatas.

Otro tema es el fomento de la lectura: muchas campañas que pagamos entre todos (algunas convirtiendo en tontos a los que no lo hacen) en un mundo en el que los gobernantes suelen ser los primeros que no cumplen con sus recomendaciones. En México le preguntaron al senador Medina: "Qué lee ahora?", y contestó: "Nada, porque me cambié de casa y tuve que meter mis libros en cajas". Pero el hombre hacía ya ocho años que había cambiado de domicilio. En lo que no puedo coincidir con Monsiváis, por la parte personal que me toca, es en la burda manía de meter en la papelera todos los cómics y otros elementos de incitación a la lectura. Pareciera como si los que se enfrascan con viñetas estuvieran incapacitados para saltar a Stevenson, y es justamente lo contrario: yo mismo me inicié con los tebeos y ellos fueron los que me inyectaron el hábito de permanecer en un sofá sentado mirando unas páginas de papel, leyendo letras impresas. La creación y el fomento del hábito debe comenzar por esos estadios, básicos para ir metiendo en un mismo saco las palabras lectura y placer. Aunque sí admito mi incapacidad para valorar positivamente a un adulto leyendo un libro de autoayuda. Monsiváis llama a eso "la lectura de los alejados de los libros", que es gente que lee a través de los diálogos del cine y de la televisión, y necesita ese estilo de prosa para que un libro no se le caiga de las manos: ya se sabe, la frase exacta que parece resolver nuestros problemas íntimos y que se nos adapta como la espalda al colchón, flexible y mullida. No hay que pensar demasiado, porque la frase ya piensa por nosotros. Y es entonces cuando Monsiváis alza el grito al cielo y lo mete todo a reciclar (libros de autoayuda, cómics, textos religiosos, periódicos deportivos, etc.).

Al final, me quedo con la frase de Steiner: "Leer bien es arriesgarse a mucho. Es hacer vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos. Quien haya leído La metamorfosis y pueda mirarse impávido al espejo será capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero es un analfabeto en el único sentido que cuenta".

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Presentación del Planeta: vestida de rosa salmón, con altos tacones, perfecto bronceado y amplia sonrisa.

viernes, 4 de noviembre de 2005

Cartas nómadas (y 4)

Tegucigalpa, 09:55h

...Ver asomar la cabeza de un ratón entre la hierba del parque central sigue siendo una experiencia insólita para el viajero despistado. Estos bichos francamente horrendos enseñan el hocico con la tranquilidad del que se sabe dueño del lugar y del inquilino que ya ha pagado hace años su vivienda. Estos ratones pasean y campan a sus anchas por la urbe y los paseantes habituales giran la cabeza cuando escuchan el sonido inconfundible del rastreo. Pero esta ciudad es más, mucho más: su calle peatonal, que desemboca directamente en el parque y ante la fachada de la catedral, es un zoco caótico y algo agobiante. Las cuerdas que aguantan los plásticos en forma de techo penden de cualquier farola, de cualquier persiana metálica en los muros. Pasear por allí no es fácil, y más cuando los propios vendedores, en un alarde de contradictoria mercadotecnia, impiden el avance de los potenciales compradores, sentados en taburetes en medio de las aceras y platicando entre ellos, con la confianza que dan varios años de ver cada mañana los mismos rostros y gestos. Todo está en venta: juguetes de plástico, ropa de segunda mano, aparatos de radio, cuchillos, DVD pirateados (aquí no hay top mantas: jamás hay que recoger el material cuando llega la policía porque aquí la piratería no es delito. O sea: los piratas pagan mordidas por serlo, lo que los convierte en individuos respetables). Y siempre hay alguien que parece salido de una película de Visconti, o algún ser extravagante que vivirá acaso en alguna comunidad de vecinos igualmente freaks, a lo Álex de la Iglesia.

Yo salía del cine (uno de los que ya no existen en Europa: cine de barrio sin comodidades ni aderezos, casi un garaje con gradas y una tela enfrente, baratísimo) y afuera caía un diluvio no anunciado. Sin paraguas, sólo había que esperar hasta que la tormenta escampara, apretujado entre el resto de espectadores que tampoco llevaban paraguas porque en Centroamérica nadie lleva nunca: el tiempo es tan imprevisible que comportaría llevar uno permanentemente y eso es demasiado engorroso. Y entonces ese hombre, fornido y con cara de sádico perverso, con encías siempre visibles y palmetazos en mi espalda. Cuando me ocurre algo así siempre adopto la actitud del defensor, pensando que tanta familiaridad sólo puede ser una evidencia del robo que se va a perpetrar a continuación, así que intenté no hacerle mucho caso pero tampoco podía escapar, atrapado entre la calle que ya parecía un arroyo y el resto de cinéfilos que se agolpaban a mi alrededor. Me preguntó lo evidente, ante mi aspecto de blanca tez y mi acento castellano: que de dónde era ("ah, Cataluña! Barça!"), que si andaba sólo por ahí ("no, me espera mi familia numerosa al otro lado de la calle", le iba a decir, no fuera a ser que mi soledad se convirtiera en otro aliciente para el crimen), que si tenía cinco minutos para escuchar algo que quería comentarme ("sólo cinco, y además está lloviendo"). Sin duda estaba acorralado, así que hice ademán de prestarle atención mientras me palpaba los bolsillos, por si acaso. Me pidió prestado un bolígrafo y en un papel anotó cinco cifras: 492.494, 497.508, 504.750, 504.783 y 504.789. Ante este mar de números me preguntó cuál era la superficie en quilómetros cuadrados de mi país. Pensé que alguien le había hecho la misma pregunta a él, o quizás fuera un profesor que lo examinó, y ahora había encontrado la posibilidad de resolver el enigma: ¡estaba ante un español, que seguro que sabía con exactitud la superfície de su propio país! Miré ya con cierta atención los números y, como es de suponer, no tenía ni idea de cuál era la contestación a semejante arbitrariedad, y menos a la salida de un cine y frente a un chaparrón, con ganas de llegar a mi hotel y ponerme a leer un libro. Pero tenía la vaga certeza de que la cifra comenzaba por 504 (quizá una chispa alojada en mi cerebro desde tiempos de la secundaria) y le dije eso, que podía ser cualquiera de los tres últimos números. Y ahí comenzó el baile: atropelladamente, fue contando que la cifra buena era la primera, pero que había que añadirle los 5.014 quilómetros cuadrados de las baleares, lo que nos llevaba a la segunda cifra, a la cual había que añadir la superfície de las Canarias, y así, sumando Ceutas, Melillas, Chafarinas y no sé que islotes más, alcanzabámos la perversa y cabal cifra final de 504.789. Entonces es cuando uno piensa: estoy en Tegucigalpa, al otro lado del mundo, creyendo a ciencia cierta que jamás me encontraré por allí a alguien que conozca ni un centímetro de mi territorio, saliendo de ver una mala película, y con los ratones asomando sus hocicos al más leve requiebro. Y el gañán, con su más histriónica sonrisa, me entregó el papel y se difuminó entre la brisa y las paredes envejecidas del centro, calle abajo. Aquí lo conservo, pensando que Tristan Tzara vive y que el dadaísta puede asomar su nariz, impertérrito, en cualquier esquina...