sábado, 21 de octubre de 2006

Un relato que se hizo novela

Al afrontar este cuarto Bolaño (recapitulemos: Monsieur Pain, Una novelita lumpen y La literatura nazi en América ya han pasado por la senda y en este orden) uno ya siente poco a poco la llegada del cosquilleo previo al orgasmo que vendrá. Estas lecturas no pueden ser tomadas sino como los prolegómenos del acto mayor y definitivo, aquel que terminará con un número de cuatro cifras y a partir del cual todo lo demás será silencio, o acaso jadeos leves que rememorarán las horas de placer ya perdidas. Pero como decía mi profesor de latín, Post coitum, alter coitum (los petimetres decían Post coitum animal triste), así que después de Bolaño siempre nos quedará algún Marías para mantener nuestra infidelidad literaria hasta que la muerte nos separe de los libros.

La secuencia lógica no podía llevarme a otro encuentro que al de Estrella distante, una novela breve cuyo origen proviene de La literatura nazi... y que deja una sensación de deja vu profunda. Mi locura lectora ha llegado estas noches al paroxismo de mantener mis dos manos y rodillas ocupadas a un tiempo: mientras sostenía un ejemplar de Estrella distante con los dedos, las palmas aguantaban abierto otro ejemplar de La literatura nazi... sobre los muslos. Los vecinos que atraviesan la calle y miran el porche de mi casa deben pensar que conviven con un esquizofrénico, o con un individuo de doble personalidad: mis ojos alternaban a un tiempo los párrafos de un libro y de otro, escudriñando las diferencias que existen entre las frases originales y las más extendidas y trabajadas de la nueva novela. Es una experiencia que recomiendo: pocas veces se dan las circunstancias para conocer el proceso creativo de un autor, y para ir viendo cómo una historia de 26 páginas se transforma en una novela de 150.

Ahora, con el poso que va dejando Estrella distante, percibo que "Ramírez Hoffman, el infame" (cuento original) se me antoja ya como un relato algo destemplado, quizá frío y con demasiados cabos sueltos. Posiblemente sea un efecto evidente, al leer ahora cómo unos personajes que no pasaban de ser retazos van cobrando vida autónoma, incluso algunos secundarios que antes eran pinceladas gruesas ya van formando parte del elenco de inolvidables de Bolaño. Y además, con nombres distintos: las tremendas hermanas Garmendia (antes Venegas), el taller literario de Juan Stein (antes Juan Cherniakovski), y el propio Ramírez Hoffman que ahora se transforma en Carlos Wieder. Y quizá todavía lo más importante para lectores esquizoides: Roberto Bolaño, narrador de la primera historia, ya se desdobla, desde una nota previa a la edición, en un tal Arturo B.

Veamos algunos breves ejemplos de cómo el autor repite estructuras enteras, especialmente en las primeras páginas de la novela, pero amplía anécdotas, diálogos, detalles que van creando una trama menos esquemática:

LLNEM: La carrera del infame Ramírez Hoffman debió comenzar en 1970 o 1971, cuando Salvador Allende era presidente de Chile.
ED: La primera vez que vi a Carlos Wieder fue en 1971 o 1972, cuando Salvador Allende era presidente de Chile.

LLNEM: Y no hay cadáveres, o sí, hay un cadáver, un cadáver que aparecerá años después en una fosa común, el de Magdalena Venegas, pero únicamente ese, como para probar que Ramírez Hoffman es un hombre y no un dios.
ED: Y nunca se encontrarán los cadáveres, o sí, hay un cadáver, un solo cadáver que aparecerá años después en una fosa común, el de Angélica Garmendia, mi adorable, mi incomparable Angélica Garmendia, pero únicamente ese, como para probar que Carlos Wieder es un hombre y no un dios.

LLNEM: Al principio una mancha no superior al tamaño de un mosquito. Silencioso. Venía del mar y poco a poco se iba acercando a Concepción.
ED: Al principio era una mancha no superior al tamaño de un mosquito. Calculé que venía de una base aérea de las cercanías, que tras un periplo aéreo por la costa volvía a su base. Poco a poco, pero sin dificultad, como si planeara en el aire, se fue acercando a la ciudad, confundido entre las nubes cilíndricas (...)

Esta reescritura se desarrolla de forma incesante sobre la base exacta del anterior relato. No hay una idea nuevamente elaborada, sino que Bolaño modifica algunas oraciones, extiende otras, pero sobre todo añade detalles que antes nos eran sustraídos. En este tramo de la senda ya podemos comenzar a apreciar al Bolaño cosmogónico (perdón por la palabra) que entiende su obra como un todo, como un proceso de reescritura permanente al cual se van añadiendo nombres, modificando espacios, sumando nuevas raíces que van tejiendo una encrucijada de idas y venidas. Pero en mi cabeza resuena la pregunta de por qué precisamente esta historia y no otra, cuando a mí me dejaron más huella otros personajes de La literatura nazi, y no precisamente este aviador poético que traza estelas de humo como versos. Sí, la imagen es muy plástica, pero más allá de las acrobacias no veo grandes motivos para elevar a categoría de libro único esta trama leve. Claro está que la trama de Una novelita Lumpen tampoco permite grandes alharacas, pero hay algo forzado en esta recreación, quizá no tanto una necesidad literaria cuanto una necesidad editorial: quién sabe. De todas formas, ya sea por la sensación de cosa vista de la que hablaba, o ya porque los personajes demuestran grandes dosis de desgana, el conjunto adolece de una melancolía que acaba afectando al lector (ese que sigue con dos libros a cuestas, ajeno a lo que propague la vecindad). Y repito que ahora, al menos, se ha logrado mejorar un cuento que tenía pleno sentido en el marco de una enciclopedia ficticia, como biografía absurda de un poeta absurdo, creando pequeñas subtramas que, por momentos, brindan esos destellos que sólo los escritores de raza repiten a lo largo de su obra.

Ojo: la lectura sigue, y no puedo aventurar si hay un quebrantamiento del relato original en algún punto del camino. Lo que sí queda claro es que esta es una historia muy chilena, y no sé por ahora si es su novela chilena, como Los detectives... es su obra mexicana. Por ambición y por extensión supongo que no: pero este comentario continuará en otro momento.

lunes, 16 de octubre de 2006

Planeta y literatura: el reencuentro


Tanto es mi asombro que he tenido que dejar mi cuerpo en 24 horas de reposo para decir algo. Álvaro Pombo acaba de ganar el Premio Planeta. Ni más ni menos. Y en un momento en que todos habíamos ya desechado la posibilidad de volver a hablar del asunto (al menos en un blog de literatura), teniendo a medio redactar un nuevo post sobre Bolaño, aquí me veo regresando al evento más descacharrante de las letras hispanas. Un año atrás ya hice una declaración, que de alguna manera era una historia sentimental, sobre mi encuentro adolescente con el premio: mis primeras novelas adultas están marcadas en parte por los nombres de Terenci Moix, Juan Eslava o Torrente Ballester (de ahí a la saga/fuga ya fue tan sólo un salto mortal el que me llevó, ya sí, a reconocer lo sublime de lo banal). Pero con la misma suerte que tuve siendo niño o adolescente en esa época (los últimos bandazos del TBO, el Mortadelo semanal, los cómics adultos de Cimoc, y lejos, muy lejos de las consolas desconsoladas), me apiadé de los nuevos lectores de hoy que, empujados por la marea comercial, navegan al encuentro de Schwartzs, Freires, Posadas y Janers: infelices ellos, pues, que no vivieron un cierto esplendor.

Pero cuando ya nadie daba un céntimo por el invento, Pombo le pone unos cuernos descomunales a Herralde y decide embolsarse 601.000 euros para que acto seguido El Corte Inglés venda centenares de ejemplares de su última novela. Ante todo me permito dudar de la hazaña por dos aspectos sutiles: uno, Pombo escribe novelas con lentitud y desde Contra natura sólo ha transcurrido un año; y dos, Pombo es el escritor que mejor titula en este país, con permiso de Javier Marías, y esta obra, tanto en su título falso como en el definitivo (El año del gato y La fortuna de Matilda Turpin, respectivamente) no presenta ningún hallazgo del tamaño de El héroe de las mansardas de Mansard, El metro de platino iridiado o Telepena de Celia Cecilia Villalobo. Mucho me temo que estemos de nuevo ante el libro alimenticio que todo escritor consagrado debe idear en algún momento de su vida para pasar los restos con cierta comodidad bancaria. Lo peor de Cela, de Marsé o de Vargas Llosa está en el Planeta.

Es curioso lo que le ocurre a Pombo: siendo un escritor alabado por la crítica, construyendo tramas con personajes terriblemente actuales, diálogos desbordantes de socarronería, sigue siendo un autor poco comentado y supongo que poco leído. No llega al extremo de Javier Tomeo (sobre quien nadie habla pero que publica con religiosa puntualidad en Anagrama su novelitas minimalistas) pero no deja de ser paradigmático. Resurgió hace un año por razones extraliterarias, por el morbo del homosexual declarado que entra con banderilla a desmenuzar el tema y a ventilar armarios, y sin que muchos se dieran cuenta por fin de lo grande que es. La deuda pendiente que muchos tenemos con Herralde (ya lo decía Bolaño, que había crecido con su catálogo y se había nutrido de él) es que nos haya presentado a unos cuantos Pombos y que el goce sea nuestro. Es por ello que algo me duele también la cornamenta, aunque me imagino que todo estaba medio pactado y que volverá al redil de Narrativas Hispánicas: quién va a imaginárselo bajo el sello de Planeta, más allá del premio.

Todavía no sé si leeré este libro, reitero mis prevenciones: en diciembre, cuando lo pueda palpar realmente y haya tenido tiempo de atender opiniones de amigos (los que por aquí dejan sus huellas, esos visitantes ocasionales y entrañables) decidiré, y para eso quedan otros libros en el camino.

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El retraso es mío, señor Thays, no se preocupe.

jueves, 12 de octubre de 2006

Pamuk en los laureles


La generación de Javier Marías ya gana premios Nobel, así que la cosa está al caer. Orhan Pamuk hizo buenos la mayoría de los pronósticos y se embolsó el millón y pico de euros que le corresponden como ganador. Es reveladora la introducción que Rosa Montero hizo de su entrevista con el autor en EPS, hace pocas semanas: "He aquí un hombre que, con bastante probabilidad, ganará el Nobel de Literatura en los próximos años". Era cuestión de días.

En esa entrevista, ahora recuperada desde la página principal de la web de El País, aparece Pamuk desde el principio como un quisquilloso interrogado, hasta el punto de que sus precauciones acaban siendo divertidas. "Ese es su problema, usted sabrá qué quiere preguntar...", le espeta a la Montero, cuando previamente ha querido saber hasta el tipo de papel en que se imprime EPS. Y la entrevista deriva hacia aspectos políticos, que son los que al fin y al cabo le han aupado hasta el suplemento dominical, y los que también le han posibilitado ganar un Nobel. El futuro ya no es lo que era, y el Nobel tampoco: ya no basta con escribir bien, hay que intentar ser, pongamos, un puente cultural entre Oriente y Occidente, ahí es nada. La Frase, que colecciono como mariposas ensartadas en agujas, lo expresa bien claro este año:

La búsqueda del alma melancólica de su ciudad natal ha descubierto nuevos símbolos para el choque y el entrelazamiento entre las culturas.

Pero me imagino que las entrevistas a escritores, y lo digo desde mi tierna inocencia, deben servir para instigar la lectura de sus libros. Hay al menos una frase ahí que pudiera ser la espoleta por la que algunos huyéramos corriendo a la librería si tuviéramos acaso librerías cercanas con Pamuks. Dice:

"Y para poder sacar esa esencia común a la superficie, hay que escribir más allá de las ideas comunitarias, hay que escribir libre de ellas, desde el sentido básico y universal de lo humano. Y hacer esto no es muy común. De ahí la soledad del escritor, no porque seas un individuo especial y único, sino porque tienes que esforzarte en escribir desde fuera de las miradas limitadoras de las diversas ideologías comunitarias."

Es ciertamente bella esa idea del escritor situado por encima de lo "comunitario", empeñado en escudriñar en lo inefable, en ese sentido universal de lo humano. De hecho, dudo de que una buena novela pueda estar anclada en las corrientes de pensamiento comunes, y no hay otra posibilidad para crear obras perdurables que centrar la mirada en el ser humano. Una frase así, tan fácil de leer, no aguntaría en los labios de muchos escribas contemporáneos.

Pese a lo previsible, otro día más en que la literatura ocupa portadas de prensa.

martes, 10 de octubre de 2006

Silencio en la senda

Parece que todo fue cumplir un año y las dificultades para actualizar la página se multiplicaron. La primera no es broma, y la conté por aquí: creo vivir en el único país de Latinoamérica en el que la generación de energía no satisface la demanda de los consumidores, lo que obliga a cortes diarios de dos, cuatro o hasta ocho horas de luz. Este es ya un país a oscuras, en el más estricto sentido de la palabra. No hay duda de que es mucho más grave verse obligado a tirar la carne de res a la basura que mantener al día un blog, pero todo duele. Máxime cuando hay paseantes que todavía vienen de vez en cuando y encuentran los márgenes de la senda con maleza, sin nadie que los limpie del olvido.

Pero esta no es la única excusa: quizá la verdadera dependa de una preposición, así de simple. Vivir para la literatura es una maravilla, pero no llena estómagos: y vivir de ella no está al alcance de mis posibilidades, siquiera de mis própósitos. Así que me conformo últimamente con leer y releer, y no puedo hacer partícipe a nadie de mis desvelos: pero algo de optmismo debe quedar en el hecho de no tirar la persiana, y mantener el lugar abierto. Quizá se recupere la calma algún día, vuelvan las ovejas al redil, el tiempo se expanda y yo recupere mi pulso. Quién sabe.

De todas maneras, paseo por internet a trompicones y alcanzo a ver la lista de los diez mejores libros de los últimos diez años, en Letralia. Sin tiempo ni luz para analizar nada, ahí van estos exabruptos prescindibles:

1. Los detectives salvajes: Tanto da que sea el primero o el segundo, visto lo que viene después. La novela mexicana por excelencia de final de siglo. En sólo diez años, un clásico. Se leerá cuando pasen otros siglos.

2. 2666: Por ella voté, quizá por lo simbólico: póstuma, inacabada, desbordante. Estos tres adjetivos apuntan hacia una literatura nueva, alejada del formalismo más estricto y abierta a la torrencialidad, aun cuando el escritor se quede a medio camino en el empeño. La ironía definitiva: la mejor novela no está terminada ni revisada, y por tanto todavía está por escribir.

3. La fiesta del chivo: Justamente el envés de la novela anterior: el crítico excelso construye su obra con arquitrabes, rosetones y muros de mampostería. Otra obra maestra del género de la novela dictatorial. Quizá la mejor de Vargas Llosa desde la Catedral.

4. Soldados de Salamina: Cercas es un tipo listo, muy listo. Un juego travieso con la memoria histórica, con nuestro pasado guerrero, un atinado apunte sobre la literatura como forma de recrear la verdad y la mentira de nuestras vidas. Una ficción de lo más real, a flor de piel.

5. Delirio: Sin tiempo para navegar por lo banal.

6. Historia universal de la destrucción de los libros: El titulo es mas largo que el comentario.

7. La sombra del viento: Lo más excepcional es que a estas alturas de la historia alguien siga considerando que este es un libro, no ya destacado, sino legible. Pirotecnia y fuegos de artificio, malabarismo, magia potagia, palabrería, humaredas perdidas, neblinas estampadas.

8. Tu rostro mañana: Un octavo lugar inmerecido para una trilogía escandalosamente buena. Es imposible que no acabe siendo lo mejor de Marías, aquello por lo que debe ser recordado y que pasado mañana le servirá para ganar el Nobel.

9. Sefarad: Indigesto como pocos, y lo más amanerado de Muñoz Molina. Ni unos pocos destellos logran salvar una mezcolanza aburridísima, que pretende mucho y nada logra. Incluso Plenilunio es mejor, que ya es decir.

10. Travesuras de la niña mala: La dudosa afición por considerar bueno lo último de lo último. Dentro de diez años diré qué me pareció.

miércoles, 6 de septiembre de 2006

Escarcha en la piel

Había una expectativa alta, para qué negarlo, al afrontar la lectura de La pell freda, el inimaginable éxito de Albert Sánchez Piñol, y no tanto por sus más de veinte ediciones y 100.000 ejemplares vendidos en catalán cuanto por las palabras elogiosas de ciertas personas. Y no hablo de Vila-Matas (“Me persigue después de haberlo leído. Un libro espléndido”) ni del editor de Frankfurt que quizá había tomado algo esa noche (“Es la maravilla de las maravillas. Estoy completamente fascinado”): hablo de gente que antes ha hablado bien de autores que para mí ya son obligados, alguno de los cuales ha transitado ya por esta senda, y en cuyo criterio confío.

Lo dicho: iba yo con la esperanza de encontrar una pequeña revolución en las letras catalanas, tan faltas de patadas en el culo a tanta mansedumbre nacional y tan ensimismadas en su lengua que pareciera que todas las novelas hablan de los mismo. O sea: de sí mismas. El gran problema de muchos autores es que por el mero hecho de escribir en catalán (subvención mediante) ya han convertido la literatura y su lengua en un fin en sí mismo. Hacían falta al menos estas páginas para reivindicar una escritura de la que el lector excluye toda connotación lingüística, sabiendo que aquello que lee podría haber estado escrito en neerlandés. Es esta una obra que rompe fronteras, y no es poco en este pequeño microcosmos humano.

Pero, ¿hay algo más aparte de esta característica externa al argumento? ¿Hay material para reconocer a una nueva pluma brillante? ¿Es Sánchez Piñol el nuevo novísimo de la literatura catalana? Mucho me temo que seguiremos a la espera después de leer, no sin perplejidad, más de 100 páginas de la novela.

El arranque de La pell freda no puede ser mejor: la expectativa que crea el primer capítulo, apenas 20 páginas, hay que anotarlo en los méritos del autor. Juro que a mí me dan a leer esos párrafos en unos folios anónimos y apuesto una buena suma a que son de Conrad. Es más: creo que es imposible leer esas primeras páginas y no pensar en Conrad, y no me imagino a Sánchez Piñol escribiéndolas sin tener a su lado un ejemplar de algún libro marítimo de Conrad. Esto es un elogio, claro: no es tan fácil recrear a los maestros y montar una trama novedosa a partir de clásicos, contemporáneos o no. La descripción de los paisajes y la charla escueta con el capitán del navío nos permiten adentrarnos en los rasgos morales de los personajes, superando el mero realismo para construir una mágica escena que trasciende un tiempo y un lugar. Lean, por ejemplo (la traducción es mía):

“Si alguna cosa lo definía [al capitán] eran los ojos. Cuando miraba a alguien no existía nada más en el mundo. Ponderaba a los individuos con criterio de entomólogo y las situaciones con carácter de experto. Algunos confundirían esto con la severidad. Yo creo que aquella era su manera de aplicar los ideales tolerantes que escondía en la recámara de su espíritu. Nunca confesaría su amor al prójimo con palabras, pero a él dedicaba todos sus actos”

Y así sucesivamente, mientras el barco avanza hacia una isla remota fuera de las líneas comerciales en la que el protagonista piensa descender, para dedicarse durante un año a observaciones atmosféricas. Esa construcción es también la construcción del miedo: una buena lección de cómo a través de la literatura se puede conformar una emoción y transmitirla al lector, a sus poros o a sus hormonas. Técnicamente, la frase corta y precisa (a veces con un dudoso gusto por las comparaciones forzadas) ayuda a engarzar la forma y el fondo, a crear una atmósfera cómplice que esconde más de lo que enseña.

Pero el segundo capítulo es un bandazo tan escolar, tan perfecto en su ejecución, que deja al aire una carta marcada. Podría ser un fullero inocente, y que en toda la baraja sólo tuviera ese naipe trucado: pero cualquiera pone sus sentidos alerta dispuesto a no dejar pasar otra trampa. Y es que para justificar el hecho de por qué ese hombre está allí en ese momento debe recurrir a su pasado y contarnos una historia, más que irrelevante, sobrera: el lector necesita en todo caso que algunas pistas a lo largo del libro le puedan ayudar a conformar una vida completa, pero no a tragarse un who’s who para nada creíble. Una verdadera lástima: todo lo que Sánchez Piñol ha conseguido con maestría a lo largo de un breve capítulo desaparece en una chistera cuando se torna ejecutor formal, didáctico, aburrido, en suma.

Ese parche en el pantalón que supone el segundo capítulo podría obtener un zurcido completo y así olvidarnos del roto: para eso quedan trescientas páginas por delante, y los ecos del primer capítulo todavía resuenan. Pero un nuevo error, y éste ya sí definitivo y no sujeto a un solo capítulo, viene a definir lo que el libro va a ser a partir de ahora: Sánchez Piñol abandona el crescendo de tensión y la magia de lo aún por contar para abrir cortinas, telones y paredes falsas y mostrarnos al desnudo el supuesto horror del decorado. A partir de aquí nace una novela de monstruos, batallas y disparos con la que, posiblemente, hubiese gozado de lo lindo a mis tiernos quince años. Es inaudito ver cómo un escritor pierde la lógica del suspense y se aboca desaforado hacia las más fáciles vías del grito y de la sangre, y es más inaudito todavía saber que esto provoca escalofríos al mismísimo Pere Gimferrer. Estoy por recomendar un Stephen King a todos los seguidores de Sánchez Piñol: al menos el estadounidense nunca engañó a nadie, que se sepa, y le dijo terror al terror. Pero La pell freda quiere beber al mismo tiempo de lo fantástico (Lovecraft?), lo horrendo, lo misterioso y lo salvaje, y la sangre siempre mancha más que cualquier anhelo de detective inglés. El trasfondo de la isla solitaria, las brumas, el bosque y el faro quedan como un mero decorado para dejarnos a todos mucho más que fríos.

Y no creo para nada que esta sea una mala novela. De hecho, no pienso dejar a medias su lectura, porque no creo que la trama aguante un cíclico combate nocturno y un reposo diurno durante 300 páginas y no sé cuantas jornadas, y supongo que quizá otro giro inesperado pueda relanzar el asunto. De momento, la acción arrasó con todo y habrá que ver si Sánchez Piñol, a su vez, logra acabar con ella.

jueves, 24 de agosto de 2006

Alto en el camino

Por causas mayores, la senda no volverá a ser transitable hasta la primera semana de septiembre. Espero que en el reencuentro volvamos a reconocer caras, olores y sonidos, y acaso alguna nueva sensación. Hasta pronto.

sábado, 12 de agosto de 2006

En la cárcel

La visita estaba programada desde pocos días antes, así que no tuve demasiado tiempo para digerir la propuesta. Dije que sí sin pensar, más que nada porque uno no suele visitar cárceles en sus ratos libres y porque de ahí se puede sacar alguna experiencia vital de interés. Incluso literaria: Joyce Carol Oates escribó en cierto "Granta" la historia de una visita a un centro penitenciario de Estados Unidos, que le sirvió para recuperar una anécdota poco grata que le tocó vivir entre muros (decir entre rejas creo que no sería semánticamente correcto). Quede claro, en todo caso, que nada tiene que ver una prisión nicaragüense (la mejor de todas, por otro lado, y la más grande) con una norteamericana, y ya no por la infraestructura, sino también por el tipo de personas que la habitan.

Llegué con la excusa de un acto al que me ofrecieron asistir y que presidí desde una tarima montada en un gimnasio. De hecho era un salón polivalente para todo tipo de eventos, pero al fondo destacaba un ring limpio y bien conservado que debía ser usado por los reclusos en sus escasas horas de ocio fuera de la celda. Frente al ring, varias filas de sillas llenas de personas de todas las edades con un mismo color de ropa. Allí no había uniformes porque cada cual se trae lo que puede de casa, y en ese lugar todos usaban camisas, camisetas y pantalones de azul marino, aunque tuvieran inscripciones o dibujos (una camiseta en primera fila rezaba: "El rock es cultura, el regetón es basura"). Me desconcertó la pasividad y la atención prestadas por cada uno de estos presos a lo largo de la hora que duró el acto. No es que yo esperara algún motín aprovechando mi llegada o alguna fuga planeada desde meses atrás, pero esa indolencia era incluso más preocupante que la posibilidad de verlos moverse inquietos en sus sillas, mirando hacia todos lados como quien busca una salida imposible. Escucharon discursos aburridísimos y tres piezas musicales ejecutadas por sus compañeros, y al final fueron (fuimos) premiados con un refresco y un bocadillo de pan inglés. Cuando se dio por finalizado el evento, los que integrábamos la mesa presidencial bajamos, o yo seguí a los otros que bajaban, hasta donde seguían sentados los presos, inmóviles en sus sillas esperando una contraorden que les hiciera regresar a las celdas. ¿Qué se le dice a alguien privado de libertad en esas circunstancias? Aproveché que los músicos estaban ahí para felicitarlos por su labor (las interpretaciones fueron pésimas pero pensé que su labor serviría para algo positivo) y escuché lo que otros invitados decían. Desde el cuento de Oates pensaba que la norma en cualquier cárcel era no intercambiar miradas con los presos, pero aquí todo era interacción: ¡incluso estreché manos!

Ya en el exterior, mientras conversaba con un cura y un vigilante, los presos fueron saliendo en fila india y despareciendo en la lejanía, tras una cancha de baloncesto. También fue una sorpresa ver que en el transcurso de la actividad no se divisaban vigilantes armados alrededor. Es decir, que además de los pocos policías que merodeaban por el recinto, en el exterior no se distinguía ninguna vigilancia especial. El conjunto hacía pensar en una gran fiesta de fin de curso de un instituto, y es que incluso para acceder hasta el salón no tuve que franquear ninguna puerta blindada, acaso una verja con candado oxidado y una garita en la que sólo tuve que dejar mis datos.

Pero a mí lo que me interesaba de verdad era lo que, como simple hipótesis, podía venir a continuación. Yo quería ver la cárcel por dentro, y por eso estaba allí. Gracias a mi conversación con el cura (un evangelista francamente locuaz con un extraño cargo en el sistema penitenciario, pero por lo visto muy influyente) pude organizar una visita más extensa por las instalaciones. El alcaide, a quien saludé de manera breve, aceptó sin mostrar el más mínimo reparo, y nos dirigimos hacia una entrada lateral edificada con las mismas verjas y redes metálicas oxidadas que las que había visto hasta entonces. Tras cruzar dos o tres puertas, me encontré dentro de los espacios generales utilizados por los presos. Nada me separaba de los que vagaban por allí o esperaban su turno para acceder a algún servicio: hombres que saludaban con efusión al cura y que, de paso, me daban la mano también a mí.

Visitamos el hospital, bastante decente si se contextualiza en el ámbito geográfico en el que me hallo. Todo era producto de donaciones: material, medicinas, equipamiento. Entramos con excesiva rotundidad en las salas dedicadas a la atención personalizada, pero nadie se extrañaba: supongo que el concepto de privacidad debe ser casi inexistente en estos edificios y galerías que albergan a poco más de dos mil personas. Me contaron que las patologías más frecuentes son los hongos, los problemas digestivos y las insuficiencias cardíacas, descontando las enfermedades que se transmiten por vía intravenosa o sexual. Y hablando de sexo, cruzamos por delante de las habitaciones destinadas al contacto vis a vis entre los reclusos y sus compañeras. La escena, con parejas sentadas esperando su turno, tenía un aire de vieja película italiana algo deprimente, aunque para muchos esa espera supusiera el acceso a unos minutos de vano placer, tristemente fugaz.

Y llegamos a la biblioteca: una gran sala con mesas y sillas ahora apiladas pero que por lo general se encuentran dispuestas para permitir la lectura de libros con cierta comodidad (si es que el calor sofocante es compatible con la lectura, cosa que en mi caso, aun siendo lector enfermizo, pongo en duda). Pero me temo que ese lugar debe de ser un solar la mayor parte del día, y el hecho de que el mobiliario estuviera desubicado demuestra el poco énfasis que nadie ha puesto en reordenar la sala. Al fondo, un cristal corredizo en el muro permitía vislumbrar los volúmenes que se amontonaban con cierto orden en estantes de hierro: casi todos libros de consulta, enciclopedias, material escolar, dispuestos para el préstamo. Supongo que nadie debe entender la lectura aquí como un tiempo de placer: sólo los que estudian se obligan a sí mismos a dedicar unos minutos diarios al repaso, y me entristeció oír que los libros no podían salir de la biblioteca, nadie tenía derecho a llevarlos hasta la celda.

Al final, y sólo por unos instantes, traspasamos un umbral que escuece y que marca un territorio definido: las dos primeras galerías de celdas se abrían a mis lados como grandes hangares cerrados, en cuyos muros se alojaban cada pocos metros las rejas de cada dormitorio. A la derecha, la galería de extranjeros (me contaban que hay un español ahí, encerrado por un tema de drogas), jugando a fútbol en medio del largo pasillo y ajenos a nuestra presencia. A la izquierda, la primera galería de presos autóctonos, con una imagen desoladora, la que me llevé después en las retinas mientras conduje alejándome del lugar: varios jóvenes muy tatuados se apiñaban contra los barrotes y le hacían algunas demandas a los vigilantes, elevando la voz y con los rostros afilados, la mirada perdida. Notaron mi presencia, me miraron extrañados, nadie se dirigió a mí. Los observé unos segundos y cruzó por mi imaginación la posibilidad de estar ahí, tres metros de distancia, sólo una puerta de hierro de por medio. Me tiraron del brazo para que nos fuéramos, porque la visita ya terminaba: ni pregunté por la posibilidad de ver otras galerías, otras realidades más oscuras que ya intuía que comenzaban en ese lugar. Salí despacio pero con una rara sensación de alivio: crucé la última verja y miré por el retrovisor cómo se cerraba detrás de mí. Libre, pensé.

miércoles, 9 de agosto de 2006

La literatura catalana: una panorámica (y 2)

El reconocimiento de la literatura catalana en el siglo XX tiene, por encima de otras consideraciones, un género en el que confluyen los mejores aciertos: la poesía. Hay tres nombres en la primera mitad del siglo que tienen una altura incuestionable, alguno de los cuales incluso fue propuesto para el Nobel y, según cuentan las malas lenguas (las catalanas y las que no) hubo un arrepentimiento final por motivos estrictamente políticos, cuando el jurado ya casi tenía tomada su decisión. En cualquier caso, la anécdota no quita ni pone nada, y ahí están los libros con sus respectivas docenas de traducciones para comprobar la genialidad de Josep Carner, Salvador Espriu y Carles Riba. Sigo releyendo cada cierto tiempo sus versos y no deja de sorprenderme la profundidad a la que llegó su arte. Es cierto que hay unos temas de fondo (más en Espriu, mucho menos en Riba) que sin conocer la especificidad catalana, su idiosincrasia, su espíritu nacional tan puro –ay, si no fuera porque la política ha contaminado la palabra nación con el recelo, la envidia y el resentimiento- es difícil de abarcar en su magnitud. Pero nada que no se pueda conseguir con placentero esfuerzo, y lo mismo que debemos hacer ante un poema de Seamus Heaney, por ejemplo. Y por si esto fuera poco todavía hay dos nombres fundamentales, no tan completos pero que alcanzan instantes de alta magia: J.V. Foix (los setenta sonetos de Sol i de dol revelan una voz precisa) i la vanguardia imperfecta pero sugerente de Salvat-Papaseit. Y otros dos nombres (Joan Maragall, Joan Vinyoli) que, aunque alejados de mi interés formal, admiten cualquier defensa intelectual. ¿Hay alguna literatura que dé más?

La prosa no vive en este siglo pasado su mejor momento: no perderemos el tiempo si leemos a Mercè Rodoreda o a Llorenç Villalonga, pero hacían falta unas corrientes estéticas más comprometidas, grupos o generaciones que crearan obras con más vinculaciones formales. Hay mucho nombre suelto, muchas ideas vertidas sin correlación que al final, vistas con perspectivas, son retazos que en su individualidad pueden brillar pero que en conjunto adolecen de falta de homogeneidad. Como es lógico, esto no es culpa tanto de los autores como de una realidad sociocultural específica, que primero frente a un poder cercenador y luego frente a un sistema repartidor de prebendas no permite instaurar corrientes de pensamiento y de estilo que caractericen a una literatura como tal. ¿Qué tiene que ver una Montserrat Roig con Jesús Moncada, de la misma generación y los dos ya fallecidos con varios años de diferencia?

Dentro de esas individualidades, hay otro autor que asciende a lo más alto del podio con una riquísima prosa que no tiene comparación y que se erige en otra excepción más: Josep Pla. No es fácil ver elevarse la ironía y la socarronería a tales extremos, y es imposible dejar la sonrisa en casa cada vez que releo a este ampurdanés de boina calada (boina clásica, con el gusanito en medio) opinando sobre lo mundano y lo eterno. Esta prosa rayana entre el periodismo y el ensayo, prolífica y desmesurada, sigue a nuestro alcance para no ser olvidada jamás, para que incluso ex-presidentes del gobierno español (qué cosas) lo tengan como lectura de cabecera, para que periodistas como Arcadi Espada lo mantengan como ejemplo a imitar, para que la Cataluña más egocéntrica y ombliguista lo mire de reojo como un rara avis que no sabe en qué vitrina colocar (lo inclasificable escuece), y para que los institutos de secundaria lo sigan recomendando sin atrevarse a cruzar el carrer estret.

Para el cuento no hay pérdida: Pere Calders sigue siendo un maestro, a la altura de un Sergio Pitol. Fíjense lo que da de sí un Cervantes y las consecuencias que puede tener el escribir en lenguas más minoritarias: este caso me parece de cajón. Y Quim Monzó, bien auspiciado en sus traducciones castellanas por Anagrama, siguió la estela y tuvo algunos destellos de gracia. En este caso las comparaciones de editores vociferantes dieron al traste con la necesaria moderación: Monzó no es Kafka, tampoco Rabelais.

No quiero pasar por alto el teatro y las inquietantes historias surgidas del talento de Benet i Jornet. ¿Han leído, han visto representada la obra Desig? ¿Advirtieron ustedes ecos de Lynch, de Shepard, incluso de Allen? ¿O soy yo el que a estas alturas ya veo visiones?

No quiero decir nada ahora de Manuel de Pedrolo porque pienso enlazar su obra con el comentario del libro en el que ya estoy metido, nada difícil de adivinar y que, sin abrir demasiadas puertas nuevas y con bastante ruido, ha removido algo (siempre es bueno) las aguas mediterráneas de ese pedazo de tierra tan singular.

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Le dice Alfonso Guerra a Núria Espert en "El País": "Estaba con mi hijo en un parque. Yo leía un libro de poesía y él se sentó en mis piernas; y de pronto vino el perro y se echó a su lado. La poesía, el niño, el perro... Sentí que no había nada comparable a aquel sentimiento de felicidad que me entró súbitamente."

Poesía, niño, perro: sin duda, qué tremenda trilogía.

miércoles, 2 de agosto de 2006

Un año

A los que vienen y van, pero muy especialmente a los que se quedan

Aunque la columna de archivos de la derecha inicie la cuenta en el mes de junio de 2005, basta una rápida comprobación para percatarse de que el primer post con ínfulas literarias de La senda de los libros se lanza a la red un 2 de agosto, hoy hace un año exactamente. No les voy a abrumar ahora con números, bien modestos por otro lado y que no tienen ninguna pretensión de establecer competencias con nada ni con nadie: 89 jornadas con post, más de 12.000 visitas (incluyendo las de quien suscribe), un buen puñado de comentarios de lectores, y el mero hecho de existir, que no es poco.

Cuando aparece la idea de crear un blog, eso ya no representa ninguna novedad: por entonces ya eran infinitos los diarios personales y las páginas temáticas que se lanzaban a la red cada semana, y pretender hacerse un hueco ahí era una tarea monstruosa. La ventaja que tenemos los desquiciados por la literatura es que siempre acabamos buscando los espacios más extravagantes que puedan llenar nuestras ansias y, lo que es peor, los encontramos siempre: las librerías más remotas, los fanzines y suplementos más minoritarios, los ejemplares más raros, y ahora los blogs más inútiles también. Ojo: inútiles para la vida práctica diaria, la que da de comer y llena la cuenta hasta fin de mes, porque no conozco nada más útil para reconocerse a uno mismo y entender a los demás que un espejo (y tengo serias dudas sobre este instrumento) y un libro.

Así pues, la idea inicial de La senda era mezclar el concepto de diario personal, en el que uno anota sus andares y sus pensamientos en una libreta, y de crítica literaria. El resultado pretendía ser un diario de lecturas comentadas sin dejar de mirar alrededor y haciéndose eco asimismo de noticias sobre autores y editoriales. No creo que me haya alejado mucho de esa idea, aunque sí reconozco plenamente que hubiera querido ser más regular en las aportaciones. Para que un blog tenga un mínimo de seguimiento, un pequeño grupo de gente que de vez en cuando pasee por él, hace falta un acto recíproco de generosidad y alimentar el lugar sin que haya un lapso muy dilatado entre aportación y aportación. Increíblemente, y a pesar de todos los pesares, hay algunos amigos (la distancia y la fría red no me impiden llamarlos así) que nunca han dejado de transitar por la senda, ya sea en silencio o dejando huellas en el polvo. Yo también procuro hacer lo mismo con los blogs que algunas veces me han enseñado algo o me han obligado a abrir los ojos como platos ante palabras bien dichas: acudo a ellos con la inquietud del “qué dirán hoy en ese lugar”, con esa cierta mirada infantil del que descubre una caja cerrada con un regalo en su interior. Pensar que hay alguien ahí que algún día pueda visitar tu casa con ese mismo pensamiento es una buena razón para continuar la tarea.

De todos modos, como ya escribí alguna otra vez, la existencia o no de este blog no dependerá del número de comentarios que susciten los posts. Si sigo escribiendo es porque tengo esa necesidad y lo expreso con este formato que las nuevas tecnologías nos han brindado. Sin duda que podría hacerlo en una hoja de papel y guardarla en el cajón, pero quizá algo de lo que yo diga pueda interesar a alguien y ahí queda, guste o no. Y es que yo mismo soy un pésimo colaborador de blogs, y ni la falta de tiempo puede excusar mis silencios (que no desapariciones) de los hogares de mis vecinos, a quienes sigo y seguiré frecuentando.

De todo lo escrito en un año supongo que salvaría algunas cosas, que no pienso releer. Quizá los textos de los cuales me siento más satisfecho son los que menos repercusión han tenido, y esto debe de tener su lógica. El ruido y la furia han aparecido en contadas ocasiones, pero en general los intercambios de pareceres con los lectores han sido siempre cordiales: me alegro de que no haya aterrizado por aquí ninguno de esos seres que viven en internet y que han encontrado el sentido de su vida dejando millones de manchas por doquier, en los foros y en los blogs.

Y hablando de foros, no puedo menos que reconocer los antecedentes de la criatura: comencé mi participación literaria en internet en el extinto foro de Javier Marías, proseguí mis pláticas en El bosque, y acabé por montar mi propio jardín. Siempre con nombres distintos, y no siempre con pseudónimos. Esto ha sido parte del juego que en realidad también es la literatura: un juego de máscaras, de personajes que nacen y mueren, que quedan suspendidos en las últimas páginas de los libros, y que pueden reaparecer, o no, en el momento más inesperado.

No negaré que a veces cunde el desánimo, la posibilidad de cerrar la verja y echar el cerrojo, las dificultades para conectarme a internet en mis múltiples viajes por Centroamérica (he colgado posts en los hoteles y cybers más cochambrosos, en medio de gritos y turbamultas) pero acabo de cumplir un año y creo que ni cuenta me he dado, así que es posible que pasen otros y sigamos tan campantes. También puede ser parte de la narrativa implícita en este oficio: aquí estamos, y quien sabe mañana dónde.

Para finalizar con una sonrisa, les dejo algunas de las últimas palabras introducidas en google por algunos internautas y que les llevaron directamente a La senda de los libros: "cómo hablar de uno mismo", "trucos efecto despeinado chicos", "nick en chino mandarín", "baldosas blancas", "Síndrome de Lolita", "caravana detrás del cámping Estrella de Mar". Como ustedes comprenderán, esto último sí me llegó al corazón.

El pastel, a la salida.

sábado, 29 de julio de 2006

La literatura catalana: una panorámica (1)

Le tenía ganas al tema, quizá por mi específica formación en el asunto y por mis dilatadas lejanías del núcleo sentimental; léase: de la patria, como algunos la llaman. Ecs!, como dicen también algunos en mi tierra natal: ¡palabrejas tronadas y decimonónicas a mí! Recuerdo ahora, de paso y sin saber por qué, un divertido y escueto palíndromo con grafía castellana y pensamiento catalán: “España? Psé...” Pero como veo que me estoy poniendo demasiado exclamativo y me salgo de la senda principal, voy al grano directamente.

Aquello que convenimos en llamar “literatura catalana” puede tomarse desde dos ópticas bien distintas: o hablamos de la literatura escrita en lengua catalana, o hablamos de toda aquella producida en el ámbito territorial de Cataluña. Y la distinción no es nada sutil: broncas varias ha habido por saber quién tenía derecho a ir a la feria de Frankfurt, que dedicaba una parte de los cubiletes a su prosa y su poesía: ¿Era Eduardo Mendoza quien debía mostrar sus libros ante el público alemán? ¿O era Baltasar Porcel únicamente quien ameritaba tal privilegio? Y ya no preguntemos si Pere Gimferrer debía presentar tan solo la mitad de su obra en las mesas, la escrita en la lengua normativizada por Pompeu Fabra, y dejar en casa su otro yo; el de Arde el mar, sin ir más lejos. Estas disquisiciones ponen de relieve que lo político ha llenado de betún cualquier intento de establecer una definición lógica y de sentido común, y hay que llevar a cuestas siempre el rictus enojoso del que nos mira con sospecha. Mala papeleta: no es fácil hablar del tema tan solo desde una óptica filológica, e incluso es difícil también hacerlo como un lector que lo único que quiere es sentarse en un sofá, abrir un libro y dejarse llevar, buscando el placer estético y que le cuenten historias solventes.

Me imagino que todavía debe haber entrevistadores que, puestos ante el escritor de turno con la grabadora en ristre, sueltan la pregunta:

-¿Y usted por qué escribe en catalán?

Mientras una frase de este estilo todavía sea inteligible y no muestre la evidente contradicción que conlleva, será una prueba irrefutable de que el problema persiste. Y es que es imposible saber si el listillo busca una respuesta de Perogrullo (con lo cual debería ser despedido de inmediato del periódico para el que trabaja: “Porque soy catalán y es mi lengua habitual”), se hace el listillo doblemente (y no queda más opción que responder con desdén: “Por joder”) o, peor aún, articula las palabras con convicción y cree estar haciéndole un favor a la sociedad: ha descubierto a alguien en falta y le recrimina su atrevimiento. Ante esto, la necesidad de explicarse no por hacer buenas (o malas) novelas sino por escribirlas en determinada lengua críptica sigue siendo un peaje ante la ignorancia del cobrador. Se quejan muchos editores de que las novelas catalanas traducidas al español no suelen tener buenas ventas: supongo que algunas merecen tales niveles de lectura, pero otras quedan afectadas ya de inicio por la nauseabunda igualación entre lengua y literatura minoritarias, y así se entiende que un territorio pequeño debe producir escritores de igual estatura literaria.

No hay duda de que si establecemos una comparación (odiosa, como casi todas) entre la producción en lengua catalana y la que nos llega desde otras lenguas minoritarias del país, lo catalán gana peso. Hay una tradición que nace en la Edad Media y que prestigia lo escrito desde entonces, y pese al batacazo que supuso la por todos conocida decadencia de la literatura catalana en los siglos XVII y XVIII, su recuperación posterior eleva la lengua al grado de instrumento que produce, también, belleza. Pero la normalización lingüística acaecida en los años posteriores al franquismo tuvo un problema de fondo que todavía no ha sido superado: como se trataba de potenciar (ya sea con subvenciones, ya sea con aureolas de prestigio) todo lo que salía de las plumas catalanas, hubo espaldarazos y parabienes hacia cualquier individuo que escribía dos renglones seguidos. Con lo cual, lógicamente, en las mesas de novedades tuvieron lugar batallas que enfrentaban a escasas mentes brillantes con numerosos ejércitos de escribanos a sueldo; o sea, que un Jesús Moncada, por ejemplo, tenía que vérselas con los quilos de papel que las muchas maripausjaners y las mujeres (¡y los hombres!) que hay en ellas iban esparciendo por el territorio. Las novelas catalanas se multiplicaron por cien, con la consiguiente invasión de folklorismo y costumbrismo que escaló posiciones con el cheque en el bolsillo.

Al final el público tuvo que abrirse paso a machetazos por esa senda y buscar lo sobresaliente entre tanta hojarasca. Omito añadir que esa hojarasca baña los caminos de cualquier literatura mundial, pero en el caso específico de Cataluña se había pagado a los árboles para que dejaran caer esas hojas secas: he ahí la gran diferencia.

Este domingo me pongo a leer el penúltimo boom de la literatura catalana, por curiosidad y también por cierta vocación de estar al tanto. Lo comentaré en su momento, así como abriré otro capítulo para poner nombres y apellidos a esta historia.

sábado, 22 de julio de 2006

El decorado al descubierto

(quinta parte)

Este penúltimo desmenuzamiento de Sábado ya llega al meollo del asunto. No hace falta avisar que va dedicado a las personas que ya han leído la novela (o a las que no piensan hacerlo nunca y vienen a curiosear) porque no quiero esconder detalles que me impidan analizar algo a fondo la estructura de la obra, tan apegada a su argumento.

De hecho, era completamente previsible: conociendo los antecedentes del autor, ningún lector podía albergar ni un gramo de duda sobre el cambio de registro que iba a experimentar en determinado momento. Si Briony percibe un sospechoso acercamiento entre un adulto y una niña a las cien páginas, aquí pasan más de doscientas para que entre el estupor por la puerta, pero llega. La morosa secuencialidad de cada paso de Henry no podía conducir hacia otra salida, a riesgo de que la banalidad pudiera elevarse a categoría de tema. Es decir: la descripción de anécdotas en serie tiene que buscar algún objetivo y debe irse acercando a él, con otro riesgo no menor: que la tramoya quede al desnudo y se le vea la trampa a la novela. Vuelvo a decir que, a mi parecer, Sábado orilla bien ese peligro, pero acepto réplicas: es posible, como he leído en algunos blogs, que a algunos les haya decepcionado después de la trouvaille que significó Expiación.

Recapitulemos: la intención de pormenorizar los elementos que conforman una jornada completa en la vida de un individuo gris (entiéndase: no un héroe, pero tampoco un patán) es un salto al vacio. Por muy especial que pueda ser esa jornada, y las manifestaciones antiguerra que la jalonan no amortiguan la cotidianidad, parece que siempre nos irá quedando la sensación de que asistimos a un acto intrascendente. No hay vida gris que soporte el bisturí: todo lo que sale de la herida es sangre y sustancias corporales, y no hay confeti ni regalos mágicos. Vamos abriendo y sólo encontramos a un hombre que juega a squash, que visita a su madre, que compra pescado. Cierto, hay un encontronazo en la calle, pero nada relevante en las urbes actuales. Si prosiguiéramos así hasta la noche llegaríamos a una conclusión que pudiera ser terrible, la más terrible que le ocurre siempre a una novela mala: ¿tanto trayecto para nada? Incluso una obra como esta, tan bien escrita, pudiera también dejarnos con un sabor agridulce.

Entonces, ¿qué hacer? La solución del autor, que reencontramos antes en otras novelas de una manera más maquiavélica, se presenta ahora como evidente, casi como un recurso indispensable y, sin duda, como una regla de manual del buen escriba: para que no decaiga el ánimo, hay que incluir una escena que remueva los cimientos, que sitúe a los personajes en una posición inesperada e incómoda, y que el lector se obligue a sí mismo a pensar en esas vidas inventadas desde otra perspectiva. Harry deja de ser el hombre gris por unos instantes y apunta al héroe, y ese invento es tan viejo como la literatura misma. Pero el riesgo, vuelvo a insistir, radica en que en esta ocasión no hay otra salida posible: la comezón que uno siente al ver que llega a la página 200 y todavía no hay terremoto puede ser algo desesperante, porque sabemos que va a llegar. Y no sólo porque conocemos a McEwan, sino porque ha construido un armazón que sólo puede sustentarse con ese golpe de efecto casi final. Si no hubiera puerta que se abre, y mujer que aparece con el rostro demacrado, y cuchillo en el bolsillo, la obra se desvanecería en el aire como se desvanece la biografía de cada cual, que sólo importa a los familiares más cercanos y a algún amigo verdadero. El autor va cerrando esta vez todas las sendas a medida que avanza el relato y nos conduce a un callejón sin salida, o mejor dicho, con una única salida.

No quiero ser nada riguroso, aun a sabiendas de que puedo parecerlo. Sigo recomendando esta obra, sin duda, pero más como ejercicio de cómo se construye una novela que como logro indispensable. McEwan ya es un maestro, y no dudo de que una futura obra buscará otros caminos: eso es lo grande de los que saben lo que hacen y de los que dejan el andamio no como descuido, sino como pieza que forma parte de la obra. Remataré mi análisis en un próximo post.

(continuará)

sábado, 15 de julio de 2006

En el aeropuerto

Mis relaciones con los aeropuertos en estos últimos años han sido frecuentes, y las horas de espera en ellos me han ayudado también a leer y a pensar. Pese al barullo que suele haber, especialmente en determinadas horas, en los pasillos y salas de embarque, siempre consigo abstraerme de lo que me rodea y me dedico a mis aficiones solitarias: ya sea en Miami, en San Salvador o en Madrid, además de observar esas moles que se elevan y aterrizan con una elegante majestuosidad, acerco mis ojos a las páginas o los dejo en blanco hacia la lejanía.

Luego hago un repaso de los viajeros que me rodean y me doy cuenta de que allí dentro todos somos prototipos, es imposible distinguir vidas aisladas y reales. Siempre está el judío barbudo con kipa y traje negro (debe ser siempre el mismo o viaja conmigo sin yo saberlo); la norteamericana teenager estirada sobre tres sillas, impidiendo que yo o mi maleta de mano reposen en ellas; la pareja de niños que corretean en círculo justo por la fila de asientos en la que al final he podido sentarme; el hombre arreglado con ordenador portátil en las rodillas; la mujer árabe y algo obesa con pañuelo en la cabeza; el adolescente español con su peor ropa, pensando (horror) que acaso se siente a mi lado en el avión. En fin, una fauna que no corre ningún peligro de extinción porque se repite sistemáticamente en cualquier rincón del mundo, siempre que tenga una pista de aterrizaje y un edificio con sala de espera.

Pero lo que tampoco dejo de hacer nunca es una visita turística a la tienda de libros del aeropuerto de turno. De la misma manera que los bares venden sándwiches y bocadillos en serie, lo que nos ofrecen esas tiendas sigue unas reglas bien curiosas. Por lo pronto, me imagino que ante la perspectiva de un viaje intercontinental es imprescindible contar con un espacio en el que escoger productos de ocio: es por eso que los libros suelen venderse al lado de las revistas de crucigramas, los tableros de parchís y los muñecos de trapo. Nadie habló de cultura: hay que rellenar horas, y entre película y película qué mejor que unas páginas desnatadas. Pero de un tiempo a esta parte hay una mesa estratégicamente colocada en la entrada que ofrece lo que parece ser el producto estrella: libros cuyos títulos (“Cómo triunfar en los negocios”, “50 consejos para sobrevivir en tu empresa”, “Cómo hacer dinero sin mojarte el culo” o así) expresan todo un estilo de vida. No dudo de que hay miles de empresarios que a diario vuelan de un lugar a otro y deben ser los principales receptores de semejantes obras, con lo que me imagino que alguna mente retorcida los está tratando a todos ellos de estúpidos (y ellos sin saberlo!). La ecuación debe ser más o menos así: chico guapo encorbatado + maletín con portátil = libro de autoayuda mercantil. Pero en esas tiendas entramos todos: el judío, la teenager, la mujer árabe, los críos, ¡incluso los idealistas con blog! Y pocas veces veo a nadie con esos perfiles hojeando tales libros, acaso algún desvelado con muchas horas por delante entre vuelo y vuelo.

Yo siempre llego pertrechado con mis utensilios en la mochila, pero no dejo nunca de entrar en esos supermercados de la tinta impresa. Hay también estantes dedicados estrictamente a lo que más vende: códigos, zahires, catones, pilares de la tierra, médicos y chamanes, sombras del viento, cálices de fuego... O sea, los libros que ya todo pasajero debe haber comprado (lo dicen las listas) están ahí, sin opción para la sorpresa ni para el descubrimiento feliz. Luego hay un buen fondo de guías de viaje (quizá el último resquicio de honorable lógica que les queda a las tiendas) y, por último, los libros de Sudokus, que ya huyen del apartado de revistas y copan su porcentaje de objeto encuadernado.

Si digo todo esto es porque es en los aeropuerto donde mejor se expresa el quebrantamiento entre el formato libro y la alta cultura. Este tendencia a convertir cualquier instrumento en materia de uso de disfrute rápido (la televisión y el cine saben todavía más de eso) es invasora y en algunos casos, como el que aquí se expone, lo fagocita todo. Ya no es que el libro reciclable tenga su espacio y la literatura con genio el suyo: ésta ha ido perdiendo espacio hasta quedar reducida casi a la nada en determinado lugares, e incluso yo me siento extraño sacando mi ejemplar de Bolaño o McEwan en un avión. No miento si digo que evito que mis vecinos vean qué estoy leyendo exactamente, no vaya a ser que no me consideren digno de tal lugar y tenga lugar alguna despresurización intempestiva de la nave. La literatura ya hace tiempo que desapareció de determinados sitios y ni la excelente posibilidad de plantearse ocho horas de obligado asueto (¿quién en su vida privada se permite tamaño lujo, como no sea para dormir?) cambia la situación. Y pensar que recuerdo con precisión en qué aeropuertos comencé determinadas novelas, en qué butaca y con qué olores desparramándose en torno a mí. ¡Ay, los hombres sentimentales!

martes, 11 de julio de 2006

Sergio y sus circunstancias

Se lo explico: las dificultades para actualizar el blog en estos días no han obedecido a otra causa que a los cortes constantes de luz a que nos tienen sometidos a los usuarios de este país. Para señalar a los culpables con nombres y apellidos, baste decir que Unión Fenosa tiene el monopolio de la distribución energética en Nicaragua, y que se ve absolutamente incapaz no ya de garantizar que los blogs puedan mantener un aceptable nivel de mantenimiento (qué sabrán ellos de blogs) sino que con sus cortes condenan a la mayoría de las familias del país a convivir bajo la luz de una vela. Esto implica un tremendo bajón en la actividad económica y una pérdida más acusada para los pequeños comerciantes, que ven cómo sus productos se echan a perder sin la necesaria refrigeración. En fin, que les hago partícipes del cuento para que al menos durante un minuto se compadezcan del sufrimiento que embarga a este escriba voluntarioso en su empeño.

Pero más allá de las penas, me sorprendo leyendo en “Babelia” la crítica del último libro de cuentos de Sergio Ramírez, me sorprendo leyendo la palabra Nicaragua en un diario español. Y sobretodo me sorprendo por este fragmento de Javier Sancho, que cito textualmente:

“Aparte de su mejor novela hasta el momento, Margarita, está linda la mar, primer Premio Alfaguara, la maestría de Sergio Ramírez está en el cuento. Con el consiguiente riesgo, se podría decir que Sergio es el primer cuentista vivo en el continente latinoamericano, y uno de los mejores en español, heredero de las armas de Cortázar y Monterroso.”

Primer apunte: decir que Margarita, está linda la mar es su mejor novela lleva adjunto al paquete un riesgo que, como dicen aquí, no es jugando: esto implica automáticamente defender que Castigo divino no es su mejor novela. Creo que fue Carlos Fuentes (corríjanme si no, porque no tengo a mano el artículo) el que realizó un tremendo elogio de esa obra, y por aquí ya he ido dejando algunas pistas acerca de su lectura. Me comentaba un buen amigo, jurado de célebres premios literarios, que siendo una excelente novela le dañaba su apego por la desmesura. Y es que no cualquier autor puede aguantar el ritmo que marcan ochocientas páginas, pero la intención de Castigo divino no engaña a nadie desde un principio: el embrollo técnico-jurídico que se narra allí necesita ser contemplado con el microscopio, y cada acción revisada desde distintos ángulos y puntos de vista. Ser lector-juez tampoco es fácil: las idas y venidas por las escenas de los hechos pueden marear al menos avisado, y el esfuerzo requiere de un componente de paciencia nada desdeñable. Pero la ambición que supone escribir una novela así no puede ser comparada alegremente con Margarita..., que por otro lado también tiene una tramoya muy cuidada y no hay pieza que no esté en sus sitio, como si el nicaragüense fuera al fin y al cabo un montador de puzzles de miles de piezas.

Segundo apunte: puede que la maestría de Sergio Ramírez esté en el cuento, o puede que hoy no haya lectores tan pacientes como para estar resolviendo complicados engranajes. Aquí en Nicaragua sí hay un ritmo vital más adecuado a ese tempo narrativo, y si hubiera lectores (ya dejé escrito también que este país es de poetas que no leen) éstas serían las novelas que exigirían: las que requieren horas de apelmazamiento en sillas de mimbre viendo como el sol inclemente se va poniendo a la hora de los zancudos. Y si hubiera luz, proseguirían la lectura en los porches de madera de las casas de estilo colonial. Pero es cierto que Sergio ya recopila algunos cuentos brillantes y siempre adscritos a su realidad nacional (recuerdo la divertida historia del día que nevó en Managua, con el gobierno en pleno sentado en unas gradas provisionales para asistir al magno evento previsto por los meteorólogos; o la emotiva historia del jugador de béisbol que realiza un juego perfecto, nueve innings sin permitir entradas, pero que se tuerce al final y sale tan humano como siempre por la renegrida puerta del estadio), y aunque la grandilocuencia me atora, quizá sí se trate “del primer cuentista vivo en el continente latinoamericano”, quién sabe.

Tercer apunte: ¿se entenderán mejor las historias que cuenta Sergio Ramírez siendo nicaragüense o habiendo residido por un lapso suficiente en este país? No puedo evitar, cada vez que leo alguna de sus creaciones, pensarme español, sentirme ciudadano únicamente de allá e intentar comprender el cosmos en el que habitan sus personajes: imposible. Se entiende toda la historia, claro, pero hay una bruma indefinida que sólo los que olemos cada día, al levantarnos, a madera mojada y a frutas tropicales, podemos llegar a intuir. Y no me parece eso una dificultad añadida, sino más bien una ventaja y una circunstancia del buen escritor: venga usted a Vetusta, o a Macondo, y si no puede pásese por la literatura y embriáguese de esta otra realidad.

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Regreso al hogar de Justo

martes, 4 de julio de 2006

Dos viajes de novios

Pequeño tributo a JM con erre mayúscula

Para Luisa, llamémosle así

El peligro de lanzarme envites desde las huellas del blog es que los recojo de inmediato y sin pensarlo: me sucede en lo malo (cuando me provocan las fierecillas domadas de la ley y el orden gramatical) y en lo bueno (cuando me proponen relecturas de textos de mis autores favoritos y presiento que gozaré de nuevo con ellos). Volver a Javier Marías, si es que alguna vez nos fuimos de él, siempre es un motivo para escribir unas líneas y mantener nuestro espíritu crítico de lector en alerta. Me llegó, pues, el enlace de la versión manuscrita del cuento “En el viaje de novios”, a propósito de un comentario que hice sobre Corazón tan blanco (CTB), y aprovecho para esparcir algunas notas sobre ambos textos.

No hay duda de que el cuento, publicado en 1991 en una revista, anticipa la segunda escena de la novela (cuya primera edición aparece en 1992) y es una primera versión ya bastante elaborada de la definitiva. En cualquier caso, Marías decidió publicar ese cuento en la recopilación Cuando fui mortal, desconozco si por un interés casi filológico y para exponer su forma de creación literaria o porque lo consideró, simplemente, un buen cuento y una historia que se sustenta por sí misma: a ello ayuda el crescendo progresivo de la tensión y un final inquietante que juega con la lógica y la memoria, siendo así que ya insertado en una novela o ya viajando en solitario se defiende en igualdad de condiciones, aunque ese final sufra un cambio radical en CTB y de hecho deja de serlo como tal, pues la novela y la escena prosiguen.

Que estamos hablando de la misma historia lo puede corroborar no sólo el propio argumento sino también el paralelismo existente entre las frases usadas en ambos casos. Veamos un solo ejemplo:

“Mientras mi mujer se dormía (...), decidí mantenerme en silencio, y la mejor manera de lograrlo y no verme tentado a hacer ruido o hablarle por aburrimiento era asomarme al balcón y ver pasar a la gente, a los sevillanos, cómo caminaban y cómo vestían”. (“En el viaje novios”)

“Pareció dormirse, y yo me mantuve en silencio para que reposara, y la mejor manera de mantenerme en silencio sin aburrirme ni verme tentado a hacer ruido o hablarle fue asomarme al balcón y mirar hacia el exterior, mirar pasar a la gente habanera, observar sus andares y sus vestidos”. (CTB)

Más allá del cambio de Sevilla por La Habana (lo cual induce a pensar que el cuento nació como tal, y que las exigencias argumentales de la novela obligaron al pequeño cambio para conservar una escena que agradó al autor) las diferencias son imperceptibles, y en otros ejemplos la copia es casi exacta. En la novela se incluyen algunos nuevos detalles que son prescindibles en un cuento corto y se nombra a los personajes, y así la mujer ya no es una anónima recién casada sino Luisa.

A estas alturas sólo cabe resumir de manera muy breve la situación: una pareja de novios se encuentra de viaje y regresan a la habitación del hotel por una súbita indisposición de la mujer, que se acuesta de inmediato. Él sale al balcón y en su mirar disperso se topa con otra mujer que espera en la calle a alguien, nerviosamente, hasta que ésta se percata de la presencia del mirón y va en su búsqueda, lo interpela y le grita ante la sorpresa del hombre, y al fin el desenlace se bifurca por caminos opuestos: en el cuento la mujer prosigue con sus imprecaciones y hasta penetra en el hotel (con unas consecuencias que Marías nos escatima con inteligencia), y en CTB se lleva la mano a la boca y asume su error de identificación, pidiendo disculpas.

Si buscamos las constantes del autor en este breve ejemplo, se me ocurren al menos dos detalles a comentar: el primero, más anecdótico, lo constituye la reiteración del mismo espacio (un dormitorio) en escenas importantes de otras novelas. Así, en Mañana en la batalla piensa en mí, las primeras cien páginas se desarrollan en ese espacio algo claustrofóbico con otra pareja, solo que en una la indisposición femenina es leve y en la otra fatal: pero así como en Marías es raro encontrar sexo, en cambio sí hay camas y habitaciones y situaciones que ocurren en ellas a menudo. El segundo hace referencia a una particularidad común en muchos de los personajes de sus obras: la capacidad de ver y de escudriñar, de interpretar y de analizar con la mirada. Esto, que se convierte en elemento clave de Tu rostro mañana, está presente en muchas novelas anteriores, y describe a su vez una particularidad formal: los personajes hablan poco y observan mucho, con lo que el conocimiento de las cosas no suele llegarnos por los diálogos sino por el pensamiento (la mirada procesada) de los distintos narradores. No sólo es Jacobo Deza (no confundir con JacoboDeza) quien tiene esa capacidad, por mucho que así se exponga de manera expresa en la novela que protagoniza: también Víctor Francés, por ejemplo, tiene ese don aunque no se nos diga.

Las preguntas que pueden plantearse después de la lectura ya son, en este último párrafo, evidentes: ¿nace la idea de la novela con anterioridad a la del cuento? ¿Es el cuento la chispa que prende una idea que se engrandece y acaba siendo novela? ¿O sólo hay un uso oportuno de una escena que un día fue cuento y acaba por formar parte de un engranaje superior? Quizá todo esté ya contestado en alguna parte, y quizá algún lector del blog pueda abrirnos un nuevo sendero pertrechado con lupa y machete.

jueves, 29 de junio de 2006

El académico Marías


Madrid, 29 jun (EFE).- El novelista Javier Marías, uno de los escritores españoles de mayor prestigio internacional y cuya obra se ha traducido a 34 idiomas, fue elegido esta noche académico de la Lengua, en primera votación y por amplísima mayoría, para cubrir la vacante de Fernando Lázaro Carreter en la Real Academia Española.
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Esto dice la noticia, para escarnio de los críticos nacidos al amparo de odios enfermizos, y para solaz de todos sus lectores. Ya veo las vestimentas desgarradas: que si el peor escritor de todos los tiempos, el que más faltas ortográficas comete, el que fuma más y peor. Es el momento en que reaparecerán de sus guaridas los traficantes de panfletos y, con su afán de protagonismo, esparcirán la bilis por donde sea. Pero ya nadie quita que la Academia (esa institución con regusto a tiempos remotos, a vino un poco añejo) haya realizado un verdadero reconocimiento a uno de los autores más brillantes de este país. No acostumbramos en España a repartir méritos a personas vivas ni a valorar en su justa medida a quienes nos brindan muestras de arte en el formato que sea: somos expertos en denigrar al que sobresale, no por su afán de protagonismo, si no porque (miren ustedes qué simple) escribe novelas hermosas y perdurables.

Mi primer encuentro con Javier Marías ya ha sido explicado, si no en este blog sí en otros espacios que lo han permitido. Corazón tan blanco me fue recomendado por un profesor de literatura (catalana, por cierto) después de leer un cuento mío cuya escena principal le recordaba vagamente (sin duda debía ser vago el recuerdo porque jamás pude identificar mi patibularia historia con la escena que luego leí en la novela) las primeras páginas del libro. Hablo del momento en que, desde una habitación de hotel de La Habana, hay un encuentro entre un hombre y una mujer y unos gritos que llegan de la calle, no muy lejos del balcón. Yo comencé a leer la novela para descubrir esa escena, pero inmediatamente la olvidé para centrarme en la magia de una prosa que iba discurriendo ante mí como un caudal irresistible de imágenes, vocablos y personajes variopintos. Quizá era ese el tipo de literatura que yo andaba buscando entre los autores contemporáneos y que sólo encontraba fragmentariamente fuera de nuestras fronteras.

A partir de ahí, la lectura de sus obras anteriores y posteriores fue una consecuencia inevitable, y recuerdo también momentos ya impresos en mi retina sobre los lugares en que tenía aquellos libros en las manos: subiendo montañas con Mañana en la batalla... a cuestas y leyendo bajo un árbol, en la cama de una habitación fría pirenaica, sobre una roca de grandes dimensiones y una vista al frente de verdes horizontes. Los nuevos descubrimientos llevaron nuevas sorpresas, como el brutal impacto que me causó Negra espalda del tiempo, un libro inclasificable que bebía de diversas fuentes (autobiografía, ensayo, novela de no ficción, cuento) y que sólo puede emparentarse con lo mejor de Sebald, por poner un ejemplo más o menos reciente. Y no digamos esa novela en proceso que es Tu rostro mañana, que no sólo por tamaño sino por profundidad literaria puede quedar como uno de los clásicos de este principio de siglo.

En definitiva, la silla que ahora ocupará Marías dignifica esa institución y esos compañeros de viaje que le tocarán en suerte, sobre los cuáles muchos todavía nos preguntamos qué meritos lingüísticos o literarios los han llevado allí. En este caso sobran los motivos en este blog: los que no lo han hecho, pasen por cualquier librería, busquen en la letra M y háganse con un ejemplar. Frente a la estulticia de los que piensan que ir a la contra es chic y da réditos, a los que estamos de acuerdo en considerar a Marías el gran escritor que es, nos basta con saber que no estamos solos, por fortuna. Triste sería predicar al viento sobre sus virtudes: pero somos tantos los que hemos podido gozar de sus novelas y textos que, al menos, esto nos compensa de tanto ladrido hueco y tanto papel malgastado como hay por ahí.

Javier Marías, académico, y que esto sea sólo el principio.

martes, 27 de junio de 2006

Nancites 10

1. Ayer no descorché ninguna botella de cava para celebrar tan entrañable fecha, 26-6-6. Quizá la razón sea porque no haya cava digno en estas latitudes, o porque me guié por lo que Vila-Matas contó que él mismo haría desde El País: celebrarlo en silencio. De todas maneras, un escalofrío recorrió mi espina dorsal al recordar tamaña concatenación numérica mientras revisaba algunos blogs que recordaban la coincidencia y repasaba por la noche las vidas de Luz Mendiluce, Argentino Schiaffino, Rory Long y tantos otros literatos de la enciclopedia imposible que fue y es La literatura nazi en América. Esas vidas inventadas que luego todavía crecerán y que recuperaré, con esos y otros nombres, en Los detectives salvajes o en la misma 2666, y que convierten cada día de lectura en un motivo precioso para el descorche, para el júbilo de saberse partícipes de un microcosmos tan potente: es por eso por lo que importa tanto conocer la obra de Bolaño en su conjunto, explorando las sendas que se cruzan y que se dispersan. Va por usted, maestro.

2. Más coincidencias: a las ya relatadas sobre la lectura simultánea de Auschwitz, de Rees, y Los olvidados, de Tzouliadis, se estrenó en Managua (con el retraso mayúsculo con el que aquí llega el buen cine) El hundimiento, traducida aquí como La caída. Sólo una noche después cayó en mis manos un viejo ejemplar de Babelia, en el cual destaca un texto de Francisco Casavella a propósito de esa película y sobre la escenificación del nazismo en el arte. Dice, ente otras perlas:

“Toda ficción dramática sobre el nazismo es la puesta en escena de una puesta en escena. De ahí que para nivelar el drama, no para humanizarlo, al caos implacable que relata El hundimiento de Fest se le haya sumado a El hundimiento película la supuesta ingenuidad de la joven secretaria Junge.”
Francisco Casavella, “El cabo atrapado”. Babelia (05-03-05)

El personaje de la secretaria es la gran excusa narrativa del relato cinematográfico: una voz en off, que recobra su imagen al final, sirve para encerrar toda la trama de los últimos días en el búnker de Hitler, pero los ojos son los de una alemana cuya inocencia y culpabilidad entrechocan como trenes de alta velocidad: cree que sus manos no manchadas (acaso sólo de la tinta con la que transcribía los dictados del führer) la salvan de su participación en la masacre. Es la compleja respuesta de tantos miles de ciudadanos que apartaron los ojos del humo de los hornos crematorios:

“(...) la gran mayoría evitó pronunciarse sobre lo que estaba sucediendo, y ésa fue la gran masa de ciudadanos que, durante la posguerra, aseguraría: No teníamos noticia de tal cosa; no vimos nada. (...) Pese a que, en general, la población era muy consciente de lo que estaba sucediendo, fueron, sin embargo, muy pocos los que protestaron ante la deportación de los judíos alemanes, y nadie lo hizo en Hamburgo en octubre de 1941”.
Laurence Rees, Auschwitz. Cap. 2, Órdenes e iniciativas.

Ahí están esos ojos huidizos de la secretaria, esa timidez cómplice del que dice "yo no hice nada" y no sabe que, precisamente, se le acusa de eso: de dimitir de su condición humana y de seguir tecleando, una y otra vez, una vieja máquina de escribir bajo las bombas.

3. Excelente diálogo el que mantienen Javier Cercas y Justo Serna: el lector atento y el autor, frente a frente. Hay un concepto de la literatura en Cercas que me aproxima cada vez más a sus novelas (tengo pendiente, y no por mucho tiempo, La velocidad de la luz), y es la idea de escribir no como “relato de una historia”, sino como “averiguación de una historia”. Esa distinción me parece fundamental, y creo que mucho de eso anida también en la prosa de Marías: la escritura se convierte en la razón de ser del libro, más allá de las intenciones finales que muevan al autor a escoger un tema determinado. Hay una búsqueda permanente (de una verdad, dice Cercas) que contagia al lector para acompañarle en ese proceso, y es una decisión que sólo puede crear lectores inteligentes: puede que esta sea una de las grandes distinciones entra la literatura fast food (que bajo la apariencia de otra búsqueda pertrecha argumentos donde sólo se aguantan las acciones, jamás el proceso que lleva al protagonista a participar en ellas) y esta otra literatura. Sólo hay que orillar el peligro de convertir esas obras en centrípetas muestras de metaliteratura que sólo engrandecen el ego del escriba, que no es el caso. La imagen final que expone Cercas, mediante la figura de una elipsis, sólo puedo definirla como feliz:

“La verdad existe, existe en alguna parte –la verdad histórica, también, desde luego-, pero sólo podemos acercarnos a ella con grandes dosis de humildad, sabiendo que no hacemos más que asediarla, acosarla, sabiendo que nunca la vamos a atrapar, o que sólo la atraparemos elípticamente. Esa elipsis, creo, es la literatura”.

jueves, 22 de junio de 2006

Pequeña estampa urbana

Cuando sobreviene el espanto, que acostumbra a tener una duración infinitesimal, el cuerpo se desarma y sentimos, durante ese lapso instantáneo, que la vida pende de un hilo. Las consecuencias se alargarán después en el tiempo: quizá el insomnio, una fatiga extraña de cuerpo extraño [nota bene: repito el adjetivo con premeditación, y lo aviso para cuando lleguen los censores de la corrección y me saquen la tarjeta], la certeza de haber alcanzado con la yema de los dedos algún límite, algún precipicio por el que no hemos terminado de despeñarnos. Jamás hay tiempo para prepararse ante ello: leemos cada día el espanto de los otros en la prensa, lo observamos en la televisión durante la cena, y siempre nos sentimos ajenos a tanta hemoglobina. Al fin, cuando llega de frente, solo hay tiempo de apartar la cara y ponerlo todo en manos del destino.

Sucedió el domingo, poco más tarde de las nueve de la noche. Managua ya escupe a esas horas los últimos carros hacia sus residenciales protegidos por guardias armados, y la carretera suburbana es un gran fantasma de asfalto. La perspectiva parece nítida por delante pero tampoco hay ganas de acelerar: en esos instantes de domingos destemplados todo se vuelve más moroso, hasta la velocidad. Sólo a la lejos se divisa una mancha pequeña que sale de la mediana central y que avanza algo lenta hacia la calzada. La definición de la mancha es rápida: se trata de un grupo de unas seis o siete personas, jóvenes todas (la cercanía va delimitando sus perfiles) que de manera imprudente parecen querer cruzar la carretera. Todo sucede en una secuencia increíblemente veloz, pero se aprecia, segundos antes del espanto, que algunos ya están en el carril central de tres y que algún otro se agacha como queriendo coger algún objeto. Un grito en el asiento de al lado (por fortuna no me hallo solo) indica que algo va mal. Mi capacidad de discernimiento ante situaciones de este tipo es muy limitada, y requiero de alguien del lugar para que interprete correctamente qué pasa. Sólo alcanzo a desviarme hacia el carril de la derecha, más que nada para no atropellar a nadie: el grupo sigue con el impulso de querer atravesar la calzada y sólo efectúa una parada mínima para que yo cruce ante ellos. Y entonces ya no hay escapatoria, pese al intento de acelerar la máquina.

Una lluvia de piedras se desploma sobre el vehículo, aunque sólo una de ellas logra alcanzar de lleno el objetivo: la ventanilla a mi izquierda explota con un ruido irritante y estruendoso y se deshace en mil añicos, que impelidos por la inercia se desparraman sobre la mejilla, la oreja, el rostro. Cada secuencia se resume en pequeñas frecuencias de segundo, como el momento feliz en que uno, por instinto, cierra los ojos y aparta la cabeza: gesto suficiente para que el daño sea menor del esperado y ni los ojos sufran ni la dirección de la piedra busque el cráneo, que en una diagonal extravagante va a caer (la piedra, de apariencia mineral) en la parte trasera del vehículo. Después de un brusco frenazo, todavía hay tiempo de ver por el espejo al grupo que de nuevo se torna mancha y desaparece por los arrabales de la izquierda, hacia uno de los barrios más peligrosos del sector.

Aquí estos grupos reciben solamente el nombre de pandillas: no llegan al status de las maras salvadoreñas, verdadero crimen organizado que no se detiene en el delito burdo sino que actúa como una mafia vinculada al narcotráfico y al efecto también narcotizante que produce el poder y la consideración de miembro de un clan. En otras carreteras de otros países las piedras hubieran podido ser pistolas, y nadie desaparecería de la escena en un visto y no visto. Los vecinos que llegaron a socorrernos, mientras la sangre producto de los cortes ya manaba con lenta precisión, lo advertían: no es la primera vez, y se sabe quiénes son.

Tras el espanto todavía hay tiempo para la impotencia: la instantánea (mirar las huellas del delito) y la postergada (aquí jamás aparecen policías ni ambulancias: un Estado desmembrado no tiene cuerpos de seguridad ni médicos que ejerzan sus tareas con eficacia). La denuncia todavía incluyó una pregunta del eterno funcionario ante una máquina de escribir: “¿sólo eso?” Aquí eso es casi nada, porque no hay cadáveres de por medio, y el denunciante presenta demasiado buen aspecto: lo único que pasará es que esa noche ya no acudirá a sus libros diarios y dormirá con sucesivas interrupciones, mientras el espanto todavía vague por su mente y sienta que la vida todavía se queda un tiempo más, alargando los años y los días.

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La increíble y escurridiza historia de Barón Biza y de cómo los blogs crean vasos comunicantes de bella factura.

sábado, 17 de junio de 2006

Una editorial

Anagrama está de estreno: su página web ha sufrido un tratamiento de cutis intensivo y la chica se nos aparece con una belleza desacostumbrada. Sin duda, le hacía falta a esta editorial una apuesta más descarada por la nuevas tecnologías, estando como estaba todavía en los colores apagados y en la actualización demasiado postergada. Los que permanecemos en este limbo centroamericano debemos recurrir a Internet para comer, porque las librerías tienen una oferta sólo para vegetarianos. Pensemos que aquí sólo llega Alfaguara (la más veloz: debe estar al caer el último Vargas Llosa y, faltaría más, el nuevo libro de cuentos de Sergio Ramírez), ejemplares antiguos de Seix Barral (de cuando Cela publicaba allí) y algunas colecciones de bolsillo. Según leía en el suplemento literario de La Prensa, parece que Siruela ha descargado libros en una librería de la capital, cosa rara. Bueno, y los Premios Planeta, que son como la Coca-Cola: no hay aldea ni comunidad en que deje de haber uno. El otro día me recomendaba encarecidamente un librero que me hiciera con lo último de Mari Pau: así la llamaba él, tan amiga.

Por lo tanto, debo conformarme con la baba que resbala por mis comisuras mientras repaso la lista de novedades de mis editoriales fijas. Y el actual trimestre de Anagrama va dejando nostalgias en mi pobre intelecto: Yasmina Reza con En el trineo de Schopenhauer (digan lo que digan, Arte sigue pareciéndome un bofetón irónico de envergadura), Melissa Bank con Un lugar maravilloso (¡la hermana pequeña de Woody Allen, la llaman! Si esta tarde, ay, pudiera pasar por La Central, acariciaría un ejemplar), Julian Barnes con El perfeccionista en la cocina (pese a mis connotadas inclinaciones por al literatura anglosajona, hace tiempo que Barnes dejó de interesarme, y este libro alimenticio no me atrae nada), Vikas Swarup con ¿Quiere ser millonario? (éste es precisamente uno de los alicientes de la criatura de Herralde: descubrir autores completamente desconocidos y poder lanzarse a la piscina con los ojos cerrados: siempre está llena de agua. Además del placer de comprar libros que esperamos desde hace meses, quién no ha experimentado el placer de comprar a ciegas, apostando por un sello del cual esperas un determinado tipo de literatura), y una reedición de perlas de la Generación Beat: Ginsberg, Burroughs y Cassady (en este caso nunca fueron santos de mi devoción, pero es una de las columnas vertebrales de la editorial: tanto como la literatura gay, la generación Granta o la metaficción hispánica).

De la colección gris, me gustaría destacar el libro Tor, del periodista Carles Porta. Se trata de un curioso caso de recreación, entre la novela y el ensayo, sobre un hecho acaecido en una pequeña montaña catalana. No hay aquí diabluras estilísticas ni transgresiones formales: estamos hablando de un libro de corte periodístico pero que cuenta una historia tan brutal y absurda a un tiempo que encoge el alma. El Odio en mayúsculas. Cuando un autor encuentra un hilo y tira de él y se da cuenta de que allí hay historia, debe ser lo más excitante: salvando las quilométricas distancias, recuerdo cuando Capote comienza con una simple entrevista y haciendo una visita al lugar de los hechos, y en un preciso instante dice que piensa quedarse más tiempo allí: ya está vislumbrando la historia de A sangre fría. Carles Porta se fue a Tor a filmar treinta minutos de reportaje y se encontró con un entramado que merecía libro: Tampoco Laurence Rees tuvo suficiente con la televisión, y eso que lo suyo era una serie completa. Demostración perfecta de que a ciertas tramas la imagen les encoge las metáforas y precisan de la letra escrita para derramar sus complejas conexiones.

Y me permitiré hacer un apunte final sobre el Mundial, con la venia que me otorga la publicación de Dios es redondo, de Juan Villoro, en la colección Crónicas. Es mi primer mundial fuera de España y es de los pocos motivos que, en dos años y medio, han estrechado distancias entre mis dos continentes. No hay partido que no sea televisado y esta comunión catódica ocasiona raras sensaciones: los países van metiendo goles y al día siguiente todo el mundo sabe quién ha ganado. Recibo felicitaciones: un 4-0 da mucho de sí. Cierto que en la muerte de Rocío también me dieron el pésame, pero ahora las reacciones son más espontáneas y abren conversaciones:

-Ah, español? Está fuerte, el equipo: vais a llegar lejos.

Mientras espero a Banville, sigo la pelota y miro cómo rueda, y me asomo así a la única realidad que ahora importa.

martes, 13 de junio de 2006

Dos tragedias simultáneas

Hay veces en que se producen agradables coincidencias y nos damos cuenta sobre la marcha, sin acabar de reconocerlas hasta que ya hemos asimilado buena parte de sus efectos. Sin ir más lejos, y mientras sigo adentrándome por el lodo de Auschwitz (lodo debido a su densidad temática y a la incómoda realidad de cada dato, porque el estilo es de una claridad diáfana) he caído en las garras de una pequeña historia incluida en el número 2 de la revista Granta en español. Su autor: Tim Tzouliadis. Su título: “Los olvidados”.

El relato comienza de una manera magistral, con el dibujo de una fotografía de un equipo de béisbol. Se trata de un grupo de ciudadanos norteamericanos que, en plena época de la dictadura estalinista, viajan a la Unión Soviética en busca de oportunidades. Qué excelente broma del destino vista desde el inicio del siglo XXI: los americanos buscan en la URSS el paraíso perdido que, ajeno a los embates de la economía de mercado, les resolverá su situación inestable. Todos viajan con sus conocimientos a cuestas: los obreros de la Ford con su experiencia en fabricar coches, los jóvenes con sus licenciaturas técnicas... Y la apariencia externa del nuevo destino no puede ser más prometedora: salarios mejores, casas acondicionadas para los nuevos trabajadores, vehículos gratis. Cada quién convenció a su vecino para seguir el mismo camino y empezar una nueva vida.

Los primeros meses cumplen con las expectativas. Tanto es así, que en los barrios habitados mayoritariamente por estadounidenses se recrean costumbres del país de origen, como es el caso de la formación de pequeñas ligas de béisbol. El escaparate que ofrece el país a primera vista es alentador, y puede decirse que los inmigrantes viven momentos de felicidad: ninguno de ellos siquiera imagina la inmundicia que se esconde detrás de la cortina.

Poco a poco, el relato se va adentrando en la oscuridad y llegan los espasmos del horror: detenciones arbitrarias, torturas inconcebibles, acusaciones desquiciadas, y para los que han logrado sobrevivir al infierno, el viaje final y casi siempre definitivo hacia el gulag. Del equipo de béisbol, de la foto del inicio, sólo dos personas han sobrevivido y dan su testimonio para la que la palabra de Tzouliadis la transforme en esta pequeña historia brillante, muy estremecedora. Sólo este ejemplo para conocer el alcance de la tragedia: uno de los protagonistas es detenido y llevado ante un adiposo policía de la NKVD, que medio borracho le interroga sobre sus supuestas (y fantasiosas) actividades contrarrevolucionarias. Ante el silencio del interrogado, le ordena ponerse contra la pared y con la mayor tranquilidad y aplomo le descarga tres puñetazos en el costado izquierdo y tres en el costado derecho, a la altura del hígado. El policía se tomaba su tiempo para realizar cada acometida: no había ninguna prisa. El primer día, el acusado logró mantenerse en pie, no así a partir del segundo. Más de cincuenta días aguantó la paliza sin abrir la boca ni firmar ningún papel: descompuesto por dentro, sangraba abundantemente por la nariz, la boca, el culo y los ojos. Al fin, después de otros episodios de crudeza imposible, termina en un tren que atraviesa toda Rusia en dirección a los campos de trabajo helados.

Estos episodios, leídos a la par que el tremendo Auschwitz de Laurence Rees, convocan a la reflexión sobre la magnitud de las tragedias del siglo XX y sobre el impacto que han tenido en la historia transmitida. Es decir, sobre las diferentes miradas que han reunido y la posterior repetición mediática que ha sido agrandada por cualquier soporte: los libros, el cine, el documental televisivo. No en vano, el título de este relato (“Los olvidados”) invita también a pensar en la diferente consideración de las víctimas que han tenido los conflictos pasados. No sólo es cuestión de cifras: los millones de desaparecidos en las estepas rusas entre 1939 y 1945 tienen su traslación en la ingente cantidad de muertos que ocasionó el holocausto nazi, y aquí no hay baremos que valgan. Lo importante es entender la situación en cada contexto y no olvidar que mientras en la Europa nazi se detenía a los judíos y a otros proscritos, en el Moscú estalinista se hacía lo mismo con cualquier sospechoso de ir en contra de los preceptos del partido comunista, y los resultados finales se parecen con alarmante igualdad. Quizá la gran diferencia, y lo explica bien Rees en su libro, es que mientras los alemanes vivían relativamente al margen de la catástrofe (su propia vida no corría peligro, mientras se mantuvieran ajenos a todo) el caso de la Unión Soviética de Stalin era el perfecto ejemplo del régimen de terror: la posibilidad de que un alto dirigente fuera delatado y ejecutado era elevadísima, con lo cual debían demostrar cada día (tres puñetazos a la derecha, tres a la izquierda, sin conmiseración) que ellos eran insobornables.

Valga este breve apunte como recomendación. Ya lo hice en su momento sobre el libro de Rees, pero quien consiga recuperar este ejemplar de Granta podrá sentir aquello que nos sobreviene ante las historias bien contadas: un pequeño escalofrío al reconocernos como humanos, pero tan humanos (desengañémonos) como los que alzaban puños y manos en alto, y herían y cortaban destinos.

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Misterios de internet

Ayer, lunes 12 de junio, este blog tuvo un total de 657 visitas. Ante el asombro de su autor por el incremento de lectores, se procedió a la búsqueda del culpable y se halló en este enlace. En este caso, la cortesía se tornó avalancha.

sábado, 10 de junio de 2006

En la residencia

(Cuarta parte)

El tercer capítulo de Sábado presenta algunos aciertos de peso. Quizá el primero esté relacionado con la inmediata asociación que le sobreviene al lector respecto a su anterior novela. Ciento cincuenta páginas es lo que tarda el eco de Expiación en llegar a esta obra: tampoco es que esto fuera en sí mismo necesario, pero la sensación de recuperar algo estimable siempre es gratificante. Esa cena familiar en el castillo de Gramatticus recuerda los banquetes en casa de los Tallis, esas escenas tan británicas de gente alrededor de una mesa (no cualquier mesa: con sus candelabros y sus servilletas de lino) contándose sus éxitos y fracasos y, sobre todo, sus rencillas personales y sus odios soterrados. Briony asistía impávida a esos banquetes, como Daisy asiste incómoda a las intervenciones de su abuelo, que le recrimina asuntos literarios (recordemos que Briony, al inicio de la novela, también expresa sus dotes artísticas a través de la escritura de una obra teatral) y extiende una densa capa de neblina en los humores de la mesa. Esos rencores viejos, esas miradas torvas en familia, son aspectos que McEwan borda con los instrumentos del gran escritor.

El segundo acierto se produce en los estertores del capítulo, con la visita de Henry Perowne a la residencia donde su madre anciana reposa los embates del Alzheimer. Ya sabemos que todo eso ocurrirá desde hace horas: insisto de nuevo en el peligroso juego que el autor establece con el lector, adelantándole los acontecimientos porque no son nada más que propuestas de agenda que el protagonista quiere cumplir ese día, planes para un sábado más del calendario personal. Esa anticipación elimina cualquier elemento de sorpresa y el escritor debe someterse, desnudo, a la prueba de la calidad: su prosa debe aguantar el peso de la historia prevista y ser igualmente jugosa, apetecible para el que va leyendo e intuye lo que puede ocurrir al doblar la página. En esta línea, el episodio de la enferma y su hijo es de una sensibilidad estremecedora: de manera especial, cuando él se sienta enfrente de la anciana y sigue el curso de sus divagaciones en un duermevela consciente, atento por un lado a las inconexas frases de su interlocutora y por el otro navegando en sus preocupaciones mundanas, que esperan a la salida del asilo. Qué extrema contrariedad: la madre, a los diez segundos de despedir a su hijo, ya no recordará su cara, su recién acabada visita, su existencia; él regresará para preparar la cena y continuar el día a día que para Henry Perowne sigue siendo real, reconocible.

“En este momento, por culpa del calor y el edredón que tiene debajo, siente los ojos pesados y no puede evitar cerrarlos. Y su visita acaba de empezar”.

Esa modorra que le entra mientras ella habla sin sentido le escuece porque se ve a sí mismo vulnerando una norma básica, la del adulto que no presta atención a las palabras de su madre, ahora ya ilógicas e inconexas. Por un momento también él se ve en la otra posición, siendo un viejo padre frente al hijo músico que sólo piensa en marcharse a tocar un blues y escapar del monólogo surreal.

(continuará)

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La disyuntiva de Javier Marías es peliaguda: aceptar significa sentarse al lado del Excmo. Sr. D. Martín de Riquer Morera, Excmo. Sr. D. Antonio Colino López, Excmo. Sr. D. Miguel Delibes Setién, Excmo. Sr. D. Carlos Bousoño Prieto, Excmo. Sr. D. Manuel Seco Reymundo, Excmo. Sr. D. Francisco Ayala y García Duarte, Excmo. Sr. D. Valentín García Yebra, Excmo. Sr. D. Pere Gimferrer Torrens, Excmo. Sr. D. Gregorio Salvador Caja, Excmo. Sr. D. Francisco Rico Manrique, Excmo. Sr. D. Antonio Mingote Barrachina, Excmo. Sr. D. José Luis Pinillos Díaz, Excmo. Sr. D. Francisco Morales Nieva, Excmo. Sr. D. Francisco Rodríquez Adrados, Excmo. Sr. D. José Luis Sanpedro Sáez, Excmo. Sr. D. Víctor García de la Concha, Excmo. Sr. D. Eduardo García de Enterría y Martínez-Carande, Excmo. Sr. D. Emilio Lledó Iñigo, Excmo. Sr. D. Luis Goytisolo Gay, Excmo. Sr. D. Mario Vargas Llosa, Excmo. Sr. D. Eliseo Álvarez-Arenas Pacheco, Excmo. Sr. D. Antonio Muñoz Molina, Excmo. Sr. D. Ángel González Muñiz, Excmo. Sr. D. Juan Luis Cebrián, Excmo. Sr. D. Ignacio Bosque Muñoz, Excma. Sra. Dª Ana María Matute, Excmo. Sr. D. Luis María Anson Oliart, Excmo. Sr. D. Fernando Fernán Gómez, Excmo. Sr. D. Luis Mateo Díaz, Excmo. Sr. D. Guillermo Rojo, Excmo. Sr. D. José Antonio Pascual, Excma. Sra. Dª Carmen Iglesias, Excmo. Sr. D. Claudio Guillén, Excmo. Sr. D. Luis Ángel Rojo, Excma. Sra. Dª Margarita Salas Falgueras, Excmo. Sr. D. Arturo Pérez-Reverte, Excmo. Sr. D. José Manuel Sánchez Ron, Excmo. Sr. D. Carlos Castilla del Pino, Excmo. Sr. D. Álvaro Pombo y García de los Ríos, Excmo. Sr. D. Antonio Fernández Alba y Excmo. Sr. D. Francisco Brines.

No aceptar supone conformarse a pasar el resto de tu vida sentado a orillas de Juan Ranz, Víctor Francés y Jacobo Deza. Que no es poco.

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Arduina dio el aviso, y el verbo se hizo carne: La crisis trujimán, Arbustos y prisiones, La hoguera del secreto, y lo que nos queda por venir.

martes, 30 de mayo de 2006

Descodificando

Por fin cumplí con mi deber de ciudadano del mundo. Reconozco que muy tarde, cuando ya tantos millones de ecos pululan por esta red, y no digamos ya tantos other millions que lo hacen en el esperanto moderno. Cuando ya no quedaba nada más por decir y el hartazgo nos produce somnolencia, me sumo a la avalancha y dejo mis bytes aquí, en este recodo de la senda, pero intentando no reproducir el sintagma nominal (lo digo ahora que escribo estas primeras líneas, no sé si lo conseguiré) cuya sola mención haría subir un poco más el contador de Google: solidarios sí, pero no tontos.

No seré a estas alturas un gruñidor quejoso, entre otros motivos porque no vengo hoy a hablar de literatura ni de arte, sino de libros y cine. Y después de ver la película, tengo clarísimo que mi decisión fue la correcta. Me negué siquiera a abrir la primera página en su día, confiando en el criterio literario de la gente de quien realmente me fío, y esperé a que la palabra se hiciera imagen. Ahí estaba uno, pasando dos horas y media de distracción y evitando varias horas de inútil esfuerzo (soy un lector lento), pues uno ya no lee sólo para divertirse sino que necesita otros estímulos. Lo visto ayer, pues, confirma las sospechas: aquí no hay ni construcción de personajes, ni reflejo de angustias personales, ni búsquedas de destinos y sentidos últimos, siquiera un intento de aproximarse a la condición humana. Esto no es más que una acumulación de peripecias, una tras otra, para llegar a la traca final. Un castillo de fuegos artificiales.

Los elementos para que yo gozara de algo así estaban esparcidos sobre la mesa, y debo decir que me sorprendí de que se conjugaran todos con tal sincronía: siempre me han gustado los cohetes y las mascletás, también los crucigramas y los acertijos, tuve pasión en mi adolescencia por todo lo oculto, en mi biblioteca hay algún que otro libro sobre templarios y sobre la inquisición. ¡Incluso Tom Hanks no me desagrada! Entonces, ¿qué razón había para no jugar a este juego? Este cine de palomitas es necesario para mantener una industria del espectáculo que cumple su función, y de la cual todos, un día u otro, nos beneficiamos. El simple goce de quien se deja engañar y se somete a la atracción de las fórmulas infalibles (asesinatos + códigos secretos + conspiraciones + propaganda efectiva) sirve para cualquier tarde de domingo, y no hay que darle muchas más vueltas.

Sólo merece la pena detenerse un rato a pensar por qué algunas de estas construcciones adquieren valor social y otras pasan desapercibidas. Qué hace que un libro escrito a partir de fórmulas trilladas se propulse en las listas de ventas y contagie a todos. He escuchado a amigos decirlo con la voz bien alta y sin tapujos: “No es un gran libro, pero...”. Ah, ese pero: en esa adversativa se esconde el animal irracional que todos llevamos dentro, sacándolo a pasear en cuanto la corriente nos alcanza y nos lleva por su avenida. Nadie parece admitir que sea un buen libro, pero la resistencia no ha sido suficiente. Lo dicen muchos después del sexo: “No fue el mejor polvo de mi vida, pero...”. Si a lo que se viene es a disfrutar, ¿quién le va a poner etiquetas de calidad al párrafo, al meneo circunstancial? En este caso, el engranaje de captación es la secuencia de criptogramas que nos desvelan el siguiente eslabón de la cadena, y nuestro afán humano por concluir la secuencia nos atrapa de una manera diría que casi científica. Una obra así podría haber sido diseñada por un ordenador: el escritor mete los ingredientes y la máquina los mezcla, hasta sacar un producto que juega con un instinto muy primario, el deseo de saber qué hay detrás de la cortina.

Y todavía me interesa sacar a flote alguna de las trampas, por simple deformación profesional. Esta película, de la que Hitchcock hubiese salido con los nervios a flor de piel (todo en ella es un amasijo de McGuffins, uno tras otro) lo cuenta todo sin explicar nada. Es decir: la aureola de sabiduría con la que se envuelve (así es el misticismo, tan vacuo como su origen) siquiera disimula que toda la búsqueda no tiene donde sujetarse. Alguien ha escondido un secreto para que el lector-espectador juegue, independientemente de que los protagonistas no tengan razón alguna para hacerlo. El pobre viejo que muere al iniciarse la historia ha encriptado ese secreto hasta el infinito, pero no para la pobre Audrey Tatou, sino para que cada uno de nosotros resolvamos el jeroglífico. Y sólo al final, en una escena que no sé cómo queda reflejada en la novela, se nos guiña el ojo (e intuyo que esa no era la intención inicial) a través de un pie que la protagonista mete en el agua y que se hunde sin milagros. Ahí, en esta inmersión, queda al descubierto toda la impostura, con exactitud metafórica: el señor Brown, en todas las páginas anteriores, no ha hecho otra cosa que ir metiendo los pies en el agua y caminar, caminar sobre ellas y regodearse de su hazaña, pero al final nos da un codazo y nos dice: “amigo, todo tenía su truco”. El mago enseñando sus trampas: ¡nadie pagaría por otra actuación! Pero nos hemos dejado seducir tanto por lo lúdico que ya importa poco, a esas alturas, que nos muestren la carta marcada. Ya se sabe: esto no es arte ni es literatura. Pero.