lunes, 30 de enero de 2006

En un lugar de Manhattan

Llovía a cántaros frente al Teatre Lliure, una noche desapacible de frío y humedad pese a la cual se congregó una buena cantidad de público en la sala. Este año todo viene con morbo, desde que se promocionan estúpidos boicots, se usan papeles salmantinos como proyectiles y se discute sobre el nombre de la niña: nación, nacionalidad, comunidad nacional. O sea, que no sé si toda esa gente dispuesta a salir en una noche de perros estaba atacada por un desbordado interés hacia el teatro o llegaban para demostrar apoyo a una causa concreta. Yo, tan iluso como siempre, había comprado mi entrada por la curiosidad de ver reflejada en una tarima la novela de Cervantes, acaso para comprobar si eso es posible o si el director lo había dejado todo en una reflexión sobre su hipotética puesta en escena.

Hace años que no acudía a ver una obra de Els Joglars, aunque la razón sea una simple incompatibilidad de fechas con sus estrenos. Sigo pensando que ejecutan un trabajo inteligente, con guiones más profundos de lo que la anécdota parece esconder, y eso a pesar de que el teatro histriónico o paródico me interesa más bien poco. Albert Boadella siempre ha jugado con ese doble reclamo: unas historias totalmente enlazadas con la realidad del momento (las ejecuciones del franquismo, la intromisión de lo católico en todos los ámbitos sociales, y en especial la cosmovisión del catalán medio a partir de grandes mitos de la farándula del siglo XX: Pujol, Pla y Dalí) y que retratan un conjunto de fobias más profundas que definen las líneas maestras de este rincón del mundo, tan pequeño él. Pero ahora le tenía ganas a esta obra por su conexión directa con lo literario y con ese monumento de la novelística universal.

La primera media hora es un trabajo coral de varios actores a partir de un ensayo del Quijote (¿metateatro?). La directora, una argentina muy posmoderna, pretende montar una obra vanguardista lo más alejada posible del texto original, como si escenificar un clásico a la manera clásica fuese lo más pedante a lo que se pudiera llegar. Para ello inventa un Quijote mujer que tiene una relación de lesbianismo con otro Sancho femenino, y desplaza a los personajes al tiempo actual en una Mancha de rascacielos: las torres gemelas como nuevos molinos contra los que lucharán los Mohammed Atta del futuro (ahora que acabo de escribir este nombre pienso en los rastreadores informáticos de la inteligencia secreta, que perseguirán este blog por mentar vocablos prohibidos). Este gran disparate escénico pone de manifiesto también la vacía profundidad de muchas apuestas artísticas del momento: la originalidad se vende bien, sobre todo porque se puede disimular entre todas las supercherías del mercado actual. Entonces, ¿para qué seguir las líneas de un texto de hace 400 años si lo podemos maquillar convenientemente para que parezca escrito ayer? Ante este estado de cosas, Boadella se rebela y lanza un divertido azote contra la posmodernidad más exacerbada.

Cruzada esa media hora de despropósitos intelectuales llega en motocicleta ese gran actor que es Ramón Fontseré, grande también como Sánchez Mazas en la película de Trueba. Que un solo actor consiga ser Jordi Pujol y Alonso Quijano en pocos años no es cosa despreciable: y este Quijote que se despliega en el escenario durante el resto de la obra es de una sentimentalidad a prueba de lanza. Aunque nace de un mundo de estricto realismo (no es más que un interno de un sanatorio que para integrarse en la sociedad realiza tareas de fontanería, bajo el seguimiento de sus psiquiatras y de las pastillas) su locura no deja de ser metafórica, y a la vez es un juego metaliterario, éste sí, nada afectado: es un lector del Quijote que ha aprendido de memoria todos los diálogos del libro y que deriva en un nuevo loco, no a causa de las novelas de caballerías, sino de la propia novela cervantina.

Y a su lado un Sancho también enorme: Pep Vila, que borda el personaje del esquizofrénico que, pese a todo, intenta poner los pies en el suelo. Ambos forman una pareja espléndida, contagiada de vivacidad y al mismo tiempo de una melancolía penetrante, que deja al espectador siempre con la duda de si ponerse a reír ante cada sarcasmo o apiadarse de estos locos románticos, utópicos y entrañables.

Las dos horas de función recogen algunos de los momentos más característicos del Quijote, en el mismo orden que el de los capítulos (desde las primeras salidas hasta la llegada a Barcelona) y en dos horas sin pausa. La cuestión de fondo es si existe la posibilidad de llevar con éxito esta novela total a un escenario: queda claro que la intención de Boadella no ha sido tanto explicar el Quijote como criticar su uso indiscriminado como arquetipo válido para todo (y por tanto, como amigo cercano que es, lo podemos desmontar a voluntad y construir Quijotes verdes, homosexuales, groseros, profundos, infantiles, estratosféricos, submarinos, mozambiqueños y lo que nos plazca: da para un roto y para un descosido), mientras nos vamos alejando más y más del texto hasta banalizarlo por completo. Es elocuente la escena en que la directora argentina lanza con desprecio un ejemplar de la novela diciendo que ella no necesita libros para montar obras, siquiera un Quijote para montar el Quijote. Pero cuando llega nuestro fontanero y comienza a hablar con la lengua del siglo XVII arranca la música: ante tanta verborrea previa, la literatura apenas necesita diez segundos para imponer su verdad, que es la misma de la que están hechas las grandes obras de todos los tiempos.

viernes, 27 de enero de 2006

Fraudes

Me han asaltado, con el margen temporal de un solo día, dos noticias en la prensa que, aparentemente, no tienen ningún tipo de relación entre ellas. Las diferencias son notables: una habla de ciencia y otra de literatura. Una corresponde a las páginas de sociedad y otra a las de cultura (aunque esta distinción sea del todo arbitraria: es la consecuencia de considerar a la ciencia en este país como un cajón de sastre en el que igual despega una sonda hacia Plutón como aparece una ballena en el Támesis). Una merece una sincera condena y la otra ni la más leve reconvención. Pero en todo caso las dos noticias merecen figurar en la lista de los fraudes más toscos que se pueden llegar a cometer, casi con luz y taquígrafos y sin esconder la mano, hasta el punto que la percepción fraudulenta, sobretodo en el caso del literato, queda difuminada y ya parece de lo más normal y común. Parece como si en este mundo de listillos ya se aceptara que el listillo que sobresale por encima de los demás no es que sea más denunciable, sino que aporta un plus de celebridad al grupo.

Decía el titular de la primera noticia lo que sigue: "Un médico noruego lleva cinco años publicando datos absurdos". Después de frotarme los ojos, seguí leyendo: "Algunos artículos contienen falsedades que puede detectar un profano". Esta información, magnificada al hilo del escándalo previo del coreano que inventó experimentos sobre clonación, ha llegado a cinco columnas y con foto. Pero a diferencia de su colega asiático, que siendo un buen experto en su materia pudo engañar a otros expertos de su mismo nivel, el noruego publicaba artículos en "Lancet" que no eran demasiado relevantes para el gremio médico. Hasta que se descubrió que "se había sacado de la manga a 908 pacientes, y de forma tan chapucera que 250 de ellos tenían hasta la misma fecha de nacimiento". También publicó dos fotografías distintas de dos casos de cáncer epitelial, cuando eran la misma y con diferentes grados de aumento al microscopio.

Esta modalidad de fraude, basado en la creencia de que el resto del mundo es estúpido y no podrá detectar nuestra artimaña, funciona desde siempre: es la base de cualquier engaño, creerse uno más listo que el de al lado y confiar en que no nos pillarán. Pero la tentación ya atrae hasta a las insignes lumbreras que usan sus conocimientos para engatusar de manera más chic: ¿quién va a saber -piensan- si una fórmula, un algoritmo o una secuencia de cifras son un barullo azaroso? Si cuento esto es porque me parece un argumento de lo más novelesco, quizá de la obra que, a este paso, jamás escribiré. Me imagino un personaje de otro ámbito profesional construyendo una falacia bien trabajada (no como la del patoso nórdico) y difundiéndola como verdad incontrovertible: un historiador cambiando los datos verificables e inventando guerras y batallas; un profesor de secundaria explicando a sus alumnos leyes imposibles de la física; un político presentando proyectos de urbanismo ficticios (me temo que esta posibilidad no sea tan absurda). Pero estos casos, que serían calificados de fraudes indiscutibles, pierden su denominación al ser trasladados a la literatura, aunque haya que matizarlo. Para ello quiero hacer referencia a la segunda noticia.

Decía el titular en este caso: "El negro literario recupera la firma". Es la historia de un tal Manuel Manzano, dedicado durante años a escribir para otros, a esconder su nombre bajo la rúbrica de gente famosa y disimular así la incapacidad de estas celebridades para juntar sujetos y predicados coherentemente. No es nada nuevo, dice el negro: ya Víctor Hugo o Isaac Asimov tenían a escritores contratados para que les hicieran algunos trabajos, y es "un pacto comercial aceptado y remunerado". Ahora sale del anonimato y publicará una novela con su nombre y apellido, que supongo que tendrá un cierto éxito a juzgar por su capacidad para convertir en best-seller cualquier nuevo engendro salido de sus manos. El hombre, según especifica el artículo, tiene hipoteca y dos hijos, y la alternativa es clara: camarero, paleta o escritor, y escogió su destino.

Todo esto también me interesa para ajustar el enfoque respecto de la novela que estoy leyendo de Bolaño, y su relación con el mundo del fraude: La literatura nazi en América no es otra cosa que una enciclopedia inventada, un ordenado panorama de vidas no vividas, recurriendo siempre a las técnicas de la verosimilitud aunque sin apenas esconder la más fina ironía que lo invade todo. ¿Pero es esto un fraude? En absoluto, claro. Desde el mismo instante en que leemos la primera línea, el primer carácter discernible de una obra literaria, nos instalamos en otro mundo paralelo en el que las normas que sirven para el nuestro quedan derogadas. La condición es que esa obra se edite, como es el caso, en una colección que no sea de ensayo. Al saltar del texto a lo que comienza a ser externo (autor, tapas, editorial, librería, y más allá) ya nos metemos en el territorio de lo real, y ahí el engaño ya no es admisible: así, el doctor caradura y el negro gris no sólo mienten o esconden verdades sino que se enriquecen por ello (adiós hipotecas). Mientras tanto Bolaño, con su capacidad inventiva y su guiño perenne al lector, se ríe de todos ellos desde las alturas e imagina, crea y construye nuevas verdades literarias. Como Borges, sin ir más lejos.
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La fierecilla domada, o fragmentos para una nueva historia de la infamia (selección realizada a partir del último número de la revista "Lateral"):

1. "Como activistas “fieras”, ahora no tenemos tiempo de hacer propuestas, de plantear alternativas".
2. "Respecto a lo que podríamos llamar nuestro canon, preferimos escurrirnos como cuando nos preguntó por nuestra alternativa".
3. "Rosa Regás, a nuestro juicio, merece nuestro rechazo como persona, por su trayectoria progre".
4. "Sabemos de óptima tinta que nuestro boletín fue el causante de que se desechase la idea de llevar a Almudena Grandes y a Javier Marías a la Academia".

Pero eso sí, modestia aparte, como siempre:

5. "Estamos seguros de actuar por amor a la literatura, y eso es algo que hemos demostrado, en nuestra labor crítica y en nuestra obra personal".

lunes, 23 de enero de 2006

Blogs que vienen y van

Escribo al trasluz de la noticia que leía hace unos días: Justo Serna ha decidido cerrar su blog y seguirá escribiendo a través de otros medios más tradicionales (prensa, libros), al margen de mantener actualizada su página académica. En sí misma, la noticia no es más ni menos novedosa que la del cierre de cualquier otro medio escrito al que acudimos regularmente, ya sea a través del quiosco o de internet: pero quizá la punzada que sentimos los que allí aterrizamos a menudo (los habituales que acabamos por hacernos un sitio en esas páginas y al cabo de un tiempo nos tomamos la libertad de aplaudir, criticar o añadir algo a lo ya dicho por el creador, incluso de reprocharle de que hable de ese tema y no del otro, incluso del de más allá) merezca una pequeña reflexión sobre el asunto.

No voy a esconder mi incredulidad inicial ante ese blog: ya el título, "Los archivos de Justo Serna" me sonó rimbombante en su día (¿los archivos de la corona? ¿de Salamanca?) y un punto egocéntrico, como le parece siempre a quien suscribe su invento con un nombre ficticiamente literario, y ve que otros exponen al sol su verdadera identidad. Hasta que descubrí que el problema era mío pasaron unos pocos posts: los suficientes para comprobar que los textos de Justo Serna acostumbraban a dar en el clavo y mis gustos y opiniones no se diferenciaban demasiado de los suyos. Su blog pasó a formar parte de mis favoritos e intenté no pasar por alto ningún artículo, o recuperar los que por falta de tiempo había dejado de lado en su momento.

El formato de ese blog, en cualquier caso, difería bastante de la idea mayoritaria que uno tiene sobre este submundo: Serna escribía textos bastante extensos que en nada hacían referencia a sus peripecias personales. Entiéndase: a las anécdotas vitales y retazos de vida que pueblan la blogosfera y que convierten muchas páginas en diarios y bitácoras de gente común, y a quienes quizá su streap-tease permanente convierte en seres algo más identificables. La idea de superar el anonimato, ni que sea con pseudónimo, alegra a demasiada gente: millonarios por un día, los cinco minutos de fama. En un reciente artículo, Javier Marías se admiraba de la gente que conecta su webcam y enfoca los segundos vitales (las horas, los días y meses) de su aburrido devenir, la cotidianidad más rala y simple. Pero aún eran más admirables en su locura las personas que se conectaban a internet para seguir el día a día de esos seres mundanos y de sus platos por lavar, sus camas por hacer y sus bostezos retransmitidos en vivo y en directo. ¡Qué tiempo ganado si esa necesidad de conocer historias ajenas, de personajes actuando, se vertiera en la lectura de buenos libros, que proporcionan justamente ese material con vocación artística añadida! Pero el hiperrealismo triunfa, y la mayoría cree que va a encontrar más placer en el lecho de una muchacha desvergonzada que bajo las sábanas de Madame Bovary: placer inmediato para un presente fugaz.

Los archivos de Justo Serna eran, pues, de digestión lenta. No eran simples apuntes de consumo rápido, sino que algunos de esos textos tenían una cierta vocación de permanencia, y eso era lo que le daba un cierto aire de blog raro, ajeno a los usos y costumbres de los bloggers que pululan alrededor. Recojo una frase del autor publicada el 9 de enero sobre su oficio circunstancial: "Yo había ideado mi bitácora como un laboratorio de ideas personal, como un depósito en el que archivar ciertos análisis aún incompletos susceptibles de convertirse en ulteriores ensayos". Ese artículo, redactado bajo la excusa de escribir sobre "Periodista Digital", está en la base de la decisión tomada ahora de echar cerrojo al blog: y uno de los elementos que allí reseñaba, que ahora me interesa mucho resaltar, es el hecho de que esta moda o afición o como quiera llamársele tiene sus tuberías y conductos muy a la vista; sus cañerías que conducen directamente a las alcantarillas, quiero decir. Debajo de los autores que escriben y de los pocos o muchos lectores que con amabilidad aportan sus comentarios, hay rugidos y gritos de nicks que viven de ello: del ruido y de la furia. Viven de ello aquí, porque se supone que fuera de internet deben de tener algún trabajo provechoso pero seguramente aburridísimo. Si no, no se entiende la propagación de estos especímenes en tantas páginas y su voluntad inquebrantable de ser las moscas cojoneras que también tienen sus cinco minutos de gloria efímera. Por fortuna, este blog todavía ha sido ajeno al fenómeno (supongo que bastará con hacer referencia a ello para que las moscas se sientan atraídas por la miel, o acaso esto sea tan insulso que ni con promesas azucaradas vengan al panal, es lo más probable), pero hay lugares en que la rabia expulsa a todo inocente que se atreve a acercarse al asunto. El blog de Arcadi Espada es uno de los ejemplos supremos, en donde convive la opinión más civilizada con el retumbar del insulto y la humedad del salivazo. Mi limitado discernir no acierta a veces a comprender algunas cosas, pero acepto la imposibilidad de penetrar en las mentes de quienes reiteran sus visitas a determinados sitios con la única misión de provocar sismos: quizá es muy divertido pero no le veo gracia por ningún lado. Pero lo más increíble es que a un blog como el de Justo Serna también le salieran algunas tuberías del muro: gente que sistemáticamente discrepaba de todo cuanto allí se escribía (y que por tanto debieran buscar otras aguas en las que bañarse: yo no compro el ABC ni mando cartas a su director quejándome de que sean tan carcas) no cejaba en su empeño de regodearse en su propia bilis. Es un fenómeno colateral que habrá que analizar: ¿dónde estaba esa gente antes de que se crearan los blogs? ¿qué era de sus vidas? Porque parece que varios han encontrado el sentido de su existencia gracias al pataleo diario, y si cierra un blog, saltarán ágilmente al de al lado para insistir en su dosis de vitriolo crónico.

Pero lo que yo quería decir es que Justo Serna nos ha enseñado algo a muchos (bastantes más de los que le escribían, los comentaristas son pocos al lado de las visitas calladas) y es el aprecio por la palabra bien dicha, el apunte preciso y una selección de temas y asuntos nada gratuita. Esperemos que sea cierto eso de que algunos artículos terminen en ensayos más elaborados, pues creo que también somos muchos los que agradeceremos que ante tanta bulla haya un espacio para el reposo y la reflexión. ¿Quién dijo adiós? Hasta luego, Justo.

miércoles, 18 de enero de 2006

Nancites 6

1. La desaparición de "Lateral": otro signo más de los tiempos. Me sigue sorprendiendo la cantidad de revistas literarias y de pensamiento que pueblan los quioscos mejor surtidos. Jamás veo a nadie comprar "Revista de Libros" o "Letras Libres", y cuando llevo mi "Granta" a caja pongo cara de pedir perdón: es por ello que otra revista que cierra persiana no me viene de nuevo en absoluto. "Lateral" incorporaba los artículos que yo suelo pedirle a una revista de este tipo y a la vez era una de las menos manejables por su incómodo tamaño. Mihály Dés, su director, se duele de que en once años de vida la publicación no haya merecido un solo premio, siquiera figurar en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional de Cataluña. Lo mejor de todo, su sentido del responso: "¿qué demonios se puede decir en una ocasión como ésta que no sea afirmar la decadencia cultural y moral de Occidente, preguntarse dónde vamos a ir a parar, o clamar, con Edith Piaf, que non, je ne regrette rien?". Yo sólo lloré una vez por la desaparición de una revista, y era de crucigramas.

2. Hablando de revistas, los que vaguen estos días por Barcelona no dejen de pasar por "La Central" para inspeccionar una de las mesas de la sala principal: se trata de un pequeño homenaje a "McSweeneys", la publicación estandarte de la nueva narrativa norteamericana en forma de relato breve. Nunca hasta ahora había tenido el placer de palpar alguno de sus números, cuya búsqueda siempre había sido inútil en España. Ahora ya tenemos recopilaciones traducidas de algunos de los textos publicados anteriormente (David Foster Wallace, Jonathan Lethem, Rick Moody...), pero todos saben que la gracia de "McSweeneys" es extasiarse por cada uno de los diseños que inventa el editor. No hay un número de la revista que se parezca a otro, y si mi queja de "Lateral" era por su tamaño demasiado grande, lo de "McSweeneys" es la pura locura del arte contemporáneo aplicada a la página escrita: ejemplares en forma de pósters desplegables, cuentos escritos en el lomo, estuches con peine de regalo (hay un ejemplar de este número en "La Central", a ver quien es el primero que se lo lleva). Y es que leer, no sé si leeremos, pero divertirnos...

3. Enrique Vila-Matas, esta semana en "El País": "Hace unos días, entré en un diario-blog peruano de carácter literario y ese blog me llevó a otro, y acabé entrando en un tercer blog". La noticia podría ser que Vila-Matas lee blogs, como yo, pero no: la noticia real es que hay muy buenos blogs peruanos. En mi revisión de favoritos no suele escapárseme el Moleskine de Iván Thays, a través del cual llegamos a un sinfín de gente interesante: César Silva Santisteban, Javier Agreda, José Donayre, Santiago Roncagliolo, Luis Hernán Castañeda, Claudia Ulloa, Carlos Sotomayor, Patricia de Souza, Leonardo Aguirre, Luis Eduardo García, Gustavo Faverón, Paolo de Lima, Ezio Neyra, Alonso Rabí, etc. Por cierto, que a quien también hacía referencia Vila-Matas en su artículo era a Enrique Prochazka. Ya parece una liturgia virtual el que todos los blogs peruanos tengan enlaces entre ellos mismos, como un bucle infinito del cual es muy difícil salir, en una espiral endógena de nacionalismo extravagante. No me imagino a mí mismo incluyendo una columna a la derecha bajo el epígrafe "Blogs españoles", como si eso ya fuera por sí solo marchamo de calidad o planteamiento estético. ¿Hay algún peruano que pueda explicarme qué le pasa a Perú últimamente?

4. Viene algo floja la temporada: si lo más destacable va a ser la nueva novela de Pérez-Reverte, o la de Easton Ellis, mejor será regresar a los clásicos. Sólo me seduce algo el regreso de John Irving y un inédito de Amos Oz en Siruela. Y la reedición, por fin, de la única obra inencontrable de Bolaño en Acantilado: Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce.

5. Lo más terrible para un escritor debe ser lo que a mí me ocurre con Antonio Gala: me interesa tanto lo que dice (infatigable conversador en "El loco de la colina", mordaz, incisivo) como tan poco lo que escribe (pedante, relamido, azucarado). En eso gana Mario: sigo leyendo sus novelas mientras pongo a cero el volumen de sus ideas políticas, y el silencio es de lo más relajante.

lunes, 16 de enero de 2006

Los Mendiluce

Recapitulemos: hace pocos meses comentaba aquí las impresiones de lectura acerca de Monsieur Pain y Una novelita lumpen, del maestro Bolaño. La primera es una novela que bebe de las fuentes de la literatura detectivesca, de los cuentos de Poe y de los ambientes del mejor cine francés: una historia muy original que plantea una búsqueda imposible y que acaba siendo un recorrido por la ciudad de París con ecos de su propio pasado surrealista. Destaca la maravillosa descripción de ambientes y la creación del protagonista, un hombre atormentado que se dirge hacia ningún lugar en busca de la resolución de un misterio que no acabará nunca de ser desvelado. La segunda novela es radicalmente distinta, por mucho que en el ya famoso diagrama queden extrañamente unidas: quizá más por su unívoca individualidad que por sus características comunes, y acaso por su trasfondo urbano de ciudades reconocibles. Aquí, Bianca es la heroína de esta historia de aprendizaje que recibe los golpes del destino, y como ya dije anteriormente (perdón por la autocita), "va deslizándose con enorme frialdad por ese túnel que separa lo infantil de lo adulto, en un ambiente de calculada hostilidad, y ante eso antepone su aburrimiento y su laissez faire, que nos contagia". Una buena manera de introducirse en la cosmología de Bolaño, sin duda.

Ahora estoy entrando en una tercera obra, La literatura nazi en América. Y digo bien, porque una de las mejores ventajas que tienen los blogs es la posibilidad de ir haciendo crítica literaria como un work in progress, a medida que se van pasando páginas. Puede que haya diferencias entre la primera impresión que nos causa un libro y el dictamen final que hacemos una vez que el lomo ya luce en la estantería. Por eso me gusta dejar ideas después de las primeras cuarenta o cincuenta páginas, con el riesgo asumido que eso supone para la credibilidad del autor que las suscribe, pero como ya sabemos a qué juego jugamos, mi salto es con red. Tengo la nueva reedición de Seix-Barral, y poco añadiré sobre la portada a lo ya dicho en la web de referencia para estos asuntos: el oportunismo y la nula creatividad de los diseñadores apostaron por la relación fácil entre título y foto, y ahí está el resultado.

La primera impresión de esta novela (¿novela?) no es tan directamente positiva como la que tuve con las anteriores. Y el énfasis que le voy dando a este carácter circunstancial o provisional de mi veredicto está calculado: creo que mi opinión al terminarla será mucho más benevolente. La razón es sencilla: es muy difícil opinar sobre un trabajo creado a partir de breves piezas que, para su comprensión total, requieren de una lectura completa. Estamos ante una colección de pequeñas biografías ficticias que, tomadas de una en una, no pasan de ser pequeños ejercicios literarios sin mucha enjundia, y quiero creer que una visión de conjunto ofrecerá elementos para contribuir a su descripción como obra total. No hay duda de que Bolaño tiene el don de la palabra: cada frase está en su lugar y cada idea nos mueve hacia alguna sensación o gesto (una sonrisa, asco, intranquilidad, duda), pero una novela no puede basar su armadura (y el guerrero que lleva dentro) en una colección de lectores arqueando cejas o sintiéndose intranquilos. Hace falta trabarlo todo con una mayor complejidad y alcanzar la categoría de obra que construye espacios propios, personajes insustituibles y que aborda los grandes temas de la humanidad. Ahí es nada. Y estoy seguro (ahí va la apuesta) de que Bolaño lo hará también en este libro: para ello dejaré que las hojas vayan deslizándose entre mis manos hasta un próximo comentario.

Mientras, me quedo con lo puesto. Arranca La literatura nazi en América con las biografías de la familia Mendiluce, argentinos de temprana vocación literaria, viajeros más o menos forzados y con conexiones ocasionales con la política nacional e internacional. Tanto en los casos de Edelmira, como en los de Juan o Luz, hay un repaso exhaustivo a sus obras publicadas, título a título y con comentarios sobre su recepción. Motean estos listados pequeñas escenas de cada una de las vidas, y tan sólo una de ellas se repite como elemento de conexión: la proximidad con el nazismo, de tipo personal en algún caso, y que se proyecta en frases más globales tildando a ciertos grupos estilísticos con este adjetivo ("pronto los nazis, los resentidos y los problemáticos pasan, en masa, a ser neogauchescos"). De todo ello no es fácil discernir lo puramente banal, lo que sobrepasa la simple anécdota o lo que adquiere una cierta categoría de elemento perdurable. Al tratar un género tradicionalmente ensayístico con las herramientas de la ficción, se crea en el lector una cierta incomodidad muy curiosa: leemos cosas de gente a quien no conocemos de nada y de quien probablemente tampoco nos interesa nada de sus vidas, pero la magia de la escritura de Bolaño hace que sigamos leyendo. Todo lo que se cuenta es verosímil hasta el límite, incluso las situaciones más estrambóticas (por ejemplo, la recreación real de la habitación de Poe por parte de Edelmira, en un pasaje muy lastrado por la lista de elementos decorativos que la conforman. Y no está de más añadir que la nueva aparición de Poe nos remite al mundo de Monsieur Pain y quién sabe si a futuras novelas que leeré). No dudo de que caracterizar personajes hasta este extremo sea una tarea compleja, y más cuando hay parentesco entre ellos y por tanto elementos de unión que siempre hay que tener presentes para no entrar en contradicciones. Pero me parece mucho más fácil, por decirlo de una manera un tanto informal, que pergeñar una trama con esos mismos personajes interactuando: y las biografías de los Mendiluce, al menos hasta ahora, se me ofrecen más como listados cronológicos de hechos que como caracterizaciones abiertas.

¿Supone lo dicho hasta aquí que no recomiendo su lectura? Para nada, claro. Quiero saber qué más les ocurrirá a esta u otra saga, pero por encima de todo, a dónde quiere llevarnos Bolaño. Aunque me temo (ay, a ver si voy a perder la apuesta) que, como le pasaba a Pain, nunca acabemos de encontrar lo que supuestamente buscamos, la trouvaille, sino que la propia búsqueda y el propio discurrir sean la causa última de nuestro desvelo. Y, cómo no, de nuestro placer que, como lectores, sentimos siempre ante cada nuevo Bolaño.

viernes, 13 de enero de 2006

Ser joven en Madrid

Hay veces en las que una asociación de ideas o un vínculo inesperado produce sorpresa incluso en quien lo ha generado. Quiero decir que hace pocos días estaba frente a una pantalla viendo Match point, la última película de Woody Allen, y a los diez minutos ya tenía en mente la tetralogía de Anthony Powell. Fue una idea fugaz, como un pensamiento que cruza nuestra mente con insensata rapidez, pero que deja su huella y ahí permanece durante el resto de la filmación. Cabe decir que disfruté la película y especialmente su brillante guión, una historia aparentemente anodina de cruces y celos repetitivos pero que en manos de ese perspicaz autor que casi siempre es Allen (lástima que siempre se repita bastante a sí mismo, lástima que jamás tenga un freno a su desbocada producción de un título anual) se convierte en una pieza muy redonda y con pinceladas de inteligencia muy sutil. Pues estaba yo en esas cuando se me apareció de repente el genio y la fuerza de la prosa de Powell: sin duda que la ambientación londinense ayudaba al efecto, y por encima de todo sus personajes de clase alta preocupados más por su apariencia y por la vertebración de sus relaciones personales que por establecer metas claras hacia donde dirigir sus vidas. El protagonista de Match point es todo un Jenkins: un joven que logra meterse en el ambiente de una aristocracia de la city venida a menos, y cuyas desventuras seguimos con interés pese a la aparente frivolidad que destiñe todo cuanto ocurre. Pero esa visión instantánea no hizo decaer para nada mi interés estrictamente cinematográfico (más bien al contrario: desde ese momento quedé atrapado por la pantalla, quizá esperando la aparición de Templer o Stringham en cualquier momento, quién sabe si del mismísimo Widmerpool), y recuperé la fe en ese Allen que ya desde Delitos y faltas me convenció de ser uno de los mejores guionistas que corren por América. Una América muy europea, ciertamente.

Lo cuento desde Madrid, por donde camino y no dejo tampoco de sorprenderme. Cuando paso por delante de los teatros de la Gran Vía y otras céntricas calles me asombro de ver los mismos nombres de hace cincuenta años, o cien: Pedro Osinaga, Paloma San Basilio, y hoy van a cantar los jovencísimos Víctor Manuel y Ana Belén... Jamás pasa el tiempo en esta ciudad, siempre encuentro las mismas carteleras en todos los viajes. Y además de los siempre infaltables andamios y vallas por dondequiera que vaya, hay un cierto aroma de espacio petrificado, de calles también detenidas en un lapso concreto, como si desde mi última visita hubieran echado el telón y ahora, en mi regreso, se hubiera levantado con pereza para ofrecerme las mismas colillas en la acera y los mismos vermús en los bares, todavía con la marca de los mismos labios en el borde del vaso. No sé a qué es debida esta sensación, ni si tiene algún amarre coherente hacia lo real: pero no suele pasarme con otras ciudades, y quizá menos que ninguna con Barcelona. Sin considerarla un portento de modernidad, todavía consigue en cada uno de mis regresos ofrecerme alguna sorpesa a la vuelta de la esquina y hacerme sentir que el tiempo pasa. En Madrid siempre recupero años: si la San Basilio todavía canta o actúa será, pues, que todavía puedo considerarme joven.

No podré pasearme por librerías ya que la visita es corta y apremian algunas exposiciones que quiero solventar con rapidez. Tampoco me voy jamás de Madrid sin haber estado, siquiera una media hora, paseando por esa maravilla urbano-rural que es el Parque del Retiro. Aquí sí que las comparaciones se decantan hacia el otro lado: mientras lo único comparable en Barcelona sea el Parque de la Ciutadella (un espacio con ciertas ínfulas afrancesadas, con mucho paseo y poco camino, con demasiado orden) el Retiro sigue estando entre mis caminatas preferidas, con su tamaño levemente inabarcable y sus rincones perfectos para la lectura lenta. Tuve la fortuna de hacer el trayecto aconsejable para todo viajero: de pequeño admiré lo más olvidable (barquitas en el estanque, migas de pan para los gorriones) y ya de mayor me quedé con la sustancia y con los detalles que superan la anécdota turística. Aviso para navegantes: llevo bajo el brazo un ejemplar de La literatura nazi en América, de Bolaño: muy pronto hablaré de ello, preveyendo que ya sentaré cabeza y trasero al menos en las próximas seis semanas.

También he podido comprobar una vez más que los funcionarios públicos, especialmente ciertos cuerpos de seguridad, siguen insistiendo en su estupidez infinita. No sirve de nada que uno acuda a ellos con su mejor sonrisa y su más estilizada simpatía: la respuesta que ofrecen siempre suele depender del pie con el que se han levantado ese día, casi siempre el izquierdo. Estas calles ministeriales están repletas de uniformados en perpetuo estado de guardia y creo que a cada momento me siguen varios individuos de paisano. Pero lo peor es su incapacidad para introducir una semilla de vida en su triste quehacer de guardianes de lo legal. Esta mañana no he podido despedirme como se merecía de la persona que acompaña mi andadura vital, pues el aeropuerto de Madrid también está fagocitado por esta plaga de seres rectilíneos. No hay favores que valgan: usted no puede cruzar esta línea, usted no tiene el pase que se requiere, usted ya ha recibido un sello oficial y tiene que obedecer. Usted. Me pregunto si al regresar a su hogar siguen estampando sellos en las paredes del cuarto de baño: me imagino que toda su rabia contenida de funcionarios lagrimeantes debe digerirse en algún lugar, porque no se explica tanta obcecación y tanta furia inútil. Pero a pesar de todo, en el pasillo o en cualquier escalón, siempre habrá un beso y un hasta luego para la persona a quien se ama, que ni el más desencajado policía de la moral puede impedir: así fue esta mañana, y la literatura al final nos redimirá a todos.

jueves, 5 de enero de 2006

Names, names

Ha sido también el año de la generación Granta: casi todos han publicado novedad en 2005, por lo que si hablamos a nivel nacional, quizá los británicos han sido el grupo de moda. Bien publicitados, han tenido a sus primeros espadas en cualquier lista de éxitos: Ian McEwan ha triunfado en Estados Unidos, en España se ha vendido bastante bien lo último de Ishiguro o de Amis... Hasta que llegó Rushdie. Todavía me recuerdo adolescente, cuando compré un ejemplar de Los versos satánicos (el de tapa azul con una estrella en las primeras páginas, cada punta de la cual era el nombre de una de las editoriales que lo habían coeditado solidariamente) y lo fui paseando esa misma tarde por mi pueblo, bajo el brazo pero procurando que fuera bien visible el nombre del autor. Era la manera de mostrar también mi apoyo al escritor, y por qué no, de ofrecer mi mejor imagen intelectualizada de joven con pantalón raído y tomazo literario. Con guiño antifundamentalista, claro. No lo pude leer del todo: era un libro complejo y quizá con comprarlo ya había cumplido con mi laica misión de lector comprometido. Ningún otro libro suyo posterior consiguió entusiasmarme, hasta que he ido recibiendo las primeras críticas de amigos lectores y de críticos fiables sobre Shalimar el payaso. Creo que será compra obligada, y uno de los momentos importantes de este cambio de año. Para el 2006 espero con cierto interés lo nuevo de John Banville, The sea.

¿Y qué decir de Houellebecq? Me atrae el odio que suscita: a estas alturas del partido, que un escritor genere tanta bilis y tanta tinta tonta también es de agradecer. Su salto a Alfaguara era de cajón, pues un escritor mediático merece la multinacional más potente, y estoy seguro que en pocos meses llegarán ejemplares a Nicaragua, cuando ya se salden los volúmenes no vendidos en otras partes. Asumo que con Plataforma llegué a pensar en un nuevo hallazgo literario que perduraría, pero esta isla posible me temo que sea un bluff de nuestro engreído particular. El análisis de la portada original destaca su fealdad: pero sobretodo el aburrimiento de un crítico que encontró el libro tirado en un banco de un parque.

Otro grande, Roth, que no necesita tantos aspavientos, ha vuelto con La conjura contra América, y un texto certeramente publicado en el blog de Portnoy sobre su génesis. Vale la pena copiar estas palabras: "El libro arrancó de manera inadvertida, al modo de un experimento improvisado. No lo tenía en la cabeza ni era el tipo de obra que pretendía escribir. El tema, por no hablar del método, jamás se me habrían ocurrido por mí mismo. Con frecuencia escribo sobre cosas que no acontecieron, pero nunca sobre hechos históricos que no tuvieron lugar". Y Coetzee, cada vez más impactante y más auténtico, de quien Lukas ha ido dando destellos en su blog. Cada vez se me hace más improrrogable penetrar en su cosmovisión de esa Suráfrica tan cruda y tan real, con una prosa concisa hasta lo indecible.

He visto en las listas a Murakami, aunque me descorazonó una entrevista que publicó "La Vanguardia" hace un tiempo. Dijo: "Me gustaría reflejar el vacío del consumidor y la abundancia espiritual, escribir sobre eso tiene bastante sentido". Uf: no sé, en cambio, si leer sobre eso tiene mucho sentido. Y también: "Cuando escribí Tokyo blues sucedió exactamente la misma cosa. El único trabajo era perseguir sus voces. Fue divertido. Me gusta creer que soy bastante bueno en eso". Felicidades, maestro.

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Es hora de irse a la montaña: todo el mundo regresa a sus puestos, y este lector peregrino huye a las nieves por unos pocos días. Después de la hibernación resucito en Madrid: desde allí les cuento algo.

lunes, 2 de enero de 2006

Nombres, nombres

Los suplementos literarios han buceado, como cada fin de año, en las profundidades de la edición y han escogido los ejemplares más destacados de cada especie. Hay muy pocas sorpresas, y se repiten nombres en cada periódico: debe ser la muestra de una cierta apatía narrativa que nos aqueja. 2005 dejó pocas obras de verdadero peso en la novela española, y sigue siendo muy minoritario todo lo que intenta apartarse de una moda concreta, o de una manera de escribir excesivamente vinculada a unos hechos o a una trama, con el lenguaje cinematográfico siempre tan presente. De los nombres apuntados, y en parte debido a mi habitual lejanía del territorio español, hay algunos que reconozco como muy ajenos. He podido leer elogios a lo largo del año en esos mismos suplementos, críticas que ya los habían elevado a los altares unos meses atrás, pero no acabo de ver la necesidad de leerlos, o de encontrar el tiempo para meterme en ellos.

El primero es Ramiro Pinilla y sus monumentales volúmenes de Verdes valles, colinas rojas. La creación de espacios geográficos perdurables y legendarios siempre me ha parecido una proeza al alcance de pocos, si eso se acompaña de una verdadera armazón literaria que lo aguante. Tener una muestra en español de un territorio también peninsular debería ser un motivo para el regocijo: también Celama es un intento de envergadura en esta línea. Pero sigo esperando que alguna de las personas de quien me fío en asuntos narrativos me hablen de Pinilla, y por ahora todo es silencio. También en los blogs: no veo recomendaciones entusiásticas, y por eso ahora estas listas de recomendados se me aparecen como algo contradictorias: meros nombres que reciben el apluso unánime de críticos, pero una repercusión cercana (la que a mí me interesa) casi nula.

Nada de eso pasa con otros dos nombres recurrentes: el de Vila-Matas y el de Cercas, tan citados en esta senda. Sus Doctor Pasavento y La velocidad de la luz no sólo han tenido el bombo mediático previsible, sino que han estado acompañados de ventas relevantes. Pero que estas dos obras aparezcan como estandartes de un hit parade anual puede ser un síntoma claro de lo que también nos pasa: la autoficción y la posmodernidad ya tienen quien les quiera, y necesitamos escritores autóctonos a los que podamos pegarles la etiqueta de originales, o un marchamo de calidad que buscamos debajo de los grimpows de cada temporada. O sea, que si Vila-Matas no existiera tendríamos que inventarlo porque una literatura nacional no pude vivir sin uno, y si es posible, mejor con dos.

También es recurrente la última obra de Martínez de Pisón, Enterrar a los muertos, que ha hecho el salto hacia Seix Barral. Cada año oigo hablar del boom de la Guerra Civil, de una nueva hornada de novelas que recuperan la memoria y que por fin elevan el conflicto bélico a material narrativo de primera calidad. Se habló de elló con Cercas y con tantos otros. Pero me temo que sea tan sólo la necesidad taxonómica de los críticos quien obliga cada año a crear modas, a unir autores que sólo han creado obras personales y que no se adscriben a ninguna corriente pasajera. De hecho, no veo a autor más alejado de la novela histórica que a Martínez de Pisón, al menos hasta ayer: pero esto no borra que quizá ahora haya escrito su mejor trabajo.

Otro plato fuerte es el de Carlos Marzal, poeta reconvertido momentáneamente a novelista: en este caso mi ignorancia ya es absoluta. No voy a adentrarme en su tremenda Los reinos de la casualidad porque me faltan todos los elementos de juicio posibles: quizá algún lector que pasee por la senda pueda dar algún aviso sobre el libro. Pasa lo mismo que con Pinilla: ¿hay lectores en este país dispuestos a sumergirse en obras de 700 o 1.000 páginas de autores sin aura mediática? ¿Se pueden asumir esos riesgos editoriales todavía? Al menos, si la respuesta es afirmativa, puede ser una de las buenas herencias que nos deje este 2005.

Un apunte final: veo en "El Cultural" que nombran a Fernando Aramburu y su novela Bami sin sombra. Tengo un grato recuerdo de un avance que publicó "Granta" en 2004 de este libro: una escena extraordinaria de una niña y su maestra, un recorrido en coche hacia una ciudad desconocida y una tensión soberbia entre el silencio de los personajes. Es sólo una recomendación parcial, insuficiente.

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Ayer, en La Central. Una chica joven pregunta por Coelho, y el vendedor la acompaña hasta un estante escondido, bajo una mesa. Por eso me gusta La Central: tienen a Coelho muy bien enterrado. La chica pide dos ejemplares de El zahir, como quien pide filetes. También dos más de Once minutos, aunque de esta obra ya sólo queda un ejemplar. Así, con la librería aliviada de papel, paseo con ánimo renovado por este lugar, que en Navidades también sufre un verdadero empacho de azúcar y celofán.