jueves, 23 de febrero de 2006

Adéu, Barcelona

Hay que ir despidiéndose de estos adoquines y de esta prisa, de toda esta gente que espera en un semáforo peatonal frente a frente y que, al ponerse verde, avanza y se cruza sin rozarse, esquivando con precisión milimétrica a sus contrincantes. Es casi un prodigio: tanta gente y tanto desorden organizado, nadie deambula. En cambio, las calles de Managua que me esperan la próxima semana están vacías de paseantes (quién se atrevería) o, cuando los hay, esperan buses o piden unos córdobas. Pero necesito de nuevo esa improvisación que aquí se escabulle y desaparece ante la avalancha de vidas cronometradas: recuperar el efecto sorpresa, la posibilidad de no saber qué o quién espera a la vuelta de la esquina. Aquí ya se sabe: el mismo quiosco, el mismo viajero que cada día se sienta en el mismo asiento del mismo tranvía, el mismo repartidor de “20 minutos”, la misma pareja de vendedoras que, a las 9 en punto (ni un minuto más ni uno menos) levantan la persiana de la cerería. Hay mañanas en que la sensación es ligeramente onírica: se repite con precisión el sueño de hace 24 horas, y esos seres que lo pueblan no pueden ser personas reales: nadie aguantaría repetir los mismos gestos y ademanes durante 40 años, pero resulta que sí. Es otro pequeño prodigio: basta con hacer el mismo recorrido diario en idénticos minuto y lugar para repetir la secuencia, como un viejo aparato de cine que se encalla y siempre proyecta los mismos fotogramas, una vez tras otra.

Pues eso, que hay que despedirse de nuevo de todo esto hasta la próxima. Mientras, aún veo alguna cosa por televisión, como la entrevista a Pérez Reverte el martes, sólo una retransmisión de uno de sus artículos: poca literatura y mucha opinión, con su verbo desbocado y su dicción supersónica. Y ya sólo queda decidir los libros que hay que meter en la maleta, la parte fundamental del equipaje. Se podría vivir sin ropa, pero ¿sin libros? Ya contaré la próxima semana mi paseo por la nueva terminal faraónica de Madrid, y confío ciegamente en que mi biblioteca no se pierda por esas longitudes quilométricas. Ya en destino, y con el espíritu de nuevo acomodado, seguiremos paseando por la senda.

martes, 21 de febrero de 2006

Una excepción: Manderlay

Voy a hacer una pequeña excepción, y quizás no sea la última, para recostarme un rato en el bancal que veo allí, al margen de la senda. Quiero hablar otra vez de cine pero sin el hilo que hasta ahora unía cualquier comentario mío a la literatura y a los libros, porque ahora se trata de escribir sobre una película no basada en ninguna novela previa. Aunque quizá, ahora que lo pienso, no me aparte tanto del camino porque lo que realmente quiero es poner un contrapunto al anterior post, y quizá encarar dos películas muy distintas para explicar mi discutible inclinación por un tipo de cine.

Tanto el guión como la dirección de esta nueva película pertenecen al mismo hombre, Lars von Trier, cuyo nombre acostumbra a crear divisiones algo radicales en los espectadores: no debe ser fácil estar a medias con él, o se le denigra o se le detesta. Cierto que el suyo no es un cine complaciente y que requiere un esfuerzo, pero la recompensa que yo he obtenido casi siempre es enorme. Salí de ver Manderlay con una sensación próxima al entusiasmo, aun reconociendo alguno de los trucos que el danés utiliza con frecuencia y que se le pueden achacar como debilidades. Pero este es el cine que yo normalmente quiero ver: el que me explica una historia de personajes, de hombres y mujeres que actúan y toman decisiones y evolucionan; una historia que se ramifica y alude a temas inmortales, que me muestra a mí mismo en la pantalla (esté ambientada la película en París, Bagdad o Adelaida), y que no me engaña. Digo esto porque esa debilidad a la que me refería puede hacer que algunos se sientan engañados con el cine de Lars von Trier, y es que el director juega constantemente con la ambigüedad. Yo la reconozco y la asumo, pero puede que otros no. Sé que no hay un mensaje unívoco en Manderlay, y eso para mí es un acierto: no acostumbro a frecuentar películas de tesis o rayanas en el dogmatismo. Y sé que dejar al criterio del espectador el mensaje posible puede ser una muestra de incapacidad o de una estructuración argumental más bien leve. No es el caso, para mí.

Manderlay arranca con precisión en el punto en que se cerraba Dogville, con un viaje de por medio. La protagonista, Grace (espléndida Nicole Kidman, espléndida Bryce Dallas Howard ahora), se sitúa de nuevo en un montaje teatral casi sin decorados para hablarnos de la libertad a propósito del pasado esclavista de América. He leído a algunos críticos que decían que el factor sorpresa ya no es el mismo por esa reiteración de montaje, y que se sintieron decepcionados por ello: como si a un autor hubiera que pedirle cada vez que se reinventara a sí mismo. Creo que estos críticos no le piden a Tàpies que no pinte como Tàpies, pero en cambio lo hacen con el cine aplicando ese síntoma tan moderno de la originalidad. ¿Había alguna necesidad intrínseca para que el danés cambiase ahora su puesta en escena, estando como estamos en una trilogía? De hecho, la puesta en escena sigue siendo un enorme acierto que funciona como un reloj suizo: se pule lo accesorio, se atiende lo significativo y todo alcanza el brillo de lo real. Ya escribí hace tiempo y en otro lugar que las flores de Dogville eran las más bellas que había visto en años: digo las líneas del suelo que anunciaban flores. En Manderlay se huele a paja, a estiércol, a viento sureño: ni que decir tiene que no aparece ni una brizna de hierba en toda la película, ni falta que hace. ¿Cuántas miles de horas de filmación de otros directores aguantarían este despojo, esta ausencia de elementos superfluos cuando viven precisamente de eso, del barroquismo que esconde la nadería que hay debajo?

Lars von Trier, además de poner de los nervios a algunos espectadores, tiene el don de enojar a todos los que se sitúan en los extremos: esta película de negros, como ya dijo el director, será tan detestada por los Panteras Negras como por el Ku Kluk Klan. Aquí no se toma partido, pero no por ello se evaden los momentos más crudos: también los hay en esta película, y no es cuestión de desvelarlos ahora. Y debo añadir que en esta historia también hay mucho de cuento. De cuento a la antigua, entendido como una historia ejemplarizante con personajes bastante estereotipados, en el que el azar no es el factor que hace avanzar la historia sino que cada escena responde a un premeditado engranaje, donde cada palabra y cada acción son signos de una historia mayor. Me parece que es la mirada más acorde para entender algo de lo que sucede en la pantalla: creo que antes no miré así Dogville, que ahora también se me aparece como un cuento de líneas muy clásicas, con su horror y sus personajes que provocan respuestas siempre emocionales.

Hay que ir a ver Manderlay para dejarse seducir de nuevo por las historias, lejos de los efectismos y las tecnologías punta. También son eso los cuentos: historias susurradas en la oreja, a la orilla de la chimenea.
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Juan Cueto, este domingo en EPS, etiquetó definitivamente a los que fagocitan los comentarios de ciertos blogs y viven casi en su interior, opinando con mala saña e insultando a todo el que no piensa como ellos: ciberfachas.

viernes, 17 de febrero de 2006

El jardinero mustio

Hace años que tengo clara la disyuntiva que afecta al orden de lectura y visionado de un libro y una película. Por mucho que sea cierto que ver un film de una historia ya leída acostumbra a llevarnos a la decepción (el complejo engranaje de una trama y unos personajes queda diluido ante una hora y media de resumen gráfico), nunca recomendaré a nadie que vea primero la película. Suele pasar que acatando este orden podamos hacer una valoración bastante favorable de ambos, pero a costa de cargarnos el instrumento esencial que las convoca a nuestra vera: la imaginación. Nunca olvidaré mi lectura tardía de El nombre de la rosa, que sin duda me pareció excelente, pero con el añadido de ver a Sean Connery en cada página y ser incapaz de moldear el laberinto ya visitado con el laberinto que me contaba el autor: ¡el traidor pasaba a ser Eco, que no había descrito una biblioteca como la que yo había recorrido, vela en mano, en un monasterio real y palpable!

Ahora me he enfrentado a la versión cinematográfica de El jardinero fiel, habiendo leído ya el libro de John Le Carré cuando se publicó. Iba prevenido, porque uno no es neófito en el asunto y no esperaba para nada ver mi propia versión de lector imaginativo sino la de Meirelles, así que tampoco se me puede achacar una decepción anunciada. Pero las percepciones son las que son, y en este caso la película me pareció peligrosamente banal en comparación con el mecanismo de relojería que Le Carré ejecutaba en la novela. Lo peor que le puede pasar a una historia de espías es que se le entienda todo, y lo que en las páginas impresas era mera sospecha, vericuetos intangibles y complicados enigmas, en la pantalla no pasa de ser una historia amorosa con trasfondo comprometido. Al árbol se le han podado todas las ramas y nos ha quedado un hermoso ejemplar de jardín francés, muy exquisito pero al que se le ven todas las estrías.

Los primeros diez minutos de metraje son para echar a correr: por principio ya acostumbro a ser poco crédulo, pero a veces pienso que a uno lo obligan a comportarse así. El encuentro entre Justin y Tessa se resume en una vulgar muestra del flechazo amoroso convertido en una dosis concentrada de lugares comunes: alumna rebelde + profesor inteligente y atractivo = paseo, mirada a los ojos y cama. Diez minutos. O sea, la historia que nos pasa a todos cada día, al salir a la calle para ir a la oficina. Montarnos la escena a partir de la novela permitía ese plus de difuminación que hace que las cosas tengan mil matices, pero en el cine del siglo XXI lo que cuenta es un buen polvo. Tessa, después de que a ella le hagan decir en el auditorio las mismas frases literales que en la novela (aunque tampoco lo pienso comprobar, pero ofrece una imagen de lección bien aprendida cuando la ocasión ameritaba improvisación, menos Stanislavski y más Corbacho, para entendernos) recorre un largo trecho en una zancada y a partir de ahí hay que hacer verdaderos esfuerzos para creer en su rol.

El argumento político de la novela plantea una cuestión de gran calado: el beneficio empresarial de la industria farmacéutica ante la realidad africana, una contradicción sangrante entre el negocio que supone que haya muchos enfermos y muchas epidemias y el lucro que se obtiene perpetuando la dependencia hacia las medicinas. Los implicados en la amoralidad, además de los dueños y científicos, también son los diplomáticos británicos y, por ende, el gobierno de ese país. Justin, como pieza que se mueve entre el amor por una transgresora solidaria y su puesto en la embajada, siginifica el hilo que entreteje todos los intereses y el que pone de manifiesto las dobles y triples jugadas de los personajes.

Pero la película, como decía antes, nos enseña esta red con demasiada claridad, todo aparece muy diáfano y la línea que separa lo bueno de lo malo está trazada con Rotring y escuadra. Hay poco margen para la duda y uno piensa, saliendo de la sala, que no todo está perdido: una vez más, sólo hay que ir a por los malos para que ganen los buenos. Tessa renace en varias escenas como un fantasma que tiene el don de poner nerviosos a todos: es la perfecta heroína que sola (su supuesto amante no pasa de ser una sombra) reduce al imperio británico para que acepte sus pecados y los expíe. Mucha Tessa para un jardinero tan mustio.

No sería justo si no valorase un cierto afán de modernidad en muchas de las escenas corales, en los ambientes africanos que están bien retratados. Es una mirada muy externa, contemplando el transcurrir de los nativos con un ojo exótico, pero es lo que hay, y aporta sustancia a lo que en conjunto es levedad. Las palabras de quien va a evacuar en avión a la gente que huye de un ataque armado reflejan la sucia realidad: "aquí sólo entran cooperantes", pues no se puede tocar ni cambiar el entorno de trabajo. La niña que se había colado sale del aparato, ante la mirada peprpleja de Justin, y corre, corre por la arena mientras las hélices levantan más polvo, y en esa niña, en sus ojos abiertos y en su sonrisa inerte vemos por un instante la película que pudo haber sido y no fue.

lunes, 13 de febrero de 2006

Nancites 7

1. Dos noticias del mundo de la edición me han devuelto estos días a mi infancia y adolescencia. La primera de ellas, que ya apunté hace un tiempo en el blog, es la recuperación de Editorial Bruguera bajo la dirección de Ana María Moix, y ese curioso premio literario que tiene un jurado conformado por una sola persona (Eduardo Mendoza este año). Mis primeras páginas corresponden a este sello, pero desde mucho antes de que yo llegara a la literatura: Bruguera es en cierto modo la responsable de crear en mí una pasión fervorosa por la letra escrita, y me inicié como tantos: con los tebeos, con el Mortadelo (semanal, súper o extra) que mi padre me compraba en los quioscos de Barcelona y que yo coleccionaba y después repasaba, quizá apuntando también mi afán posterior por la relectura. Y es que los cómics, con sus globos de diálogo llenos de expresiones sorprendentes, nos empujaron a muchos a seguir probando y acabamos en las garras del gato que servía de logo de todos los productos Brugera. Y de ahí a los blogs, veinticinco añitos de nada.

2. La segunda noticia, en clave catalana, es la reaparición de la colección "La cua de palla", que también nos traslada a un buen grupo de lectores hacia nuestro pasado. Yo gocé del último renacimiento que tuvo el invento, a finales de los años ochenta, y aprendí técnicas narrativas que sólo pueden hallarse en la mejor novela de género. "La cua de palla" publicó clásicos negros de Chandler, Simenon, Macdonald, Cain... Y triunfó, entre otros asuntos, por el diseño: portadas reconocibles a larga distancia, en amarillo y negro, con formato de bolsillo, manejable y económico. Vuelve ahora a las librerías con la prudencia que dan la experiencia y las dentelladas de la edición: un par de títulos para este año (el número 1 es El halcón maltés de Hammet) y cuatro previstos para 2007. La colección se inició en los 60 bajo la dirección de Manuel de Pedrolo, una de cuyas obras, Joc brut, tuvo ventas espectaculares, igual que Parany per a una noia, de Sébastien Japrisot, que incluso se recomendaba en algunos institutos de secundaria. ¿Llegarán los jóvenes de hoy a los libros también a través de estas batallas perdidas, o ya no hay esperanza posible?

3. Recomendación: Arcadia publica (otra vez en catalán, pero me imagino una traducción inmediata al español) Una aventura anomenada Europa, de Zygmunt Bauman, casi una coda del tan bien recibido libro de Steiner un año atrás. Más reflexión sobre este continente que ahora debe pedir perdón para conservar libertades y alejar miedos: un precio mucho más alto de lo que parece a primera vista.

4. ¿Quién era ese hombre con zapatos de terciopelo y pantalones y abrigo grises, sentado en el metro frente a mí, con su melena morena recién lavada y un ejemplar de Cuando fui mortal en las manos? Y acto seguido pensé, avanzándome a la posibilidad que hoy he vislumbrado y que algún día me ocurrirá: ¿es posible experimentar ante un lector con libro la misma incomodidad que se siente frente a un anónimo pasajero que lleva el mismo jersey que tú?

viernes, 10 de febrero de 2006

Anochecer con Alan Hollinghurst

Subir hasta la parte Norte de la Diagonal desde el centro tiene el atractivo de conocer al menos dos Barcelonas distintas o dos tipologías de urbanitas, que al fin y al cabo son quienes conforman las ciudades y las moldean con sus cuerpos, sus voces, sus miradas. Hacer una parte de esa ruta en bus supone un cruce violento de escenario, con el propio trayecto como interregno invisible. La Barcelona gótica y arrabalera ya es un barrio promiscuo, de grandes contrastes poco mezclados, y se nota que los paquistaníes van a los suyo, los niños filipinos se relacionan sólo entre sí, los ecuatorianos ponen siempre cara de perdidos. Es difícil ver catalanes entre esos callejones, quizá algún joven alternativo (que por muy alternativo que sea tampoco se mezcla en el mejunje) y viejos apartados de esta sociedad, solos y desamparados, que bajan con sus zapatillas a la calle para comprar en los supermercados regentados por orientales.

Entonces, cuando uno se baja del bus veinte manzanas al Norte, las carnicerías de corderos degollados con la mirada hacia la Meca se transforman en tabernas de diseño para catar vinos, y los locutorios de internet en exquisitas tiendas de Adolfo Domínguez. Las chilabas han dejado paso a los Armani, a los Toni Miró llevados por perchas bien perfumadas. Incluso cuando llego al British Council, destino del día, en su puerta se despiden los alumnos de inglés que son los hijos de los anteriores, altivos y fatuos. Pero así son las cosas: Anagrama presenta los libros anglosajones ahí (los francófonos en el Instituto Francés, la próxima semana viene Amélie Nothomb), en tierra tan extrañamente ajena.

Las facilidades del lugar se agradecen, eso sí: sala de dimensiones humanas, con el autor a poco pasos, traducción simultánea, sonido perfecto. Más de media entrada en la que destacaba el público de habla inglesa, alguno bastante puesto en la trayectoria del autor. Y con sólo 10 minutos de retraso llegó Alan Hollinghurst, para mi sorpresa sin la compañía de Herralde. Poco efusivo, observador y de maneras suaves, escuchó por el audífono la presentación de Justo Barranco, habitual de las páginas de “La Vanguardia”: una presentación sobria pero nada atractiva, más bien escueta.

Hollinghurst venía a presentar la traducción de La línea de la belleza, novela recién aparecida en las librerías de este autor que se dio a conocer a partir de la Generación Granta de 1993, la posterior al grupo de McEwan y compañía, que compartió con Tibor Fischer, Kazuo Ishiguro, Lawrence Norfolk o Philip Kerr. Aunque precisamente esta obra se sitúa en esa década anterior, la del esplendor thatcherista de una Inglaterra rendida a los pies del Dios dinero y en un momento de boom patriótico por el efecto Malvinas. Sólo un elemento empaña la existencia de algunos seres, todavía entonces restringido a ciertas pausa de comportamiento sexual: el Sida. En este ambiente se mueve Nick, el protagonista de esta historia de relaciones con trasfondo político.

La charla (que no conferencia: el acto fue un siempre más ágil toma y daca de preguntas y respuestas) derivó en la primera mitad hacia un discurrir sobre los años ochenta y los efectos de las políticas neoliberales de entonces en el actual presidente laborista, hasta el punto que el propio autor tuvo que verse en la tesitura de decir que él no era politólogo y solamente un simple escritor. La otra mitad tuvo bastante más enjundia, a pesar de la inevitabilidad del recurso: ya es un momento esperado el que, durante una presentación de un libro de marcado tema gay, se le pregunte al autor por este subgénero literario. Hollinghurst no escurrió el bulto, pero derivó en una sentencia implacable: él hace literatura de personajes homosexuales pero no para lectores homosexuales, y contó que su novela The spell, quizá la más cerrada en este asunto, fue la menos vendida, como si hubiera asustado su temática y sus personajes muy declarados.

Citó a Henry James como evidente referencia para escribir el libro (curiosamente, otras dos novelas finalistas del Booker, además de la suya que fue la ganadora en 2004, también mencionaban la influencia de James), y alguien mencionó la película Match Point como otra posible clave de lectura expost, aunque el autor ni siquiera ha visto este último Allen. El público, reservado como los buenos ingleses, no dio más juego y la velada terminó con el aplauso de rigor, para dar paso a lo que interesa: la lectura solitaria y silenciosa. Afuera las calles empezaban a quedar desiertas, y los pájaros del Turó Park ya habían callado desde hacía un buen rato, emigrantes todos ellos que también hicieron escala en esta Barcelona lumpen de la parte alta de la Diagonal.

lunes, 6 de febrero de 2006

Por una caricatura

No quise adjuntar a este blog la imagen más burda de todas: la del musulmán con turbante y mecha encendida, más que nada porque me pareció falaz, tópica y de mal gusto. Pero eso no excluye mi defensa de la libertad para que una revista o diario europeo puedan (si así lo desean) publicarla. Pero sí me pareció acertado el dibujo de ese extraordinario portadista de "Le Monde" que tantas veces ha dado antes en el clavo de la sensatez. Plantu resumió en una sola imagen el eterno conflicto entre los límites de la censura y la capacidad de herir sensibilidades, entre la libertad de expresión y el veto a ciertos temas o personajes. Entonces sí me pareció acertado subir esa imagen al blog y solidarizarme así con los Rushdies, Lmrabets o Van Goghs que de vez en cuando se convierten en chivos expiatorios de causas difusas.

Porque seamos claros: lo que aquí está en juego es mucho más que la simple publicación de una viñeta en un periódico. La reacción desproporcionada, airada y violenta de estos últimos días es una perfecta estrategia de unos pocos con mucha capacidad de persuasión. También en otros lares hay gente que, de manera totalmente pacífica, firma preguntas idiotas sobre derechos, deberes y resquebrajamientos territoriales: la misma persuasión aunque sea con mejores modales. La falsa idea de que el islam es sólo eso (turbas incendiando embajadas) es la misma que hace que un pésimo humorista dibuje a musulmanes con cara de terrorista. Y encrespar ánimos está al alcance de unos cuantos elegidos, que aprovechan cualquier ocasión para invocar supuestos agravios que deben ser respondidos de manera contundente. A Salman Rushdie le sucedió lo mismo: tuvo a su particular Jomeini, necesario para prender el fuego, y el perro del estereotipo quedó suelto. Todos los musulmanes pasaron a ser potenciales asesinos del escritor, convirtiendo a las masas pacíficas (que se levantan cada día, comen, duermen, llevan a los niños a la escuela: muy intransigentes todas, como puede verse) en turbantes con bomba. El dibujante aprovechó su mínimo intelecto para reflejarlo en un papel y conseguir ser un nuevo Rushdie, pero sin arte y sin ninguna gracia.

Hay dos elementos que conviene poner sobre la pantalla para entender mejor la situación: el primero es el papel de las potencias militares occidentales en el mundo islámico. Las reacciones coyunturales que aparecen de vez en cuando no podrían surgir con la misma intensidad de no ser por el esperpento, nada teatral por cierto, que se vive diariamente en Irak. Hay individuos que ahora se ponen la mano derecha en la cabeza, estremeciéndose ante las manifestaciones diarias, mientras con la mano izquierda aprietan el lanzador de mísiles del jet a propulsión. Y otros que pisan banderas danesas y aplauden a suicidas que se llevan por delante autobuses repletos de gente, invocando en los dos casos al mismo Dios. La mecha es muy larga, ciertamente, y habría que investigar quién la encendió primero. Otro elemento fundamental es la concepción radicalmente opuesta entre los actuales Oriente y Occidente. Mientras que el primero ha divinizado el dogma, el segundo lo ha hecho con la ley: y esta es una realidad inamovible, al menos en el siglo XXI. Y entender esta diferencia es clave para entendernos mutuamente: es imposible cambiar este estado de cosas, y por lo tanto hay que convivir con la contradicción. Desde mi óptica de ciudadano español no puedo defender un sistema basado en leyes divinas, con marcada discriminación en muchos ámbitos (la sexual sería la primera de ellas) y con un sistema nada democrático. Incluso defenderé mi opción racionalmente con empeño, de manera que las libertades de las que disfrutamos en mi país no sean puestas en duda o puedan sufrir el más mínimo rasguño. Y si alguna vez viajo a Irán, pongamos, me adaptaré a las normas que hayan decidido imponer allí, y si no me agradan, me quedaré en mi casa. Lucharé por mi espacio cultural, quizá desearé que los demás puedan acceder a algo similar, pero dejaré que cada uno se gobierne a su antojo: ni tiraré bombas en casa del vecino ni prohibiré aquello que aquí está completamente admitido. Y siempre preferiré cometer un error que rebajar el nivel de libertades para no repetir ese mismo error.

Mucho se habla ahora de encuentro de culturas o, desde el otro lado del precipicio, de enfrentamiento entre civilizaciones. Qué manía la de pensar en maximalismos siempre: o conmigo o contra mí. ¿Alguien ha pensado que quizá es mejor dejar que cada uno construya su camino, y que los puentes de concordia se tienden cuando nadie quiere imponer nada a su vecino, siquiera su visión de la realidad inmediata? ¿Con qué legitimidad se puede pedir que nos dejen publicar anatomías completas del cuerpo de Mahoma mientras invocamos el derecho de invasión en territorios milenarios? El respeto al otro, a la persona que tenemos enfrente o al lado, es quizá un buen inicio para todo el embrollo, sin que nadie me obligue a cambiar mi pensamiento por ello. La frase volteriana, algo manida ya, sigue siendo digna de esculpirse en mármol: no estoy de acuerdo en absoluto en lo que usted dice, pero daría mi vida porque usted lo pueda seguir diciendo. Yo creo que no daría mi vida por casi nada, pero quiero seguir teniendo el derecho de decidir sobre ella y sobre mi propio futuro. Incluso creo, humildemente, que Alá debe estar bastante de acuerdo en esto.

viernes, 3 de febrero de 2006

La literatura subterránea

Una de mis aficiones subterráneas, además de leer cuando viajo en metro, es la de fijarme en los libros que leen los demás viajeros. No puedo evitarlo, y quizá rompo con ello alguna regla no escrita de indiscreción excesiva, pero como un imán mis ojos son atraídos por cualquier objeto con páginas. El juego comienza con los dos o tres segundos iniciales de observación: tiempo suficiente para echar un rápido vistazo a la portada (a veces ni eso, al lomo solamente, pues la perspectiva desde la que se atisba un reflejo o un brillo obliga a un esfuerzo de cuello, a un requiebro de los hombros entre los apretujones) e intentar adivinar, con rápidas asociaciones del siguiente tipo, la lectura:

- Si este libro tiene el lomo negro, y además tiene un grosor muy pequeño, y si las letras blancas del lomo, ilegibles desde mi distancia, ocupan toda su longitud, y si quien lo está leyendo es una muchacha de mediana edad pero joven todavía, que a pesar de los traqueteos del vagón no levanta la mirada de la hoja (ergo le añade una clara pasión al hobby y busca una cierta calidad literaria que supere la inane comercialidad, pero sin llegar a bucear en los clásicos, y que por tanto debe comprar normalmente en las mesas de novedades de un Fnac, y se siente atraída por nombres ligados a un lejano exotismo), entonces, sin lugar a dudas, está leyendo Sueño profundo, de Banana Yoshimoto.

Cuando, tres o cuatro paradas más allá, la muchacha (bueno, tampoco es tan joven: mujer) se abre paso para salir del vagón, no tiene más remedio que acercar su libro al pecho y se manifiesta con contundente claridad la imagen de la portada, que me obliga a su vez a sonreír y a seguir con más afán si cabe con mi Bolaño. Tres segundos, no más. El porcentaje de aciertos suele ser sorpresivamente elevado, y quizá debería pensar en ir a uno de esos programas de televisión que muestran destrezas varias e individuos con aficiones rarísimas. A veces no puedo dar con el título exacto, pero me acerco lo suficiente como para concretar el estilo y el género (me sucede con los best-seller, cuya profusión me impide estar al día de todo cuanto se publica), y en cualquier caso hay unos parámetros mínimos que son los que me otorgan las victorias habituales:

  • Chico joven informal con mochila pero arreglado, normalmente sin gafas, poco peinado o despeinado a secas, soltero pero con relaciones ocasionales, un pendiente en una oreja: Grimpow, de Rafael Ábalos.
  • Mujer entre los treinta y los cuarenta, reloj en la muñeca, aspecto moderno y un punto seductor, lleva el “20 minutos” bajo el brazo y no siempre va con libro, levanta nerviosamente los ojos de la página y se fija en cualquiera que pasa por su lado o roza su pierna: Pasiones romanas, de Mª de la Pau Janer.
  • Chica que va por los veinticinco, camiseta Desigual y pantalón Bershka y bolso al hombro, se sienta correctamente (la espalda recta), nunca dice “perdón” cuando se levanta pero se abre paso con mucha discreción, pasa desapercibida como lectora aunque no como chica: Los aires difíciles, de Almudena Grandes.
  • Hombre o mujer indistintamente de mediana edad, tiene trabajo bien remunerado por su aspecto, a veces lleva auriculares con bossa nova, nunca viaja sin “El País” (se compra de lunes a miércoles todos los discos de Mozart) y mira mal a los que hacen gestos ostentosos o gritan, jamás votará a un partido de derechas: un libro de Anagrama los días pares, uno de Tusquets los impares.

Hace años que ya no veo a gente vieja con novelitas del oeste, que todavía se pueden encontrar en los mercados de segunda mano. Yo he llegado a emocionarme sinceramente viendo en un autobús a un señor con la novela pegada a los ojos, descifrando con mucha dificultad cada galope, cada disparo. Por eso, pese a la críticas que tantas veces hacemos a los que leen lo que nosotros jamás compraremos, la elección de leer y no limitarse a mirar la oscuridad del túnel merece todo mi apoyo moral. Y no es porque tenga que ser obligado: es simplemente que esa elección libre ha sido tomada antes de salir de casa (el libro bien metido en el bolso o la mochila) para distraerse en el recorrido y superar el simple vagar, el acontecer mundano, el diario ir y venir. Lo importante, como pretendía Conrad, es que gracias a la palabra escrita podamos oír, sentir y, sobre todo, ver, “captando una fase transitoria de la vida del torrente inexorable del tiempo”.

¿Hombre joven que camina hacia la madurez, canas que se esparcen, incrédulo y exigente, viajero y coleccionista, callado y sentimental? Un libro de Marías, sin duda.

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Entre Rushdie y esto, muy pocos años de diferencia y muy poco camino recorrido.