jueves, 24 de agosto de 2006

Alto en el camino

Por causas mayores, la senda no volverá a ser transitable hasta la primera semana de septiembre. Espero que en el reencuentro volvamos a reconocer caras, olores y sonidos, y acaso alguna nueva sensación. Hasta pronto.

sábado, 12 de agosto de 2006

En la cárcel

La visita estaba programada desde pocos días antes, así que no tuve demasiado tiempo para digerir la propuesta. Dije que sí sin pensar, más que nada porque uno no suele visitar cárceles en sus ratos libres y porque de ahí se puede sacar alguna experiencia vital de interés. Incluso literaria: Joyce Carol Oates escribó en cierto "Granta" la historia de una visita a un centro penitenciario de Estados Unidos, que le sirvió para recuperar una anécdota poco grata que le tocó vivir entre muros (decir entre rejas creo que no sería semánticamente correcto). Quede claro, en todo caso, que nada tiene que ver una prisión nicaragüense (la mejor de todas, por otro lado, y la más grande) con una norteamericana, y ya no por la infraestructura, sino también por el tipo de personas que la habitan.

Llegué con la excusa de un acto al que me ofrecieron asistir y que presidí desde una tarima montada en un gimnasio. De hecho era un salón polivalente para todo tipo de eventos, pero al fondo destacaba un ring limpio y bien conservado que debía ser usado por los reclusos en sus escasas horas de ocio fuera de la celda. Frente al ring, varias filas de sillas llenas de personas de todas las edades con un mismo color de ropa. Allí no había uniformes porque cada cual se trae lo que puede de casa, y en ese lugar todos usaban camisas, camisetas y pantalones de azul marino, aunque tuvieran inscripciones o dibujos (una camiseta en primera fila rezaba: "El rock es cultura, el regetón es basura"). Me desconcertó la pasividad y la atención prestadas por cada uno de estos presos a lo largo de la hora que duró el acto. No es que yo esperara algún motín aprovechando mi llegada o alguna fuga planeada desde meses atrás, pero esa indolencia era incluso más preocupante que la posibilidad de verlos moverse inquietos en sus sillas, mirando hacia todos lados como quien busca una salida imposible. Escucharon discursos aburridísimos y tres piezas musicales ejecutadas por sus compañeros, y al final fueron (fuimos) premiados con un refresco y un bocadillo de pan inglés. Cuando se dio por finalizado el evento, los que integrábamos la mesa presidencial bajamos, o yo seguí a los otros que bajaban, hasta donde seguían sentados los presos, inmóviles en sus sillas esperando una contraorden que les hiciera regresar a las celdas. ¿Qué se le dice a alguien privado de libertad en esas circunstancias? Aproveché que los músicos estaban ahí para felicitarlos por su labor (las interpretaciones fueron pésimas pero pensé que su labor serviría para algo positivo) y escuché lo que otros invitados decían. Desde el cuento de Oates pensaba que la norma en cualquier cárcel era no intercambiar miradas con los presos, pero aquí todo era interacción: ¡incluso estreché manos!

Ya en el exterior, mientras conversaba con un cura y un vigilante, los presos fueron saliendo en fila india y despareciendo en la lejanía, tras una cancha de baloncesto. También fue una sorpresa ver que en el transcurso de la actividad no se divisaban vigilantes armados alrededor. Es decir, que además de los pocos policías que merodeaban por el recinto, en el exterior no se distinguía ninguna vigilancia especial. El conjunto hacía pensar en una gran fiesta de fin de curso de un instituto, y es que incluso para acceder hasta el salón no tuve que franquear ninguna puerta blindada, acaso una verja con candado oxidado y una garita en la que sólo tuve que dejar mis datos.

Pero a mí lo que me interesaba de verdad era lo que, como simple hipótesis, podía venir a continuación. Yo quería ver la cárcel por dentro, y por eso estaba allí. Gracias a mi conversación con el cura (un evangelista francamente locuaz con un extraño cargo en el sistema penitenciario, pero por lo visto muy influyente) pude organizar una visita más extensa por las instalaciones. El alcaide, a quien saludé de manera breve, aceptó sin mostrar el más mínimo reparo, y nos dirigimos hacia una entrada lateral edificada con las mismas verjas y redes metálicas oxidadas que las que había visto hasta entonces. Tras cruzar dos o tres puertas, me encontré dentro de los espacios generales utilizados por los presos. Nada me separaba de los que vagaban por allí o esperaban su turno para acceder a algún servicio: hombres que saludaban con efusión al cura y que, de paso, me daban la mano también a mí.

Visitamos el hospital, bastante decente si se contextualiza en el ámbito geográfico en el que me hallo. Todo era producto de donaciones: material, medicinas, equipamiento. Entramos con excesiva rotundidad en las salas dedicadas a la atención personalizada, pero nadie se extrañaba: supongo que el concepto de privacidad debe ser casi inexistente en estos edificios y galerías que albergan a poco más de dos mil personas. Me contaron que las patologías más frecuentes son los hongos, los problemas digestivos y las insuficiencias cardíacas, descontando las enfermedades que se transmiten por vía intravenosa o sexual. Y hablando de sexo, cruzamos por delante de las habitaciones destinadas al contacto vis a vis entre los reclusos y sus compañeras. La escena, con parejas sentadas esperando su turno, tenía un aire de vieja película italiana algo deprimente, aunque para muchos esa espera supusiera el acceso a unos minutos de vano placer, tristemente fugaz.

Y llegamos a la biblioteca: una gran sala con mesas y sillas ahora apiladas pero que por lo general se encuentran dispuestas para permitir la lectura de libros con cierta comodidad (si es que el calor sofocante es compatible con la lectura, cosa que en mi caso, aun siendo lector enfermizo, pongo en duda). Pero me temo que ese lugar debe de ser un solar la mayor parte del día, y el hecho de que el mobiliario estuviera desubicado demuestra el poco énfasis que nadie ha puesto en reordenar la sala. Al fondo, un cristal corredizo en el muro permitía vislumbrar los volúmenes que se amontonaban con cierto orden en estantes de hierro: casi todos libros de consulta, enciclopedias, material escolar, dispuestos para el préstamo. Supongo que nadie debe entender la lectura aquí como un tiempo de placer: sólo los que estudian se obligan a sí mismos a dedicar unos minutos diarios al repaso, y me entristeció oír que los libros no podían salir de la biblioteca, nadie tenía derecho a llevarlos hasta la celda.

Al final, y sólo por unos instantes, traspasamos un umbral que escuece y que marca un territorio definido: las dos primeras galerías de celdas se abrían a mis lados como grandes hangares cerrados, en cuyos muros se alojaban cada pocos metros las rejas de cada dormitorio. A la derecha, la galería de extranjeros (me contaban que hay un español ahí, encerrado por un tema de drogas), jugando a fútbol en medio del largo pasillo y ajenos a nuestra presencia. A la izquierda, la primera galería de presos autóctonos, con una imagen desoladora, la que me llevé después en las retinas mientras conduje alejándome del lugar: varios jóvenes muy tatuados se apiñaban contra los barrotes y le hacían algunas demandas a los vigilantes, elevando la voz y con los rostros afilados, la mirada perdida. Notaron mi presencia, me miraron extrañados, nadie se dirigió a mí. Los observé unos segundos y cruzó por mi imaginación la posibilidad de estar ahí, tres metros de distancia, sólo una puerta de hierro de por medio. Me tiraron del brazo para que nos fuéramos, porque la visita ya terminaba: ni pregunté por la posibilidad de ver otras galerías, otras realidades más oscuras que ya intuía que comenzaban en ese lugar. Salí despacio pero con una rara sensación de alivio: crucé la última verja y miré por el retrovisor cómo se cerraba detrás de mí. Libre, pensé.

miércoles, 9 de agosto de 2006

La literatura catalana: una panorámica (y 2)

El reconocimiento de la literatura catalana en el siglo XX tiene, por encima de otras consideraciones, un género en el que confluyen los mejores aciertos: la poesía. Hay tres nombres en la primera mitad del siglo que tienen una altura incuestionable, alguno de los cuales incluso fue propuesto para el Nobel y, según cuentan las malas lenguas (las catalanas y las que no) hubo un arrepentimiento final por motivos estrictamente políticos, cuando el jurado ya casi tenía tomada su decisión. En cualquier caso, la anécdota no quita ni pone nada, y ahí están los libros con sus respectivas docenas de traducciones para comprobar la genialidad de Josep Carner, Salvador Espriu y Carles Riba. Sigo releyendo cada cierto tiempo sus versos y no deja de sorprenderme la profundidad a la que llegó su arte. Es cierto que hay unos temas de fondo (más en Espriu, mucho menos en Riba) que sin conocer la especificidad catalana, su idiosincrasia, su espíritu nacional tan puro –ay, si no fuera porque la política ha contaminado la palabra nación con el recelo, la envidia y el resentimiento- es difícil de abarcar en su magnitud. Pero nada que no se pueda conseguir con placentero esfuerzo, y lo mismo que debemos hacer ante un poema de Seamus Heaney, por ejemplo. Y por si esto fuera poco todavía hay dos nombres fundamentales, no tan completos pero que alcanzan instantes de alta magia: J.V. Foix (los setenta sonetos de Sol i de dol revelan una voz precisa) i la vanguardia imperfecta pero sugerente de Salvat-Papaseit. Y otros dos nombres (Joan Maragall, Joan Vinyoli) que, aunque alejados de mi interés formal, admiten cualquier defensa intelectual. ¿Hay alguna literatura que dé más?

La prosa no vive en este siglo pasado su mejor momento: no perderemos el tiempo si leemos a Mercè Rodoreda o a Llorenç Villalonga, pero hacían falta unas corrientes estéticas más comprometidas, grupos o generaciones que crearan obras con más vinculaciones formales. Hay mucho nombre suelto, muchas ideas vertidas sin correlación que al final, vistas con perspectivas, son retazos que en su individualidad pueden brillar pero que en conjunto adolecen de falta de homogeneidad. Como es lógico, esto no es culpa tanto de los autores como de una realidad sociocultural específica, que primero frente a un poder cercenador y luego frente a un sistema repartidor de prebendas no permite instaurar corrientes de pensamiento y de estilo que caractericen a una literatura como tal. ¿Qué tiene que ver una Montserrat Roig con Jesús Moncada, de la misma generación y los dos ya fallecidos con varios años de diferencia?

Dentro de esas individualidades, hay otro autor que asciende a lo más alto del podio con una riquísima prosa que no tiene comparación y que se erige en otra excepción más: Josep Pla. No es fácil ver elevarse la ironía y la socarronería a tales extremos, y es imposible dejar la sonrisa en casa cada vez que releo a este ampurdanés de boina calada (boina clásica, con el gusanito en medio) opinando sobre lo mundano y lo eterno. Esta prosa rayana entre el periodismo y el ensayo, prolífica y desmesurada, sigue a nuestro alcance para no ser olvidada jamás, para que incluso ex-presidentes del gobierno español (qué cosas) lo tengan como lectura de cabecera, para que periodistas como Arcadi Espada lo mantengan como ejemplo a imitar, para que la Cataluña más egocéntrica y ombliguista lo mire de reojo como un rara avis que no sabe en qué vitrina colocar (lo inclasificable escuece), y para que los institutos de secundaria lo sigan recomendando sin atrevarse a cruzar el carrer estret.

Para el cuento no hay pérdida: Pere Calders sigue siendo un maestro, a la altura de un Sergio Pitol. Fíjense lo que da de sí un Cervantes y las consecuencias que puede tener el escribir en lenguas más minoritarias: este caso me parece de cajón. Y Quim Monzó, bien auspiciado en sus traducciones castellanas por Anagrama, siguió la estela y tuvo algunos destellos de gracia. En este caso las comparaciones de editores vociferantes dieron al traste con la necesaria moderación: Monzó no es Kafka, tampoco Rabelais.

No quiero pasar por alto el teatro y las inquietantes historias surgidas del talento de Benet i Jornet. ¿Han leído, han visto representada la obra Desig? ¿Advirtieron ustedes ecos de Lynch, de Shepard, incluso de Allen? ¿O soy yo el que a estas alturas ya veo visiones?

No quiero decir nada ahora de Manuel de Pedrolo porque pienso enlazar su obra con el comentario del libro en el que ya estoy metido, nada difícil de adivinar y que, sin abrir demasiadas puertas nuevas y con bastante ruido, ha removido algo (siempre es bueno) las aguas mediterráneas de ese pedazo de tierra tan singular.

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Le dice Alfonso Guerra a Núria Espert en "El País": "Estaba con mi hijo en un parque. Yo leía un libro de poesía y él se sentó en mis piernas; y de pronto vino el perro y se echó a su lado. La poesía, el niño, el perro... Sentí que no había nada comparable a aquel sentimiento de felicidad que me entró súbitamente."

Poesía, niño, perro: sin duda, qué tremenda trilogía.

miércoles, 2 de agosto de 2006

Un año

A los que vienen y van, pero muy especialmente a los que se quedan

Aunque la columna de archivos de la derecha inicie la cuenta en el mes de junio de 2005, basta una rápida comprobación para percatarse de que el primer post con ínfulas literarias de La senda de los libros se lanza a la red un 2 de agosto, hoy hace un año exactamente. No les voy a abrumar ahora con números, bien modestos por otro lado y que no tienen ninguna pretensión de establecer competencias con nada ni con nadie: 89 jornadas con post, más de 12.000 visitas (incluyendo las de quien suscribe), un buen puñado de comentarios de lectores, y el mero hecho de existir, que no es poco.

Cuando aparece la idea de crear un blog, eso ya no representa ninguna novedad: por entonces ya eran infinitos los diarios personales y las páginas temáticas que se lanzaban a la red cada semana, y pretender hacerse un hueco ahí era una tarea monstruosa. La ventaja que tenemos los desquiciados por la literatura es que siempre acabamos buscando los espacios más extravagantes que puedan llenar nuestras ansias y, lo que es peor, los encontramos siempre: las librerías más remotas, los fanzines y suplementos más minoritarios, los ejemplares más raros, y ahora los blogs más inútiles también. Ojo: inútiles para la vida práctica diaria, la que da de comer y llena la cuenta hasta fin de mes, porque no conozco nada más útil para reconocerse a uno mismo y entender a los demás que un espejo (y tengo serias dudas sobre este instrumento) y un libro.

Así pues, la idea inicial de La senda era mezclar el concepto de diario personal, en el que uno anota sus andares y sus pensamientos en una libreta, y de crítica literaria. El resultado pretendía ser un diario de lecturas comentadas sin dejar de mirar alrededor y haciéndose eco asimismo de noticias sobre autores y editoriales. No creo que me haya alejado mucho de esa idea, aunque sí reconozco plenamente que hubiera querido ser más regular en las aportaciones. Para que un blog tenga un mínimo de seguimiento, un pequeño grupo de gente que de vez en cuando pasee por él, hace falta un acto recíproco de generosidad y alimentar el lugar sin que haya un lapso muy dilatado entre aportación y aportación. Increíblemente, y a pesar de todos los pesares, hay algunos amigos (la distancia y la fría red no me impiden llamarlos así) que nunca han dejado de transitar por la senda, ya sea en silencio o dejando huellas en el polvo. Yo también procuro hacer lo mismo con los blogs que algunas veces me han enseñado algo o me han obligado a abrir los ojos como platos ante palabras bien dichas: acudo a ellos con la inquietud del “qué dirán hoy en ese lugar”, con esa cierta mirada infantil del que descubre una caja cerrada con un regalo en su interior. Pensar que hay alguien ahí que algún día pueda visitar tu casa con ese mismo pensamiento es una buena razón para continuar la tarea.

De todos modos, como ya escribí alguna otra vez, la existencia o no de este blog no dependerá del número de comentarios que susciten los posts. Si sigo escribiendo es porque tengo esa necesidad y lo expreso con este formato que las nuevas tecnologías nos han brindado. Sin duda que podría hacerlo en una hoja de papel y guardarla en el cajón, pero quizá algo de lo que yo diga pueda interesar a alguien y ahí queda, guste o no. Y es que yo mismo soy un pésimo colaborador de blogs, y ni la falta de tiempo puede excusar mis silencios (que no desapariciones) de los hogares de mis vecinos, a quienes sigo y seguiré frecuentando.

De todo lo escrito en un año supongo que salvaría algunas cosas, que no pienso releer. Quizá los textos de los cuales me siento más satisfecho son los que menos repercusión han tenido, y esto debe de tener su lógica. El ruido y la furia han aparecido en contadas ocasiones, pero en general los intercambios de pareceres con los lectores han sido siempre cordiales: me alegro de que no haya aterrizado por aquí ninguno de esos seres que viven en internet y que han encontrado el sentido de su vida dejando millones de manchas por doquier, en los foros y en los blogs.

Y hablando de foros, no puedo menos que reconocer los antecedentes de la criatura: comencé mi participación literaria en internet en el extinto foro de Javier Marías, proseguí mis pláticas en El bosque, y acabé por montar mi propio jardín. Siempre con nombres distintos, y no siempre con pseudónimos. Esto ha sido parte del juego que en realidad también es la literatura: un juego de máscaras, de personajes que nacen y mueren, que quedan suspendidos en las últimas páginas de los libros, y que pueden reaparecer, o no, en el momento más inesperado.

No negaré que a veces cunde el desánimo, la posibilidad de cerrar la verja y echar el cerrojo, las dificultades para conectarme a internet en mis múltiples viajes por Centroamérica (he colgado posts en los hoteles y cybers más cochambrosos, en medio de gritos y turbamultas) pero acabo de cumplir un año y creo que ni cuenta me he dado, así que es posible que pasen otros y sigamos tan campantes. También puede ser parte de la narrativa implícita en este oficio: aquí estamos, y quien sabe mañana dónde.

Para finalizar con una sonrisa, les dejo algunas de las últimas palabras introducidas en google por algunos internautas y que les llevaron directamente a La senda de los libros: "cómo hablar de uno mismo", "trucos efecto despeinado chicos", "nick en chino mandarín", "baldosas blancas", "Síndrome de Lolita", "caravana detrás del cámping Estrella de Mar". Como ustedes comprenderán, esto último sí me llegó al corazón.

El pastel, a la salida.