miércoles, 6 de septiembre de 2006

Escarcha en la piel

Había una expectativa alta, para qué negarlo, al afrontar la lectura de La pell freda, el inimaginable éxito de Albert Sánchez Piñol, y no tanto por sus más de veinte ediciones y 100.000 ejemplares vendidos en catalán cuanto por las palabras elogiosas de ciertas personas. Y no hablo de Vila-Matas (“Me persigue después de haberlo leído. Un libro espléndido”) ni del editor de Frankfurt que quizá había tomado algo esa noche (“Es la maravilla de las maravillas. Estoy completamente fascinado”): hablo de gente que antes ha hablado bien de autores que para mí ya son obligados, alguno de los cuales ha transitado ya por esta senda, y en cuyo criterio confío.

Lo dicho: iba yo con la esperanza de encontrar una pequeña revolución en las letras catalanas, tan faltas de patadas en el culo a tanta mansedumbre nacional y tan ensimismadas en su lengua que pareciera que todas las novelas hablan de los mismo. O sea: de sí mismas. El gran problema de muchos autores es que por el mero hecho de escribir en catalán (subvención mediante) ya han convertido la literatura y su lengua en un fin en sí mismo. Hacían falta al menos estas páginas para reivindicar una escritura de la que el lector excluye toda connotación lingüística, sabiendo que aquello que lee podría haber estado escrito en neerlandés. Es esta una obra que rompe fronteras, y no es poco en este pequeño microcosmos humano.

Pero, ¿hay algo más aparte de esta característica externa al argumento? ¿Hay material para reconocer a una nueva pluma brillante? ¿Es Sánchez Piñol el nuevo novísimo de la literatura catalana? Mucho me temo que seguiremos a la espera después de leer, no sin perplejidad, más de 100 páginas de la novela.

El arranque de La pell freda no puede ser mejor: la expectativa que crea el primer capítulo, apenas 20 páginas, hay que anotarlo en los méritos del autor. Juro que a mí me dan a leer esos párrafos en unos folios anónimos y apuesto una buena suma a que son de Conrad. Es más: creo que es imposible leer esas primeras páginas y no pensar en Conrad, y no me imagino a Sánchez Piñol escribiéndolas sin tener a su lado un ejemplar de algún libro marítimo de Conrad. Esto es un elogio, claro: no es tan fácil recrear a los maestros y montar una trama novedosa a partir de clásicos, contemporáneos o no. La descripción de los paisajes y la charla escueta con el capitán del navío nos permiten adentrarnos en los rasgos morales de los personajes, superando el mero realismo para construir una mágica escena que trasciende un tiempo y un lugar. Lean, por ejemplo (la traducción es mía):

“Si alguna cosa lo definía [al capitán] eran los ojos. Cuando miraba a alguien no existía nada más en el mundo. Ponderaba a los individuos con criterio de entomólogo y las situaciones con carácter de experto. Algunos confundirían esto con la severidad. Yo creo que aquella era su manera de aplicar los ideales tolerantes que escondía en la recámara de su espíritu. Nunca confesaría su amor al prójimo con palabras, pero a él dedicaba todos sus actos”

Y así sucesivamente, mientras el barco avanza hacia una isla remota fuera de las líneas comerciales en la que el protagonista piensa descender, para dedicarse durante un año a observaciones atmosféricas. Esa construcción es también la construcción del miedo: una buena lección de cómo a través de la literatura se puede conformar una emoción y transmitirla al lector, a sus poros o a sus hormonas. Técnicamente, la frase corta y precisa (a veces con un dudoso gusto por las comparaciones forzadas) ayuda a engarzar la forma y el fondo, a crear una atmósfera cómplice que esconde más de lo que enseña.

Pero el segundo capítulo es un bandazo tan escolar, tan perfecto en su ejecución, que deja al aire una carta marcada. Podría ser un fullero inocente, y que en toda la baraja sólo tuviera ese naipe trucado: pero cualquiera pone sus sentidos alerta dispuesto a no dejar pasar otra trampa. Y es que para justificar el hecho de por qué ese hombre está allí en ese momento debe recurrir a su pasado y contarnos una historia, más que irrelevante, sobrera: el lector necesita en todo caso que algunas pistas a lo largo del libro le puedan ayudar a conformar una vida completa, pero no a tragarse un who’s who para nada creíble. Una verdadera lástima: todo lo que Sánchez Piñol ha conseguido con maestría a lo largo de un breve capítulo desaparece en una chistera cuando se torna ejecutor formal, didáctico, aburrido, en suma.

Ese parche en el pantalón que supone el segundo capítulo podría obtener un zurcido completo y así olvidarnos del roto: para eso quedan trescientas páginas por delante, y los ecos del primer capítulo todavía resuenan. Pero un nuevo error, y éste ya sí definitivo y no sujeto a un solo capítulo, viene a definir lo que el libro va a ser a partir de ahora: Sánchez Piñol abandona el crescendo de tensión y la magia de lo aún por contar para abrir cortinas, telones y paredes falsas y mostrarnos al desnudo el supuesto horror del decorado. A partir de aquí nace una novela de monstruos, batallas y disparos con la que, posiblemente, hubiese gozado de lo lindo a mis tiernos quince años. Es inaudito ver cómo un escritor pierde la lógica del suspense y se aboca desaforado hacia las más fáciles vías del grito y de la sangre, y es más inaudito todavía saber que esto provoca escalofríos al mismísimo Pere Gimferrer. Estoy por recomendar un Stephen King a todos los seguidores de Sánchez Piñol: al menos el estadounidense nunca engañó a nadie, que se sepa, y le dijo terror al terror. Pero La pell freda quiere beber al mismo tiempo de lo fantástico (Lovecraft?), lo horrendo, lo misterioso y lo salvaje, y la sangre siempre mancha más que cualquier anhelo de detective inglés. El trasfondo de la isla solitaria, las brumas, el bosque y el faro quedan como un mero decorado para dejarnos a todos mucho más que fríos.

Y no creo para nada que esta sea una mala novela. De hecho, no pienso dejar a medias su lectura, porque no creo que la trama aguante un cíclico combate nocturno y un reposo diurno durante 300 páginas y no sé cuantas jornadas, y supongo que quizá otro giro inesperado pueda relanzar el asunto. De momento, la acción arrasó con todo y habrá que ver si Sánchez Piñol, a su vez, logra acabar con ella.