jueves, 27 de diciembre de 2007

Los restos del 2007

Aprovecho este último post del año para pasarme por el Moleskine de Ivan Thays y hacerme eco de una divertida lista: los mejores eventos del 2007 en el ámbito literario, que aparecen en una columnita a la derecha. Ni falta hace decir que tienen un sesgo marcadamente latinoamericano, pero me sirven para hacer un poco de balance a mí también de lo que ha dejado de sí este año que se nos muere.

Yo he votado, sin pestañear, por el éxito absolutamente impredecible de la novela de Vasili Grossman, Vida y destino. Dejando aparte los óbitos naturales o más o menos asumibles de escritores de todo pelaje, el éxito de un libro tan fuera de los cánones y la modas merece ser recordado como un hecho importante: al fin y al cabo, si de leer se trata, qué mejor que considerar un éxito este boom de ventas y no cualquier evento de artificios y canapés. El lector apostó y decidió, y pocas veces una decisión tuvo tan alta dosis de sentido común.

En la lista hay eventos locales que jamás cruzarán una frontera: la Feria del Libro de Lima quizá influyó mucho a los limeños, pero me temo que ni eso. Bogotá39 sirvió para reunir a un puñado de buenos escritores jóvenes, pero la promesa sigue abierta. La Feria de Guadalajara fue la Feria de Guadalajara de todos los años, así como la Navidad llega imperceptiblemente cada 25 de diciembre. ¿Hay en serio un equipaje que llevarse de tanta fanfarria? ¿Hay, más allá del mercadeo editorial, un cúmulo de enseñanzas que los autores puedan sacar de estas ferias de vanidades?

Los premios, otro apartado eterno de greatest hits, comprende el Nobel más aburrido de los últimos tiempos, no tanto por la calidad en sí de la premiada, sino por la sensación que deja de unos académicos estancados en la novela más canónica. Cierto que otros años ha habido escapadas hacia ninguna parte (Jelinek), pero eso no hace más que sumar cierto caos a un premio que hace años que ha perdido el rumbo. El Cervantes de Gelman tampoco debe causar excesiva sorpresa, conociendo el perfil de anteriores galardonados y a la espera de que las generaciones de 1950/60 alcancen la edad suficiente para ser merecedoras del reconocimento. Una vez más, el Herralde pone el ojo en Latinoamérica, que tan buen resultado ha dado con los casos de Pauls o Bolaño en su día, aunque el efecto pretendido ya resulta un punto artificial (véase el aburrido Cueto como ejemplo de la necesidad de continuar una línea que no halla Bolaños en cada temporada).

Que en una lista así todavía pueda aparecer un cumpleaños de Gabo pone de relieve lo difícil que es superar lugares comunes: no hay periódico en el mundo que no hablara del hecho, como si no pudiéramos seguir leyendo sus viejas y excelentes obras sin tener que estar soplando velitas a cada rato. Y, en fin, que Bolaño ya tenga éxito en Estados Unidos también demuestra el largo despertar de ciertas civilizaciones, encerradas como marmotas en invierno y tan poco atentas a lo que ocurre unos quilómetros al sur.

Quizá al final resultará que la noticia más relevante sea el atinado texto de Horacio González, del que el Moleskine se hace eco también en un post, y que anticipa la prematura muerte de los blogs: "¿Una era del posblog? En este último caso, me refiero a una nueva etapa que permita rehacer la responsabilidad pública en la escritura, una suerte de era pos blog, donde se piense nuevamente la inevitable combinación entre escritura personal y escritura pública."

Pensaré sobre ello en 2008, y lo contaré en el blog.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Un asco exquisito


Tenía por lo menos tres razones para leer este libro. La primera enlaza con mi interés evidente por conocer la literatura de autores latinoamericanos, a ser posible minoritarios y fuera de los circuitos más públicos. Quizá esto último no sea del todo cierto en el caso de Castellanos Moya, ya bastante familiar para los más atentos a lo que ocurre en ese continente, y quizá lo de latinoamericano también le venga pequeño: el autor nació en Honduras, se crió en El Salvador, pasó su juventud en México y acabó viviendo en los Estados Unidos. Ante tal movimiento perpetuo no puedo menos que esbozar una sonrisa y sentirme muy próximo a este apátrida desconsolado.

La segunda razón radica en el subtítulo de la novela: nada menos que "Thomas Bernhard en San Salvador", o sea, una correlación imposible que puede ser suficiente para atraer mi mirada a una portada así en La Central del Raval. Si hay una ciudad imposible en el mundo esa es San Salvador, que he recorrido en los últimos años de pies a cabeza, y si hay un autor maldito por excelencia ese es Bernhard, a quien escogería si alguien pusiera un revólver en mi sien y me obligaran a recitar los cinco novelistas más importantes del siglo XX.

Si todavía me faltara una razón más, esa la encontraría en la nota final del libro, un pequeño epílogo de Roberto Bolaño que loa las bondades de la novela. Tírense de cabeza a la piscina si una obra latinoamericana viene con el espaldarazo de Bolaño, conocedor como pocos de todo lo que se cocinaba en ese pedazo de tierra.

El asco es una novela de poco más de 100 páginas escrita en un único párrafo, un largo monólogo de un tal Edgardo Vega (nombre ficticio de un individuo real, aunque cueste creerlo) que se cita en un bar con un trasunto del autor. Edgardo es un salvadoreño exiliado por convicción que se ve obligado a regresar a su pútrida patria por el fallecimiento de su madre. Ese retorno, amparado por el hermano que todavía vive en el país, se convierte en una verdadera pesadilla para él: una pesadilla imaginada por la enfermiza mente del mismo Edgardo, que convierte todo cuanto ve y le rodea en ejemplos de la más absoluta bajeza moral. La realidad de El Salvador le supera y se convierte en el más acérrimo crítico de sus ciudadanos y sus costumbres.

El efecto de la narración, del ritmo del monólogo y de su sintaxis es demoledor. Lo que comienza como críticas divertidas y más o menos asumibles (la diatriba contra la marca de cerveza nacional, Pílsener, es regocijante) acaba siendo un catálogo de torpedos contra todo lo que se le pone por delante: la educación y las universidades salvadoreñas, los periódicos salvadoreños, la comida salvadoreña, los monumentos y la cultura salvadoreña, las noches de fiesta y juerga de los salvadoreños. No hay títere que quede con cabeza: según la solapa, Castellanos Moya tuvo que exiliarse del país una vez publicada la obra, y se entiende cuando nuestras sociedades siguen siendo incapaces de comprender la diferencia entre la ficción y la realidad.

Además del discurso próximo a Bernhard, es imposible no acordarse de otra gran novela anterior publicada en 1995 (la que nos ocupa es de 1997) por J.A. González Sainz, Un mundo exasperado, que fue premio Herralde. Las fórmulas superlativas recuerdan el discurso del protagonista de esa obra, incapaz de ver aspectos positivos en una sociedad que arrastra sus días con telenovelas, perros que no dejan dormir por las noches, jóvenes imbéciles que pasan sus fines de semana en discotecas y señoras gordas y maleducadas. La exageración, a medida que avanzan las páginas, mantiene el listón a una altura tan elevada que no hay lenguaje capaz de ir más allá de lo que dice la página 17:

"el lugar más insoportable que pueda existir" (pág. 17)
"una barbaridad de tales dimensiones" (pág. 36)
"no hay nada que me resulte más detestable" (pág. 44)
"lo más calamitoso de todo, lo que resulta una ignominia descomunal" (pág. 60)
“nunca había sentido una náusea de tal envergadura” (pág. 117)
“nunca había visto mujeres más lamentables” (pág. 119)

Y podría escoger otras docenas de ejemplos al azar que sitúan cada experiencia como la peor, la nunca superada en decrepitud. Ni falta hace decir que San Salvador no es esto, pero a los ojos del protagonista lo puede ser e incluso llegar a ser creíble su discurso. Tampoco está de más apuntar lo obvio, y es que un libro así puede ser escrito sobre cualquier ciudad del mundo: pero no basta con hacer un listado negro de las necedades que nos asolan, sino que al menos hay que escribir tan bien como Castellanos Moya.

La novela funciona, e incluso añadiría que merece la pena leerla: este lenguaje provocador y ajeno a las modas literarias también es un soplo muy fresco para los que buscamos con ahínco romper con el realismo mágico tan pretérito. Yo también soy, como todo defensor de Bernhard, un lector levemente enfermizo a quien este tipo de contundencia verbal le parece un hallazgo retórico. Eso sí: después regresen de nuevo a Bernhard y sigan gozando como siempre de lo sublime.

lunes, 17 de diciembre de 2007

La mujer de Huguenin y 6: El primado de la rosa

Para lennonmacartney, lector

Este malévolo cuento cierra la antología de M.P.Shiel que hemos ido desgranando hasta aquí. Quizá no sea azaroso que cierre el volumen, y es que reúne dos de las características que se han alternado en otras historias: el misterio susurrante que corteja con el terror más clásico y la ironía indisimulada en los díalogos y las acciones de los protagonistas. Hay algunas intervenciones francamente divertidas:

-París es a Londres lo que un diccionario de a chelín es a la Enciclopedia Británica. Todo está en Londres.
-Excepto París -dijo Crooks.


El argumento principal del cuento se introduce en el mundo de las sectas y las sociedades secretas, aquellas sobre las que todos hemos leído algo alguna vez (los francmasones, los rosacruces...) pero cuya existencia nos sigue pareciendo ajena a este aburrido mundo. Crichton Smyth pertenece a una de esas sociedades ultrasecretas, cuyos miembros han sido históricamente dieciséis, ni uno más ni uno menos, y cuyas actividades nunca acaban de dibujarse en la historia con suficiente claridad. E.P. Crooks , que mantiene un romance con la hija de Smyth, se siente cautivado por este grupo sectario y durante meses importuna al miembro de los "Amigos de la Rosa" para que le cuente datos sobre la sociedad.

Resulta cuanto menos curioso este interés humano por determinadas congregaciones, como fue gráfico hace unos años el renacimiento que hubo de todo lo templario y cuanto a él hacía referencia. El primado de la rosa crea dos líneas argumentales paralelas: el noviazgo fatal entre Crooks y la hija de Smyth, y el interés del primero por introducirse en el submundo de lo oculto: ni qué decir cabe que ambas historias convergen al fin en un desenlace redondo.

Los mejores párrafos del cuento se hallan en el trayecto guiado hacia un destino misterioso: Smyth, ante la insistencia de Crooks, acaba por descubririrle un día la existencia de "cierto apartamento en algún lugar de Londres". Su ubicación exacta sólo es conocida por uno o a lo sumo dos componentes de la secta, y así ha sido durante quinientos años. Al acceder Smyth, tiempo después, al puesto de Primado de la Sociedad (cargo superior que hereda tras la muerte del anterior primado) se hace con el conocimiento de ese habitáculo y termina por corresponder a las súplicas de Crooks. Es ahí cuando éste inicia un breve itinerario iniciático, con los ojos vendados y de noche, en carruaje o a pie por algunas calles secundarias de Londres: son estos pasajes lo más certero del relato, creando Shiel un progresivo desasosiego en el lector, que se situa en la perspectiva de Crooks y mira lo que no ven sus ojos ciegos, atrapando con sus otros sentidos cada detalle de la ruta (una campanada horaria, unas pisadas sobre adoquines mojados, el ruido de una máquina) como elemento para saber en qué barrio o zona estamos. Al fin, tras acceder por extraños y siniestros pasillos a habitaciones subterráneas, se desvela el desenlace y el motivo real de la visita.

Este primer libro editado por el Reino de Redonda es un buena recopilación de historias escritas por su primer monarca. Quizá por su imaginativa trama, entre todas ellas, me quedo con El aciago sino de un tal Saul, que ahora se me antoja casi como una mezcolanza entre Verne y Stevenson. El volumen se cierra con varios apéndices bilingües referidos al autor y a la realidad actual del propio Reino, que Xavier I ha querido compartir con sus lectores (que no súbditos) y con los alcatraces, lagartos, gaviotas, cabras y ratas de la isla.
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Sábado 15, FNAC Plaza de Catalunya, 18,30h. Cientos de personas rebuscan entre pilas de libros para hallar el regalo perfecto de estas navidades. Me fijo un rato en los mecanismos de decisión de la mayoría, que se guían tan sólo por un título agresivo o divertido, o por un dibujo o fotografía de portada impactantes. Así como en la sección de música casi todos saben discernir entre un Springsteen y una Chenoa, en la de libros lo mismo sirve un Millás que la recopilación de los mil mejores postres con chocolate de la historia. El informe PISA debería haber comenzado por aquí: el supermercado de la lectura indica, con desgarradora transparencia, que la elección de un buen libro es una dificultad insalvable para muchos compradores, inermes ante la avalancha indescifrable de la palabra escrita.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Reivindicación (o casi) de Agatha Christie

Ya que venimos de la montaña y todavía estamos bajo los efectos de la laxitud, bueno será ponernos intrascendentes y recuperar a una autora denostada por muchos y considerada, al menos, como algo ajeno a la literatura de calidad. Agatha Christie no puede dejar indiferente: o se la ama y se leen sesenta o setenta de sus novelas a lo largo de una época de nuestra vida, o se la detesta y se la juzga como un apéndice de los bestsellers al uso. También sus ediciones españolas clásicas contribuyeron al funambulismo: entre quiénes consideraban los diseños de Molino como pequeñas obras de arte del diseño y los que veían esas novelitas como subproductos de quiosco para jubiladas eternas, hay un vacío sin red.

Salí hace más de una semana a pasear por Barcelona y me metí en la librería de viejo de la calle Canuda. (Por cierto: una vez dentro me enteré de que su sótano, que alberga parte de la mercancía, parece ser un lugar de cierta fama gracias a la evocación lireraria que hizo de él un tal Ruiz Zafón, que quizá les suene). Aparte de conseguir algunos volúmenes de los que ya había perdido la pista me agencié un librito más (creo que el décimo de mi biblioteca) de Agatha Christie: fue un ramalazo inmediato, aprovechando que el montón de ejemplares se encuentran muy a mano y justo en la entrada del local. Conocidas por todos mis proverbiales rectitud y detallismo, no compré uno cualquiera sino El enigmático Mr. Quin, que siguiendo el orden de la lista de obras publicadas en cualquier contraportada de la colección, era la siguiente que faltaba en mi colección.

La fortuna quiso que precisamente esta obra sea un pequeño modelo de todo lo escrito por la autora, o mejor, una novela paradigmática que resume con precisión las constantes de Agatha Christie. Más que de una novela, se trata de una colección de casos criminales reunidos por capítulos y cada uno de los cuales podría ser a su vez motivo de una novela por sí mismo, sólo añadiendo descripciones, algunos personajes secundarios y diálogos más complejos. Basta con leer un sólo capítulo para hacerse una idea cabal de lo que pretendía esta autora: un juego de deducción entre ella y el lector para conocer quién es más inteligente, si la que esconde el nombre del criminal o el que consigue descifrarlo antes del último capítulo. Este tour de force es el que justifica la existencia de este tipo de literatura, porque a quien no pretende nada más, tampoco nada más se le puede pedir. Pero a mí siempre me han gustado los crucigramas y después los sudokus, así que es obvio que me pueda atraer en determinados momentos la obra criminalística inteligente.

La secuencia de cualquiera de los capítulos (y por extensión, de cualquier otra novela) es constante: varios personajes se nos presentan e interactuan a lo largo de pocas páginas. Las descripciones son someras, pues sólo interesan los detalles que los puedan identificar. Alguien de ellos es asesinado en circunstancias que plantean muchas dudas y problemas de apariencia irresoluble. Otro personaje, llámese Poirot, Marple o Tupence, va sacando conclusiones a partir de interrogatorios y hallazgos en la escena del crimen. Pero la clave del acierto de las novelas la expresa en El enigmático Mr. Quin el personaje de Satterthwaite, quien admite que Mr. Quin tiene "la misteriosa facultad de mostrarle lúcidamente cuanto haya usted podido escuchar con sus propios oídos". O sea: que la trampa es poca, ya que todo lo que se describe en la primera parte de cualquier novela basta para deducir su conclusión, y es el lector, incauto, el que no sabe recomponer las piezas del puzzle.

Aquí lo que cuenta es la ingeniosidad, y participar del juego para adultos como si nos fuera la vida. Cualquier otro acercamiento a Agatha Christie es desmotivador, incluso la propia lectura de unas ediciones plagadas de erratas y de malas impresiones, de letras que bailan y hojas que amarillean peligrosamente. Pero debe ser parte del juego también: el par de euros que me costó el libro de segunda mano compensa la inversión: los cincuenta ya me los gastaré, Vallcorba mediante, en los ensayos de Montaigne.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Pausa

Tomo un recodo de la senda por unos días y me llevo sólo libros, lejos de computadoras e internet. Montaña, bosques, ríos y mucho camino por delante. Regreso a la civilización el día 10 de diciembre.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Salón de peluquería

Entre los agravios históricos de la ciudad de Barcelona está el de no haber podido consolidar jamás un buen Salón del Libro. Créanme: los intentos han sido múltiples e incluso esforzados, pero esta ciudad (que lee bastante, sólo hace falta ir en metro para saberlo) no puede disponer de una feria destinada a dar a conocer el producto anual de las editoriales. Entre el 21 y el 25 de noviembre se realizaba una nueva edición de un Salón del Libro que nadie conoce pero que ahí está, aguantando el tipo hasta que la fórmula sea sustituida por otra y así sucesivamente. Sea como fuere, la tarde del sábado me presenté ante las puertas del pabellón para comprobar, una vez más, que la industria editorial no cree en este tipo de eventos organizados en su propia ciudad.

El acceso al recinto fue una prueba que desanimaría al más convencido. Probablemente, yo era el primer individuo que pretendía entrar pagando al salón: todas las personas que cruzaban el control de seguridad tenían invitaciones en sus manos, y cuando saqué mis euros del bolsillo el muchacho que me atendía no daba crédito. El interrogatorio que me hizo fue toda una declaración de principios: ¿Pero no tiene usted el carné de bibliotecas? No. ¿Y el carné del Barça? No. ¿El carné joven? Ni mis canas hicieron mella en su intento de que yo entrara sin pagar (¿dónde se ha visto, pensaría el jovenzuelo, desembolsar unas monedas para ver unos cuantos volúmenes en estanterías? ¿Cómo le explicaba que yo resido con un pie en América y otro en Europa, y que por ello no puedo tener carnés absurdos?). Por fortuna, y me imagino que para agilizar la cola, la persona que iba a mis espaladas me ofreció una invitación que le sobraba.

El salón sólo ocupaba un único pabellón de la Feria de Barcelona, lo cual ya es bastante sospechoso. A primera vista la disposición de los stands se correspondía con la de cualquier feria al uso, pero un primer paseo daba cuenta del tipo de editoriales que estaban presentes: algunos grandes grupos empresariales (Planeta, SM, Círculo de Lectores), un puñado de pequeñas editoriales minoritarias y casi todas en lengua catalana, y paradas con ediciones de libros vinculadas a instituciones públicas (gobiernos autonómicos, diputaciones). La lista de expositores del programa de mano es completamente engañosa: casi una tercera parte son revistas culturales que sólo presentan un ejemplar de muestra. Ni rastro de Anagrama, El Acantilado, Tusquets, Cátedra, RBA, Plaza y Janés, Quaderns Crema, Alfaguara, Hiperión, Austral, y un larguísimo etcétera de empresas que son la columna vertebral de la edición en este país. O sea, un Salón del Libro sin libros, por mucho que los anuncios previos hablaran de centenares de editoriales presentes y de no sé cuántos miles de títulos a disposición.

Ni falta hace añadir que varios stands estaban destinados a ofrecer absurdos juegos para los niños, a servir cafés letales para el estómago o a vender (el límite de la desfachatez) gominolas y piruletas por si entre pasillo y pasillo nos entraba el antojo. Propongo para la próxima edición salones anejos de masajes y peluquería, para aprovechar el tiempo y darle al lugar el tono acorde que se merece. En un lateral se reconstruyó parte del stand que sirvió para presentar la cultura catalana al público de Frankfurt: y digo parte porque imagino, optimista como soy, que ese engendro sólo era una miniaturización del despliegue que se realizó en la ciudad alemana. Unos metales en forma de libro abierto colgados del techo, una televisión repitiendo una y otra vez el tontorrón discurso de Monzó, otras pantallas que reproducían entrevistas a escritores catalanes, y poco más. En definitiva, que uno iba ya de salida cuando se me ocurrió mirar el programa de actividades: recital comentado de Joan Margarit a las cinco de la tarde en el café de las letras.

Como tampoco hay indicadores por ninguna parte, busqué durante varios minutos el dichoso café: vi que la grosería ya no tenía límites al entender que unas cuantas mesas y sillas era el lugar acordado, y palidecí al pensar que en ese espacio iba a declamar el amigo Joan ante el ruido incesante que surgía de todo el pabellón. David Castillo, el moderador, pensó con tino que lo más óptimo era unir el recital de Margarit y el de Feliu Formosa, previsto para las seis, y salir del paso lo más raudo posible.

No era fácil, pero Joan Margarit siempre tiene la facultad de hacerme reconciliar con todo. Ni la pésima sonoridad, ni la incomodidad del sitio, ni el entorno fantasmal rebajaron la fuerza que tiene su poesía y sus intervenciones. Recordó que sólo en una ocasión tuvo que hacer frente a un recital en condiciones todavía peores: en la estación de Portbou, donde se suicidó Walter Benjamin, mientras los trenes cruzaban por su lado y en una comisaría de policía que había al lado se interrogaba a gritos a los detenidos. Joan estuvo pletórico, también como siempre, y contó anécdotas jugosas como la del viejo edificio en el que vivía de pequeño, en plena plaza Calvo Sotelo (hoy Francesco Macià, pero reivindicó el antiguo nombre porque allí siguen habitando los mismo fachas de toda la vida): en ese edificio tenía su apartamento Gironella, que en esa época escribía por las noches Los cipreses creen en Dios al tiempo que iba lanzando colillas al patio del chaval Margarit; debajo, el señor Lara comenzaba a crear su editorial con cuatro duros, y todavía en el entresuelo una niña a la que llamaban Tita correteaba por la escalera, sin saber que un día se convertiría en baronesa de Thyssen.

Pero lo mejor de Joan Margarit es su sentido común y su realismo al hablar de literatura: no entiende la interrelación de las artes, algo al parecer tan moderno (arquitectura poética, literatura musical, teatro pictórico) y reivindica una poesía poética, que es lo más difícil. Para escribir poesía hay que tener, principalmente, una vida: e implicarse en ella hasta el fondo, porque de allí sale el sentido de todo verso. Esa es la razón por la que Joan escribe mucho y es capaz de publicar un libro anual: él vive y se desvive por los demás. Se despidió contra todo pronóstico con un poema de Machado, para dar a entender que la mejor forma de comprender la poesía es leyéndola, y que toda la historia de la filosofía ya está encerrada en tantos libros de versos. David Castillo, haciéndose perdonar por el desaguisado, recordó la razón de la separación de los Beatles, cuando ya cada uno tocaba por su lado y no eran capaces de saber qué canción acababan de interpretar: antes de que nos pasara con los poemas de Maragrit y Formosa (el ruido ya era un vendaval) nos marchamos entre aplausos.

Salí reconfortado, sabiendo que unos poemas habían justificado completamente la visita y esquivando la larga cola que se había formado ante la mesa en la que, minutos después, firmarían libros Millás y Boris Izaguirre. Puse pies en polvorosa, claro.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Contra Littell, por supuesto

¡Ya tardaban! Mi sosegada y nunca bien ponderada ecuanimidad comenzaba a impacientarse a la vista de que llevábamos ya más de un año desde la publicación del libro en Francia, y unos meses desde la llegada de los primeros bosquejos traducidos o notas de prensa, y dos ya desde que los primeros ejemplares de RBA iban cayendo en nuestras principales librerías. O sea, que el libro del año llevaba ya mucho tramo recorrido ¡y todavía no habían aparecido los insobornables e infaltables críticos españoles para cargarse la novela tout court!

Yo no daba crédito, claro: no conozco un solo caso en la historia de la literatura mundial en el que todo libro con un cierto olor de éxito comercial (ya sea obra maestra o puro artificio) no haya tenido su espejo deformante inmediato, su aguafiestas necesario. ¿Qué sería de la literatura sin ellos? Por fortuna, dan mucho juego y deben ser parte indispensable de la existencia de los mismísimos blogs literarios, pues algo hay que decir cada día. Algunas veces han servido, esos agoreros, para avisarnos convenientemente de la existencia de papel reciclable al estilo Dan Brown, y cuánto se agradece habernos apartado de la inercia de la masa que acudía a su librero a por el volumen. Pero también, tantas veces, han despotricado contra las novelas de Eco, de Marías o de Vargas Llosa, tanto da: si había indicios de ventas superlativas, había que sacar el cuchillo y destripar portadas, sobrecubiertas y páginas interiores, no fuera a ser que nos identificaran con compradores de esos libelos de tanto éxito. Ya saben: la gente es tonta por lo general, y si demasiada gente se pone de acuerdo en algo, la tontería se acumula y nos puede contagiar (¡a los que no somos tontos!).

Pues ya tardaban, digo, a sentenciar el libro de la temporada y a convertirlo en el bluf del siglo: con un año de por medio desde su nacimiento, lo más atinado hubiese sido aprender francés y leerse Les bienveillantes, que tiempo había. Pero al fin, Juan Bonilla ha vuelto a poner orden en la casa y se pregunta, con la retranca también habitual en estas ocasiones, quién es el autor intelectual de Las benévolas. Una vez leída la obra, Bonilla se extraña de cómo una "prosa nada fresca, a menudo confusa, poco dotada para enganchar a nadie" se haya convertido en la sensación de las letras francesas y más allá. Y encima con 1.000 páginas y con un mensaje como mínimo sospechoso, atrayendo al lector hacia el siempre lodoso terreno de las causas del mal y convirtiendo al asesino en un ser humano como tú y como yo.

Confieso que soy incapaz de definir qué es aquello "que engancha a alguien": quizá habrá sistemas razonables, que dejo en manos de los técnicos, para penetrar en la psique de un lector y conducirle por el campo que un autor ha trillado previamente. No tengo ni idea por ahora de si yo me engancharé a Las benévolas: lo que sí sé es que mi 25 euros invertidos (miento: 23,75 en mi ejemplar de la FNAC) lo han sido gracias a algunas de estas consideraciones:

Mario Vargas Llosa: "Son páginas que quitan el habla".
Le Nouvel Observateur: "Nunca en la historia reciente de la literatura había mostrado un debutante tal ambición de propósitos, tal maestría en la escritura. (...) Una nueva Guerra y paz".
Jorge Semprún: "El acontecimiento del siglo".
Lire: "Todo un shock... Páginas dotadas de una fuerza increíble, de una diabólica dimensión épica".
Les Échos: "Una obra impresionante, apasionante".

Pero esta sucinta muestra nunca será nada para los necesarios bonillas que deben advertirnos que todos, sin excepción, estaban equivocados. No deja de ser extraño que esa suerte de hipnosis colectiva se pretenda romper tan tarde, cuando ya se han vendido millones de copias en medio mundo y quién sabe cuantas miles en España. Cuando el éxito comercial ya es un hecho y no hay vuelta atrás. Menos mal que siempre habrá un español al quite frente al afrancesamiento que nos asola. También Anagrama y El Acantilado estaban equivocadas, por cierto, ya que leyeron la novela hace más de un año y pujaron por ella.

Dejo para el mes de enero mi lectura, y ahí me tocará dirigir mis palmas hacia Bonilla o hacia Semprún: sea quien sea el que tenga la razón, uno se enternece al comprobar que al final todos los protagonistas de la trama (el autor mediático, el coro laudatorio y el aguafiestas pertinaz) ya han hecho su aparición y que el ciclo, una vez más, se cierra sin fisuras.

lunes, 19 de noviembre de 2007

2666 en escena


Voy a decirlo ya de entrada, no vaya a ser que después se me acaben los adjetivos o me atragante con ellos: lo que pude ver el viernes por la noche en el Teatre Lliure de Barcelona fue casi magistral, y diría que fue unos de esos momentos (largos, más de cinco horas) en que la genialidad se expresa ante uno al desnudo, mediante imágenes, voces y silencio. Escribo tras un recomendable reposo de un par de noches, por si acaso mi opinión más inmediata, a la salida del teatro, pudiera ser tamizada luego por la objetividad que da el tiempo, implacable para acabar situando a cada uno y a cada cosa en su sitio. Nada que hacer: lo que fue destello el viernes sigue siendo puro recuerdo de belleza el domingo.

Este montaje de Àlex Rigola y Pablo Ley es lo más importante que ha pasado por la escena catalana (entiéndase: con director y actores catalanes) en la última década, y detengo mi ansia para no retroceder más atrás. Sólo soy capaz de compararlo con una obra que vi hace ya doce años en el Festival Grec 95 dirigida por el gran Robert Lepage, Les sept branches de la rivière Ota, que también Marcos Ordóñez ha recordado en su crítica de Babelia (paréntesis necesario: Ordóñez, este Echevarría de la crítica teatral, es una de las perlas semanales de Babelia, y aunque ustedes no frecuenten los teatros no dejen de leer su columna). Sin duda, Lepage todavía está unos pasos más allá de Rigola, pero a nivel de la escena catalana, repito, no hay comparación posible con este inmenso e infrecuente 2666.

Vaya por delante que llegué a las puertas del Lliure todavía con dudas, porque yo no he leído aún la novela y sabía que la obra me destriparía el argumento por completo. Como ya saben los sufridos lectores del blog, después de cuatro obra leídas de Bolaño sigo a mi ritmo, dejando para el final los platos fuertes que además, cronológicamente, también son los últimos. Pero qué caray: llego a Barcelona después de 70 horas de viaje, trabajo como un poseso toda la semana, paso frío, me duele la rodilla derecha ¿y no voy a ir a ver 2666 en esta probablemente única oportunidad? 20:00 horas, primera fila y a gozar.

La obra se divide, como la novela, en cinco partes y entre ellas se producen pausas de diez minutos. Como Rigola avisa en el programa de mano, "hemos intentado traspasar al espectáculo el espíritu de la novela, lo que no es del todo malo porque si después alguien la quiere leer comprobará que la gran cantidad de información y de historias que hemos dejado de lado convierten esta empresa en utópica, y que su espíritu radica en un todo y no en sus partes o fragmentos". Queda claro que se trata de una selección de momentos de la novela con la voluntad de ofrecer una aproximación al universo Bolaño y la primera parte, la de los críticos, ya expresa claramente la fórmula utilizada por el director: en un espacio casi minimalista aparecen los personajes que buscan a un tal Archimboldi, pero en vez de mantener diálogos o conversaciones a tres o cuatro bandas se dedican a recitar fragmentos de la novela, hablando el uno del otro en tercera persona. Se trata de mantenerse fiel al libro, evitando crear conversaciones ficticias no escritas expresamente por Bolaño. El efecto resultante es un acierto completo: al espectador le cuentan una historia como si fuera un largo cuento para adultos, y el secreto está también en la magnífica interpretación del elenco del Lliure, que facilita que sigamos el hilo de un argumento denso y metaliterario, de gente que escribe y habla sobre gente que escribe. En una pizarra acrílica los personajes van anotando durante la escena los nombres, los lugares y las características de Archimboldi, por dónde pasó y con quién se relacionaba. Esta búsqueda me llevó a pensar en Estrella distante, otra investigación literaria en pos de Carlos Wieder, que a su vez remite al episodio de Ramírez Hoffman en La literatura nazi en América: las relaciones complejas que ya se han ido desgranando aquí y en otros blogs.

La segunda parte es la más poética de las cinco: ya estamos en Santa Teresa, frente a un decorado por el que se intuye la cercanía del desierto. Amalfitano y su hija cuentan su propia historia familiar y conversan con una pareja de mexicanos chulescos y amenazantes. Pero aquí hay mucha presencia de lo onírico, como si sobre toda la escena planeara una irrealidad permanente pese a los tragos de Tequila y el olor de la pólvora. Es el inicio del descenso a los infiernos, que anticipa que lo peor está por venir. Es interesante la radicalidad del cambio argumental, desde un inicio intelectualizado que lo acerca también a las novelas de Vila-Matas hasta el hueco que se va abriendo para que entren los hedores de la violencia: es quizá este terreno todavía transfronterizo el que permite que la poesía aparezca en todo su esplendor, incluso cuando la absurda llegada de un Boris Yeltsin carnavalesco se transforma en un momento de suave y cuidada ironía.

La parte de Fate suelta el embrague y nos ofrece al Rigola más conocido, capaz de hacer bailar a sus actores al ritmo de la gasolina de Daddy Yankee y al mismo tiempo crear imágenes corales de un preciosismo brutal, como la que ilustra el programa de mano: un boxeador dando derechazos a la cabeza de un hombre colgado del techo, una joven masturbándose entre el delirio de sus compinches, periodistas deportivos que indagan sobre feminicidios en la ciudad, prostitutas y borrachos: no hay tregua en esta parte. Prácticamente todo el tiempo la escena se sitúa en un cubículo asfixiante, donde los actores se mueven sin espacio pero, paradójicamente, con una soltura y un individualismo que les impide interactuar en la realidad: es el sálvese quien pueda, el taparse los ojos y caminar hasta donde nos lleve la corriente.


La cuarta parte, la de los crímenes, quizá encierra el único gran error de toda la obra, de ahí el casi magistral del inicio. Es una impresión muy personal, sin duda, y no noté esa noche que fuera demasiado compartida por mis vecinos de butaca. Los primeros quince minutos todavía mantienen el aliento limpio: un cadáver en medio del desierto y unos policías corruptos y perdonavidas que pasean a su alrededor. Los pinches y los güeys van y vienen a lo largo de los diálogos y se nos informa de la realidad de lo que ocurre en Santa Teresa / Ciudad Juárez. Y llega el éxtasis en forma de diez minutos que hubieran podido recuperar, con más fuerza si cabe, la poética ya diseminada hasta aquí pero que se convierten en la escena más discutible de todo el montaje: mientras en el fondo del escenario se proyecta el listado de mujeres víctimas de la violencia masculina, con nombres y edad, el cadáver sanguinolento recupera el aliento pero sólo para mostrar el sufrimiento de sus últimos minutos en vida: se retuerce y grita mientras imaginamos que la muchacha va siendo apaleada, golpeada y violada por quién sabe cuántos hombres. Es una patada al estómago del espectador en toda regla, una imaginería tan evidente que rompe la contención mantenida por Rigola hasta aquí. Ya sé, porque uno es moderno y lee blogs, que esas páginas de Bolaño incluyen descripciones aberrantes, pero traspasar esto al teatro implica tomar una decisión: o lo pongo en imagen o sólo dejo pistas. Rigola ha optado, durante diez minutos, por poner negro sobre blanco y salpicarnos con la sangre, pero más que eso, obligarnos a escuchar durante un lapso interminable los gritos desgarrados de la víctima. Poco después van saliendo los actores a depositar cruces de madera a lo largo y ancho del escenario, y es imposible mantener los ojos secos: se ha logrado, claro que sí, impresionar al espectador, pero a un precio muy alto. Todavía hay una coda para rematar la tarea: de nuevo frente al cadáver, los policías van desgranando con el rostro impasible una ristra de frases machistas y nauseabundas, y cuando cae el telón hay un silencio en la grada que se corta con cuchillo. Digo, pues, que a mi modo de ver es un error esta solución visceral, pero no puedo negar que el efecto es demoledor y que no hay nadie en su sano juicio que pueda salir de esta cuarta parte con el cuerpo en reposo y la mente relajada.

La última parte vuelve a situarnos frente al grandísimo teatro: el encuentro de Archimboldi es un regreso al inicio de la obra y al placer de contar y que nos cuenten historias, por mucho que a estas alturas ya llevemos más de cuatro horas de escenas. Aparecen también otras obsesiones de Bolaño repartidas por su bibliografía: los nazis y la guerra, el sufrimiento, la literatura como forma de vida, las apariciones y desapariciones, el azar, la dignidad. En un escenario que hubiera firmado el mismísimo Peter Brook, una cinta corrediza ejemplifica el paso del tiempo y la metáfora del transcurrir de nuestras vidas, mientras al fondo se proyectan imágenes del desgraciado siglo XX. El círculo se va cerrando, y aunque ya sabemos dónde está Archimboldi nadie parece ser quien dice que es. La imagen final es soberbia, como casi todo ya: Archimboldi corre cada vez más rápido por la cinta hacia ninguna parte, pero adelante, siempre adelante, huyendo de esta vana realidad que también es capaz de lo peor, de los crímenes más horrendos a la vez que la literatura busca su espacio en el mundo, su sentido, su razón de ser. Telón.

Salen los actores cuatro veces a saludar, demasiado poco para esta maravilla. Tampoco escucho bravos, probablemente porque es la una y media de la madrugada y nuestro estómago todavía sufre los embates de la cuarta parte. ¿Cómo gritarle bravo a la evidencia del mal absoluto? Pero hay sensación de que algo grande ha ocurrido mientras la foto de Roberto Bolaño se proyecta al fondo, y me sobrecojo.

Háganse un favor espléndido: 2666 todavía está en cartel hasta el día 25 (el espectáculo completo se ofrecerá de jueves a domingo). Los vuelos en España y en Europa están baratos, vengan a Barcelona y no se pierdan este espectáculo. La obra girará en el 2008 a Sevilla y Málaga (febrero) y a Las Palmas y Granada (marzo). Están avisados, y todavía hay entradas.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Nancites 12

1. Veinticinco años de Premio Herralde dan para mucho. Tanto como para confirmar que lo que fue creado como un premio destinado a revitalizar la nueva narrativa de España ha terminado siendo unos de los principales galardones a nivel latinoamericano. No sé si lamentarlo por España o alegrarme por Latinoamérica, pero lo cierto es que el cambio es de lo más insidioso y refleja el momento actual de las letras españolas: de los jóvenes Marías, Azúa, Pombo, Molina Foix o García Sánchez hemos pasado a los Bolaño, Bayly, Pauls o Villoro, quizá porque el relevo generacional de nuestras letras nunca acabó de darse por completo. Herralde lo expresa así en el libreto conmemorativo: "El premio ha descubierto, alentado o ptenciado a destacadas figuras de la "nueva narrativa española" y también, y muy especialmente en los últimos años, de la literatura que surge en tantos países de América Latina". Los intentos del Nadal o del Planeta también quedaron aguados: Mañas, Maestre, Prada o Freire no pasaron, diez o doce años después, a consolidar una literatura de altos vuelos. Me temo, pues, que lo de Anagrama sea no sólo una estrategia comercial sino también una estrategia pragmática e ineludible.

2. Ahora que ya no va a ser, lo cuento: yo tenía la intención de editar un blog bajo el título 2666, que sería una lectura in progress de la novela, casi página por página. Se trataría no tanto de explicar la trama cuanto de ir desgranando las emociones sentidas durante el proceso de lectura, casi un experimento. Aunque la idea es otra bien distinta, me entero de que el blog ya existe.

3. Y sin salir del tema, un plan para esta noche.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Primeros paseos literarios

Después de 70 horas de viaje (lo juro: de por medio, cierre de aeropuertos, esperas interminables para recolocar a pasajeros perdidos en el limbo, malas conexiones de vuelos...) llego a la ciudad como un turista distraído. ¡Yo, que siempre he abominado del género y he dignificado hasta la extenuación la profesión de viajero! Les dejo la cita de Paul Theroux, ya puestos: “Los turistas no saben dónde han estado, los viajeros no saben adónde van”.

Pues andaba yo igualmente perdido en este pasillo de ciencia ficción al que llaman con un nombre acorde (T4, como R2D2 o así) y tenía cinco horas por delante: así que no había otra que meterse en uno de esos "Relay" que pueblan los aeropuertos españoles y que son la quintaesencia del mal gusto literario, pero era eso o nada. Al fin y al cabo, entrar de vez en cuando en una de esas tiendas también pone al día a cualquier bloguero acerca de las modas ocasionales que recorren las estanterías nacionales. Al fondo, siempre al fondo, hay algunas pilas de libros serios que parecen acolchar el alud de novedades de la entrada, como justificando su presencia con vergüenza.

En esa mesa inmediata, que uno se topa antes incluso de dar con los periódicos, hay una voz monocorde que yo había visto en mi anterior visita y que persiste, incluso puede ser que sea un fenómeno de años y que para mí el tiempo pase muy rápido. Esta literatura fashion actual, con sólo vislumbrar sus títulos (ya no hablo del tamaño de los mamotretos ni de sus portadas engominadas), da cuenta de un hilo conductor impecable: dame un hecho no resuelto de la Historia y te hago una novela. Veo, por ejemplo, que el fin del calendario maya, situado en el año 2012, provoca ahora insondables temores y es motivo para profetizar nuevos fines del mundo. Así como Santa María del Mar también provocó una obra muy vendida y que todavía sigue ahí, los ejemplos se repiten hasta la saciedad: la sensación es que el mismo libro se desplaza a lo largo de la mesa, y después de diez ejemplos soy incapaz de apreciar la diferencia entre un misterio y otro. Esta moda, imagino también que empujada por los códigos Da Vinci y sus secuaces, sigue en plena ebullición.

Dos días después, para ir pasando los efectos del jet lag, recorro la librería Laie de punta a punta y doy un paseo por el siempre congestionado FNAC. Mi compra es evidente: en la bolsa me llevo la tercera parte de Tu rostro mañana y la traducción española de la novela de Littell. Estuve hasta el último suspiro dudando si me quedaba con Les benignes catalanas, por el hecho de estar editada en Quaderns Crema por el amigo Vallcorba y tener un tamaño mucho más manejable, pero he tenido que decidirme por Las benévolas por una tapa dura que me anticipa algo más de perdurabilidad en mis viajes. La bolsa no daba para más en una sesión: los dos tomazos pesan y regresaré a por otras piezas muy pronto, verbigracia:

- Camposanto, de Sebald, para seguir fielmente con la recuperación que Anagrama dedica a toda su obra.
- La carretera, de Cormac McCarthy, como una de esas novelas cuyas recomendaciones y críticas obligan a no pasar por alto. Dice la faja que hasta Javier Marías recomendó el Nobel para este autor, cosa que yo no había leído hasta ahora.
- Exploradores del abismo, de Vila-Matas, aunque este libro esperará más tiempo porque tengo otros pendientes de Enrique.

A vuelapluma veo también con cierto interés una reedición de El mecanógrafo, de García Sánchez (y pienso en Lukas), una edición completa de la poesía de Caballero Bonald (Somos el tiempo que nos queda) y una recopilación de poemas de Joan Margarit sobre Barcelona.

Al final hojeo el libro La revolución de los blogs de José Luis Orihuela y observo que en el apartado dedicado a los blogs de literatura hay una mención a La senda de los libros: imagino que debe ser la primera vez que este lugar tiene su reflejo, modesto, en una página escrita.

martes, 6 de noviembre de 2007

Perdido en ninguna parte

El silencio acusado de estos días se debe a cambios geográficos impostergables: nada nuevo para mí en esta época. Atravieso el océano como quien cruza los ríos, y andar entre dos realidades ya es una forma de la cotidianidad. Pero por primera vez ha ocurrido algo diferente: el pésimo clima ha obligado a suspender vuelos y a suspendernos a nosotros, sufridos viajeros, en un lapso de tiempo extraño, en tierra de nadie, esperando un avión que parece no salir nunca. 24 horas así, en un hotel impersonal sin ganas de hospedarme junto a gente que sí está allí por convicción, porque pagó su habitación: en cambio mi vida parece sufragada un día entero por fuerzas invisibles que me retienen a la fuerza, y sólo puedo mirar a los bañistas que disfrutan de su estancia.

El bloguero, sentado y a la espera, quizá deba acabar agradeciendo la existencia de este día, como un extra inesperado en su trayectoria vital: 24 horas más de vida que supongo que no vendrán incluídas en mi factura definitiva y final.

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El discurso de Cebrián pone a los blogs en su sitio, o sea, como uno de los fenómenos más impresionantes de este joven siglo. La imagen del bloc-diario de las papelerías que se cierra con candado frente a los blogs virtuales es demoledora y a la vez sentimental: de la histórica idea de la discreción y el secreto impresos en hojas blancas (cuánto amor adolescente recogido ahí, cuánto sexo furtivo convertido a terapia escrita) a la no menos histórica del desprejucio y la desnudez total, ya sea para opinar o para divagar. Pero lo que nadie parece haber notado es que los blogs han roto la tendencia suprema de internet y la de los propios diarios juveniles de antaño: ni que sea por una sola vez en la vida, el libro le ganó al sexo.

viernes, 26 de octubre de 2007

La mujer de Huguenin 5: El simio pálido

Tras una desconcertante cita de Aristófanes, Shiel nos vuelve a someter a los influjos de una historia armada con los elementos clásicos del misterio: la mansión de múltiples habitaciones aislada en medio del campo, los extraños ruidos nocturnos que nos impiden el sueño y el monstruo que se intuye durante la trama y que al final irrumpe en el desenlace. Casi como otro guiño hacia los cuentos de Poe, el monstruo aquí es un gorila.

Estos cuentos pre-cinematográficos (el presente se publicó por primera vez en 1911) son un claro precedente de las influencias que luego tendrían tantos directores de serie B. De hecho, son la fuente de la que bebieron tipos como Roger Corman, capaces de poner imagen sobre imagen los chirridos y las sombras descritas por Poe en cada una de sus historias. El problema es que el terror que hoy se lee (King, pongamos) se nutre a su vez del cine gore ya visto o de películas con muchos efectos especiales. Si la función es conseguir aterrorizar al lector, de veras que se consigue con estas herramientas: pero el lector del siglo XXI, ya tan escamado y resabido, lee un cuento de Shiel casi como si fuera uno de hadas.

Veamos algún ejemplo concreto: Shiel utiliza la primera persona para ir mostrando el estado de ansiedad de la protagonista, recordando cada paso que dio para que nosotros vivamos con la misma intensidad su azoramiento. Así, sabemos a cada momento tanto como ella sabía entonces, y no conocemos la verdad hasta el último momento, así como la mujer también lo supo al final. Y nos deja frases como esta:

Dos horas después, desperté aterrorizada –no sabría decir por qué, pero tan aterrorizada que me encontré sentada en el lecho.

La idea parece hoy infantil: si ella está aterrorizada (¡y lo sabemos porque lo dice!) el lector debe experimentar ese mismo terror. El efecto se busca no tanto por una descripción misteriosa y que hace remover nuestros más íntimos temores, cuanto porque Shiel explica el estado anímico de ella y supone que eso contagiará al lector. Carlos ríe, ergo el lector reirá con él (¡pero no nos cuentan el chiste que ha hecho que Carlos ría!). Sin duda, la señorita Newnes está en un sin vivir a medida que transcurren las páginas, pero es más que dudoso que nos haga partícipes de él a base de remacharnos el hecho. El cine, tiempo después, sí llevó el efecto a altas cotas de identificación: imposible no contagiarnos del pavor de Tippi Hedren cuando camina hacia la escuela, mientras Hitchcock pone pajarillos en el decorado. Ella tiene miedo, nos dice el maestro, y temblamos.

Por lo demás, el in crescendo de la trama no acaba de lograr el efecto deseado: mientras el gorila subyace a lo largo del cuento sólo podemos preguntarnos cuándo dejará de ser sombra y se convertirá en simio peludo, anticipando unos fuegos de artificio finales nada sorprendentes. Sólo la frase final, que me permito transcribir, es un ejercicio curioso que lleva al extremo lo hasta aquí expuesto, y quizá por ello acaba siendo deliciosa:

Y así murió él, y Huggins Lister, y yo quedé viva.

Y yo quedé viva, nos dice, mientras va quedando viva: ni lo hubiésemos sospechado.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Literatura y economía


No deja de ser curioso, por mucho que el fenómeno se repita año tras año, que las fechas de entrega del premio Nobel y del premio Planeta coincidan en la misma semana. El ejercicio comparativo es aplastante: frente al ascetismo sueco (ese señor plantado frente a un micrófono de pie totalmente huérfano, leyendo La Frase por antonomasia sin parpadear, con el mismo tono con que se anuncia la salida del próximo tren) uno se topa con la fanfarria españolísima, sustantivo bien hallado por la redacción de El País un día antes del veredicto.

El comentario de este año pareciera que no puede ser otro, tal es la perversión de Lara y del jurado: elPlanetavuelvealaliteraturadespuesdePomboyMillás. Perdonen que lo escriba de corrido, pero es que uno se acuesta un 15 de octubre con el apellido del ganador en la cabeza y sabe que la prensa del 16 debe recoger, por la fuerza, esta sentencia como un avemaría fugaz. El Planeta regresa a sus orígenes, se abandona al escritor mediático y se premia de nuevo la buena literatura. No importa que yo no crea nada de esto, la idea se levanta por encima de las mesas de la cena y del humo de los puros habanos y se hace titular. Acaso la pincelada Izaguirre sea precisamente el efecto colateral y necesario del pretendido giro de cintura, lo que hace menos sangriento (económicamente hablando) el cambio.

Precisamente, me entretenía yo leyendo los comentarios que los lectores de El País dejaban en la web, cuando las quinielas incorporaban los apellidos ganadores. Cuando Izaguirre era todavía un posible premio, compitiendo a la misma altura con Millás. Decían los buenistas: ¡cómo se atreven a criticar un libro que todavía no han leído! ¡cuándo aprenderán ustedes que se puede ser animal televisivo y al mismo tiempo buen escritor! Es lo que decían mis profesores de literatura medieval: vayan a la obra y olvídense del autor, pero claro, entonces lo decían frente a un fragmento del Tirant lo Blanch. Los foreros se empeñaban en discusiones literarias cuando aquí (y desde hace una década la evidencia nos empapa) sólo estamos ante un premio empresarial que, como todo lo que huele a billete de banco, debe seguir las reglas determinadas por el mercado.

La novedad es que, desde el pasado año, el mercado dijo que la literatura cotizaba de nuevo más alto que la farándula. Imagino que esta tendencia viene marcada por ciclos, y es posible que en los próximos dos o tres años todavía haya ganadores con un buen currículum en filosofía y letras. Sin duda, el Planeta (y gracias también a la milimétrica espantá de Marsé, que ayudó al requiebro) se encontraba en un callejón sin salida, con tipos y tipas de interés cada vez mas bajo y necesitado de un golpe de timón por parte del empresario Lara. Millás se ha prestado este año al juego y no le reprocharé nada: no porque esté en su derecho (que sí) sino por su clarividencia al aprovechar la situación económica actual: dentro de tres años sus acciones planetarias volverán a estar por los suelos y el negocio se habrá ido a pique.

Por lo demás, no puedo saber por ahora si El mundo será lo peor que haya escrito Millás a lo largo de su trayectoria, como les sucedió a sus predecesores y a sus respectivas bibliografías: Matilda Turpin todavía llora, un año después, por todos los metros de platino iridiado que quedaron atrás.

domingo, 14 de octubre de 2007

Lessing, al fin

El Nobel para Doris Lessing me obliga a hacer dos comentarios algo perversos:

Uno: a la Academia Sueca le encanta romper apuestas y degollar a supuestos favoritos. Precisamente, Lessing fue una candidata casi perpetua en determinado momento, allá por los ochenta, cuando el Nobel lo ganaba todo el mundo menos Lessing (¡Incluso Jaroslav Seifert y Claude Simon!). Cuando ya los apostadores profesionales la habían olvidado y Magris estaba en todo lo alto de las listas, los académicos rebuscan en un recoveco de su memoria y allí (ajá!) encuentran un viejo nombre polvoriento por el que nadie daba ya un euro. 87 años. Ahora o nunca. Y estos académicos tan ingeniosos como siempre.

Dos: no voy a ser yo, imposible lector de Lessing, quien se encargue de rebajar la calidad literaria de su obra. Dejo la tarea para la crítica y los cánones internacionales. Pero ya encontré hace unos años la senda del Nobel, la esencia que hay detrás de un autor ganador: no se trata tanto de una demostrable genialidad literaria cuanto de una actitud ante la vida. Yo sí apuesto lo que sea para que entre todos formemos listas de escritores imprescindibles vivos y veamos cómo no aparece por ningún lado el apellido Lessing. Mucho mejor si las listas son anteriores al 11 de octubre, claro: al carro del éxito se apunta el más listo. Pero en cambio yo recibí la noticia del galardón como la más evidente del mundo, como abrir un diario un 1 de enero y esperar leer las crónicas de cómo se recibió el año nuevo en el planeta. Uno escucha lo de Lessing y se pregunta: pero, ¿cómo? ¿no se lo habían dado ya? Doris Lessing era un perfil exquisito para el Nobel, una escritora casi previa a la existencia del premio, que lo justifica. Una actitud, pues: ante las páginas un rostro, y en él una sonrisa agradecida.

Me quito un año más, pues, el sombrero, y les dejo la frase correspondiente que paso a incluir en mi colección membretada:

"(...) por su capacidad para transmitir la épica de la experiencia femenina y narrar la división de la civilización con escepticismo, pasión y fuerza visionaria"

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¿Realmente soy la única persona a quien el discurso inaugural de Quim Monzó en Frankufrt (por otro lado, excelente cuentista) le pareció un pobre ejercicio escolar, falto de gracia y de originalidad, previsible, tontorrón y sólo apto para los amiguetes?

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Un nuevo y necesario Babelia, al fin

jueves, 4 de octubre de 2007

Perlas en el rostro

1. Una tal Pepa Fernández pretende demostrar, durante la presentación barcelonesa de TRM3, que Javier Marías y Jacobo Deza son la misma persona. Ahora entiendo el sentido del azar, que me retuvo un 2 de octubre en otro continente para frenar mis ansias asesinas contra entrevistadoras infames.

2. No cuadran las matemáticas: si la trilogía se vende a 39 euros, ¿por qué la suma de cada una de las partes por separado (y a la venta también en cualquier librería) llega a más de 60?

3. Cruz, un pozo sin fondo: "sigue pareciendo aquel joven que cuando tenía 19 años publicó su primera novela" (?) "Parece un adolescente todavía" (??) "No se puede uno imaginar las horas y horas y horas de silencio que hay detrás de esta obra" (???). Y no sigo.

4. Una perla en el jardín.

5. El título ya es una entrada enciclopédica, aunque quede mucho por pulir.

viernes, 28 de septiembre de 2007

Primer apunte sobre TRM3


Tengo la inmensa suerte de estar muy lejos del barullo, y es extraño que lo diga yo: conociéndome un poco, si hubiera tenido la debilidad de estar por estas fechas en Barcelona, ya estaría a estas alturas con un ejemplar de Tu rostro mañana 3 en las manos, acicalándome para la presentación del 2 de octubre y escuchando por la radio cualquier entrevista que le hicieran al autor. Lo que no haría en ningún caso (ni en Barcelona ni en Managua, porque ahora Internet me permite hacer eso donde sea mientras haya conexión a mano) es leer las críticas que ya empiezan a desgranarse en las páginas de los suplementos literarios. Sólo en diagonal he podido vislumbrar hoy los excesos propios de las grandes ocasiones, de un extremo a otro: desde el “acontecimiento para nuestras letras” que supone la publicación del libro hasta el agotamiento y la fatiga que siente Masoliver Ródenas en las páginas de La Vanguardia.

Lo que sí estoy experimentando, a base de mucho Google y paciencia, es una sensación de avalancha mediática superior a la normal. El ambiente está inquieto y burbujeante, y aunque este Alka Seltzer haya sido bien programado por Juan Cruz y sus socios (quizá temerosos de la dificultad de vender bien una tercera parte, siempre desalentadora para los que no han entrado en las dos primeras) no termino de encajar a Javier Marías en todo este fulgor de micrófonos y cuestionarios.

Tanto es el vocerío, que el mismo ruido ha opacado la que seguramente es la frase más contundente que Javier Marías haya pronunciado en décadas. Ciertamente, yo leí una frase similar hará unos quince años, pero entonces todos la leímos como guasa y acertamos. Ahora noto un tono más acorde con la realidad y una actitud más seria al decirlo, y ojalá no acierte. Lean en voz alta:

Me estoy despidiendo de la novela como género, pero probablemente seguiré escribiendo cuentos.

Los analistas de frases ya se han apresurado a sacar conclusiones y señalan que esta sentencia es fruto del lógico cansancio después de estar ocho años metido en el mismo mundo literario. El propio Marías tampoco se imagina empezar de cero otra vez, pero El País subtitula piadosamente que el autor “aparca por un tiempo la novela”, cambiando por completo el sentido transparente de su despedida (acaso porque Cruz también intuye un problema financiero si ya no hay más tela que cortar, no más amores que vender).

Les comparto mi sentimiento, ahora que Jacobo Deza es hombre muerto (no se preocupen, no estoy destripando ningún desenlace, sólo dictamino sobre un signo ortográfico: el punto y final) acerca del asunto: aunque Marías no escribiera nada más a partir de hoy mismo, ni tan siquiera cuentos, ya estaría incorporado a la nómina de grandes escritores de este país por toda su obra anterior. Incluso me parece una excelente mascletá (apoteósica, ya puestos a sumarnos al exceso calificativo) cerrar con esta trilogía, que ni pensándola con anticipación hubiera encajado de manera tan perfecta en la clausura. ¡Compárenlo con un García Márquez cerrando su prolífica vida literaria con las putas tristes! ¡Qué daría un Ronaldinho por una chilena en el último minuto de una final!

Ahora ya llegó el momento, o dentro de cien años, de leer los tres volúmenes de corrido, para comprender la magnitud de la creación. Espero vivir lo suficiente como para ver un día publicada Tu rostro mañana en un único ejemplar, un libro inmenso dividido en siete partes, de la fiebre al adiós, y comprender también desde la certeza que da el gramaje que esto no sucede a menudo. Probablemente sí haya sido este 24 de septiembre un momento de los grandes y el revuelo esté justificado y yo peque como siempre de escéptico, como todo miembro de la familia Deza que se precie.

Como siempre ha ocurrido en España, cualquier persona destacada en cualquier ámbito (ya sea un faro cultural o una linterna televisiva) recibe, a la par que espaldarazos y adulaciones, cuchillazos y veneno. Marías es de nuevo un caso ejemplar hasta en eso: sus fierecillas al acecho son de lo más ruidoso, aunque su número es tan insignificante que el propio histerismo debe ser su única razón para existir. Por fortuna, la lista de críticos, autores y lectores que han emitido opiniones acerca de su prosa traspasa cualquier frontera, y estos ecos son los que al cabo permanecen, como el genio: Magris, Bolaño, Pamuk, Coetzee, Sebald... ¿Quién no es ya un entusiasta de Marías?

Tu rostro mañana, tres días después de publicado el último volumen, ya es un clásico: al menos, en el sentido de obra irrepetible y anclada en un tiempo y un país determinados pero de lectura intemporal. Qué fortuna la de esas generaciones futuras que un día, repasando la eme mayúscula de una librería, comenzarán a leer y caerán en la terrible y deliciosa red en la que otros ya quedamos irremisiblemente atrapados hace tiempo. Haya o no más novelas, la biblioteca Marías ya tiene su lugar en la Historia.

martes, 25 de septiembre de 2007

Postales apócrifas jamás enviadas

10/09
Apreciada M.

Cada vez que subo hacia el Norte y veo a todos esos tipos con pistola enfundada al cinto comprendo mucho mejor a las brújulas. En Guatemala, como en México, hay municipios que ya son parte de una red de intereses que nos sobrepasan, y lo institucional se torna la mejor excusa para legalizar el delito. Yo, que he sido educado bajo el precepto "papa, miedo" ante un gatillo (y por eso no dejaba de mirar westerns con mi padre, para exorcizar esos temores) me encuentro de pronto en un restaurante y sobre las mesas, al lado de la tortilla y de la servilleta, se depositan las armas con cierta dulzura. Ya puedes entender con qué sentimiento he de comerme un bistec jalapeño delante de un punto de mira dirigido a mi frente. Esa parafernalia, que aquí se inmiscuye en la realidad de manera todavía grandilocuente, se va acomodando a medida que uno sigue la ruta Norte, hasta llegar a esos Estados más allá del río donde la costumbre ya se hizo carne. Lo mismo pasa con la droga: aquí ya hay codazos para garantizar su transporte, pero el uso y disfrute ya pertenece al mundo que está sobre nuestras cabezas, que desgraciadamente interfiere en lo que somos.

Un saludo.

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11/09
Apreciado P.

Creía que por cualquiera de estas esquinas me toparía un día con Rodrigo Rey Rosa, pero me di cuenta de que hace milenios que no vive por aquí. También esperaba toparme con alguna sombra de Monterroso, pero nanay. Lo que está claro es que Guatemala ha producido la literatura más interesante de los últimos decenios a nivel centroamericano, y eso casi nadie lo sabe (menos que nadie los guatemaltecos, claro). Mírate esto y lo comprenderás. Yo lo siento por el frío, que es la mejor manera de introducirse en la literatura: cada vez que llego a Guatemala me doy cuenta de lo mucho que sufro los embates del calor tropical en Nicaragua, siempre tan enemigo de la página escrita. No te creas las imágenes ideales de la hamaca, la limonada helada (¡con soda!) y un libro en la mano. Nada como el vientecito helado de la capital para regresar a la novela y para entender que aquí, la prosa, sea una cuestión de temperatura.

Un saludo.

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14/09
Apreciada A.

Desde lo alto del templo IV se ve todo un poco más transparente. Debe haber muchos sitios como éste en el mundo (déjame que me ría durante un paréntesis de los ociosos que votan por las nuevas siete maravillas) pero me basta con estar en uno de ellos y respirar. Yo no sé si hay posibilidades de sentirse mejor que en medio de unas ruinas mayas extraordinariamente conservadas, divisando el bosque selvático y oyendo voces de pájaros indescifrables. Suelo pensar a veces en esa raya mágica que separa lo natural de lo artesano, por donde transitamos de un lado a otro encontrando la más pura belleza. Debe ser ese ir y venir la receta perfecta: de Pélleas et Melisande de Debussy a la ceiba centenaria de Tikal. No puedo concebir la obra humana sin la pisada en el barro, el arpegio sin la hoja seca. ¡Infelices aquellos que desconectan de la realidad para concebir sus creaciones o para disfrutar de ellas! Desde lo alto de este templo sólo hay que agazapar el oído y escuchar, y saber que luego todavía nos espera el libro que dejamos a medias.

Un saludo.

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16/09
Apreciado L.

No sé por qué te recuerdo cuando pienso en el concierto de anoche. Quizá llegaron a mí, como destellos intermitentes, palabras y fraseos de algún foro sobre la decadencia del pop rock actual y sobre todo aquello que fue y no ha sido, musicalmente hablando. Ayer pisé un estadio por primera vez desde hace quince años, por lo menos (pisé su hierba como el torero pisa la arena) y sucumbí al fervor que por esos años mozos me alegraba los días. Ayer reaparcían los Héroes del Silencio y había que estar ahí para participar del rito iniciático de quemar las naves pero mirando para atrás al mismo tiempo. Ya sabes: es como encender un día la tele y que te repongan un episodio de La bola de cristal: así me sentía yo. No podía hacer otra cosa que gritar, cantar, corear, empujar y dejarme empujar, saltar. Como volver a tu Málaga y pisar las calles que pisó Antonio Soler, pongamos. Después, a la salida, quedó una halo de irrealidad a medida que el hotel se acercaba y las 26.000 almas vestidas de riguroso negro se desparramaban por las avenidas y desaparecían como habían llegado, por el túnel del tiempo. Pero mi camiseta sigue oliendo a tabaco: prueba irrefutable de que los milagros todavía existen.

Un saludo.

lunes, 24 de septiembre de 2007

domingo, 9 de septiembre de 2007

Conexión difícil

Lamento no poder mandar postales de momento, las conexiones son muy complicadas y mi movilidad excesiva. Un saludo selvático.

martes, 4 de septiembre de 2007

Huracán Félix: escrituración en directo


13:30. Algunas embarcaciones desaparecidas. Llega el momento de las evaluaciones de daños: una vez que el huracán se dirige hacia el oeste, la calma vuelve a Puerto Cabezas. Los reportes son confusos: mientras unos hablan de destrucción total, otras fuentes son menos dramáticas. Las casas de esa ciudad son mayoritariamente de madera y poco resistentes. Incluso la Alcaldía y la terminal aérea quedaron sin techos. Termino por ahora mi escrituración: salgo rumbo a Guatemala.

11:50. Destrucción y pérdidas importantes en Puerto Cabezas, pero sólo materiales. Hay un primer muerto confirmado en los Cayos Miskitos. Las fotos de satélite confirman la magnitud del huracán y su entrada en todo el territorio de Nicaragua, aunque se esperan afectaciones leves en la mayoría de departamentos. Los vientos disminuyen de fuerza y la gente comienza a salir a las calles.

08:50. Una señora habla por Radio Ya: hay láminas de zinc volando (techos) y numerosos árboles caídos en Puerto Cabezas. Las calles están desiertas. Algunos muros han caído por las fuertes ráfagas de viento.

08:15. Los datos que llegan de Puerto Cabezas son pocos porque el huracán está azotando de lleno. La radio se descubre como el mejor medio en estos casos, muy por encima de internet (no digamos ya la televisión, repetitiva y sin cintura para estas emergencias). Llueve ligeramente en Managua.

07:25. El huracán ha entrado por la Costa Atlántica entre Puerto Cabezas y el Cabo Gracias a Dios, a la altura de Sandy Bay. El ojo ha seguido desde ayer una trayectoria casi rectilínea hacia el oeste. Desde Puerto Cabezas me informan que el viento está arrancando techos y quebrando árboles. Las calles están vacías, la lluvia es persistente pero no intensa, lo peor son las rachas de viento superiores a 150 km/h. No se reportan víctimas hasta este momento. Las bandas nubosas del huracán van penetrando por todo el territorio nicaragüense. En Managua hay hasta el momento una nubosidad alta que todavía no es amenazante.

lunes, 3 de septiembre de 2007

La mujer de Huguenin 4: La novia

Llegados a esta cuarta narración, Shiel ya ha presentado sus dos caras más acusadas: la del autor de cuentos de terror que bordean el género fantástico, y la del autor de relatos de corte clásico, cercanos al apunte cotidiano y a las vivencias de ciudad. A este último apartado corresponde La novia, no más que un cuento elaborado a partir de un triángulo amoroso y que, sólo al final, se permite la licencia de incluir una breve escena fantasmagórica como cierre.

En este caso, el intento no da el resultado excelente que vimos en El aciago sino de un tal Saul: si ahí la historia comenzaba a tomar fuste justo cuando se desvanecía el realismo de una aventura marítima y daba inicio el alocado pasaje de un hombre atrapado en las simas de la Tierra, ahora ocurre exactamente lo contrario: cuando ya hemos vivido el drama principal del cuento y prevemos un desenlace acorde, precisamente, con un drama clásico, Shiel se saca de la manga una imposible escena de espíritus malignos:

“Ella lo tenía cogido por los hombros; estaba tendida encima de él, a todo lo largo de la cama; y el cuarto parecía lleno de crujidos y roces muy extraños, como de muselinas almidonadas que se deslizaran en un revuelo tormentoso”.

Sólo hay que fijarse en este vocabulario que incluye crujidos, roces y tormentoso para adivinar que la impostación de la escena final busca su anclaje en un léxico acorde a un modo de describir lo misterioso. No puedo dejar de pensar que, tantos años después, el perro Snoopy ridiculizaría a todos los aprendices que no pueden salir del cliché: “Era una noche fría y tormentosa...”, escribía desde el techo de su caseta. Pero no quisiera aplicar este pensamiento a la obra de Shiel porque sería injusto con lo leído hasta aquí en esta recopilación, aunque no deje de ser relevante semejante cambio de registro cuando se pasa de un melodrama de celos a un barroco anochecer en una habitación con fantasma. ¿Será que el sol resplandeciente no infunde miedo a nadie? (yo llevo cuatro años con la piel requemada: terror puro y cierto).

Lo mejor del relato es el juego que Shiel establece entre los tres protagonistas para que sólo el hombre (Walter) y el propio lector conozcan todas las mentiras y medias verdades que se les cuenta a las mujeres (Rachel y Annie). Vamos siguiendo los esfuerzos de Walter por agradar a ambas sin que una recele demasiado de la otra, aun cuando parece bastante evidente que el juego no podrá mantenerse por mucho tiempo y que la tragedia sobrevendrá en cualquier instante.

No deja de ser curioso también que ante un cuento de infidelidades y subterfugios amatorios, Shiel lo presente con una cita del libro de Job, el protagonista sea un pastor religioso y abunde (como ya ocurría en los anteriores relatos) el elemento espiritual. Quizá es lo que obliga al autor a apostillar:

“Así, si no hubiese sido un puritano, habría sido un Don Juan”.

Y un apunte merece aquí también el tremendo diálogo que se establece entre las dos mujeres cuando ya, al fin, descubren su mutua atracción por el mismo hombre: es el tour de force necesario para pasar, ahora sí, al doble desenlace: la tragedia realista y la coda con fantasma. No es el mejor Shiel, sin duda: la historia tampoco daba para mucho más.

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Mañana salgo rumbo a Guatemala por varios días. Si Félix no lo impide, espero mandarles alguna que otra postal.

viernes, 31 de agosto de 2007

Atonement en imágenes

Yo he venido aquí para hablar de esta película, porque del libro ya hablé en su día:



Hacía mucho tiempo que quería ver a esta chica saliendo de la fuente después de darse un chapuzón iconoclasta. Quizá mi lectura de Expiación se convertirá con el tiempo, a medida que pasen los años y las lecturas, en una fuente en medio de un jardín y una mujer saliendo de ella con un McGuffin en la mano. Todavía tiemblo con esa escena, con la precisión de McEwan al contar los gestos y las miradas de dos personajes ante sí mismos, creciéndose ante sus propios sentimientos. Algún día alguien tenía que agarrar una cámara y filmar: un cuerpo desnudo saliendo del agua, una mirada incrédula ante el desparpajo. Lástima que el zoom no llegue hasta el lector que lee la escena: hubiera sido un guiño genial descubrirnos extasiados ante lo que la literatura puede destilar a veces, sólo a veces, como el amor.

Pero ay: a vuelapluma y con urgencia repaso algunas críticas que ya están llegando a través de la red, y desde El País nos llega un apunte de Enric González (¡cuánto añoro cada vez que busco críticas cinematográficas a Fernández-Santos!) que nos alerta sobre un resultado final de altibajos. Ya veo que será casi imposible en adelante disgregar novela y película, según el primer párrafo de la crítica:

Es difícil encontrarle defectos a Expiación, una espléndida novela de Ian McEwan. Pero resulta bastante fácil encontrárselos a la película, basada en el libro, que abrió ayer la Mostra de Venecia. Expiación no es una mala película, ni mucho menos. Junto a los defectos (una secuencia bélica risible, unas deplorables imágenes finales, algún instante de cursilería), ofrece tensión narrativa, un montaje de calidad y, sobre todo, una historia potentísima.

Ante una película inglesa yo siempre temo que parezca una película inglesa, no sé si me explico. Y Expiación (confío, como Enric, que ese será el título definitivo en español) tiene todas las trazas de ir por ese camino. Más allá de la fuente, el trailer ejemplifica lo que el cine británico tiene de bueno y de malo: frente a una quality muy de marca hay unos difuminados algo insulsos, unos esplendores en la hierba que obligan a fruncir el ceño al espectador y a pensar "esta hierba se ha mantenido así durante decenios", como quien espera ver por fin el rastro de un envoltorio de chicle entre el verde. Pero bueno:

Entre las muchas banalidades que suelen escucharse a la salida de un cine, una destaca por su inanidad: "Me gustó más la novela". En esta ocasión, nadie que haya leído a McEwan y vea la película será capaz de callársela. El director, Joe Wright, y el guionista, Christopher Hampton, pueden alegar atenuantes legítimos. La novela en cuestión es un artefacto literario de gran complejidad y numerosas opciones de lectura, la más profunda de las cuales explora la relación del autor, un dios menor e inseguro, con sus indefensos personajes. Esas sutilezas se resisten a trasladarse a una pantalla. El propio Wright reconoció, tras la proyección, que le había costado mucho adaptar una obra tan densa y que, finalmente, había tratado de ser "fiel a las sensaciones", más que al relato en sí.

Ahí está: son las sensaciones (del lector, añado) las que me dan ánimo y que confío ver reflejadas sobre la pantalla. Yo tampoco sé cómo se pueden reflejar en unas imágenes las complejidades del juego autor + narrador + personaje que narra + personaje narrado, más los otros dioses y diosecitos que me dejo en el tintero. Probablemente sea imposible y con esa convicción voy a ir yo al cine, cuando Atonement llegue a mí. Lástima que la escena bélica reciba un varapalo serio:

Los figurantes se mueven como en un escenario de opereta, forzados a sincronizarse porque a Wright le apeteció sacar la cámara de paseo y embarcarse en un travelling torpe y perfectamente prescindible. La mirada de un pingüino contiene más horror bélico que ese fragmento de la película.

Recordemos que el libro se divide en tres partes y la mía es la primera, aun cuando posiblemente la segunda sea una de las mejores guerras que yo he visto escritas. Pero estoy tranquilo:

Joe Wright (...) consigue por el contrario que la primera parte del filme, la que culmina con la falsa acusación, funcione con extrema precisión.

Ya los fotogramas hablaron y el respeto que antecede a ver las caras de quienes compartieron conmigo horas de placer no es menor que el del lector que sabe que, en poco tiempo, también playa Chesil estará a su alcance.

martes, 28 de agosto de 2007

Umbral


Yo no he leído demasiado a Paco, pero siento que a esta hora algo hay que decir sobre él. Quizá se trata de eso: uno puede ser más o menos leído, pero a la hora de la verdad lo que cuenta es que se acuerden de ti. Es más: yo no he leído Mortal y rosa, que según parece es el referente inexcusable y el libro que a esta hora todos los obituarios sacan a relucir. Pero para mí Umbral era un excelente columnista, por encima de todo. ¡Y qué difícil es serlo, como si eso fuera a ser alguna merma en la consideración de este escritor! Ahora miro alrededor y ya casi no encuentro columnistas de raza, hechos para el apunte diario y absolutamente originales en su prosa, necesarios cada mañana aunque ese día se hayan levantado con el otro pie. Desaparecidos ya Vázquez Montalbán y Haro Tecglen, intuyo que el adiós de Umbral es un punto y final a un estilo generacional formado a partir de las redacciones de los periódicos, de la velocidad de la pluma, de la frase exacta y puntiaguda. Después llegaron las excentricidades de Elvira Lindo o la precisión literaria de Millás, pero siento que ya no es lo mismo.

Sí recuerdo ahora con cierta sonrisa el diccionario de literatura que se sacó de la manga como encargo de Planeta (uno de esos encargos raros por lo interesante que resultaba), y cómo estableció el término angloaburrido para el mejor prosista que ha dado este país en los últimos dos decenios. Sus pullas le dieron el aura de incorregible, y quizá por eso también Umbral ha pasado a ser necesario: yo siento un cierto apego por los provocadores, ni que sea porque remueven de vez en cuando las aguas mansas de este país hispanoaburridísimo, aun cuando no compartiera en el fondo casi ninguna de sus críticas mordaces.

No voy a ir directo hacia nunguna librería para ponerme al día sobre su prosa. Me bastaban sus párrafos diarios, primero en El País y después en El Mundo, para empaparme de un lenguaje innovador a la vez que arcaizante, y que supongo fue decisivo para que le acabaran dando el Cervantes. Tampoco es que fuera corriendo cada mañana a por El Mundo porque ese no es mi mundo, pero ahí está la red para solventar urgencias inmediatas. Me quedo, pues, con sus antañazos, sus cuandoentonces y sus jais, con su bufanda al cuello y su impentitente pose de imposible vacilón. Me quedo con eso y ya.

sábado, 25 de agosto de 2007

La moral al descubierto

Les comprendo, están ustedes de vacaciones. Nadie ha querido o podido responder al test de la moral a día de hoy, con lo cual me pongo a la tarea de dar resultados en abstracto, extraídos directamente del libro de Dawkins.

Las situaciones descritas en el anterior post presentaban casos más o menos realistas de actitudes humanas frente a opciones extremas. La vida cotidiana está llena de ellas, aunque no sean tan brutales: a cada momento debemos estar decidiendo (sí o no) entre dos caminos, dos posibilidades, sin poder optar por vías intermedias. Pero en los casos presentados nuestro sentido moral protagoniza la elección, por cuanto optar por una u otra posibilidad demuestra una toma de partido y, por lo tanto, un posicionamiento ante la vida y ante los demás.

El primer caso, que puede parecer ridículo, es un primer peldaño de la escalera: según los datos recogidos por Hauser, el 97% de quienes respondieron la pregunta optaron por salvar la vida del niño a costa de sus pantalones. Lo increíble, según se encarga de señalar Dawkins, es que un 3% prefiera salvar los pantalones, aunque no deja de ser un porcentaje estadísticamente irrelevante: está claro que de una manera general, cualquier ser humano (ateo o religioso) se lanzará al agua.

El segundo caso puede parecer más complejo, pero la estadística es de nuevo abrumadora: el 90% desviará el vagón, matando a uno para salvar a cinco. Pero nuestra moral comienza a temblar cuando el sujeto que se halla atrapado en la vía secundaria deja de ser un ser anónimo y pasa a ser alguien relevante y conocido, por ejemplo un escritor venerado en la senda como Marías. Pero cambien el nombre por Fleming o Beethoven, personas que hayan hecho aportes significativos al desarrollo de la humanidad. Y estoy convencido que el resultado se invertiría si la persona atrapado ya fuera alguien de nuestra familia: aunque este aspecto no aparezca en El espejismo de Dios, reconzco un factor moral de tipo genético que nos obliga a proteger a los miemboros de nuestra estirpe por encima de los demás seres, y por ello casi cualquiera preferiría que murieran cinco o más personas ajenas que su propio padre o hermana. La cuestión puede alargarse de manera perversa para saber hasta dónde sería moralmente aceptable desviar el vagón: ¿un amigo íntimo sobreviviría frente a los cinco? ¿y un amigo más lejano, o un tipo que fue un íntimo timepo atrás pero del cual hemos perdido ya la pista, y por tanto su significado en nuestra vida actual ya es mínimo?

Rizando el rizo, podríamos considerar que en el grupo de los cinco se halla (entre otros cuatro individuos anónimos) una persona que nos hizo daño en su momento, un enemigo. ¿Sacrificaríamos la vida de cuatro para saciar nuestro instinto de devolver el daño sufrido? Todas estas consideraciones, por muy juguetonas que puedan parecer sobre un papel, crean un cierto estado de desasosiego en quienes pensamos en ellas, prueba de que hay un sustrato genético muy definido que reacciona ante cualquiera de estas situaciones.

El cuarto caso presenta una diferencia fundamental que sin duda modificaría de manera contundente la estadística (Hauser no ofrece datos), y la explicación es de gran interés; como explica Dawkins, hay unas raíces kantianas en ella:

"La intuición que compartimos la mayoría de nosotros es que un espectador inocente no debería ser arrastrado repentinamente a una mala situación y ser utilizado para el bien de otros sin su consentimiento. Immanuel Kant articuló estupendamente el principio de que un ser racional nunca debería utilizarse como un medio no consentido para alcanzar un fin, incluso si el fin es en beneficio de otros"

Esta es la diferencia entre el cuarto caso y el segundo, en el cual la persona atrapada no está siendo utilizada para salvar la vida de los otros cinco, sino que sólo tiene la mala suerte de estar en el lugar y el momento equivocados (según Dawkins "es el lateral el que se está utilizando", o sea la vía secundaria). Para tener una conciencia más clara de este asunto, el quinto caso ejemplifica la misma idea con una imagen más precisa: el 97% de los encuestados respondieron que está moralmente prohibido aprovecharse de una persona sana para obtener sus órganos y así salvar a cinco pacientes (sin saber que son unos kantianos de tomo y lomo).

En definitiva, la conclusión del estudio es que no hay diferencias significativas entre religiosos y ateos al responder a las preguntas, y no existe una bondad cristiana superior a la que pueda experimentar un no creyente. El estudio también se realizó entre indígenas kuna de Panamá, adaptando las preguntas a su entorno cotidiano (vagones por cocodrilos) y de nuevo las respuestas fueron similares, estableciéndose juicios morales iguales a los nuestros. Saquen ustedes sus propias conclusiones antes de darse un nuevo chapuzón en las playas de Benidorm.

lunes, 20 de agosto de 2007

El test de la moral

El sexto capítulo de El espejismo de Dios presenta un estudio de caso sobre las raíces de la moralidad, extraído y resumido de una obra del biólogo Marc Hauser. Es uno de los momentos mágicos del ensayo, porque llegar a este punto no ha sido baladí: Dawkins se ha empeñado con bastante precisión en demostrar que el pensamiento religioso, y ahora la moral, hunden sus raíces en la genética y en la teoría de la evolución. Me parece que los argumentos expuestos son suficientes, aunque la teorización del hecho pueda parecer algo compleja: lo es por cuanto se habla de propuestas innovadoras que podrían propagarse desde las páginas de Science o de Nature, y desde este blog no voy a abundar para nada en ello por no ser el lugar adecuado para largas disquisiciones científicas.

Sí voy, en cambio, a hacerme eco de los ejemplos de Hauser, que a todo lector le pueden causar cierto interés. Aunque aquí no pueda permitirme hacer ninguna prueba estadística (las 70 u 80 visitas diarias al blog no van a tomarse la molestia de responder al test, y les comprendo), sí lanzo el envite para aquellos que quieran perder cinco minutos en leer y dejar su huella. Prometo, si hay varias respuestas, sacar cuentas y compararlas en otro post con los resultados ofrecidos por Hauser en tres de los casos siguientes.

La cuestión es fácil: los ejemplos se basan en escenas que hay que tomar como reales y cuyas únicas respuestas pueden ser sí o no. No hay que elucubrar sobre posibles terceras vías, ya que hay que tomar una decisión drástica en cada caso. La enumeración tiene algunos ajustes propios, y no me baso estrictamente en un test modelo, sino que propongo las cuestiones según me interesa a mí, aunque a partir de la lógica de Hauser. Veamos:

1. Ves a un niño que se está ahogando en un estanque y no hay otra ayuda a la vista. Puedes salvar al niño lanzándote al agua, pero tus pantalones se destrozarán en el proceso. ¿Ayudarás al niño?

2. Eres un guardagujas de una vía de tren. Del Sur viene un pequeño vagón descontrolado, y hacia el Norte hay cinco personas atrapadas en la misma vía sin posible escapatoria. Tienes la posibilidad de mover una palanca que te permitirá desviar el vagón a una vía secundaria antes del choque mortal, pero resulta que en esa misma vía hay otro hombre atrapado. ¿Modificarás la trayectoria del vagón (es decir, salvando a cinco y matando a uno)?

3. La situación es la misma que en el punto 2, pero sabes a ciencia cierta que la persona atrapada en la vía secundaria es Javier Marías. ¿Modificarás ahora la trayectoria del vagón?

4. Eres de nuevo un guardagujas. Hay una única vía, un vagón descontrolado y cinco personas atrapadas en esa vía. Pero en esta ocasión hay un puente por encima, al borde del cual hay un señor sentado, tremendamente obeso y fuerte, mirando la puesta de sol. Sabes que si empujas al hombre al paso del vagón, su corpulencia logrará detenerlo (y hacerlo trizas a un tiempo). ¿Empujarás al hombre para salvar la vida de los otros cinco?

5. Cinco personas están en un hospital esperando un trasplante de un órgano distinto cada uno. Se están muriendo porque no hay ningún donante disponible. En la sala de espera hay un hombre sano, y el cirujano se da cuenta de que sus cinco órganos están en buen funcionamiento y son adecuados para el trasplante. ¿Es moralmente permisible matar al hombre sano para salvar a los otros cinco?

Como decía, las personas que quieran contestar a estas cinco cuestiones pueden dejar su huella en la senda y a posteriori comentaré también las implicaciones morales que hay detrás, que ya fueron tan bien descritas mucho antes por Kant. Detrás de todo ello está el intento de Dawkins por demostrar que la moral es un aspecto con el que ya nacemos, absolutamente desligado de la religión.

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Nos lo hizo saber Magda en una huella y ya está colgado también en la web no oficial de Javier Marías: encuentro por todo lo alto con sabor latinoamericano.

viernes, 17 de agosto de 2007

Una novela empantanada

Más allá de las 200 páginas de Este libro te salvará la vida, o sea con poco más de medio libro leído, ya queda claro que A.M. Homes ha optado por una historia de una pretensión que jamás alcanzará su destino. Me explico y, más aún, sin puntos: la moraleja a la que se quiere llegar, y que conforma la guía de la novela, es evidente: les voy a contar la historia de un hombre rico americano, de mediana edad, divorciado y con mucho ocio por delante, al que se le empiezan a torcer las cosas, pero de una manera soslayada, como quien no quiere la cosa, nada de grandes tragedias ni de escenas espeluznantes, todo debe ser digerido como un lento hundimiento en las raíces de la mediocridad, un ser humano que se va dando cuenta de su condición de hombre banal, que no tiene objetivos claros y que vive de la fruslería, de los alimentos orgánicos que toma de desayuno y que sólo habla con su dietista, un ser que pasa por el mundo sin alzar la voz, sin machacar a nadie, sin inventiva, sin sexo, sin vitalidad.

Dejénme respirar aquí (.) Imagínense todo eso, pues, y piensen en una novela de 400 páginas que les vaya a contar tamaña historia con parsimonia, con una cierta delectación en la nimiedad. El cúmulo de anécdotas sin interés es altísimo, y probablemente la gracia resida en seguir acumulando sin parar, hasta llegar a la conclusión (el lector siempre concluye, es inteligente) de que gracias a ese montón de donuts zampados, idas y venidas al médico o a un retiro de silencio, y a una mujer (¡todavía menos interesante que nuestro Richard Novak, faltaría más!) encontrada en el supermercado, el mundo es una porquería.

No deja de ser curioso el método, que se me ocurre pueda tener un mismo resultado por dos caminos distintos como mínimo: uno, decir que el mundo es una porquería, si quieren en un par de páginas; y dos, describir un listado de porquerías para que lleguemos a la conclusión de que todo lo que nos rodea lo es. En este último caso habremos perdido unas cuantas horas en reconocerlo, conociendo a unos personajes de quien nunca más desearemos saber nada. Ah, la gran comparativa que ya anuncié en otro post: mientras que McEwan en Sábado sí traza las venas de un hombre complejo en su medianía (he ahí la gran dificultad que todo gran escritor debe solventar) y de quién quisiéramos saber qué hace el domingo subsiguiente, Homes logra que odiemos a Richard, la vida de Richard, la novela de Richard e incluso a la autora que lo parió. No niego que esto pueda ser difícil, yo nunca me he puesto a la tarea y quizá tenga su mérito.

Si yo fuera de los que dejan un libro a la mitad, quizá éste sería un buen candidato. Pero quiero llegar al final, siquiera sea para contarlo. De hecho hay una escena sorprendente bordeando la página 200 que parece romper el esquema previo y presentar de una manera directa al protagonista como un héroe anónimo, pero la cena posterior que se describe vuelve a dejarnos en el sopor mefítico.

Ya lo dice claramente la página 163: Richard le pregunta a Anhil, el donutero simpático:

-¿Adónde quiere ir a parar?

Y le contesta el otro:

-Está empantanado.

Como quien habla, en fin, de la novela que lo acoge.

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Los 20.000 libros de Javier Marías y su orden cronológico me están haciendo repensar mi orden alfabético.

jueves, 9 de agosto de 2007

De Tintín a Cardenal

Deben ser las cosas de agosto. Creo que las llaman serpientes: noticias que se cuelan en los periódicos en temporada baja, cuando los protagonistas del mundo deciden hacer una parada (ya en Marivent, ya en Oropesa) y dejan el devenir de los días en manos de aficionados durante tres o cuatro semanas. ¡Y eso que en Nicaragua, por no decir América, no hay vacaciones en estas fechas! Pero el contagio es global, y este dengue melancólico del periodismo se cuela en cualquier periódico al uso.

Acabo de leer en un par de días dos textos (una columna de opinión y un breve artículo) que responden a esta lógica, aun cuando sus autores o actores interesados crean que lo hacen todo muy en serio, ya sea escribir o actuar. El relumbrón del foco les destaca por unos instantes agostinos, antes de que septiembre vuelva a colocar a cada cual en su lugar de origen, o sea en el más completo anonimato.

Explicaba un artículo leído en El País el pasado día 9 que un tal Mbutu Mondondo (lo exótico como atracción inmisericorde, el binomio calor-trópico como gastado recurso veraniego) ha demandado a la sociedad que posee los derechos de Hergé por un libro. Se trata del cómic Tintín en el Congo, ahora fuente del más incorrecto racismo y por tanto merecedor de ser quemado en la hoguera. Ciertamente, no voy a ser yo el que niegue que desde un punto de vista de corrección política, Tintín en el Congo pertenece a una visión colonialista de la invasión belga de ese país, y las frases pronunciadas por los negros allí dibujados o por el propio perro de Tintín ("Venga, pandilla de perezosos, a trabajar") describen el pensar de determinado sector social europeo de aquella época. Hasta aquí nada que objetar.

Pero resulta, una vez más, que el acusador ha pasado por alto una leve circunstancia que altera de manera absoluta sus planes, a no ser que tenga la suerte de toparse con un juez como el del caso Benítez-Gámez, que vive en una realidad virtual: Mbutu no ha querido enterarse de que Tintín en el Congo es una obra de ficción, y de que extrapolar las palabras de Milú al propio Hergé (o sea, que lo que dijo el perro es lo que piensa el autor y de rebote todo Moulinsart entero) es un ejercicio vacuo y sin sentido alguno. Pero es lo que piensan muchos malos lectores: que el autor es un trasunto de los protagonistas de sus obras o viceversa (aquí el orden de los factores ya no altera el resultado), y que los escritores pueden ser acusados por lo que dijeron o hicieron sus personajes.

Es inaudito que a estas alturas todavía haya que recordar reglas elementales de la narratividad. Yo crecí, como tantos, leyendo tintines, y creo que no me he convertido en ningún colonizador, por mucho que resida en una antigua colonia española: y es que si uno empieza a leer desde muy joven va captando que el mundo de los libros es uno, y que el mundo de los Mbutu es otro bien distinto, y que así como cerramos un volumen y a otra cosa mariposa, Mbutu debería darse al oficio contrario: volver a abrir el libro y olvidarse, sólo por esos instantes, de que hay negros que, esos sí, sufren la abominable persecución en el mundo real por ser como son.

La otra información leída, ahora una columna de opinión, se publicó en el diario nicaragüense La Prensa el día 7. Un tal Lacayo arremete contra la candidatura a Premio Nobel del escritor Ernesto Cardenal, presentada como rigen los cánones por la Academia de la Lengua del país y con el auspicio de otros destacados poetas y narradores. Es agosto, y sólo por este motivo me permito transcribir aquí debajo la evacuación de palabras que un tal señor se permite en un día soleado (y de otros que le ceden espacio para ello):

"Cardenal no merece el Premio Nóbel de Literatura. Su obra no ha sido para beneficio de la humanidad. Este vano poeta merece la condena perpetua de colgar en su cuello la imagen de la amonestación que recibió del Santo Papa Juan Pablo II, por mezclar la religión con la inhumana y genocida revolución sandinista."

Más allá de la unanimidad que suele congregar toda candidatura en un país (yo me alegré por Cela, aun cuando mi apuesta siempre hubiera sido por Torrente-Ballester), es exigible un mínimo de coherencia a quien reclama que un autor no sea premiado por su obra. Lacayo juzaga a Cardenal por su vida, por su militancia, por su cristianismo, pero es incapaz de aportar un solo dato para que el corpus poético de Cardenal pueda ser tildado de vano. Pero resulta que el Nóbel de literatura premia la obra del autor, y es posible y me temo que lo que a Lacayo le subleva es que a Cardenal no le hayan nobelizado para el de la Paz: entonces sí sus vanas palabras adquirirían todo su sentido aunque no las compartiésemos. Dice: "Lo que se debe de condenar es su perversión como cristiano y como político." Es la misma perversión de los articulistas que opinan sobre lo que no conocen.