lunes, 26 de noviembre de 2007

Salón de peluquería

Entre los agravios históricos de la ciudad de Barcelona está el de no haber podido consolidar jamás un buen Salón del Libro. Créanme: los intentos han sido múltiples e incluso esforzados, pero esta ciudad (que lee bastante, sólo hace falta ir en metro para saberlo) no puede disponer de una feria destinada a dar a conocer el producto anual de las editoriales. Entre el 21 y el 25 de noviembre se realizaba una nueva edición de un Salón del Libro que nadie conoce pero que ahí está, aguantando el tipo hasta que la fórmula sea sustituida por otra y así sucesivamente. Sea como fuere, la tarde del sábado me presenté ante las puertas del pabellón para comprobar, una vez más, que la industria editorial no cree en este tipo de eventos organizados en su propia ciudad.

El acceso al recinto fue una prueba que desanimaría al más convencido. Probablemente, yo era el primer individuo que pretendía entrar pagando al salón: todas las personas que cruzaban el control de seguridad tenían invitaciones en sus manos, y cuando saqué mis euros del bolsillo el muchacho que me atendía no daba crédito. El interrogatorio que me hizo fue toda una declaración de principios: ¿Pero no tiene usted el carné de bibliotecas? No. ¿Y el carné del Barça? No. ¿El carné joven? Ni mis canas hicieron mella en su intento de que yo entrara sin pagar (¿dónde se ha visto, pensaría el jovenzuelo, desembolsar unas monedas para ver unos cuantos volúmenes en estanterías? ¿Cómo le explicaba que yo resido con un pie en América y otro en Europa, y que por ello no puedo tener carnés absurdos?). Por fortuna, y me imagino que para agilizar la cola, la persona que iba a mis espaladas me ofreció una invitación que le sobraba.

El salón sólo ocupaba un único pabellón de la Feria de Barcelona, lo cual ya es bastante sospechoso. A primera vista la disposición de los stands se correspondía con la de cualquier feria al uso, pero un primer paseo daba cuenta del tipo de editoriales que estaban presentes: algunos grandes grupos empresariales (Planeta, SM, Círculo de Lectores), un puñado de pequeñas editoriales minoritarias y casi todas en lengua catalana, y paradas con ediciones de libros vinculadas a instituciones públicas (gobiernos autonómicos, diputaciones). La lista de expositores del programa de mano es completamente engañosa: casi una tercera parte son revistas culturales que sólo presentan un ejemplar de muestra. Ni rastro de Anagrama, El Acantilado, Tusquets, Cátedra, RBA, Plaza y Janés, Quaderns Crema, Alfaguara, Hiperión, Austral, y un larguísimo etcétera de empresas que son la columna vertebral de la edición en este país. O sea, un Salón del Libro sin libros, por mucho que los anuncios previos hablaran de centenares de editoriales presentes y de no sé cuántos miles de títulos a disposición.

Ni falta hace añadir que varios stands estaban destinados a ofrecer absurdos juegos para los niños, a servir cafés letales para el estómago o a vender (el límite de la desfachatez) gominolas y piruletas por si entre pasillo y pasillo nos entraba el antojo. Propongo para la próxima edición salones anejos de masajes y peluquería, para aprovechar el tiempo y darle al lugar el tono acorde que se merece. En un lateral se reconstruyó parte del stand que sirvió para presentar la cultura catalana al público de Frankfurt: y digo parte porque imagino, optimista como soy, que ese engendro sólo era una miniaturización del despliegue que se realizó en la ciudad alemana. Unos metales en forma de libro abierto colgados del techo, una televisión repitiendo una y otra vez el tontorrón discurso de Monzó, otras pantallas que reproducían entrevistas a escritores catalanes, y poco más. En definitiva, que uno iba ya de salida cuando se me ocurrió mirar el programa de actividades: recital comentado de Joan Margarit a las cinco de la tarde en el café de las letras.

Como tampoco hay indicadores por ninguna parte, busqué durante varios minutos el dichoso café: vi que la grosería ya no tenía límites al entender que unas cuantas mesas y sillas era el lugar acordado, y palidecí al pensar que en ese espacio iba a declamar el amigo Joan ante el ruido incesante que surgía de todo el pabellón. David Castillo, el moderador, pensó con tino que lo más óptimo era unir el recital de Margarit y el de Feliu Formosa, previsto para las seis, y salir del paso lo más raudo posible.

No era fácil, pero Joan Margarit siempre tiene la facultad de hacerme reconciliar con todo. Ni la pésima sonoridad, ni la incomodidad del sitio, ni el entorno fantasmal rebajaron la fuerza que tiene su poesía y sus intervenciones. Recordó que sólo en una ocasión tuvo que hacer frente a un recital en condiciones todavía peores: en la estación de Portbou, donde se suicidó Walter Benjamin, mientras los trenes cruzaban por su lado y en una comisaría de policía que había al lado se interrogaba a gritos a los detenidos. Joan estuvo pletórico, también como siempre, y contó anécdotas jugosas como la del viejo edificio en el que vivía de pequeño, en plena plaza Calvo Sotelo (hoy Francesco Macià, pero reivindicó el antiguo nombre porque allí siguen habitando los mismo fachas de toda la vida): en ese edificio tenía su apartamento Gironella, que en esa época escribía por las noches Los cipreses creen en Dios al tiempo que iba lanzando colillas al patio del chaval Margarit; debajo, el señor Lara comenzaba a crear su editorial con cuatro duros, y todavía en el entresuelo una niña a la que llamaban Tita correteaba por la escalera, sin saber que un día se convertiría en baronesa de Thyssen.

Pero lo mejor de Joan Margarit es su sentido común y su realismo al hablar de literatura: no entiende la interrelación de las artes, algo al parecer tan moderno (arquitectura poética, literatura musical, teatro pictórico) y reivindica una poesía poética, que es lo más difícil. Para escribir poesía hay que tener, principalmente, una vida: e implicarse en ella hasta el fondo, porque de allí sale el sentido de todo verso. Esa es la razón por la que Joan escribe mucho y es capaz de publicar un libro anual: él vive y se desvive por los demás. Se despidió contra todo pronóstico con un poema de Machado, para dar a entender que la mejor forma de comprender la poesía es leyéndola, y que toda la historia de la filosofía ya está encerrada en tantos libros de versos. David Castillo, haciéndose perdonar por el desaguisado, recordó la razón de la separación de los Beatles, cuando ya cada uno tocaba por su lado y no eran capaces de saber qué canción acababan de interpretar: antes de que nos pasara con los poemas de Maragrit y Formosa (el ruido ya era un vendaval) nos marchamos entre aplausos.

Salí reconfortado, sabiendo que unos poemas habían justificado completamente la visita y esquivando la larga cola que se había formado ante la mesa en la que, minutos después, firmarían libros Millás y Boris Izaguirre. Puse pies en polvorosa, claro.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Contra Littell, por supuesto

¡Ya tardaban! Mi sosegada y nunca bien ponderada ecuanimidad comenzaba a impacientarse a la vista de que llevábamos ya más de un año desde la publicación del libro en Francia, y unos meses desde la llegada de los primeros bosquejos traducidos o notas de prensa, y dos ya desde que los primeros ejemplares de RBA iban cayendo en nuestras principales librerías. O sea, que el libro del año llevaba ya mucho tramo recorrido ¡y todavía no habían aparecido los insobornables e infaltables críticos españoles para cargarse la novela tout court!

Yo no daba crédito, claro: no conozco un solo caso en la historia de la literatura mundial en el que todo libro con un cierto olor de éxito comercial (ya sea obra maestra o puro artificio) no haya tenido su espejo deformante inmediato, su aguafiestas necesario. ¿Qué sería de la literatura sin ellos? Por fortuna, dan mucho juego y deben ser parte indispensable de la existencia de los mismísimos blogs literarios, pues algo hay que decir cada día. Algunas veces han servido, esos agoreros, para avisarnos convenientemente de la existencia de papel reciclable al estilo Dan Brown, y cuánto se agradece habernos apartado de la inercia de la masa que acudía a su librero a por el volumen. Pero también, tantas veces, han despotricado contra las novelas de Eco, de Marías o de Vargas Llosa, tanto da: si había indicios de ventas superlativas, había que sacar el cuchillo y destripar portadas, sobrecubiertas y páginas interiores, no fuera a ser que nos identificaran con compradores de esos libelos de tanto éxito. Ya saben: la gente es tonta por lo general, y si demasiada gente se pone de acuerdo en algo, la tontería se acumula y nos puede contagiar (¡a los que no somos tontos!).

Pues ya tardaban, digo, a sentenciar el libro de la temporada y a convertirlo en el bluf del siglo: con un año de por medio desde su nacimiento, lo más atinado hubiese sido aprender francés y leerse Les bienveillantes, que tiempo había. Pero al fin, Juan Bonilla ha vuelto a poner orden en la casa y se pregunta, con la retranca también habitual en estas ocasiones, quién es el autor intelectual de Las benévolas. Una vez leída la obra, Bonilla se extraña de cómo una "prosa nada fresca, a menudo confusa, poco dotada para enganchar a nadie" se haya convertido en la sensación de las letras francesas y más allá. Y encima con 1.000 páginas y con un mensaje como mínimo sospechoso, atrayendo al lector hacia el siempre lodoso terreno de las causas del mal y convirtiendo al asesino en un ser humano como tú y como yo.

Confieso que soy incapaz de definir qué es aquello "que engancha a alguien": quizá habrá sistemas razonables, que dejo en manos de los técnicos, para penetrar en la psique de un lector y conducirle por el campo que un autor ha trillado previamente. No tengo ni idea por ahora de si yo me engancharé a Las benévolas: lo que sí sé es que mi 25 euros invertidos (miento: 23,75 en mi ejemplar de la FNAC) lo han sido gracias a algunas de estas consideraciones:

Mario Vargas Llosa: "Son páginas que quitan el habla".
Le Nouvel Observateur: "Nunca en la historia reciente de la literatura había mostrado un debutante tal ambición de propósitos, tal maestría en la escritura. (...) Una nueva Guerra y paz".
Jorge Semprún: "El acontecimiento del siglo".
Lire: "Todo un shock... Páginas dotadas de una fuerza increíble, de una diabólica dimensión épica".
Les Échos: "Una obra impresionante, apasionante".

Pero esta sucinta muestra nunca será nada para los necesarios bonillas que deben advertirnos que todos, sin excepción, estaban equivocados. No deja de ser extraño que esa suerte de hipnosis colectiva se pretenda romper tan tarde, cuando ya se han vendido millones de copias en medio mundo y quién sabe cuantas miles en España. Cuando el éxito comercial ya es un hecho y no hay vuelta atrás. Menos mal que siempre habrá un español al quite frente al afrancesamiento que nos asola. También Anagrama y El Acantilado estaban equivocadas, por cierto, ya que leyeron la novela hace más de un año y pujaron por ella.

Dejo para el mes de enero mi lectura, y ahí me tocará dirigir mis palmas hacia Bonilla o hacia Semprún: sea quien sea el que tenga la razón, uno se enternece al comprobar que al final todos los protagonistas de la trama (el autor mediático, el coro laudatorio y el aguafiestas pertinaz) ya han hecho su aparición y que el ciclo, una vez más, se cierra sin fisuras.

lunes, 19 de noviembre de 2007

2666 en escena


Voy a decirlo ya de entrada, no vaya a ser que después se me acaben los adjetivos o me atragante con ellos: lo que pude ver el viernes por la noche en el Teatre Lliure de Barcelona fue casi magistral, y diría que fue unos de esos momentos (largos, más de cinco horas) en que la genialidad se expresa ante uno al desnudo, mediante imágenes, voces y silencio. Escribo tras un recomendable reposo de un par de noches, por si acaso mi opinión más inmediata, a la salida del teatro, pudiera ser tamizada luego por la objetividad que da el tiempo, implacable para acabar situando a cada uno y a cada cosa en su sitio. Nada que hacer: lo que fue destello el viernes sigue siendo puro recuerdo de belleza el domingo.

Este montaje de Àlex Rigola y Pablo Ley es lo más importante que ha pasado por la escena catalana (entiéndase: con director y actores catalanes) en la última década, y detengo mi ansia para no retroceder más atrás. Sólo soy capaz de compararlo con una obra que vi hace ya doce años en el Festival Grec 95 dirigida por el gran Robert Lepage, Les sept branches de la rivière Ota, que también Marcos Ordóñez ha recordado en su crítica de Babelia (paréntesis necesario: Ordóñez, este Echevarría de la crítica teatral, es una de las perlas semanales de Babelia, y aunque ustedes no frecuenten los teatros no dejen de leer su columna). Sin duda, Lepage todavía está unos pasos más allá de Rigola, pero a nivel de la escena catalana, repito, no hay comparación posible con este inmenso e infrecuente 2666.

Vaya por delante que llegué a las puertas del Lliure todavía con dudas, porque yo no he leído aún la novela y sabía que la obra me destriparía el argumento por completo. Como ya saben los sufridos lectores del blog, después de cuatro obra leídas de Bolaño sigo a mi ritmo, dejando para el final los platos fuertes que además, cronológicamente, también son los últimos. Pero qué caray: llego a Barcelona después de 70 horas de viaje, trabajo como un poseso toda la semana, paso frío, me duele la rodilla derecha ¿y no voy a ir a ver 2666 en esta probablemente única oportunidad? 20:00 horas, primera fila y a gozar.

La obra se divide, como la novela, en cinco partes y entre ellas se producen pausas de diez minutos. Como Rigola avisa en el programa de mano, "hemos intentado traspasar al espectáculo el espíritu de la novela, lo que no es del todo malo porque si después alguien la quiere leer comprobará que la gran cantidad de información y de historias que hemos dejado de lado convierten esta empresa en utópica, y que su espíritu radica en un todo y no en sus partes o fragmentos". Queda claro que se trata de una selección de momentos de la novela con la voluntad de ofrecer una aproximación al universo Bolaño y la primera parte, la de los críticos, ya expresa claramente la fórmula utilizada por el director: en un espacio casi minimalista aparecen los personajes que buscan a un tal Archimboldi, pero en vez de mantener diálogos o conversaciones a tres o cuatro bandas se dedican a recitar fragmentos de la novela, hablando el uno del otro en tercera persona. Se trata de mantenerse fiel al libro, evitando crear conversaciones ficticias no escritas expresamente por Bolaño. El efecto resultante es un acierto completo: al espectador le cuentan una historia como si fuera un largo cuento para adultos, y el secreto está también en la magnífica interpretación del elenco del Lliure, que facilita que sigamos el hilo de un argumento denso y metaliterario, de gente que escribe y habla sobre gente que escribe. En una pizarra acrílica los personajes van anotando durante la escena los nombres, los lugares y las características de Archimboldi, por dónde pasó y con quién se relacionaba. Esta búsqueda me llevó a pensar en Estrella distante, otra investigación literaria en pos de Carlos Wieder, que a su vez remite al episodio de Ramírez Hoffman en La literatura nazi en América: las relaciones complejas que ya se han ido desgranando aquí y en otros blogs.

La segunda parte es la más poética de las cinco: ya estamos en Santa Teresa, frente a un decorado por el que se intuye la cercanía del desierto. Amalfitano y su hija cuentan su propia historia familiar y conversan con una pareja de mexicanos chulescos y amenazantes. Pero aquí hay mucha presencia de lo onírico, como si sobre toda la escena planeara una irrealidad permanente pese a los tragos de Tequila y el olor de la pólvora. Es el inicio del descenso a los infiernos, que anticipa que lo peor está por venir. Es interesante la radicalidad del cambio argumental, desde un inicio intelectualizado que lo acerca también a las novelas de Vila-Matas hasta el hueco que se va abriendo para que entren los hedores de la violencia: es quizá este terreno todavía transfronterizo el que permite que la poesía aparezca en todo su esplendor, incluso cuando la absurda llegada de un Boris Yeltsin carnavalesco se transforma en un momento de suave y cuidada ironía.

La parte de Fate suelta el embrague y nos ofrece al Rigola más conocido, capaz de hacer bailar a sus actores al ritmo de la gasolina de Daddy Yankee y al mismo tiempo crear imágenes corales de un preciosismo brutal, como la que ilustra el programa de mano: un boxeador dando derechazos a la cabeza de un hombre colgado del techo, una joven masturbándose entre el delirio de sus compinches, periodistas deportivos que indagan sobre feminicidios en la ciudad, prostitutas y borrachos: no hay tregua en esta parte. Prácticamente todo el tiempo la escena se sitúa en un cubículo asfixiante, donde los actores se mueven sin espacio pero, paradójicamente, con una soltura y un individualismo que les impide interactuar en la realidad: es el sálvese quien pueda, el taparse los ojos y caminar hasta donde nos lleve la corriente.


La cuarta parte, la de los crímenes, quizá encierra el único gran error de toda la obra, de ahí el casi magistral del inicio. Es una impresión muy personal, sin duda, y no noté esa noche que fuera demasiado compartida por mis vecinos de butaca. Los primeros quince minutos todavía mantienen el aliento limpio: un cadáver en medio del desierto y unos policías corruptos y perdonavidas que pasean a su alrededor. Los pinches y los güeys van y vienen a lo largo de los diálogos y se nos informa de la realidad de lo que ocurre en Santa Teresa / Ciudad Juárez. Y llega el éxtasis en forma de diez minutos que hubieran podido recuperar, con más fuerza si cabe, la poética ya diseminada hasta aquí pero que se convierten en la escena más discutible de todo el montaje: mientras en el fondo del escenario se proyecta el listado de mujeres víctimas de la violencia masculina, con nombres y edad, el cadáver sanguinolento recupera el aliento pero sólo para mostrar el sufrimiento de sus últimos minutos en vida: se retuerce y grita mientras imaginamos que la muchacha va siendo apaleada, golpeada y violada por quién sabe cuántos hombres. Es una patada al estómago del espectador en toda regla, una imaginería tan evidente que rompe la contención mantenida por Rigola hasta aquí. Ya sé, porque uno es moderno y lee blogs, que esas páginas de Bolaño incluyen descripciones aberrantes, pero traspasar esto al teatro implica tomar una decisión: o lo pongo en imagen o sólo dejo pistas. Rigola ha optado, durante diez minutos, por poner negro sobre blanco y salpicarnos con la sangre, pero más que eso, obligarnos a escuchar durante un lapso interminable los gritos desgarrados de la víctima. Poco después van saliendo los actores a depositar cruces de madera a lo largo y ancho del escenario, y es imposible mantener los ojos secos: se ha logrado, claro que sí, impresionar al espectador, pero a un precio muy alto. Todavía hay una coda para rematar la tarea: de nuevo frente al cadáver, los policías van desgranando con el rostro impasible una ristra de frases machistas y nauseabundas, y cuando cae el telón hay un silencio en la grada que se corta con cuchillo. Digo, pues, que a mi modo de ver es un error esta solución visceral, pero no puedo negar que el efecto es demoledor y que no hay nadie en su sano juicio que pueda salir de esta cuarta parte con el cuerpo en reposo y la mente relajada.

La última parte vuelve a situarnos frente al grandísimo teatro: el encuentro de Archimboldi es un regreso al inicio de la obra y al placer de contar y que nos cuenten historias, por mucho que a estas alturas ya llevemos más de cuatro horas de escenas. Aparecen también otras obsesiones de Bolaño repartidas por su bibliografía: los nazis y la guerra, el sufrimiento, la literatura como forma de vida, las apariciones y desapariciones, el azar, la dignidad. En un escenario que hubiera firmado el mismísimo Peter Brook, una cinta corrediza ejemplifica el paso del tiempo y la metáfora del transcurrir de nuestras vidas, mientras al fondo se proyectan imágenes del desgraciado siglo XX. El círculo se va cerrando, y aunque ya sabemos dónde está Archimboldi nadie parece ser quien dice que es. La imagen final es soberbia, como casi todo ya: Archimboldi corre cada vez más rápido por la cinta hacia ninguna parte, pero adelante, siempre adelante, huyendo de esta vana realidad que también es capaz de lo peor, de los crímenes más horrendos a la vez que la literatura busca su espacio en el mundo, su sentido, su razón de ser. Telón.

Salen los actores cuatro veces a saludar, demasiado poco para esta maravilla. Tampoco escucho bravos, probablemente porque es la una y media de la madrugada y nuestro estómago todavía sufre los embates de la cuarta parte. ¿Cómo gritarle bravo a la evidencia del mal absoluto? Pero hay sensación de que algo grande ha ocurrido mientras la foto de Roberto Bolaño se proyecta al fondo, y me sobrecojo.

Háganse un favor espléndido: 2666 todavía está en cartel hasta el día 25 (el espectáculo completo se ofrecerá de jueves a domingo). Los vuelos en España y en Europa están baratos, vengan a Barcelona y no se pierdan este espectáculo. La obra girará en el 2008 a Sevilla y Málaga (febrero) y a Las Palmas y Granada (marzo). Están avisados, y todavía hay entradas.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Nancites 12

1. Veinticinco años de Premio Herralde dan para mucho. Tanto como para confirmar que lo que fue creado como un premio destinado a revitalizar la nueva narrativa de España ha terminado siendo unos de los principales galardones a nivel latinoamericano. No sé si lamentarlo por España o alegrarme por Latinoamérica, pero lo cierto es que el cambio es de lo más insidioso y refleja el momento actual de las letras españolas: de los jóvenes Marías, Azúa, Pombo, Molina Foix o García Sánchez hemos pasado a los Bolaño, Bayly, Pauls o Villoro, quizá porque el relevo generacional de nuestras letras nunca acabó de darse por completo. Herralde lo expresa así en el libreto conmemorativo: "El premio ha descubierto, alentado o ptenciado a destacadas figuras de la "nueva narrativa española" y también, y muy especialmente en los últimos años, de la literatura que surge en tantos países de América Latina". Los intentos del Nadal o del Planeta también quedaron aguados: Mañas, Maestre, Prada o Freire no pasaron, diez o doce años después, a consolidar una literatura de altos vuelos. Me temo, pues, que lo de Anagrama sea no sólo una estrategia comercial sino también una estrategia pragmática e ineludible.

2. Ahora que ya no va a ser, lo cuento: yo tenía la intención de editar un blog bajo el título 2666, que sería una lectura in progress de la novela, casi página por página. Se trataría no tanto de explicar la trama cuanto de ir desgranando las emociones sentidas durante el proceso de lectura, casi un experimento. Aunque la idea es otra bien distinta, me entero de que el blog ya existe.

3. Y sin salir del tema, un plan para esta noche.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Primeros paseos literarios

Después de 70 horas de viaje (lo juro: de por medio, cierre de aeropuertos, esperas interminables para recolocar a pasajeros perdidos en el limbo, malas conexiones de vuelos...) llego a la ciudad como un turista distraído. ¡Yo, que siempre he abominado del género y he dignificado hasta la extenuación la profesión de viajero! Les dejo la cita de Paul Theroux, ya puestos: “Los turistas no saben dónde han estado, los viajeros no saben adónde van”.

Pues andaba yo igualmente perdido en este pasillo de ciencia ficción al que llaman con un nombre acorde (T4, como R2D2 o así) y tenía cinco horas por delante: así que no había otra que meterse en uno de esos "Relay" que pueblan los aeropuertos españoles y que son la quintaesencia del mal gusto literario, pero era eso o nada. Al fin y al cabo, entrar de vez en cuando en una de esas tiendas también pone al día a cualquier bloguero acerca de las modas ocasionales que recorren las estanterías nacionales. Al fondo, siempre al fondo, hay algunas pilas de libros serios que parecen acolchar el alud de novedades de la entrada, como justificando su presencia con vergüenza.

En esa mesa inmediata, que uno se topa antes incluso de dar con los periódicos, hay una voz monocorde que yo había visto en mi anterior visita y que persiste, incluso puede ser que sea un fenómeno de años y que para mí el tiempo pase muy rápido. Esta literatura fashion actual, con sólo vislumbrar sus títulos (ya no hablo del tamaño de los mamotretos ni de sus portadas engominadas), da cuenta de un hilo conductor impecable: dame un hecho no resuelto de la Historia y te hago una novela. Veo, por ejemplo, que el fin del calendario maya, situado en el año 2012, provoca ahora insondables temores y es motivo para profetizar nuevos fines del mundo. Así como Santa María del Mar también provocó una obra muy vendida y que todavía sigue ahí, los ejemplos se repiten hasta la saciedad: la sensación es que el mismo libro se desplaza a lo largo de la mesa, y después de diez ejemplos soy incapaz de apreciar la diferencia entre un misterio y otro. Esta moda, imagino también que empujada por los códigos Da Vinci y sus secuaces, sigue en plena ebullición.

Dos días después, para ir pasando los efectos del jet lag, recorro la librería Laie de punta a punta y doy un paseo por el siempre congestionado FNAC. Mi compra es evidente: en la bolsa me llevo la tercera parte de Tu rostro mañana y la traducción española de la novela de Littell. Estuve hasta el último suspiro dudando si me quedaba con Les benignes catalanas, por el hecho de estar editada en Quaderns Crema por el amigo Vallcorba y tener un tamaño mucho más manejable, pero he tenido que decidirme por Las benévolas por una tapa dura que me anticipa algo más de perdurabilidad en mis viajes. La bolsa no daba para más en una sesión: los dos tomazos pesan y regresaré a por otras piezas muy pronto, verbigracia:

- Camposanto, de Sebald, para seguir fielmente con la recuperación que Anagrama dedica a toda su obra.
- La carretera, de Cormac McCarthy, como una de esas novelas cuyas recomendaciones y críticas obligan a no pasar por alto. Dice la faja que hasta Javier Marías recomendó el Nobel para este autor, cosa que yo no había leído hasta ahora.
- Exploradores del abismo, de Vila-Matas, aunque este libro esperará más tiempo porque tengo otros pendientes de Enrique.

A vuelapluma veo también con cierto interés una reedición de El mecanógrafo, de García Sánchez (y pienso en Lukas), una edición completa de la poesía de Caballero Bonald (Somos el tiempo que nos queda) y una recopilación de poemas de Joan Margarit sobre Barcelona.

Al final hojeo el libro La revolución de los blogs de José Luis Orihuela y observo que en el apartado dedicado a los blogs de literatura hay una mención a La senda de los libros: imagino que debe ser la primera vez que este lugar tiene su reflejo, modesto, en una página escrita.

martes, 6 de noviembre de 2007

Perdido en ninguna parte

El silencio acusado de estos días se debe a cambios geográficos impostergables: nada nuevo para mí en esta época. Atravieso el océano como quien cruza los ríos, y andar entre dos realidades ya es una forma de la cotidianidad. Pero por primera vez ha ocurrido algo diferente: el pésimo clima ha obligado a suspender vuelos y a suspendernos a nosotros, sufridos viajeros, en un lapso de tiempo extraño, en tierra de nadie, esperando un avión que parece no salir nunca. 24 horas así, en un hotel impersonal sin ganas de hospedarme junto a gente que sí está allí por convicción, porque pagó su habitación: en cambio mi vida parece sufragada un día entero por fuerzas invisibles que me retienen a la fuerza, y sólo puedo mirar a los bañistas que disfrutan de su estancia.

El bloguero, sentado y a la espera, quizá deba acabar agradeciendo la existencia de este día, como un extra inesperado en su trayectoria vital: 24 horas más de vida que supongo que no vendrán incluídas en mi factura definitiva y final.

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El discurso de Cebrián pone a los blogs en su sitio, o sea, como uno de los fenómenos más impresionantes de este joven siglo. La imagen del bloc-diario de las papelerías que se cierra con candado frente a los blogs virtuales es demoledora y a la vez sentimental: de la histórica idea de la discreción y el secreto impresos en hojas blancas (cuánto amor adolescente recogido ahí, cuánto sexo furtivo convertido a terapia escrita) a la no menos histórica del desprejucio y la desnudez total, ya sea para opinar o para divagar. Pero lo que nadie parece haber notado es que los blogs han roto la tendencia suprema de internet y la de los propios diarios juveniles de antaño: ni que sea por una sola vez en la vida, el libro le ganó al sexo.