viernes, 22 de febrero de 2008

Los Coen reescriben el cine

Tengo todavía en la retina, y ya han pasado cinco días, algunos fotogramas de No country for old men. Lo digo a la americana porque la vi en versión original, como todo en esta vida, y porque todavía no estoy seguro de cuál es la mejor traducción española: No es país para viejos, No hay lugar para los débiles. Entre la opción literal y la otra creo que la segunda puede ajustarse más al sentido de la frase, pero dejo el tema para los expertos.

Voy a admitir, en un tremendo acto de contrición por mi parte, que a día de hoy no he leído ninguna novela de Cormac McCarthy. Tengo otros pendientes en la vida, qué duda cabe. Sin ir más lejos, sigo sin pisar los Estados Unidos más allá de sus aeropuertos para hacer escalas hacia el Sur, pero esto es un acto puramente voluntario y lo primero es fruto de la impotencia lectora, de no poder abarcar todo cuanto se publica en este mundo desbocado. Sé que hay que voltear la vista hacia América en aspectos literarios y reivindiqué eso para mí mismo en un post de hace unos meses: la lista compuesta por Pynchon, DeLillo, Roth y McCarthy marea, pero los minutos escasean y acabo haciendo lo menos meritorio en esta vida: ir a ver la película antes de haber leído el libro. Lo que viene a ser lo mismo que decir que ya no podré leer esta novela, pues no quisiera caer en la terrible realidad de ver las caras de los actores al pasar cada una de las páginas. Pero tengo La carretera, esa sí, en el estante de pendientes.

En todo caso, asisitir durante dos horas al despliegue de imágenes que los hermanos Coen han pergeñado es un tiempo para nada perdido. Incluso aunque, y aquí me voy a permitir un largo excurso, el visionado tenga lugar en uno de esos lugares que sólo la más calenturienta imaginación puede desarrollar. Estoy hablando de un cine que por sí mismo ya es un ejemplo perfecto de estulticia y embrutecimiento social, pero que situado en Managua pasa a ser un monumento a la ostentación malsana. Yo no recuerdo haber visto nunca un lugar de estas características en Barcelona o Madrid, aunque como todo se copia y se emula supongo que a estas alturas ya deben surgir también ahí como setas. Se trata de un cine VIP, en el que recalé por pura necesidad horaria (la sesión que se adaptaba a mis posibilidades sólo se encontraba allá) y no me percaté del hecho hasta que recibí el vuelto de mis pesos. Un cine caro pensado para gente despreciable, que diría Castellanos Moya: desde el mismo instante en que pisé la moqueta ya vislumbré de qué iba el tema: camareros, sillones tipo avión de primera clase, botoncitos para avisar a media película por si nos surge alguna necesidad imperiosa que satisfacer, y un frío que helaba los huesos (pues los cortos de miras acostumbran a pensar que temperatura y precio son constantes progresivas). En esas condiciones no era fácil concentrarse en una película, desde luego: y menos al ver de reojo la clase de clientes que pululaban por la sala, extraídos todos del manual perfecto del pijoaparte, con algunos extranjeros proclives al racismo de clase de por medio. ¿A qué mente perversa se le puede ocurrir este tipo de negocio? ¿Qué insatisfacciones personales lleva a determinadas personas a asistir a este tipo de salas para pedir un sandwich de camembert (¡en Managua!) a media película? Por cierto, el infecto lugar responde por Alhambra.

En fin, que yo iba a escribir sobre la película, y mi espacio y mis ganas van disminuyendo por momentos. Me quedé, precisamente, por la película: cuando comenzaron a llover los primeros fotogramas entendí que ahí enfrente había buen cine. Pero lo mejor de todo, y la causa última de este post, es que toda la obra tiene un mérito fundamental y que se infiere minuto a minuto en cada escena: los Coen han tamizado la novela, han extraído de ella sus elementos literarios más significativos (ojo, no digo argumentales) y los han adaptado al lenguaje cinematográfico que ellos dominan. Quiero decir que, contra lo que suele pasar (directores plastas que ruedan como si el autor estuviera escribiendo sobre la cámara, o directores oportunistas que se apoyan en novelas de éxito para realzar sus películas refritas) los Coen han capturado las esencias del texto y las han traspasado mágicamente a la pantalla. Es difícil decir esto sin caer en una cierta cursilería, por eso hay que sentarse y simplemente ver y escuchar: el ritmo, los planos, los diálogos, todo es meramente literario en esta película pero funciona como cine: nada fácil y todo un reto superado.

Y reitero que no he leído la novela de McCarthy, pero basta con ver esos paisajes fantasmales y esos moteles tan apetecibles (creados y construidos, claro, para que un día exisitieran los McCarthy y los Coen) para pensar que esto y no otra cosa es la literatura norteamericana. La mejor. Y sentir que uno puede escribir un post sobre No country for old men y decir cosas y no haber mentado una sola vez a Javier Bardem: un placer inmenso.

________________________________________

Cortesías

lunes, 18 de febrero de 2008

Poetas en Granada

El sábado se clausuraba el cuarto Festival Internacional de Poesía de Granada, y por fin me dejé caer por las calles y plazas coloniales de esa ciudad para degustar el ambiente que se vivía por allá. Los días previos hubo gran difusión en los medios y era extraño no saber nada del evento: machaconamente, la televisión repetía un anuncio y un lema naíf ("la poesía es la esperanza") a todas horas.

Ya me considero un experto en estas lides: hace muchos años que asisto a todo tipo de certámenes literarios, en ciudades distantes y con públicos variopintos, así que es difícil que ya nada me sorprenda. Pero la primera impresión fue realmente grata: una superfície nada desdeñable de la plaza central de Granada se cubrió de sillas (la mitad de las cuales se reservó a invitados) y el efecto, con los edificios porticados a los lados y la catedral como testigo imponente, era muy digno. Uno piensa en lugares apropiados para un festival de poesía y puede pensar, sencillamente, en esa plaza. Con los años, como digo, he visto recitales en todo tipo de ambientes; en el metro, por ejemplo. Así que la simbiosis entre la poesía y el ruido la tengo identificada desde hace mucho. Y no voy a recordar el penúltimo recital, ya suficientemente contado aquí, en una impresentable feria del libro de Barcelona bajo un apocalíptico rumor de fondo.

En Granada me esperaba lo peor, es cierto: soy proclive a no tener demasiadas expectativas en estos casos, porque la poesía, así como el sexo, se acaba encontrando en casa y con la mejor calidad de sonido. Es cierto también que tuve que cambiar de sitio justo después del acto previo institucional, porque un niño a mis espaldas emitía alaridos cada pocos segundos, y su madre sólo era capaz de regalarle globos y caramelos para que callara. Pero una vez reubicado y con los lloriqueos como un mar de fondo muy lejano, me dispuse a gozar del espectáculo.

La noche se organizó con la lectura de tres mesas de seis poetas cada una, a los cuales sólo les estaba permitido escoger un único poema. Varios hicieron trampa, pero les perdonamos. Las nacionalidades eran multicolores: islandeses, rusos, serbios, rumanos, y una considerable presencia de suramericanos. Fallaron las dos voces que yo esperaba escuchar, ya que tanto Luis García Montero como Luis Antonio de Villena estaban invitados a la semana poética y no se hiceron presentes esa noche.

Buen sonido, cierta agilidad de lectura (aunque los poetas extranjeros eran releídos después en español por autores nicaragüenses, lo que alargaba la ceremonia) y una diversidad escandalosa de calidades. No anoté todos los nombres y soy incapaz de recordarlos ahora, pero reto a quien estuviera por allá a mejorar mi lista de preferidos: el estadounidense, el chileno, una nicaragüense y un ruso, que leyó un portentoso poema breve sobre un cadáver que levanta cada poco tiempo su lápida para, pasando los dedos por su cara exterior, reconocer todavía el relieve de su propio nombre. A su lado, otros rapsodas cayeron en abismos de lugares comunes y tópicos deleznables, por lo que presiento que un buen número de invitados eran poetas de tercera categoría en sus propios países. Aquí la cantidad (más de un centenar de poetas) jugó en contra del festival, empecinado en consolidarse aunque sea a base de engrandecer sus cifras.

No pudo sorprenderme, decía también, que el sonido de fondo fueran las campanillas de los carretones de heladeros vendiendo su producto, o alguna moto pedorrera que había conseguido llegar hasta los límites de la plaza: a veces pienso si con tanto afinamiento no estaremos consiguiendo que la poesía nunca rompa del todo el cerco del elitismo, así que el ruido de la ciudad no me molesta en absoluto. Viendo la caras de la mayoría de los asistentes pude irme satisfecho: no sé si el tan trillado lema de que en este país todo el mundo es poeta hasta que se demuestre lo contrario es cierto todavía, pero sí que noté un acercamiento humano notable a lo que sucedía en el escenario: que no era otra cosa que voces y palabras. Muchísimo, para los tiempos que corren.

________________________________________

El Festival fue dedicado este año al poeta Salomón de la Selva, de cuyo espléndido anagrama (un verso perfecto, limpio) me enteré pocos días antes: sol en vaso del alma. Así jugando, voy sacando algunos versos de mis escritores preferidos: rimará viajes, o bien que miren a la vista. En cambio, yo mismo no voy más allá de un simple bajo cedazo.

________________________________________

La excelente idea del Proyecto Quipu en Perú y la imperiosa necesidad de que los narradores nicaragüenses salgan también, algún día, a la superfície.

lunes, 11 de febrero de 2008

Alemandas I y II

Digámoslo ya de entrada para no caer más tarde en equívocos, y también para que mis insistentes y fieles detractores puedan conocer ya mi opinión desde el primer párrafo y no se vean obligados a seguir leyendo este post: Las benévolas es una gran y excelente novela, de eso ya no me cabe ninguna duda. Con doscientas páginas leídas lo puedo afirmar, y no concibo que ningún lector suficientemente atento, curioso y enterado pueda decir lo contrario. Dejo los peros para luego, que los hay: de momento me interesa sentenciar que Littell ha escrito algo de muchísima fuerza, de alta calidad narrativa: una obra de un autor no sólo en estado de gracia sino con el don de contar historias y empaparse lo suficiente en la bibliografía histórica previa como para que sean de lo más creíble.

Ahora se me aparecen los críticos (pocos y poco sustanciales, todo sea dicho de paso) que se aprestaron a publicar su columna previniéndonos ante la avalancha comercial. Yo, que como todo exalumno de Jordi Gracia atiende a la crítica literaria, estoy ahora capacitado para maldecir a aquellos que con un poco más de insistencia hubieran sido capaces incluso de alejarme definitivamente del libro. ¡Me hubieran apartado, viles criaturas, de este placer actual!

Algunos rápidos argumentos sobre el porqué de mi defensa de Las benévolas podrían ser los que siguen: capacidad de alternar las escenas más impactantes con descripciones impresionistas del entorno, sin saltos mortales ni quiebres forzados. Personajes que aparecen y desparecen constantemente ante el protagonista, que han sido creados con pocas y precisas pinceladas y que los convierte en seres de carne y hueso, por monstruosas que sean sus decisiones. Minuciosidad en los detalles históricos y en las referencias militares, sin que ello implique una aglomeración indigesta de datos. Y algo que yo siempre valoro: inclusión de momentos próximos al lenguaje poético antes o después de las imágenes más brutales, en un ir y venir del caos a la magia tremendamente atractivo (uno entre mil: Max Aue caza con suavidad un gorrión que se ha metido desorientado en su habitación y lo devuelve al exterior, justo a las pocas horas de haber presenciado incólume la ejecución de cientos de mujeres y niños judíos). Podría añadir otros argumentos, pero ya vendrán.

El salto entre una primera y breve parte, casi a modo de prólogo, hacia esta segunda es sustancial: ya comenté que el tono inicial de la novela me desarmaba como lector y llegué a pensar que mi incursión en Las benévolas podía ser más corta de lo previsto. Pero ahora llega la verdadera narración y la trama argumental es transparente: las tropas alemanas avanzan durante la 2ª Guerra Mundial hacia el este, por Polonia, Ucrania y más allá, primero entre evidentes muestras de autosatisfacción y después con el desastre anunciado que llega con el invierno. Es Historia sabida, sin duda: el riesgo de cualquier novela cuyo desenlace conocemos perfectamente es que todo quede en puro argumento y que nuestro interés decaiga a los pocos capítulos. Sin prosa certera y sin una estructura de orfebre no habría quien pudiera tragarse mil páginas de batallas en el lodo.

Littell ha hecho una proeza: su Aue es un protagonista pero sobre todo es un voyeur, como el lector. Participa activamente de todo cuanto le rodea, pero es la descripción de su sorpresa, o de su pesadumbre, o de su desasosiego la que nos atrapa, la que convierte esta obra en un espejo perfecto ante el que escudriñar nuestras propias miserias, y la que la aparta de ser una simple evocación más o menos ortodoxa de la guerra. Es un tipo capacitado para el análisis intelectual de lo que observa, y eso le hace temible y ambiguamente atractivo: justifica el hedor de la violencia con apuntes morales, con alguna que otra cita de autoridad y siempre impertérrito. Aunque le asquea su entorno, el asco también tiene su espacio en el mundo para, una vez limpio, asombrarse de la belleza de lo que ocultaba.

La narración tiene empuje y mantiene un nivel alto casi siempre. Sólo decae en contadas ocasiones, en momentos en los que frecuenta demasiado la alegoría (las descripciones de sueños, por ejemplo, son un recurso ridículo pero no sólo en Littell: deberían estar prohibidas por imperativo literario.) La traducción es exquisita, pero las trampas que pone el autor cada diez líneas no son de fácil digestión al principio: las palabras alemanas no traducidas, en especial las graduaciones militares, lastran un poco la lectura. Los editores han tenido el detalle de insertar un vocabulario en la última página, pero en un tomo de mil páginas no deja de ser una ingenuidad un poco infantil.

Aunque mi principal objeción radica precisamente en el volumen colosal de hechos, datos, reflexiones y personajes, y esto tiene que ver con una percepción muy personal del hecho literario. Cada vez estoy más convencido de que la contención es una virtud y de que son muy pocos los autores dotados para el despliegue arrollador: para eso hace falta, al menos, un estilo, del que Littell carece o yo no he sabido apreciarlo hasta el momento. Littell sabe contar historias, es cáustico cuando conviene, sabe remontar cuando toca y baja el nivel si la escena anterior nos ha empapado, domina la técnica de la narración, pero en cambio no podría afirmar que su estilo sea inimitable. Diría que es sagaz pero no original, y esto tampoco le perjudica en exceso. Para leer esta novela hay que pensar, como otros han hecho antes, en los autores del XIX y comparar: no creo que Littell salga nada mal parado del envite.

A Las benévolas le voy atisbando ya , sobre todo, la épica: esa que hizo de Guerra y Paz un monumento literario. Un crítico francés se preguntaba dónde colocaremos esta obra dentro de un tiempo, pero me inclino a pensar que tendrá su espacio en cualquier buena biblioteca, porque no siempre se edita algo perdurable: pero me queda mucho por delante y espero que no decaiga mi nivel de asombro.

jueves, 7 de febrero de 2008

Dos momentos nicaragüenses

Coinciden en pocas horas dos noticias que afectan a los dos principales exponentes de la literatura nicaragüense. Como ya he contado otras veces, en este páramo cultural (de alta cultura, se entiende, porque de folklore andamos sobrados) cualquier pequeña aportación es un gran evento, pero ahora las dos noticias tienen su peso específico y también traspasan fronteras.

La primera es la concesión del Premio Bilbioteca Breve a Gioconda Belli. Desde un punto de visto estrictamente comercial, nada que objetar: Gioconda ya estaba publicando en Seix Barral y una voz latina siempre aporta un plus de color a los premios que convocan las editoriales españolas: lo estamos viendo a menudo con otros galardones.

El caso de esta mujer es sintomático: su carrera se desarrolla a través de la poesía, una lírica arrebatada con ciertos influjos modernistas y una característica que le da fama internacional (y que en Nicaragua provoca rasgaduras de sotanas): el erotismo palpable y el sexo en todo su esplendor, especialmente desde el placer femenino. Ya en los 90 decide probar suerte con la novela y el éxito vuelve a ser arrollador, especialmente entre las lectoras más feministas, que la adoran y llevan su voz a distintos países. De ahí nace también una correcta memoria de la época de la revolución sandinista, El país bajo mi piel, que se añade a este subgénero que tan actual sigue siendo por las aportaciones de los personajes políticos que vivieron e hicieron esa época.

Pero créanme que a mi me da una pereza monumental leer la obra en prosa de Gioconda, tan deudora todavía del realismo mágico. El resumen de la novela ganadora del Biblioteca Breve es una excelente razón para salir corriendo de la librería en dirección contraria: una recreación del mito de Adán y Eva, hurgando en sus vidas y describiendo cada paso por el paraíso, manzana incluída. La elección de este tipo de argumentos no deja de ser sospechosa de cierta cursilería, pero que desde un punto de vista comercial tiene sus lectores. Diría que Gioconda quisiera ser la Isabel Allende centroamericana, y su carrera está haciendo.

Creo (aunque nunca lo he constatado de verdad, y quizás solo sea una divagación mía) que el lector nicaragüense se divide en una estricta dualidad: los defensores de Gioconda Belli y los defensores de Sergio Ramírez, como polos irreconciliables. Yo, como buen lector de Sergio, reniego de la prosa melíflua de Gioconda, y creo que a otros les sucede lo contrario. Aun así, tampoco creo que Segio se haya despojado completamente de las influencias, ya malsanas a estas alturas, del realismo mágico, pero sus novelas tienen el don del profesionalismo, del escritor que indaga en los entresijos de la narrativa y que cuida cada frase y cada diálogo con dedicación.

Y ahí llego a la segunda noticia del día: el miércoles pude asistir a la presentación del libro Tambor olvidado, que ya comenté aquí cuando todavía era un proyecto avanzado y Sergio Ramírez nos lo pormenorizó entonces a una treintena de invitados en la Universidad Centroamericana. Ahora llegó por fin el acto público organizado por el Grupo Santillana, con una asistencia mucho más grande de la prevista y que dejó a muchos fuera del auditorio, y ya tengo un ejemplar en mis manos.

Voy a apostar fuerte: este libro es una verdadera revolución para este país, que sabe tanto de eso. A medio camino entre la novela y el ensayo, Sergio se encarga de desmontar el hilo discursivo de la historia oficial de Nicaragua, añadiendo un nuevo factor que va a descolocar (al menos sentimentalmente, que no es poco) a la gente de aquí. Hasta ahora se había dado por buena la versión de que los nicaragüenses del Pacífico son una mezcla de indígenas y conquistadores españoles, pero el libro documenta la influencia que la llegada de los negros africanos tuvo en esa parte de Nicaragua (la influencia en la zona del Caribe ya se daba por descontada). El resultado es que casi todas las manifestaciones culturales del país, que tenían a los indios y a los ladinos como fuente perpetua, pasan a tener unos orígenes que se situan en el continente africano: hablo de la marimba, de la sopa de mondongo, del nacatamal, del quijongo, del gallopinto, incluso el baile del Güegüence (con c lo escribe Sergio) tiene raíces africanas en algunas de sus composiciones musicales. ¡Por no hablar del fenotipo claramente mulato del mismísimo Rubén Darío!

No sé cuánta gente va a leer este libro, pero si este país fuera lo suficientemente atento, lo que aquí se cuenta generaría unas disputas y unos debates en cualquier medio de gran valor. Estaré atento a lo que se publique estos días en la prensa o se diga en la televisión, pero no tengo muchas esperanzas de que esta nueva revolución vaya a cambiar las cómodas costumbres de esta nación aletargada.