domingo, 27 de julio de 2008

El futuro ya no es lo que era

Leo con cierto retraso el artículo sobre el fin de la ciencia ficción publicado en un reciente Babelia. Me temo que aunque el tema pueda parecer un avance de la languidez vacacional (un tema sobre el fin de... es sintomáticamente agostino) creo que da en el clavo sobre un problema profundo de un género mítico. Más que la muerte de la novela anunciada cada cierto tiempo por algunos, lo que probablemente ocurrirá es la muerte de determinados géneros: las novelas del oeste que leía mi padre son historia, como las novelas rosa al estilo Tellado. En el caso de la CF, sin duda se avecinan malos tiempos.

Dice Miquel Barceló, uno de los que más sabe en mi país sobre el tema, que una de las causas del declive puede ser internet. Hay que detenerse ante la frase: internet es hoy la culpable de todos los males, así que una voz más reafirmando el hecho puede parecer insustancial. Pero hay un factor superior que engarza los dos factores con bastante precisión: el lector de CF, además de su interés meramente literario, era un aficionado a la tecnología y a la ciencia en general, por lo que su tiempo libre ha pasado a ser utilizado para navegar por la red. Lo que un libro de Asimov o de Clarke le contaba, hoy lo encuentra en el mismo pack (historia y tecnología) a través de cientos de webs y blogs.

Pero la caída en la venta de libros de CF no ha sido traspasada a otros formatos. Es curioso que el cine siga explotando con gran éxito argumentos típicamente del género, y que la televisión haya reactivado series con un componente fantástico muy atractivo, caso de Perdidos. (Un apunte: la última película de Night Shyamalan es un calco perfecto de cualquier capítulo de The Twilight Zone, y lo digo porque no he leído esta consideración en ninguna parte y a mi me parece de lo más evidente).

Otro elemento interesante que cuenta Barceló es que el atractivo de esas novelas radicaba en la traslación de una ciencia posible hacia un futuro incierto, pero hoy la mayor parte de esos conocimientos infusos (inteligencia artificial, la comunicación a través de la red, etc.) son realidad tangible, y la especulación puede haber perdido el atractivo que antaño tenía. Es lo que el autor llama con gracia "disolución en el contexto".

Pero, además de invertir su tiempo en internet, me pregunto dónde están hoy los lectores de CF, y me imagino que muchos habrán pasado a ser trágicamente seducidos por los nuevos bestsellers de catedrales góticas y muertes diabólicas. Ojalá me equivoque, y quizá este pensamiento sea una conexión malvada hacia una de las afirmaciones que suelen darse para este público: el lector de CF es un lector de segunda, un adulto que no ha superado (literariamente) sus gustos adolesecentes. Ciertamente, ya hace mucho que yo no devoro una novela de CF, y quizá deba remontarme a algo de Bradbury o a una revisión que realicé, hará ya unos diez años, de la primera serie de la Fundación. Pero eso no obsta para que sienta un poco de nostalgia hacia esta decadencia del futuro posible.

Hay un par de salvavidas con un autor de referencia: después del verano se publicará en España el libro de memorias de J.G. Ballard, Milagros de vida, y se acaba de inaugurar una prometedora exposición en el CCCB de Barcelona (la cual, ay, no podré visitar) sobre la obra de este autor, con el icónico título "El futuro será aburrido". Hombre, sin CF lo será un poco más, qué duda cabe.

lunes, 21 de julio de 2008

En playa Coco


¿Alguien podía dudar de que el inicio de lectura de Chesil Beach iba a tener lugar en una playa? No en cualquier playa, sin duda: teniendo en cuenta que mi latitud no me permitía acercarme siquiera a Chesil, escogí entre lo más a mano aquella playa que me parece la más tranquila y apacible, adecuada para la lectura de una novela que me tenía en ascuas desde hace varias semanas.

Sé perfectamente que mi nueva lectura de McEwan debía ser Amsterdam, pero tampoco había calculado que uno de mis autores fetiche iba a publicar tan pronto. La apariencia externa de la novela explica bien la situación: muchas menos páginas que Sábado y que Expiación, y un tipo de letra mucho más grande y con márgenes colosales (al menos la segunda edición, que es la mía). ¿Novela menor? Veremos. De todos modos, esa sucesiva poda de páginas también es un estímulo para saber si McEwan se defiende igual en las distancias largas que en las cortas.

Voy a decir muy poco esta vez, porque la lectura apenas comienza y ya habrá espacio en sucesivas entradas. Ahora lo que me interesa es pararme ante la decisión trascendental de un escritor, quizá el grado sumo del dilema: cómo voy a iniciar el recorrido del relato, con qué escena abro la novela. Las primeras quince páginas pueden ser el motor de arranque del libro o una simple excusa de presentación de personajes o de tema. Pero es difícil, después de tanta lectura a nuestras espaldas, que se nos escape la intención del autor: las frases van cayendo ante nuestros ojos, una tras otra, y vamos adivinando qué pretende con apenas unos párrafos.

Algunos creen (ilusos) que un buen inicio es una frase sentenciosa, y para ello dan vueltas y vueltas hasta encontrar la cita citable por excelencia. Otros, que la escena debe ser impactante (que haya sangre, un muerto siempre, algo de semen, un cuchillo en alguna parte o una bala) y con eso ya se tiene asegurada la atención del lector por el resto del libro. Los maestros lo tienen mucho más claro: Umberto Eco sólo quería matar a un monje. Por eso creo que mi maestro (y no he leído ni una sola entrevista sobre Chesil Beach, ni una sola crítica, ni un solo artículo referido a la novela) tuvo claro desde un principio que quería meter en una habitación a un par de recién casados, en plena noche de luna de miel. No hay vuelta de hoja: parece imposible arrancar así el libro y que ese no haya sido el motor de pensamiento para lo que iba a acontecer después. Puedo equivocarme, claro, y por eso lo digo ahora, cuando no sé qué ocurrirá en las página siguientes: así mi penitencia podrá ser más visible.

Hay diferencias cruciales entre este inicio y el de sus últimas obras: Expiación comenzaba de manera compleja, presentando a Briony Tallis en el juego verdad-ficción que McEwan ya anticipaba levemente. No era una escena propiamente dicha, sino un largo excurso para ir trabando el armazón del argumento. Sábado, en cambio, arrancaba desde una habitación matrimonial, pero un elemento sorprendente (un avión que cae) se revelaba después como el símbolo más evidente del mensaje de la obra. En este caso, uno no se imagina a McEwan pensando en su novela a partir de un avión en caída (por mucho que su imagen sea la del 11-S), sino la de escribir una obra precisamente después del 11-S, y qué decir entonces.

En Chesil beach hay una escena, y punto. Punto hasta la página 20. Pero la sustancia que emerge de esa pareja en un hotelito al borde del mar, en la habitación para recién casados, es demasiado potente como para ser tomada como una excusa narrativa. Y el efecto impacta: el vértigo que producen los pensamientos de Edward y Florence, minutos antes de saber lo que inevitablemente debe ocurrir a continuación (una cama, unos cuerpos vírgenes, el horror al vacío) es, cómo decirlo, marca de la casa, aunque ahora ocupe esa marca ya las páginas iniciales. Sólo el no saber en qué época estamos da una extraña pátina de irrealidad a la escena, leída al menos desde un lector actual y anclado a su propio presente.

Y la lectura continuará, aunque ya no en la playa para mi desgracia.

domingo, 13 de julio de 2008

Ochenta

Han pasado muchas cosas en el mundo literario desde mi última aparición, que eran suficientes para ser contadas aquí: ha habido premios, decesos, novedades literarias importantes, lecturas, desengaños, sorpresas. Varias veces he estado tentado de romper el silencio, y tantas otras he reprimido mi ansia por escribir algo. Sencillamente, el entorno no ayudaba y las obligaciones terminaban pasando por encima de las inquietudes. Malos tiempos para la narrativa.

Pero si algo ha ocurrido realmente en todo este tiempo digno de ser recordado (ya no sé si contado, pero en fin, aquí estoy tecleando ante una pantalla) es que mi señor padre cumplió ochenta años hace unas pocas semanas. Esto, y nada más, es lo que termina dando sentido al afán por vivir y compartir luego esa vida, al hecho de verse uno reflejado en quien lo ha criado y le ha enseñado y lo ha empujado a caminar solo, y entender que todos los libros del mundo no narran sino eso: el vértigo de ir creciendo y de verse uno, aunque saludable, ante lo inevitable y lo fatal. No me pongo dramático a lo Rubén (Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, / y el temor de haber sido y un futuro terror...) sino completamente lúcido recordando esos momentos, esas horas y días de emoción compartida y que ahogan cualquier atisbo de ficción.

Ciertamente, como le sucedió a McEwan después del 11-S, he leído muy poca ficción en estos meses. He seguido rodeado de libros y de textos, pero mayoritariamente han sido ensayos, artículos, divagaciones políticas y otras creaciones similares. No es que no merezcan entrar en la senda: aquí, desde un principio, se ha hablado del mundo del libro (entiéndase: también del objeto encuadernado, y de ahí a su contenido) y de todos sus aledaños, ya sean películas basadas en novelas o reflexiones sobre la crítica literaria. Hace pocos días descubrí una magnífica herramienta, Wordle, que me permitió reflejar en un pantallazo todo lo escrito en el blog durante tres años. Era una manera sencilla y creativa de verse reflejado en un espejo y asumir cuáles son los fantasmas, obsesiones y muletillas que uno pone por escrito. El resultado, que incorporé a la columna derecha y que actualizaré cada cierto tiempo, fue éste, que destaca por el adverbio descomunal que me incitó a continuar con esta locura (más, más, más).

Del resto del vocabulario, no hay demasiadas sorpresas: ya, hay, mi, novela, literatura, publicado, JacoboDeza, siempre, huella, historia, páginas, senda. Y como nombres propios, Marías y Bolaño: no he encontrado otros suficientemente recurrentes.

Y en estas estamos. Sé que tengo promesas incumplidas, que de vez en cuando me recuerdan algunos lectores pertinaces. Y creo saber también que mi asiduidad a partir de ahora tampoco podrá volver a ser la que era, pero intentaré ser exigente y dejar al menos un artículo semanal en la senda. Y quizá más apuntes breves cuando sea necesario. Y así hacia adelante (más y más), que ochenta años no son nada.