domingo, 28 de septiembre de 2008

Tres breves perlas

En mis lecturas oblicuas, sea en el formato que sea, aparecen de vez en cuando pequeñas pinceladas de genio, ideas que conviene archivar aparte y rescatar para los momentos de reposo. Estas son tres de ellas, recogidas entre mis desordenadas notas de apuntes.

1. Al hilo del post anterior, estas declaraciones de Joan Margarit resumen con mucha nitidez una parte de lo que yo intentaba expresar ahí. Suele atraerme esta mezcla de sentido común y capacidad de concretar un posicionamiento, que se mantiene con coherencia en toda su poética:

Las vanguardias significaron el descubrimiento de nuevas maneras de decir que los poetas aplicaron enseguida a sus obras, pero a la vez surgió de allí la posibilidad de una poesía que no decía nada y que tenía que admitirse en nombre de los postulados de la época como testimonio de una actitud de cariz revolucionario. Ha pasado mucho tiempo desde entonces y, a pesar de quedar muy lejos todas aquellas causas y efectos, no ha dejado de haber poetas e intelectuales que atribuyen el nulo interés de muchas personas por poemas que son ininteligibles a la poca preparación o a la insensibilidad de estas personas. Este es un campo donde abundan los intentos de otorgar un papel importante a meras irrealidades, y a esto han contribuido hasta los filósofos, a los cuales la seriedad de las cuestiones que tratan no exime de la insensatez. Este absurdo planteamiento ha provocado el alejamiento de la poesía de muchos lectores y lectoras, en una especie de ceremonia de autodestrucción de algunos intelectuales que parecen aspirar a una poesía que no dice nada leída por nadie. Si se me permite decirlo con un poco de humor, escribir un mal poema que no se entienda es lo más fácil. Escribir un mal poema pero que se entienda es un poco más difícil. Escribir un buen poema que no se entienda es muchísimo más difícil. Y, en fin, escribir un buen poema que se entienda es sólo patrimonio de los clásicos.

Fuente: Entrevista a Joan Margarit, a cargo de Antonio Lafarque. Publicada en El coloquio de los perros.

2. Alan Pauls llegó a la sede de editorial Anagrama con un sueño, ya con el premio Herralde bajo el brazo. Sorprendentemente, los sueños se convierten a veces en realidad:

A fines de 2003, cuando fui a presentar El pasado a España, comparecí en la sede de Anagrama con un bando de exigencias irrenunciables doblado en cuatro bajo el brazo: la lista de todos los libros de los que ayuné durante años y que -pensaba, embriagado por los perfumes del éxito- por fin podría tener sin necesidad de entregar mi vida a la usura. Para mi sorpresa, casi para mi decepción, no hizo falta alzar la voz, ni patalear, ni regatear. Ni siquiera tuve tiempo de desenfundar mi lista. Herralde me miró, leyó todos esos años de codicia acumulada en mis ojos y señaló con un gesto vago una puerta a lo lejos. "Sírvete lo que quieras", le oí decir con suficiencia jamesbondiana, celebrando ese complot entre libros y bares que a menudo protagoniza su Observatorio editorial [se refiere al libro que recoge artículos de Jorge Herralde publicado originalmente en Argentina]. Fui. Me acompañaba Anna Jornet, la jefa de prensa de la editorial, para monitorear la rapiña, suponía yo, o tal vez para que no me perdiera entre los anaqueles. Imagínense: ¡35 años de libros para elegir!

Entré, y juro que no miento: el cuarto que atesora todo el catálogo de Anagrama no ocupa más de la mitad de esta sala. Desplegué mi lista, ya de duelo por todos los libros tildados que ese modesto búnker sin ventanas jamás podría alojar, y empecé a nombrar los títulos con pesadumbre. Y uno a uno fueron apareciendo todos. Digo bien: todos. En un momento tuve una impresión vertiginosa: no importa qué título pidiera, el libro aparecería en el acto. Anna se agachaba, hundía medio cuerpo entre los estantes, desaparecía unos segundos y volvía con el libro en la mano, soplándole más o menos el polvo de la tapa según el año de la edición.

Fuente: artículo de Alan Pauls en "Letra Internacional", primavera 2005.

No está de más aprovechar el momento para mencionar que yo tengo el mismo sueño recurrente, y que después de haber invertido sumas ingentes en la compra de libros de Anagrama, quizá merezco ya el acceso franco por 15 minutos a la sala de marras.

3. La comunión entre pintura, arquitectura y escritura pocas veces da resultados tan regocijantes y bellos como este:

José Saramago ha dicho alguna vez que no cree en el papel del escritor como misionero de una causa, pero que de todos modos éste tiene deberes ciudadanos. Hace poco le escuché decir, en un encuentro celebrado en Santillana de Mar, en España, y dedicado a su propia obra y a la de Carlos Fuentes y Juan Goytisolo, que lo que se exige del escritor en cuanto a semejantes deberes, se parece al "cuaderno de encargos", en el que los albañiles llevan la cuenta de lo que deben hacer cada día. Julien Green, en el diario del último año de su vida, Le grand large du soir (1997-1998), se refiere a unas anotaciones del cuaderno de encargos de un restaurador suizo en 1873, comisionado para reparar un fresco en el techo de una iglesia de Boswil, en Aargau:
Modificar y barnizar el séptimo mandamiento: 3,45 francos.
Ensanchar el cielo y ajustar algunas estrellas; mejorar el fuego del infierno y darle al diablo un aspecto razonable: 3,86 francos.
Retroceder el fin del mundo, ya que se halla demasiado próximo: 4,48 francos.

Modificar los mandamientos, ensanchar el cielo y ajustar las estrellas, atizar las llamas del infierno, disfrazar al diablo con las vestiduras de un pastor de ovejas, retardar el fin del mundo. Ni más ni menos. Un cuaderno de encargos como el que también llevaba Voltaire.

Fuente: Sergio Ramírez, lección inaugural dictada en la Universidad Centroamericana (UCA) de Managua el 12 de marzo de 2008, y editada por la revista "Encuentro" (nº 79), de la misma universidad.

sábado, 27 de septiembre de 2008

Nada, cero, humo

Iba distraídamente leyendo la crítica escrita por un tal (¡un tal!) Javier Avilés en Hermano Cerdo sobre Nocilla Dream, ese engendro publicitario y publicitado que apareció hace varios meses en el mercado. Y nunca mejor aplicada la palabra mercado, con su olor a tomates y lechugas verdes, y las siempre risueñas verduleras anunciando su mercancía. Pues iba yo avanzando entre líneas por la aguda crítica y de manera descuidada pulsé en el link que remite a una cierta “poesía postpoética”, título suficientemente límpido como para huir raudo hacia el abismo, bien lejos de este mundo de miserias.

Ese simple tecleo sobre el hipertexto me confirmó, en un nanosegundo, los límites tangibles a los que puede conducir una cierta literatura. Ya hice un estudio hace mucho tiempo, olvidado en alguna parte entre resmas de papel de mis estanterías, sobre la literatura de vanguardia y, de manera especial, sobre el cul-de-sac al que posteriormente se llegó cuando algunos aprendices de escritor quisieron imitarla. Ahora, gracias a ese texto de un tal colega de la red, regresa a mis cansados ojos, casi un siglo después, la pertinaz sequía mental de los novísimos escritores del ahora mismo. De hecho, ese link bastaba para no seguir criticando mucho más el libro de marras: hagan clic ahí, hubiera dicho yo (pero claro, yo no soy un tal J.A., para mi desgracia) y dense cuenta de que el autor es el mismo que ha perpetrado esto. Fin.

Me he tomado mi tiempo para elucidar los motivos de la poesía postpoética: investigación de las relaciones entre el arte y las ciencias (no en vano, Fernández Mallo es físico). Es decir, aquello que ya entrevieron con sagacidad Salvat-Papasseit, Sánchez-Juan, Alomar, Foix, Junoy (y sólo por mencionar a mis coterráneos) puesto al día y revisado por la física de hoy. Tuvo su gracia insertar el maquinismo y la electricidad en los poemas de 1920, pero estos ejercicios vacuos de hoy, para consumo de una ínfima minoría autoreferencial, nacen de la nada y a ella van.

La prueba del algodón es fácil: observen cuántos lectores en el metro leen poesía postpoética y vayan contando. Por cada cifra superior a cero estoy dispuesto a regalar libros por correo certificado. Me lo contaba Joan Margarit una vez, con su característica torrencialidad: nadie se emociona con un poema vanguardista (no digamos ya con un prefijo post delante), así que el sentido de esa poesía no es otro que desaparecer. Tuvo genio la corriente iniciática de principios del siglo XX, con todos sus ismos simpáticos, pero insistir en esa línea sólo puede ser ejemplo de una sintomatología grave.

De hecho, tan grave como marca mi lema perpetuo: dedíquense los que no saben hacer buena poesía al vanguardismo, y podrán pasar por genios incomprendidos para el común de los vulgares. Es más: serán elitistas superiores, siempre un escalón por encima de los que siguen cultivando metáforas, sinécdoques y calambures. Pero ya hace tiempo que, escamado, llegué a una conclusión efectiva: lo que no se entiende, no existe. En literatura, claro. Es la mejor seña para caminar por el mundo y, sobre todo, para disfrutar todavía con los libros, con la épica y con la lírica. Cualquier experimento de laboratorio, por muy postmoderno, postlúcido, postgráfico y postarriesgado que sea, no pasará de ser un críptico mejunje para gloria y ornato de su autor, el cual pasará irremisiblemente al olvido en muy poco tiempo: el suficiente para reconocer que no hay un solo lector al que le interese el vacío. No digamos ya el postvacío.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Regreso a la habitación (y una necrológica)

LA NECROLÓGICA

No veo otra manera de comenzar el post que hablando del suicidio de David Foster Wallace, del que me enteré tarde y mal. Para ello sin duda tendría que tener a mano el libro que ahora edita Anagrama (yo no soy Javier Marías y estaría dispuesto a leerlo) de Pierre Bayard, Cómo hablar de los libros que no se han leído. En efecto, no he leído a Foster Wallace, y mucho menos La broma infinita con sus mil y pico páginas: para ello ya tengo a Las benévolas durmiendo por un tiempo antes de volver a la dura tarea.

Pero no negaré que en esa época, año 2002, paseaba yo por la FNAC de Barcelona y veía el montón de bromas infinitas, olorosas y relucientes, y fantaseaba con comprarlo y después pasearlo dentro de la bolsa ocre por toda la ciudad, imprudentemente. Hubo críticas entonces que le empujaban a uno a cometer semejante acto, y aún me sorprendo de mi contención. Pero esta corriente de la nueva novela americana (junto a Jonathan Franzen, A.M Homes e incluso Easton Ellis) me atrae y repele a la vez. Ya he tenido ocasión de hablar de ello meses atrás. Quizá La broma infinita pueda ser muy Pynchon y tal, pero como decían maliciosamente ayer por internet, Foster Wallace tenía un terrible parecido al cantante de Jarabe de Palo y sus lloriqueantes fans no lo hubieran hecho mejor la noche en que murió Lady Di. Es lo malo de ser maldito toda tu vida: que a cierta edad, el malditismo comienza a estar muy reñido con las hipotecas. No sé si me explico.

En cualquier caso, Rodrigo Fresán (quién si no) escribe esta otra necrológica que no es una necrológica, pero que es estupenda.

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LA HABITACIÓN

No podía ser de otra forma. Si la literatura tuviera sus casas de apuestas, hubiera hecho una de lo más peculiar: el tercer capítulo de Chesil Beach iba a comenzar en el instante preciso en que terminó el primero, poniendo en evidencia ya de manera definitiva que el segundo era un mero recurso para situar a los personajes en su contexto, para humanizarlos de la manera más académica posible. Hubiera ganado dinero, qué duda cabe. Esta capacidad para adelantarme a los hechos, a los párrafos, no es ningún mérito lector. Sí, hay años de páginas y páginas anteriores, pero hay autores (mejor: hay libros concretos) que parecen escritos como modelos exactos de novela contemporánea. Andamiajes formales, y ya puse el ejemplo de las tuberías. Chesil Beach es una muestra perfecta de ello, aun cuando el riesgo de estas críticas in progress es que en cualquier momento puede haber un quiebre y quedar yo en calzones. Pero hasta ahora el guión sigue los pasos previsibles.

Lo peor de todo esto es que más allá de la estructura perfecta no le encontremos sentido a su aplicación práctica en una obra. Es decir: ¿tiene algún interés para la trama conocer el estado de salud de la madre de Edward? Las páginas que explican el accidente que ella tuvo, tomadas por sí mismas, pueden cautivar como ejemplo de narración con garra, epidérmica, pero en el marco de la novela pueden causar hastío si el lector está esperando la continuación de otra historia. McEwan plantea un buen inicio hasta la página 43, pero prefiere perderse por caminos secundarios durante un largo trecho, y no retoma la vía principal hasta la 91. ¿Qué ha ocurrido entre las páginas 43 y 91? Aparte de la huida de algún lector que ya dejó su huella en la senda expresándolo, hay un montaje de tan alta artificiosidad que todo lo precedente se desmorona con la misma facilidad con que se había construido. Y acto seguido pretende volver a rehacer, pieza a pieza, el resultado de su desaguisado: otra vez estamos en la habitación, frente a la cama, y ahora Florence se quita los zapatos. ¡Cómo si nada hubiese ocurrido durante 48 páginas!

También puede ocurrir, siendo optimistas y creyendo en las habilidades de McEwan, que todo el relato se funda en un cuarto capítulo (luna de miel y embalaje familiar), pero ya será tarde: a esas alturas el lector ya habrá sido puesto sobre aviso y el juego no pasará de ser un puzzle de sencilla hechura.

Hay una diferencia abismal entre esta técnica y los bucles y digresiones que podemos encontrar (por ejemplo, y siempre es el mismo ejemplo) en Marías: aunque la historia no avance en cientos de páginas, o lo haga durante apenas un par de días narrados, todo lo que la historia expande hacia otras ideas es la parte troncal del relato. El excurso como eje de la novela. En cambio, McEwan lo afronta como mero artificio literario: de ahí que se vea obligado a separar en capítulos numerados esas partes, porque de otra manera la estructura se resentiría fatalmente.

Todavía veo otro problema: la morosidad con que se describe cada acción, siendo claramente otro recurso literario, termina por no añadirle ningún plus al relato. ¿Qué necesidad real hay de describir aquellos mismos zapatos hasta la extenuación, cómo los sostiene en cada mano, cómo conjugan con su vestido de bodas, y así sucesivamente? Si el único efecto es el de crear tensión, la jugada no es nada maestra: es una floritura. Los prolegómenos del acto sexual, que se apunta conflictivo, se estiran como chicle para mantener un suspense ciertamente extraño: es como si James Stewart se acercara paulatinamente a la ventana y nunca terminara por agarrar los prismáticos para ver al asesino. Dos horas para llegar al antepecho, imaginen. Pero Hitchcock era mucho más sagaz en estas lides, claro.

No deja de ser interesante, en todo caso, ir revelando estos trucos, pues uno se da cuenta que hasta los buenos escritores caen a veces en el ejercicio vacuo. Quién sabe si la idea primigenia de la novela era buena, pero está claro que el resultado final no está a la altura de sus precedentes.

(continuará)

martes, 16 de septiembre de 2008

Con Ernesto Cardenal

Por fin voy a escribir sobre lo de Cardenal. En esta pequeña patria en la que resido desde hace ya casi 5 años, las noticias que se han sucedido en los últimos meses bastarían para considerar que si hay un solo país vanguardista en este mundo, ese es Nicaragua. Una suma de surrealismo, dadaísmo y unas gotas de expresionismo tropical. No creo que a España lleguen demasiados ecos del vendaval de oportunismo naíf que asola estos lares, ni falta que hace. Pero consideren al menos que algunos sufrimos día a día la aberrante falta de sentido común de la pareja gobernante. Sí, dos: Ortega y señora, o Murillo y señor. Una mezcla de autoritarismo chillón y esoterismo vacuo. Piensen, sin ir más lejos, que uno de los últimos artículos de la señora terminaba con un “luna llena en cuarto creciente”. ¡Y esa gente gobierna!

Pero yo no quiero hablar de política, sino de literatura, como siempre. La penúltima acción dirigida por el establishment (desde presidencia hasta los juzgados locales, en caída libre vertical) es la acusación en contra del poeta Ernesto Cardenal por un asunto del que ya fue absuelto hace poco años. Alguien, a partir de unas declaraciones críticas de éste hacia la pareja gobernante realizadas en Paraguay, desempolvó un enterrado pliego sobre un conflicto de propiedades y condenó al poeta a una multa onerosa. El problema no radica en quién es culpable de qué, sino en la forma en que, arbitrariamente, se busca por dónde agarrar al incómodo orador y darle una reprimenda. La palabra venganza y sinónimos se adaptan como un molde a la secuencia de los hechos.

La respuesta de Ernesto Cardenal, honrosa, ha sido la de negarse a pagar tal sanción y no acceder al chantaje de jueces obtusos. Ante esta postura se le han embargado sus cuentas hasta que no haga efectiva la multa. En este toma y daca estamos, en espera de quién cederá antes, aunque en estos casos siempre es el poderoso quien a corto plazo termina por ganar la jugada, por mucho que la partida continúe y a la larga el resultado acabe siendo al revés. La victoria moral, en estos casos, ya está asegurada.


Por lo pronto, la solidaridad internacional por parte de los colegas ha sido menos tibia de lo que cabía esperar: José Saramago hizo público un comunicado en el que expresa que “Ernesto Cardenal, uno de los más extraordinarios hombres que el sol calienta, ha sido víctima de la mala conciencia de un Daniel Ortega indigno de su propio pasado, incapaz ahora de reconocer la grandeza de alguien a quien hasta un papa, en vano, intentó humillar”. También han firmado en su apoyo, espoleados por Sergio Ramírez, autores como Sealtiel Alatriste, Mario Benedetti, Horacio Castellanos Moya, Luis Antonio de Villena, Eduardo Galeano, Rosa Regàs, Juan Villoro o Mario Vargas Llosa. Éste, precisamente, dio el primer toque de alerta en un artículo reciente acusando a Ortega de violador, entre otras lindezas.

Ya quedan pocos días para la entrega de los Premios Nobel de este año. Una vez más, Cardenal será uno de los nominados, y aunque yo siempre he sido bastante incrédulo sobre esta posibilidad, las circunstancias quizá abonan a que sus números tengan este año más opciones que nunca. Esta lotería, ya se sabe, ha premiado boletos rarísimos a veces. Pero ocurra lo que ocurra, la infamia ya está suelta, para oprobio de los que piensan (y este verbo es muy optimista para ellos) que se puede acallar las voces críticas a base de espantos pecuniarios.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Buscando una voz y una prosa

Navega todavía por mi cabeza la frase de Juan Goytisolo, que me quedó grabada: yo no leo ningún libro que contenga frases como “añadió”, “dijo” o “comentó”. Lo recuerdo a mi manera, claro, porque Juan probablemente se refería a verbos similares y no a estos, pero la idea es precisa. Dejando de lado el hecho de que esto es imposible (supondría rechazar de plano el 99% de la literatura que se hace hoy en día), el envite tiene interés. Yo noto también que cada vez soporto menos la prosa académica, universitaria, con la que se tejen las novelas de aquí y de allá. En Nicaragua, cuando la gente no termina su plato en el restaurante, le pide al camarero que le empaque la comida restante para llevársela a casa. Esto es exactamente: una prosa empacada, lista para consumo doméstico.

Pienso un nombre afín a las voluntades de Goytisolo y sólo se me ocurre, a bote pronto, Lobo Antunes. ¿Hay más? Seguro que sí, pero tampoco hay que tomar al pie de la letra la sentencia. El problema es que yo hace años, muchísimos, que no leo nada de Juan Goytisolo: no hallo razones de peso para hacerlo. Ese sí es un problema: encontrar una voz narrativa con la cual me identifique y, como dice Marías, apostar por ella y no preocuparme por lo que me vaya a contar. Todavía son menos las voces precisas que la ausencia de apostillas al estilo “dijo”, vaya que sí.

Lejos de la narrativa, también estoy este fin de semana devorando un breve ensayo heterogéneo, y creo que la voz que hay ahí detrás me atrae lo suficiente como para no importarme demasiado sobre lo que intente convencerme. ¡Y hablo de un ensayo! Y hablo de Oscar Tusquets. El libro, Todo es comparable, es un divertido trasiego por el quebrantamiento de varios lugares comunes y un intento de multiplicar aristas a lo que geométricamente parece inamovible. La tesis, si hay que llamarla de alguna manera, es transparente: los genios (ya sean descubridores científicos o artistas creadores) lo son en tanto son capaces de ligar dos ideas inconexas de manera eficaz.


Ciertamente, el aburrimiento lector nace cuando uno adivina el párrafo siguiente de la novela, cosa que ya dije ayer que me ocurría con la última novela de McEwan (segundo capítulo, para ser exactos). Tusquets da una pincelada de autores (ojo: más heterogéneos aún que el mismo libro) que cumplen según él ese precepto de comparabilidad sorprendente. Lean, lean estos nombres y confiesen que al menos alguna vez han emitido el adjetivo “genial” ante uno sólo de sus destellos: Salvador Dalí, Josep Pla, Groucho Marx, Jardiel Poncela, Tip y Coll.

Más adelante les informo de algunas de las provocadoras ideas del libro, que ahora se me acumulan con estruendosa felicidad.

jueves, 4 de septiembre de 2008

Las tuberías de playa Chesil

Llegó el problema. Aparece en el segundo capítulo, apenas dejado atrás el planteamiento atractivo que nos presenta McEwan: una pareja en luna de miel con una visión contradictoria del sexo, intuitiva y apremiante la de él, de rechazo y aversión la de ella. Todo avanza con calculado dramatismo hasta el mismo umbral de la habitación, en un primer capítulo que pudiera ser perfectamente un cuento con punto final.

Pero el corte aplicado a la novela le sirve al autor para redactar un ejercicio meramente escolar: un capítulo de presentación de los dos protagonistas, a partir de la descripción de sus familias y de su entorno, de sus estudios y sus quehaceres más allá de Chesil Beach. No puedo dejar de recordar la diatriba de Juan Marsé al premiar el libro de la Janer con un Planeta: se le veían (decía Marsé de la novela) todos los andamiajes y las tuberías. ¡Ajá! Con todas las distancias que quieran entre un novelista y una escribana, McEwan comete el mismo error, dejando al aire la estructura de la obra.

No es fácil reconocer este hecho, al menos para los que defendemos con energía la trayectoria del autor. También intuyo que tanta perfección formal puede convertirse en cualquier página en un quiebre sorprendente (piensen que Mr. Macabre es capaz de eso y de más), pero a efectos del lector que avanza en la lectura, no creo que haya excusa para volverse tan relamido. Tanta coherencia es buena para explicarle a los adolescentes en qué consisten la narrativa y sus artefactos, pero al lector avisado le sobran el cielo raso y las molduras, todas a la vista.

Todo el segundo capítulo es un who’s who familiar. Decían los viejos expertos que para situar al personaje había que presentarlo en toda su plenitud, y eso incluía la genealogía más próxima. Para saber del hijo y hacerlo propio había que contar algo del padre: la novela decimonónica rebosa de ejemplos. Lo curioso es que McEwan aplique la norma a una novela corta, a una historia sutil que no parece admitir bien los circunloquios ni los aditivos superfluos. La historia de la pareja funciona muy bien, pero no su contexto intrascedente.

Tampoco el trasfondo histórico esconde la obviedad del montaje: estamos de los primeros años 60 y en Inglaterra, así que metamos en el texto a Harold Macmillan, la bomba H y la noche de los cuchillos largos. Situados. Pero el precio es alto, y la trama se resiente con tanta tubería suelta por las paredes.

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Las primeras declaraciones de Marías sobre Bolaño. Y nos enteramos de que nunca lee libros de Anagrama, y de que ya está escribiendo algo nuevo y breve.

Nota: avisado por Portnoy de que el enlace ya no funciona, les copio a continuación el fragmento en que Marías habla sobre Bolaño:

-¿Ha leído a Roberto Bolaño?

"No demasiado, por razones un poco... En fin, lamentablemente él ha publicado la mayor parte de su obra en un editorial en la que yo estuve y dejé de estar. Yo terminé un poco mal con esa editorial, tan mal que decidí en un momento dado que no leería más libros publicados ahí (se refiere a Anagrama)."

-¿De verdad?

Sí, pero de todas formas a Bolaño lo he leído, aunque un poco tardíamente, y lo lamento pues sé que, aunque nunca lo conocí en persona, y por lo que yo he visto en varios lugares, él fue muy generoso conmigo en sus declaraciones, me elogió más de una vez, y en ese sentido me da rabia no haber podido corresponderle en vida, pues se lo merecía. Yo creo que está un pelín distorsionado, no se puede uno fiar mucho, pues al haber muerto prematuramente se está produciendo una especie de mitificación que distorsiona su valía. Y ahora no es momento de decir si es tan bueno como dicen sus mitificadores, pero en todo caso, lo que sí me parece es que es un verdadero escritor, lo que no creo que sea tan frecuente hoy en día: uno va leyendo y dice este hombre tiene brío, fuerza y capacidad de interesar al lector, y originalidad. "Los detectives salvajes" y "2666" los encuentro francamente buenos y atractivos. E irregulares también, porque son muy exagerados, pero con partes muy admirables. Además esta mitificación tiene un lado antipático. Me irrita mucho la generosidad con los muertos. Yo estoy convencido de que si él hubiera publicado "2666" mientras estaba vivo, bueno, primero no se hubiera publicado de esa manera, él tenía otro proyecto, y los elogios no habrían sido los mismos. Hablo de la crítica, por ejemplo, o de otros colegas. Entonces cuando alguien muere ya se le puede decir que era un genio, y Bolaño no vivió todo lo que está viviendo después, y probablemente tampoco lo hubiera vivido de seguir vivo. Pasó lo mismo con otro autor, con el cual no llegamos tampoco a conocernos, pero sí nos carteamos, que fue Sebald, y al cual igualmente le he visto elogios desmedidos, que vienen a raíz de su muerte, y me parece injusto para el muerto, es irritante."