lunes, 28 de diciembre de 2009

El triunfo del ensayo

Llega fin de año y una vez más los suplementos literarios nos avasallan con las infaltables listas de éxitos: lo mejor de 2009. Siempre hago parada y fonda en Babelia, ni que sea por tradición y por lo poco que le pueda quedar al suplemento de canon más o menos asumido por todos. Él sigue vendiendo esa pose y acabamos por hacerle un poco de caso.

La lista de los top twenty no pinta nada mal, ¡ya quisiera yo un 6 de enero que me sorprendiera con este medio metro de estantería nada más saltar de la cama! (pero ya se sabe que los padres no existen y que todo es un montaje de los Reyes Magos). Para que no tengan que ir del País a la Senda a golpe de click, aquí despliego el listado completo:

1 Anatomía de un instante. Javier Cercas (Mondadori)
2 La noche de los tiempos. Antonio Muñoz Molina (Seix Barral)
3 Indignación. Philip Roth (Mondadori)
4 Aquí. Wislawa Szymborska (Bartleby)
5 Historia de mi vida. Giacomo Casanova (Atalanta)
6 Sudeste. Haroldo Conti (Bartleby)
7 Un armario lleno de sombras. Antonio Gamoneda (Galaxia Gutenberg/Círculo
de Lectores)
8 Cartas. Emily Dickinson (Lumen)
9 Aquí empieza nuestra historia. Tobias Wolff (Alfaguara)
10 Mitologías de invierno. El emperador de Occidente. Pierre Michon (Alfabia)
11 Poemas de amor. Anne Sexton (Linteo)
12 Los días contados. Miklós Banffy (Libros del Asteroide)
13 Elevación, elegancia y entusiasmo. Francisco Casavella (Galaxia Gutenberg/Círculo
de Lectores)
14 El ruido eterno. Alex Ross (Seix Barral)
15 Mecanismos internos (Ensayos 2000-2005). J. M. Coetzee (Mondadori)
16 Nocilla Lab. Agustín Fernández Mallo (Alfaguara)
17 Ejemplaridad pública. Javier Gomá (Taurus)
18 El Día D. Antony Beevor (Crítica)
19 El factor humano. John Carlin (Seix Barral)
20 Tres vidas de santos. Eduardo Mendoza (Seix Barral)

Realmente, la presencia de ensayos con todas sus extensiones (memorias, correspondencias) entre los 20 mejores libros del año es abrumadora. Y considero un acierto obligar a los críticos y periodistas a no delimitar géneros y a presentar listas de diez obras (sin adjetivos) que les hayan interesado, extasiado o que recomienden vivamente. Al abrir esta senda también me propuse no reducir el espectro a la literatura, por mucho que ésta dé más juego a la hora de comentar textos: ya se sabe que la imaginación y la creación artística rompen más fronteras que la simple descripción de la Historia o de la realidad.

Pero de un tiempo a esta parte (tampoco sería capaz de poner fechas a un proceso que se palpa y se huele) las librerías han ensanchado sus espacios para el ensayo, mientras muchos novelistas han cruzado la fina línea de la invención para dedicarse a hurgar entre nuestro pasado reciente. El éxito de autores que cultivan el ensayo o el memorialismo más clásico (Beevor, Longerich, Grossman, Dawkins, Friedländer...) ha coincidido con el auge de la autoficción o de las "falsas novelas" (Marías, Vila-Matas, Cercas, Goytisolo, Roth...) y la calidad ha venido más de esta corriente que de los que han permanecido estáticos en sus corsés. Nada sorprendente, pues, en esta lista de libros.

¿Habría que sacar alguna conclusión más sociológica ante el triunfo del ensayo? Mi visceral escepticismo me impide ver si la fuga de lo mágico a lo real es síntoma de algo mayor, pero no hallo razones para tal efecto: la crisis es muy reciente y lo del ensayo viene de más atrás; ya no puedo utilizar en 2009 adjetivos como finisecular (que para explicar tendencias queda muy chic), y por si fuera pcco, no veo que nos hayamos vuelto todos más ansioso por conocer la Verdad (dicho sea con todo el énfasis científico posible).

Confío en que esto tampoco sea una moda pasajera y que al final todo se deba a una comunión azarosa, aquí y ahora, de buenos autores y buenas obras. Y de lectores atentos que, hartos de la empalagosa ñoñería que también nos invade, buscan salidas que nos alimenten el intelecto. Y ya ven que, al final, también me he tenido que poner sociológico.
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Ya tengo nuevo empeño para el próximo año. Comenzaré a escribir un diario desde el primero de enero, sin interés alguno por publicarlo. Por el mero placer de escribir. Nada de intimidades huecas: ideas fugaces, descripciones de instantes bellos, comentarios breves de lecturas (unas notas al margen), diálogos posibles, intentos por comprender lo que me rodea. Como todo propósito de año nuevo, está destinado al fracaso, pero sirve para mantener viva la esperanza cuando el año viejo ya sucumbe con todo el peso de lo vivido. Dejen que al menos escriba la primera frase, y que sea mi primer y mejor fracaso del año.

(Regresamos en 2010)

miércoles, 23 de diciembre de 2009

La inacabable lista de deseos

Aunque mi lista de preferencias era muy clara en el anterior post, ha bastado un paseo de dos horas por la librería La Central del Raval barcelonés para incrementar peligrosamente mis deseos de compra y lectura. Debe sucederle esto a mucha gente en otro tipo de establecimientos comerciales: acuden con la idea de comprar una determinada prenda de vestir y salen con cuatro. Creo que a mí sólo me ocurre en las librerías, o al menos allí es donde soy plenamente consciente del hecho. Siempre me queda la esperanza de pensar que me tengo por delante unos 40 años de vida y que en todo este lapso encontraré algún momento para sentarme en el sofá a leerlo todo.

[Corchete: creo que ya dije en otra ocasión, y parafraseando a no recuerdo quien, que mi verdadero temor no es la imposibilidad de abarcar todos los libros, sino que llegue un día en que ya lo haya leído todo y no me quede ninguno pendiente.]

Del paseo quedan estos breves apuntes, que habría que sumar a la lista anterior para configurar un desiderátum confuso y anárquico, pero también para ratificar que hay obras cuya atracción inicial acaba en fiasco:

-Sostengo en mis manos la exquisita edición del último ensayo de Richard Dawkins, Evolución. Este año, coincidiendo con el aniversario de Darwin, he podido leer mucho sobre el tema (sobre todo en revistas más o menos especializadas), y he salido más apasionado que antes por los temas relacionados con la genética y la teoría evolucionista. Esta obra que Espasa edita a todo color y con bellas imágenes sustituirá la hipotética compra de El origen de las especies, que al fin y al cabo no deja de ser un documento histórico ya mejorado por los avances científicos ulteriores.

-Hojeo Providence, el finalista del Herralde. No salgo convencido del intento, como suele pasarme con muchas novelas que exploran cierta vanguardia formal. Quizá se deba a una cierta pereza intelectual, pero lo cierto es que me atraen en un primer momento y acabo por no dar el paso definitivo. Me pasa lo mismo con el huevo frito en Postpoesía, que sirve como índice del libro de Fernández Mallo: suelto la carcajada rápida, pero me ahogo entre tanta cifra y esquema encorsetado.

-La sorpresa de la mañana es Fin, de David Monteagudo. No tanto por la calidad que pudiera esconder la novela, sino porque no había llegado a mí la potencia del eco: posible best-seller à la Sánchez-Piñol en editorial de calidad (Acantilado), escritor novel, literatura de género. Como le dije a Portnoy, confié en que lo comentaría en su blog y ya lo estaba haciendo.

-En la sección de crítica literaria, más trabajos de interés sobre la obra de Bolaño: parece que el filón no ha hecho sino empezar. Creo que en las facultades de filología hispánica habrá colas para entregar trabajos de fin de carrera sobre el chileno.

-No alcancé a ver el libro sobre música clásica del siglo XX de Alex Ross (El ruido eterno), pero lo perseguiré incansable para darlo a leer a quien más quiero (excusa preciosa para leerlo también yo).

-Me detengo varios minutos ante una mesa para leer, al azar, varios escolios de Nicolás Gómez Dávila. Corroboro que este tipo de escritura, que navega entre la chispa instantánea y el pecio, me deja más bien frío. Sin argumentos, sin excursos, la frase brillante me parece un brindis al viento. Es como la nueva literatura twitter: tras el fogonazo, sólo queda el humo.

Veo también suculentos estudios y divulgaciones acerca del Tercer Reich, una provocativa visión del turismo solidario (me toca bregar con este tipo de gente en Centroamérica), y otras perlas esparcidas aquí y allá. Demasiado para mi cuerpo y para mi bolsillo, pero siempre salgo de La Central o de Laie reconfortado y más ágil, sin rasgo alguno de crisis existencial. ¿Psiquiatras? ¡Librerías!

lunes, 14 de diciembre de 2009

Tres meses por delante

Vuelvo al blog después de una semana de descanso en una playa caribeña. ¡Así de bien viven hoy los blogueros! Sólo me falta apuntarme al sindicato de usuarios que se sientan en la misma mesa con la ministra, y ya mi vida adquiriría pleno sentido. Pero de momento sigo con mis rutinas anuales, y ya apenas faltan unos días para volar hacia Barcelona y establecer una vez más mi residencia temporal allí, por tres meses. Regreso a mi biblioteca barcelonesa (la de Managua es un mero apéndice), a mis librerías favoritas, a la horchata de chufa de La Valenciana, al croissant de Sacha, al suizo de la Granja Viader, y a tantas cosas y sabores de las que uno no se despoja jamás.

Ya estoy haciendo mi lista de posibles compras y visitas culturales, que tres meses no dan para tanto y hay que organizarse con tiempo. Como muestra, estos libros dispersos que como mínimo sopesaré (ese acto genuino previo a cualquier compra: tocar y hojear, oler, y volver a depositar el ejemplar en su sitio, sin haber dejado siquiera una pequeña huella que demuestre que Jacobo estuvo allí). De estos deseos no sé con cuáles me quedaré, pero me basta disfrutar con la simple posibilidad para experimentar desde ya el placer de lo probable:

-La edición completa de Tu rostro mañana en un único ejemplar. Diría que será la segunda vez en mi vida que haré un gesto así, pues sólo del Quijote tengo dos muestras (la de mi juventud, en dos volúmenes, y la edición del IV Centenario de la RAE en uno solo).

-Otra edición completa, pero esta vez no dispongo de los volúmenes sueltos ni los leí en su momento: El día del Watusi de Casavella, que Destino ha publicado según la voluntad inicial del autor, como una novela única.

-La nueva y esperadísima novela (amén de breve, según parece) de González Sainz. ¡Nuestro Bernhard vuelve al redil!

-El último chispazo inteligente de Sánchez Ferlosio, Guapo y sus isótopos, que añade a su habitual interés la temática filológica que subyace en el título.

-Y el enorme tomo que Antonio Muñoz Molina ha escrito con demorada paciencia, y sobre el que habrá que dilucidar si es su obra definitiva y por la cual será recordado. Lástima que el ahorro editorial dificulte la lectura de un "tocho de casi mil páginas que resulta difícil abrir con comodidad sin temor a la lluvia de páginas" (Rodríguez Rivero dixit)

Por fin voy a comenzar (¡por el principio!) la lectura de los diarios de Andrés Trapiello. Desde El gato encerrado y sin prisas, con la cadencia que marque mi interés por cada anécdota y comentario.

No creo que pueda evitar una noche de ópera en Liceu (Tristán e Isolda se programa en febrero, y un Wagner siempre es un Wagner) y ya tengo entrada para el Rock’n’roll de Àlex Rigola (8 de enero). Pero si del Teatre Lliure hablamos no podemos pasar por alto, como bien recordaba Cristina en una huella, la reposición por tres únicos días de 2666, con puesta en escena del propio Rigola y Pablo Ley. Ya no quedan muchas entradas pero todavía están a tiempo de ver uno de los cinco mejores espectáculos de mi vida (metan ahí un Brook y un Lepage, y un par de obras más). Jamás podrán perdonarse no haber estado allí.

Todo esto es una pincelada, pero se aproxima a los hitos que marcarán mi estadía barcelonesa. Hitos culturales, claro, porque entre todos los momentos cumbre está (ya se anticipa, ya se intuye el perfil y la sombra que avanza) el abrazo anual con mi padre en el aeropuerto, y el lento caminar hacia la salida con el primer diálogo atropellado, incapaces ambos de poner en orden todo cuanto necesitamos decirnos. Por ahí fluye la vida, que después se deposita incansable y perenne en las páginas de los libros que leeré.

jueves, 3 de diciembre de 2009

El arte gratuito de la queja

Los blogueros con la ministra. Una noticia, sin duda. Sentados en la misma mesa y negociando sobre derechos de autor. Pero hay en todo este burumbumbum algo que todavía no entiendo y que, evidentemente, se debe a mi limitada capacidad de entender ciertas cosas (la misma limitación que me impide apreciar que los cientos y miles de lectores de Pacheco existían antes del 30 de noviembre, tan callados ellos y tan excitados ahora).

En primer lugar, cada creador decide el uso que le va a dar a su obra: o mantenerla en un cajón bajo llave o entregarla a la imprenta. Léase aquí “imprenta” como cualquier otro medio de difusión que ponga en nuestros ojos el resultado de su esfuerzo, e internet es el más reciente. En ese momento, el autor sigue siendo dueño de la obra, hasta que las leyes no demuestren lo contrario. Pero el autor, como este servidor, puede decidir que su esfuerzo pase a ser público y que pueda ser distribuido y copiado libremente: el dogma de este blog lo anuncia muy claramente desde la columna derecha. Esta es una decisión unipersonal, y no crea jurisprudencia. Lo legalmente establecido es que la obra pase a ser protegida por unos derechos y que nadie pueda usarla sin consentimiento del dueño.

La gran diferencia entre mi caso y el de, pongamos, Javier Marías, es que yo no vivo de escribir entradas en mi blog. Mi sueldo me llega por otras tareas, y no pierdo ni gano nada con ofrecer mi escritura (¡mi talento, babies!) a cuanto internauta pase por aquí. Creo que entre blogueros es bueno que haya intercambio permanente, sin límites doctrinales o legales, siempre y cuando uno no decida dedicarse a esto y haya alguien que se lo subvencione o promocione.

En mi blog casi nunca copio textos completos ni enlazo vídeos o canciones. Como mucho, citas escuetas para ejemplificar alguna tesis. Parto de la teoría de que si decido crear un blog es para ofrecer material original, salido de mi mente, y no para reproducir lo que por otro lado ya se encuentra en el mercado, previo pago. Cualquier otra postura me parecería un engaño al lector.

Es por todo ello que leo y releo el manifiesto de un grupo de internautas y no entiendo su prosa esterilizada. El punto 7, por ejemplo:

7.- Internet debe funcionar de forma libre y sin interferencias políticas auspiciadas por sectores que pretenden perpetuar obsoletos modelos de negocio e imposibilitar que el saber humano siga siendo libre.

¿El saber humano libre? ¡Las cosas que hay que leer! Imagino que mis conocimientos entran en ese saco generalista del “saber humano”, pero sólo puedo ser yo, como creador personal de mi trabajo, quien decida si dejo caminar mis saberes por libre o cobro por ello. Qué manía la de considerar que todos formamos parte de un gremio, llámese Humanidad o Sindicato, y que otros hablen por mí.

El saber humano nacido por y para internet es un asunto, pero otro asunto es el de obras de distintos géneros que acaban aterrizando en la red por obra y gracia de la copia. ¿Hablamos del mismo saber? ¿La distribución abierta y decidida por mí de La senda de los libros es la misma que la distribución de Tu rostro mañana escaneado? ¿Cuál es la queja, que me pierdo?

Otro tema distinto es el de la industria cultural, de la que se habla en el punto 5 del manifiesto. Ciertamente, o se adapta a los nuevos tiempos o lo tiene crudo. O sea: o distribuye y vende la creación en nuevos medios y formatos, o alguien con más visión de futuro se comerá el negocio. Pero el negocio no se perderá en ningún caso, por mucho que pateemos y exijamos ahora leer, escuchar y ver gratis. Yo seguiré pagando con gusto al que me ofrezca su arte, más que nada para que no deje de ofrecérmelo hasta el día de su muerte. Y, por encima de todo, porque si hemos decidido vivir en una sociedad capitalista de consumo, no hay otra salida que tirar de la tarjeta de crédito.
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La muerte de Milorad Pavic, o el escritor que entendió que el futuro de la novela también estaba en internet antes de que se inventara internet.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Nancites 21

1. No podemos empezar el día sin hacer referencia al Cervantes de Pacheco. Es la única razón, de hecho, para referirse a Pacheco: es extraordinario que haya autores a quienes sólo visitamos cuando les dan el Cervantes, pues permanecen atrincherados tras la fina capa de lo sublime a lo largo del resto de sus vidas. No seré yo quien lance la primera pulla, pero tampoco permaneceré callado frente a las decisiones misteriosas de jurados dudosos: Jaime Labastida, representante de la Academia Mexicana de la Lengua, estaba entre ellos, lo cual ya es sintomático del resultado final. Por su parte, García Montero y Almudena Grandes forman un matrimonio indisoluble también en las deliberaciones literarias. Y para qué seguir: Soledad Puértolas ha sido seleccionada por la directora del Instituto Cervantes, en un gesto de amistad que debe honrar a ambas. En fin: juzgemos a Pacheco por sus poemas, porque por sus ensayos flaco favor le ha hecho El País a su trayectoria.

2. Ya postulé otras veces que la desaparición del papel empezará por los periódicos y las revistas (si llega más allá ya es un asunto metafísico). Hoy nace el primer periódico digital de pago, y me consta que la profesionalidad que hay detrás del invento está fuera de toda duda. Ya pagué mis 50 euros, claro: soy lector contumaz de prensa en todas sus ideologías y colores, y no puedo evitar la emoción ante cualquier aventura como esta. Los principios fundacionales de Factual me calzan como unas buenas zapatillas de invierno: la búsqueda de la verdad de los hechos y el enfoque científico de la realidad. El periodismo era esto.

3. ¡Qué tarde me entero de las malas noticias en Nicaragua! Antes de que desaparezca el papel, la revista Archipiélago ya dijo adiós en este 2009. Una compra menos que hacer en Laie cuando este diciembre salte el Atlántico, que gastaré en el nuevo y flamante Granta de la editorial Duomo.

4. La exquisita reseña de Andrés Barba sobre la pentalogía autobiográfica de Bernhard.

5. Jorge Carrión, sin salir de Letras Libres, se pregunta sobre la última novela de Muñoz Molina: "¿Qué sentido tiene escribir otra novela sobre la Guerra Civil? ¿Son necesarias esas mil páginas?" He leído varios elogios sobre la monumental obra, pero la pregunta certera arremete al lector, y me la formularé cuando sopese el volumen en la librería. Inmediatamente, la compraré y demoraré su lectura hasta 2010, pero la pregunta seguirá flotando en el aire.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Un solo rostro

Esta noticia bastaría para un solo post: Alfaguara edita Tu rostro mañana en un único volumen, que es lo que yo estaba esperando para iniciar la relectura de la novela. Una única novela, nunca está de más repetirlo.



Pero es que además El País anuncia para mañana, 19 de noviembre, una entrevista con el autor, así que no saldrá otra palabra de mis dedos hasta que no lea sus declaraciones. Luego edito mis comentarios.

(19-11-09)

La entrevista, que no se publica como una secuencia de pregunta-respuesta, es una selección de siete comentarios de Javier Marías, insertados bajo el título de cada uno de los capítulos de Tu rostro mañana, algo puerilmente. Sigamos el juego y comentemos:

Fiebre: Un escritor que aborrece las novelas largas ha escrito una, que sigue siendo considerada por tantos como una trilogía. Esta reedición en un solo volumen supone la corrección de "uno o dos errores" que quedaron en la edición original, por lo que ya veo las caras demacradas de ciertas fierecillas al ver que sólo uno o dos errores de los miles que ellos detectaron han sido corregidos. Lo importante es tener en las manos la prueba palpable de que el libro es uno, por mucho que la noción de página sea cada vez más relativa ante tanta pantalla táctil.

Lanza: Me parece sanísima la insatisfacción del artista ante su obra. De hecho, cada vez me revienta más la relamida frase de considerar lo último escrito como lo mejor, aunque sea con retranca. Pero lo evidente, ante cualquier lector sensible y atento, es que Marías ha escrito su obra maestra, y no creo que haya muchos autores que puedan llegar a pensar eso en vida, siendo conscientes de que lo creado pervivirá. En 80 años como media de vida de un español ya es difícil escribir una obra magistral, por lo que no podemos esperar nada que iguale a esta novela.

Baile: Hay un tono equívoco en esta declaración, pues en general Marías ha sido un polemista incansable y no ha soportado bien las críticas, o las ha respondido directamente y en público. Puede que haya un desdén hacia el elogio, pero el derecho al pataleo lo ha ejercido, especialmente ante el plagio o la versión fílmica no canónica.

Sueño: Esta es una de las claves de la fuerza narrativa del autor, y uno de sus sellos más característicos. No puedo evitar la comparación con la dramaturgia de Skakespeare, que yo he conocido más en escenarios que en libro (no sé cuántas versiones de Hamlet habré visto y escuchado, decenas). Los grandes temas de siempre y de toda la humanidad son los que producen grandes obras artísticas, más allá de los dos únicos temas reales que existen (el amor y la muerte): el engaño, la sospecha, el secreto... Así, por ejemplo, cuando alguien que todavía no ha leído Corazón tan blanco (¡benditos él o ella!) me pregunta de qué trata, esperando quizá que le desvele alguna trama apasionante, digo invariablemente que del secreto. Me quedan mirando intrigados, pensando en si les estoy vendiendo un tostón o no. Pero es la única respuesta posible.

Veneno: La última página de EPS es indisociable a la imagen que muchos tienen hoy de Marías: el engreído, el posesor de la verdad, el altivo. La ha cultivado con esmero, sin duda, pero como solo pueden hacerlo las personas inteligentes. No hay nada peor que un engreído obtuso, pues lo primero acaba por reforzar lo segundo. Marías expresa sus convicciones à la Bernhard, con la puntillosidad del que tiene argumentos y razones, pero además herramientas verbales para tocar donde duele, ya sea en la cartuchera de Chávez o en la bragueta de Berlusconi. Lo malo sería que esa faceta anulara la del novelista, o invadiera su obra literaria, y por ahora no hay de qué preocuparse.

Sombra: ¡Nunca digas no escribiré jamás! La evidente novedad es la voz femenina que leeremos algún día. Hace unas semanas dialogaba a través de huellas con una lectora del blog, que consideraba esencialmente masculina la narrativa de Marías por su "represión sentimental". Me dejó pensativo y todavía le doy vueltas a ello, pero en el fondo creo que es cierto. Será de gran interés conocer esa voz de mujer y si se expresa con los mismos tics que mi alter ego, por ejemplo, cuya cadencia de pensamiento y de obsesiones deben ser irremediablemente varoniles.

Adiós: Al Reino de Redonda habrá que agradecerle de manera eterna la recuperación y descubrimiento para muchos españoles de Ibargüengoitia. Y en lo que se refiere a las palabras, en América Latina perviven múltiples vocablos que en España ya han caído en desuso, y que son un feliz reencuentro con la lengua de hace un siglo. Que los académicos viajaran por estos lares sería también una excelente fuente de conocimiento.

La foto de Gorka Lejarcegui es la del despacho que nunca podré tener:

martes, 17 de noviembre de 2009

El juego por el juego

Read in progress (y 3)

Seré breve. El juego temporal es lo único que nos puede hacer considerar que El rey de las Dos Sicilias es una novela magistral. Es muy poco, desde luego. Pero habrá lectores a quienes les emocione el desorden de escenas, el permanente ir y venir entre pasado y futuro (aunque la novela se narra en un eterno presente), la yuxtaposición de cuadros en los que los personajes aparecen y desaparecen sin que apenas sepamos nada de sus vidas, pero que siempre regresan en cualquier otro momento anecdótico de su devenir.

That's all folk. Y eso que ya entramos avisados, cuando en las dos primeras páginas del libro (las únicas verdaderamente brillantes) se nos presentan cuatro inicios alternativos, a escoger. Falso, claro: el inicio es sólo uno y las escenas se irán hilvanando a lo largo de las 300 páginas subsiguientes, pero el efecto es sutil. E inmediatamente nos avisa el narrador:

A primera vista parecerá que todos estos hechos no constituyen ningún conjunto lógico ni están mutuamente condicionados. Pero al parecer no es así: cada uno de ellos exisitó, ocurrió en un tiempo estrictamente real y por ello ha quedado fijado para siempre.

Si regreso en este post de cierre al inicio de la novela es porque allá se fija la voluntad lúdica de Kusniewicz, que recupera cada ciertas páginas con recordatorios como este:

Constatamos estos hechos a pesar de la prudencia en la evaluación de la relación de los tiempos con que tratamos y de su relatividad. (pág. 116)

Así que tanto da que el libro nos hable de regimientos de húsares, pues si nos hablara de mesas de caoba, de guanacastes en flor o de tortugas centenarias el efecto buscado sería el mismo. Estas novelas que anteponen el estricto deseo formal al argumento (a la historia, a la narratividad) son de una ingravidez que marea. O se es un escritor de pluma inspiradísima cual flautista al que todos seguimos narcotizados, o el artefacto puede desplomarse por la falta de sustancia misma, de hechos que sostengan la tramoya. Kusniewicz apuesta a una sola carta, y aquí se observa la debilidad de la propuesta: no es Nabokov, por mucho que se empeñen algunos críticos, ni es el garante de la narrativa miteleuropea, por mucho que el editor nos venda la moto. Tampoco he entendido nunca este adjetivo pomposo, que parece que tan bien y estoicamente aguanta Magris. Pero aquí no hay más tela que cortar y el juego de la temporalidad cae como un castillo de naipes ante el nulo interés que despierta el texto.

Hay juguetes como este, de niño yo había tenido alguno: gran eficacia visual pero repetitivos hasta la saciedad. Kusniewicz arranca con maestría la partida y la dilapida en su propia orgía epatante de pasado, presente y futuro. Ni Dieu ni maitre: me quedo con mis clásicos, que para algo han llegado al podio con clamorosa unanimidad.
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Los sonetos de Shakespeare en escena sólo podían llegar de la mano de Peter Brook, el único director capaz de semejante atrevimiento en la época kindle. No he estado en Girona (estreno absoluto), pero he estado de la mano siempre lúcida de Marcos Ordoñez. Si lo atrapan cerca, no lo dejen escapar.

sábado, 7 de noviembre de 2009

¿Vade retro, Stephen King?

El excelente personaje que ideó Umberto Eco, Salvatore de Monferrate, gritaba como un poseído por los patios de la abadía: ¡Penitenciágite! Una especie de ¡arrepentíos! en lenguaje indefinido dirigido a los pecadores del lugar, que al parecer abundaban. En el monasterio de la literatura también somos todos, en el fondo, unos pecadores: aunque nos empeñamos en comentar solo a los autores más insignes, y a establecer en nuestros blogs cánones de calidad con nombres y apellidos indiscutibles, también caemos de vez en cuando en la tentación de hurgar en la comercialidad y tantear el ambiente, a ver qué ocurre.

En cuestiones cinematográficas, aunque mi pasión sigan siendo los clásicos de toda la vida (Wilder, Ford, Hitchcock, Welles…) no suelo perderme una película de terror ni aunque esté dirigida principalmente a adolescentes con granos. Cada uno tiene sus debilidades. Y por estas bajas pasiones es que en poco tiempo ha coincidido, sin proponérmelo, el visionado de dos películas que me han elevado mis niveles de serotonina, lo cual mi médico me agradecerá sobremanera. La primera, que ya he revisitado no sé cuantas veces, es El Resplandor de Kubrick, un gran ejercicio de estilo de lo mejor y lo peor que fue capaz de ofrecer el director, pero al fin y al cabo una exquisita historia de terror psicológico. La otra lleva por título La niebla, de reciente producción y cuyos directores y actores he olvidado por completo, pero que también me pareció una digna muestra de cómo crear un ambiente de tensión en un espacio cerrado sometido a presiones externas. Una película, por cierto, que hubiera podido firmar sin rubor el amigo Night Shyamalan.

Si pongo en relación los dos largometrajes, tan dispares entre sí, es porque nacen de la mente y la narración del mismo autor, Stephen King. Sus novelas han sido llevadas a la pantalla grande o pequeña por docenas, con los más variados resultados, pero con el sello inconfundible de (déjenme usar el topicazo y entre comillas) “una historia que atrapa”. Esos chavales hoz en ristre asediando en los campos de maíz, la adolescente traumatizada con poderes mentales que incendia un gimnasio en una fiesta escolar, el coche que toma decisiones por su cuenta, el payaso asesino que sale de las alcantarillas… No sé si a alguien que le disguste el cine de terror puede entender algo de todo esto que digo, pero estas imágenes forman parte también de mi bagaje cultural, en su lado más pop, como también lo forman Tintín e incluso el extraterrestre de Spielberg, como nos ocurre a los que nos tocó asistir a su estreno cinematográfico con 10 años cumplidos.

La reacción fácil ante la cultura popular, en oposición a un elitismo que también cultivo con gran dedicación (y esfuerzo: he ahí la diferencia entre sentarse a comer palomitas y analizar una obra maestra sin distracciones de por medio) es considerarla como algo secundario, o de usar y tirar y, por tanto, que no merece ni un triste post. Pero, ¿es Stephen King, ya que hablamos de él, un caso estricto de producto comercial inservible? La modernilla revista Esquire, en su último número en versión original, reivindica al autor no como mero producto de masas (en equiparación al Big Mac y las patatas fritas), sino como “un autor que trasciende su género mediante la canalización de nuestros miedos culturales mejor que casi cualquier escritor estadounidense”. Ahí es nada.

La prosa de King es, a mi juicio, de una sencillez excesiva, con un vocabulario bastante limitado y sin construcciones sorprendentes. El lector medio no repara en cuestiones filológicas, y por tanto no advierte que la rapidez y agilidad en su lectura es equivalente al grado de simpleza con que se construye cada párrafo. Pero esto, a veces, también es un incordio para los que deseamos un texto elaborado, pues nos impide apreciar si hay vida más allá de la rudimentaria frase. En King la hay, porque existe un compromiso con el oficio y hay también lo que otros grandes escritores no han alcanzado jamás, o cuyas prosas adornadas no han sabido traslucir: me refiero a la atmósfera, a la creación de lugares y tiempos que cautivan y de personajes creíbles que piensan y actúan.

Establecer un baremo para clasificar los géneros y las distintas aproximaciones a la literatura según la pretensión del autor (según su voluntad de captar lectores y qué tipo de lectores) sigue siendo fundamental. Equiparar a Proust y a King porque los dos vienen encuadernados es una torpeza mayúscula. Quizá el estadounidense esté ahora flirteando con la posibilidad de meter un pie en el grupo de los grandes, según algún crítico generoso y según una concepción bastante laxa de lo que es cultura popular y lo que es arte. Pero yo prefiero insertarlo en otro grupo que no depende de parámetros estrictamente lingüísticos o de la originalidad y capacidad para romper estereotipos: él está codo con codo junto a los que logran la mímesis del lector con su propuesta de mundos paralelos, de los que tienen algo que contar y derrochan 1.000 páginas en ello si hace falta. Son los obreros de la escritura, que no relucen tanto como los arquitectos pero que son eficaces y no engañan.

Supongo que la traducción española de Under the dome está al caer: diez años de labor, según dicen, para 1.120 páginas. Si alguna vez me ven en una librería y caigo en la tentación, hagan como Salvatore y griten a mi espalda ¡Penitenciágite! antes de que ponga mis garras en el tomo.
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Se hace un llamado a los mecenas del blog para que hagan sus aportes en la hucha de la senda: 120 euros es el precio del despampanante contenedor con dos volúmenes de Historia de mi vida, de Giacomo Casanova. ¡Atalanta me lo está poniendo cada vez más difícil para hacer críticas constructivas!

miércoles, 4 de noviembre de 2009

El escritor con blog

Cuando una persona absolutamente desconocida como novelista gana un premio de novela, no hay nada que decir. Aquí podría terminar el post, y a otra cosa. Qué voy a contar de alguien como Manuel Gutiérrez Aragón, de larga trayectoria cinematográfica pero que da sus primeros pasos en la ficción literaria. Acaso lo que en otras ocasiones he hecho con premios ideológicamente dispares: el silencio ante la periodista que se pasa a la novela, que es la única respuesta posible y cauta antes de que haya más datos.

Pero uno todavía confía en que el Premio Herralde sea, entre los grandes, el único con alguna credibilidad como para seguir haciendo referencia a él cada año. Es casi seguro que no voy a comprar el libro de este ganador (la pereza anticipada que da leer un texto insiprado en el 11-M es descomunal, pero en cambio sigo en busca de la gran novela sobre el 11-S: habrá que analizar freudianamente esta dicotomía), aunque como ya me ocurrió el año pasado con Thays, tengo mucho más interés por leer al finalista. Y la razón es estrictamente bloguera: una vez más, un autor de blog se lleva el segundo galardón, e imagino que con él arrastra a una gran parte de sus lectores de la red. Me temo que ese salto sea de lo más natural hoy en día: el escritor en ciernes prueba su talento en un formato ágil e interactivo (¡y gratuito!) y una vez fogueado, se lanza al formato mayor. Tanto da que ya haya publicado algo antes: necesita el respaldo de un premio grande para consolidar su proyección.

Juan Francisco Ferré, a quien me refiero, mantiene el blog La vuelta al mundo. Curiosamente, 48 horas después de hacerse público el veredicto todavía no ha actualizado la página para comentar la noticia de la que él mismo es protagonista. Es un blog joven, creado en 2008. Tengo ganas de saber si la solapa de Anagrama, como ocurrió con Thays, va a mencionar el oficio de bloguero entre las bondades del autor. ¿Considera el bloguero medio sus posts como una extensión de su vocación literaria? ¿Se enorgullece de ello?

Antiguamente, el blog era un cajón de escritorio con libretas usadas. Como mucho, eran textos que pasaban de manos entre dos o tres compañeros de clase, los más íntimos, o acababan en las páginas de revistas locales de escasa difusión. Es por eso que no hay libros editados con recopilaciones de un blog, excepto algún caso muy contado: nadie iba a leer tanta hojarasca de uso inmediato y virtual.

Los blogueros, pues, ya están en la cúspide. Alguien podría pensar que mi adjetivo es peyorativo, y sin duda es todo lo contrario: que el escritor y el bloguero coincidan en la misma persona es más una ventaja para el primero que para el segundo, si bien se mira: no sólo los lectores de Anagrama comprarán su libro, sino también los seguidores de su blog. Es la estricta razón por la cual leí la última novela de Thays, animado por su Moleskine. Y es una razón tan poderosa como cualquier otra.
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Desde otro blog, Algún día en alguna parte, leo la suculenta cita de Francisco Ayala:

El sentido de mi vida está en la literatura, esa es la verdad y creo que la literatura es la verdadera realidad. A la vejez última he descubierto que eso de literatura y realidad es una falsa contraposición, la realidad es la literatura. La realidad real, no es real, no existe.

Necesitaría 103 años para contrarrestar esta afirmación, y creo que no serían suficientes. Llevo 37 pensando que la realidad es la literatura, pero los argumentos se me escapan como anguilas. Tendría que apellidarme Ayala y ser sabio para defender mi tesis, pero son dos cosas a las que ya he renunciado de antemano.

sábado, 31 de octubre de 2009

Nancites 20

1. Hay algunas perlas en la entrevista a Luis Landero que publica Babelia. El titular, sin ir más lejos:

Las novelas no admiten héroes, se han refugiado todos en los best sellers

La pérdida del héroe ficcional ha ido al mismo ritmo que la del héroe de carne y hueso: ambos han quedado absorbidos por el relativismo postmoderno. La ciencia también ha jugado un papel clave en ello, pues a medida que vamos encontrando los why de las cosas ya no hay mitos que aguanten. Si ya no nos creemos al héroe con apellidos, ¿cómo vamos a creernos al héroe construido página tras página? Esta pérdida de credibilidad puede llevarnos por dos vías, simplificando al máximo: el realismo narrativo o el experimentalismo algo vacuo. La tercera vía, aglutinadora, siempre es la más incómoda, pero es la que ha dado mayores alegrías a la literatura en estas dos últimas décadas. Ya estaba incluyendo paréntesis con nombres de autores en cada ejemplo, pero no me gustan los posts doctrinales y les dejo la tarea a los paseantes.

Más abajo luce esta otra frase:

Las cosas pequeñas -un poema, una canción- pueden ser perfectas, pero una novela larga perfecta es insoportable. Las cosas largas tienen el encanto de la imperfección.

Bien. Yo, que soy un consumidor incesante de tochos, aprecio mucho esta aclaración. La torrencialidad de un buen autor es como un almuerzo desbordante: qué sosa estaba esa lengua de res, ¡pero qué mantecoso el aguacate! Maximilian Aue tampoco logra a cada momento estar brillante, ni en la cama ni en el campo de batalla, ni Belano es digno de admiración en cada párrafo. ¡Qué hartazgo si sus vidas fueran perfectas y todos sus actos luminosos, cual Pedro Páramo! En la inconsistencia de sus 1.000 páginas (en su tonelaje, que Kindle es incapaz de calcular) está el verdadero placer.

2. En el mismo Babelia aparece una fotografía de Nicaragua, tomada en la entrada al municipio de Mozonte. Varias veces habré cruzado por delante de ese rótulo, viniendo desde Jalapa y de regreso a Managua. La foto sirve para ilustrar la crítica de Benjamín Prado a una recopilación de poesía centroamericana que ha preparado Galaxia Gutenberg. Nicaragua y su Rubén, claro, son la yema del huevo, y de aquí la selección de la imagen. Parece, además, que la inmensa mayoría de autores seleccionados son nicaragüenses, a excepción de Roque Dalton y algún otro. Ya hablé del tema en otro momento, pero la realidad del país y su literatura es diáfana: la poesía ha servido aquí (como la canción) para ejercer un acto de legítima libertad y rebeldía hacia un poder omnímodo. Si no se entiende la política del siglo XX, no se entiende la poesía postdariana. Y si no se entiende por qué se luchó en su día y contra quiénes, tampoco se comprenderá cómo la historia es circular y regresa la infamia a estas tierras. Y lo que es peor, ahora sin poesía que nos redima.

3. Y Gozando con Manuel Rodríguez Rivero y su sillón de orejas: la sonrojante presencia de los políticos de turno en la fiesta franquista (¡toma ya!) del Premio Planeta. Siempre fantaseo con la posibilidad (no está demostrado que no vaya a ocurrir) de llegar a Presidente de la Generalitat catalana y dejarme ver de vez en cuando con un Marías debajo del brazo, los viernes por la noche en la platea del Teatre Lliure, o paseando un sábado por la tarde por el MACBA. Porque sí, sin que nadie me lo pague ni me invite. Y cada 15 de octubre reposar en mi casa, leyendo una novela o repasando por enésima vez El Apartamento de Wilder. ¡Lo que se está perdiendo Cataluña sin mí, y ella sin saberlo!


4.Si tienen tiempo y les gusta el género, les recomiendo vivamente la conversación entre Aleksander Wat y Czeslaw Milosz, que dio lugar a un libro biográfico sumamente cautivador. Un siglo en la historia de Europa recuperado con el tino habitual por Acantilado.

miércoles, 21 de octubre de 2009

El rey destronado

Read in progress (2)

Sigo sorprendido por la insustancialidad de la obra. Nadie me va a bajar de este carro, pero necesito escuchar voces de personas que defiendan a este autor y, específicamente, esta novela. Debo contrastar mi desinterés hacia Kusniewicz con alguien que lo estime y lo adore, que encuentre detalles que a mí se me escapan o que no me cautivan en absoluto.

Primer punto: el tema me parece aborrecible, y esto admito que es una cuestión puramente personal. Hay lectores a quienes les gustan las novelas de guerra, ya sea por el contexto en el que se desarrollan o porque describen un conflicto bélico a lo largo de las páginas. En los últimos años sólo he gozado con Las benévolas (la Segunda Guerra Mundial da mucho juego, lo admito) y con la segunda parte de Expiación. Han sido mis únicas guerras asumibles. En El rey de las Dos Sicilias se habla de los inicios de la Primera gran guerra, en una Europa con una geografía política completamente distinta. Hay campos de batalla y hay personajes inseridos en ellos, como los ulanos y regimientos de infantería enteros. La descripción de los atuendos de los soldados, o de los paisajes alrededor del combate, terminan por cansar al más intrépido. No hay vida en ellos, más allá de algún quepis inmaculado.

La secuenciación de la trama es algo mejor, pero donde no hay narración brillante tampoco puede haber novela genial. Sin solución de continuidad se pasa de una partida de ajedrez (uno de los pocos momentos acertados, con las piezas cobrando vida y viendo el tablero desde su propio punto de vista) a un cuartel, de una bodega a una habitación de huéspedes. El autor no termina de aclarar cuál es el objetivo de la trama, y con esto no digo que haya que explicitarlo: simplemente, con las buenas novelas uno sabe que le llevan hacia algo grande, que el camino emprendido merece la pena y que uno va leyendo por el puro placer de dejarse llevar por una voz inteligente. Yo camino aquí deslavazado, sin nada a que asirme y topándome con ulanos en cada esquina.

Copio un fragmento como ejemplo de la insulsa fijación en detalles sin importancia:

En este momento, en el patio, el ordenanza del comandante Franckl se dedica a sacar brillo a seis pares de botas altas de su jefe y otros seis de caña corta con gomas cosidas en los lados.

Otro:

Dos oficiales de reserva que acaban de llegar en tren de los alrededores de Budapest, están al lado de la barra tomando café y una copa de slivovitz. O quizá sea coñac. Hablan en húngaro. Uno de ellos, un capitán de caballería, bosteza. Después, ambos encienden sendos puros. Una mosca da vueltas zumbando, para al final posarse en el cuello del rey Francisco II.

El bostezo, la mosca. Podría ser (no renuncio a nada) que una fina ironía recorriera cada una de estas escenas. Tan delgada es que no logro verla, pero la acumulación de ellas sólo logra captar el sopor y, como en el capitán, un bostezo.

No busco, no está de más decirlo, novelas canónicas ni nada parecido. Aprecio a autores que no siguen una trama definida, o que acumulan descripciones y detalles aprentemente vacuos (me viene a la cabeza Sebald, una maravilla en su capacidad de conmover a través de escenas de viaje cotidianos, de personajes nada heroicos pero que logran traspasar la página). Kusniewicz todavía no ha logrado conmoverme, apenas sonreír en algún fragmento. Sigo buscando, pero no sé si este esfuerzo me traerá alguna recompensa.
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España, aparta de mí estos premios es el genial título de la última obra de Fernando Iwasaki, en alusión nada velada a los 3.500 premios que se otorgan anualmente en España. Con ellos sobreviven tantos escritores frustrados, para qué negarlo. Uno de mis premios más queridos para obras ya editadas es el Llibreter, que se falla el 5 de noviembre y que tiene a estos finalistas tan poco comunes.

viernes, 16 de octubre de 2009

El Kindle en la tienda


La mejor salchicha de Frankfurt de este año ha sido de lo más previsible (además del consabido nuevo libro de Roberto Bolaño, que año tras año reaparece en la feria): la comercialización en medio mundo del Kindle, el más famoso aparato lector y que algún día debe sustituir el libro de papel. Una salchicha ahumada, ciertamente, pero que necesita ser analizada con calma.

He seguido los reportes de prensa sobre la noticia, y especialmente los comentarios que los lectores de internet dejan al pie. Estoy asombrado del elevado número de personas anónimas, porcentualmente hablando, que dicen tener ya una maquinita de esas y lo bien que les va. ¡Qué encantados se les nota! El juguete ha satisfecho sus ansias, pero no acabo de discernir en qué consisten estas ansias: si en la voracidad lectora o en la necesidad de tener el último artefacto electrónico de moda. Una mujer asegura que ahora lee mucho más. Ah, caramba: o sea que se trata también de la comodidad de una pantalla fija, dejando atrás la lata de pasar páginas y tener textos abigarrados, la terrible sensación de la página llena de letras.

No seré yo quien augure el fracaso del Kindle. Es más: estoy seguro de que acabará teniendo un éxito clamoroso, especialmente el día de Reyes. Lo que voy razonando, y todavía no llego a conclusiones que me satisfagan, es si el Kindle viene a sustituir algo o sólo es un complemento más. Y si el lector Kindle será un espécimen nuevo o una evolución del lector Gutenberg.

No correré hacia la tienda, pero si llegara a mis manos la maquinita, escogería obras que no tuviera ningún interés por guardar en mi librería. Es decir, que dejaría el aparato para obras menores o que me interesara leer por alguna razón concreta y puntual, pero recurriría al tomo para las obras que probablemente releeré otras veces. Es lo que hago con los documentos de texto que me llegan por e-mail: los que me interesan muy relativamente los leo directamente en pantalla, y los que me interesan de verdad los imprimo y me los llevo a la cama. Por mucho que Kindle no canse los ojos, el papel me sigue pareciendo un formato más manejable.

También está la cuestión del manejo simultáneo de varios libros: hay párrafos que me llevan a otras obras y acabo teniendo en mi mesa cuatro o cinco abiertos. No creo que la pantalla del Kindle dé para esos cotejos, así que me imagino un lector más ocasional para éste: un lector de bus y metro, menos interesado en el análisis de la obra literaria y mucho en el entretenimiento que le pueda ofrecer.

Si algún día llegaran a desaparecer las editoriales que median entre el autor y el lector, la elección de novedades se complicaría: ya no habría sello que nos orientara sobre su posible calidad (un libro Planeta no es un libro Acantilado), y si los autores deciden vender directamente los derechos de su obra a un Kindle (con la consecuente mejora de sus ingresos) no habrá críticos suficientes capaces de leer la torre babélica que llegaría a erigirse. Pero eso sería en un mundo sin libros, y creo que mi cuerpo no llegará a tanto.

Mientras, sólo a algún superventas como Stephen King o Coelho puede interesarle sacar un libro sólo en el nuevo formato. Creo que sería un buen negocio para ellos. Al fin y al cabo, el arte va por otro lado y no necesita bits para salir a la luz: sólo una mente genial y un receptor sensible, y el resto es mercadotecnia.
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Ni Caso.

jueves, 8 de octubre de 2009

El mismo post de cada año


Ya que estamos terminando década, hagamos un repaso rápido de los premios Nobel de literatura desde el año 2000: Gao Xingjian, Naipaul, Kertész, Coetzee, Jelinek, Pinter, Pamuk, Lessing, Le Clézio y, ¡oh cielos! Herta Müller. Voy a ser subjetivo hasta el límite (no sin antes advertir una vez más del europeísmo que aqueja a la Academia, o del antiamericanismo que la azota) y diré que de los diez ganadores, hay dos que para mí son merecidísimos, dos más que puedo aceptar sin mucha reticencia, y seis que forman parte del montón de escritores olvidables y que en 100 años no constarán ni en los libros de texto de literatura.

Cada año tengo la sensación de estar escribiendo el mismo artículo por estas fechas, así que intentaré afinar un poco más mi análisis. Reitero que el premio Nobel no es el premio al mejor escritor del año, pues eso no consta en ninguna reglamento conocido. Los mecanismos de selección son insondables, y priman criterios políticos, sentimentales, patrióticos y quién sabe qué otros. Herta Müller no es mejor que Philip Roth ni que Vargas Llosa, y eso lo sabe cada miembro de la Academia y cada sueco que sepa algo de literatura. Así que es absurdo establecer comparaciones de calidad, pues no es de calidad de lo que hablamos aquí.

España es un país en el que se traducen muchos autores, y en general tenemos un nivel bastante aceptable de literatura internacional al alcance. Hay editores sagaces y hay traductores de oficio. Es por ello que es muy gráfico el detalle que comenta hoy un periódico digital: Ni rastro de Herta Müller en las estanterías de las librerías de Madrid. Siruela ya sacó de circulación los ejemplares que había editado de la autora, imagino que por la mínima repercusión que obtuvo en el mercado. Ni el boca-oreja, ni alguna crítica positiva, ni nada evitó que Müller pasara sin pena ni gloria y que ahora sea imposible (hasta dentro de un mes, si la imprenta funciona a todo gas) leer siquiera un fragmento de su obra en español.

Esta compulsión académica para epatar a los lectores es una de las claves de los Nobel de estos últimos años. Quizá sólo Lessing, algo más mediática, podría ser la excepción a la norma. Pero ya se advierte el interés por escarbar entre los jardines y buscar la hierba más rara y exótica de entre todas las candidaturas. Tampoco me quejo: si se trata de descubrir autores poco comerciales y que puedan tener una obra aceptable y coherente, pues aceptémoslo. Nos hemos empeñado en pensar que el Nobel es la máxima distinción posible, el cénit de años y años de trabajo y de exigencia, y al final resultará que no es más que un cazatalentos para personas maduritas.

También hemos adivinado ya la fórmula para conocer al ganador 24 o 48 horas antes del veredicto. Las casas de apuestas son un reflejo de esta sociedad Gürtel: todo se compra, todo se vende y todo se sabe. Alguien filtra el resultado y en dos días el futuro ganador sube como la espuma en las listas, como ha sido el caso de Müller y su escalada hacia la cumbre: imagino que alguien también se habrá hecho rico con la jugada.

En fin, vayamos a la frase que es ya lo único que me importa: "describir con la densidad de la poesía y la sinceridad de la prosa el universo de los desposeídos." Ahí está la clave, en un solo vocablo: desposeídos. En la alianza de civilizaciones en la que vivimos estoicamente, lo politicaly correct cotiza a niveles estratosféricos. Un Nobel para los desposeídos, esa es la medalla real. ¿Literatura? Eso ya es secundario, amigo.

martes, 6 de octubre de 2009

¿Cuándo llegará la maestría, maestro?

Hay novelas que llegan a las manos de uno con el sambenito de obra maestra, y no estoy hablando de los clásicos incuestionables. Mi primera reacción siempre es la del cauto lector que no cree en taxonomías radicales, porque ya estamos curados de muchos espantos y prefiero la distancia adecuada. Son muchos los críticos que utilizan con sorprendente facilidad la etiqueta, y muchas las decepciones que llegan después cuando nos dan gato por liebre.

Acabo de meterme de lleno en El rey de las Dos Sicilas, una novela del polaco Andrzej Kusniewicz que arrastra consigo las múltiples veces que ha sido catalogada como obra maestra. ¡Qué carga más pesada! Valga la siguiente anécdota como simple reclamo: Álvaro Mutis se acercó un día a Jorge Herralde y le espetó sin sonrojo: "Tú eres el editor de El rey de las Dos Sicilias, siempre te lo agradeceré." Otras veces, el propio Herralde había contado maravillas de la novela, y no por casualidad la ha incluído como primer número de la nueva colección "Otra vuelta de tuerca" (que como lector paciente y también agradecido iré siguiendo con escrupulosa fidelidad).

Estoy en pleno read in progress, como hacen los buenos blogs. Ya he advertido mil veces que a mí, más que el resultado final (la mayestática valoración definitiva de la obra), me interesa el proceso de lectura, las sensaciones que despierta el pasar la página, el avance línea a línea por la novela. Y lo que tengo ganas de escribir ahora, que debe de ser una herejía para tantos validadores de obras maestras, es que las 40 primeras páginas de El rey de las Dos Sicilias compendian casi a la perfección lo que para mí es un arranque desincentivador. También es por esto que a mí me interesa el progress: ya pueden venir 300 páginas formidables después de este inicio, que no habrá manera de modificar el sentimiento de vano esfuerzo.

Esas primeras 40 páginas aglutinan un cúmulo de pequeñas anécdotas que para mí no tienen el más mínimo interés. El efecto narrativo es muy evidente: Kusniewicz abre la caja del puzzle y esparce todas las piezas por el suelo, pasando a detallar una por una lo que acaso representan (aquí y en este mismo instante, como no se cansa de repetir). Como no hay ninguna perspectiva de observación, no existe ningún hilo conductor que nos pueda hacer adivinar la fotografía final del puzzle resuelto, que muy probablemente se irá montando a medida que avance la obra. No lo sé, y ya lo descubriré, porque yo no me bajo en la próxima ni dejo un libro a la mitad. Nos puede ayudar el hecho de conocer el contexto histórico, si alguno de nosotros tuvo la fortuna de atender en clase al profesor de Historia minetras explicaba el imperio austro-húngaro y sus secuelas. Pero la novela, que no es una retahíla de batallitas, merece ser contada por sí misma y no en relación a fuerzas externas.

De este recurso del autor quedan numerosos pecios flotando por los párrafos: un sinfín de personajes que aparecen y desaparecen sin que sepamos nada de ellos ni por qué son convocados; hipótesis sobre el devenir del tiempo y sus consecuencias, deteniendo la acción y suspendiendo escenas (y no en momentos culminantes, precisamente); menciones cultas sobre autores literarios o musicales; descripciones muy minuciosas del espacio que corresponden a tiempos narrativos ínfimos:

"Uno de los sillones cubiertos con brocado de Pompeya está apartado y una de sus patas ha levantado una parte de la alfombra, de forma que muestra un trozo del suelo más claro y más mate en este lugar, porque, como habitualmente está tapado, no se lo encera ni se le da brillo a menudo"

Y si encima le agregamos la dificultad de pronunicar y recordar las decenas de Curcic, Mürzzuschlag, Bodenkredit-Anstalt, Stubenring, Királyi, Vilajcic, Kirkunfélégyháza, Fehértemplom y Zdenek Kocourek, la cosa se complica más (y ya sé que esto es un problema de los López y los Fernández y no de Kusniewicz). Pero mi opinión no quiere aterrizar en si esta es una buena o mala novela. De hecho se me acumulan muchas razones también para considerar gran literatura lo que tengo entre manos, como un humor muy fino o una prosa en la que no vamos a encontrar ninguna frase de fácil digestión. Lo que vengo a decir y repito es que este inicio es totalmente desmotivador, y que me perdonen los sutiles lectores que gozan con los obstáculos y las dificultades. Parece que Herralde se sorprendía de que una novela tan excelsa no hubiera encontrado el número de lectores adecuado, y de ahí la segunda oportunidad que se le da. Yo, al menos, ya empiezo a intuir muy claramente la razón de su olvido.
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Llega el Nobel, como cada año, y siempre voy a revisar la lista de apuestas por si hay novedades. De momento y a esta hora, cotizan bien Amos Oz, Assia Djebar, Joyce Carol Oates y Philip Roth. Pero ya se sabe que ser favorito en este premio es una terrible promesa de fracaso. El jueves nos vemos.

[Edición del miércoles 7: sube al segundo puesto de la lista Herta Muller, con una celeridad desbordante. Muy sospechoso y sintomático]

lunes, 28 de septiembre de 2009

No me llames Antonio

Al hilo de la lectura de El viento de la luna, aprovecho para retomar algún tema que no apunté antes y que ahora me ronda por la cabeza insistentemente. Hablo, por ejemplo, de la distinción entre novela (como entramado de ficción) y relato autobiográfico.

Cuando una obra aparece en una colección que atesora mayoritariamente relatos y novelas, la predisposición a la lectura es precisa. Quiero decir que por mucha autoficción que exista en ella, mi aproximación será como la del oyente externo a quien le cuentan una fábula, una historia inventada. La colección “Biblioteca Breve” de Seix Barral cumple esos requisitos, y ante cualquier libro del sello yo asumo que estoy leyendo ficción, épica o como demonios quieran llamarle. No se trata de ningún corsé, pues en el fondo tampoco creo a pies juntillas en la separación de géneros, pero sí en la verdad y en la mentira aplicadas a la realidad. No puedo acercarme a la novela con la misma actitud con la que voy al ensayo histórico o a la biografía, por mucha verdad literaria que encierre la primera. Esta distinción entre verdad circunscrita a la realidad objetiva o a la literatura es simple, pero parece que acongoja a muchos lectores.

Después de la lectura de El viento de la luna, mi posición es prístina: la novela de Muñoz Molina, que retrata la cotidianidad de una familia en un entorno rural en 1969, coincide con vivencias propias del autor, y el mismo protagonista (eso ya lo dejé escrito en la senda) comparte también la edad del autor en ese mismo año. Escarbando un poco acumulamos todavía más similitudes: en una entrevista con Justo Serna realizada en 2004 (o sea, dos años antes de la publicación del libro, y supongo que antes de su escritura, aunque eso ya no lo puedo asegurar), Muñoz Molina hace referencia a dos personas con quienes compartió aula en su adolescencia y que aparecen en la novela con los mismos nombres y actitudes:

Había una pareja tremenda en segundo de bachiller, dos forajidos que iban siempre juntos, internos, con mirada torva y granos en la cara. Uno se llamaba Endrino y el otro, adecuadamente, Rufián Rufián.

¿Hace todo esto que podamos considerar El viento de la luna como una obra autobiográfica? Yo me niego en rotundo, por cuanto no hay un aviso previo del autor en relación a este hecho o al modo en que hay que afrontar la lectura de la novela, y lo más fundamental (mucho más que la Mágina simbólica y literaria que acoge las idas y venidas de los personajes): el protagonista es innominado y nadie le llama Antonio. Este sutil recurso, extraordinario a mi entender, dice más que cualquier cúmulo de escenas sacadas de una supuesta realidad histórica. Quizá todo encaja con la vida, y la escuela sea real, y la plaza y sus calles correspondan a unos espacios por los que mañana podamos pasear. Pero Antoñito rehúye fijar su nombre, y la ficción se cuela por los cuatro ángulos de cada página. Juanramonianamente, quiero decir.

Pero qué gran verdad ha escrito Muñoz Molina, y de qué manera me la he creído desde dentro de la obra y desde sus entramados literarios. Así ocurre con las buenas novelas, o eso dicen.
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La crónica sentimental de Arcadi Espada sobre los 40 años de Anagrama es aguda, aunque mis libros favoritos no sean los suyos, así como cada lector tendrá su lista propia. Pero es cierto que 40 años no pueden ser sólo un proyecto editorial y acaba siendo un proyecto cívico y moral. Quién sabe si el último.
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De ese proyecto se bajó en julio, y yo me enteré muy tarde, Enrique Vila Matas. Ya que a él le gusta el tema, no puedo evitar la comparación con los cambios de equipo futbolístico de las grandes estrellas. Me importa muy poco el motivo (más lectores, más dinero) y mucho el simbolismo. Deja la camiseta gris de Anagrama por la blanca de Seix Barral. El estadio es más grande pero el equipo tiene demasiadas individualidades (jugar junto a De Prada no debe ser fácil). Me va a costar verlo con la nueva vestimenta y sufriré con Dublinesca, así como los culés hemos sufrido por los siglos de los siglos.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Ante la máquina

¡Esta es la máquina que yo estaba esperando desde siempre!



El artefacto cuesta unos 130.000 eurillos de nada, y es que se amortiza rápido: es capaz (o lo será dentro de poco) de imprimir en cuatro minutos cualquier obra literaria anterior a 1923. Qué digo literaria: cualquier texto que alguna vez haya sido un libro y que Google Books haya decidido incorporar a su torre de Babel. ¡Esto sí es una broma infinita, amigo Portnoy! Sin duda ya me veo apretando el botón y escogiendo a placer lo que voy a leer en los próximos minutos, sin necesidad de buscar entre estantes, sin intermediarios, sin libreros atentos, sin editores meticulosos, sin publicidad, sin promociones especiales. Casi diría que sin lectores, porque entre el dossier encuadernado que debe salir de las entrañas de la máquina y el usar-y-tirar hay sólo un paso. ¿Pero quién dijo lectores en este futuro digital que se nos viene encima?

La contradicción entre esta novedad y el libro electrónico es evidente: como éste no acaba de arrancar, la posibilidad de conseguir una copia en papel de cualquier obra es una alternativa más tradicional, e incluso me atrevería a asegurar que más radical. Pide y se te concederá. Desconozco la calidad del producto final, aunque cuatro minutos no creo que den para mucha bisutería. La comparación con el ciclostil también parece obligada, por mucho lomo y tapa satinada que pueda salir de sus entrañas.

Pero lo que me intriga de tanto avance, la parte moral del asunto, consiste en saber qué tipo de lector es el inventor. Quiero decir que a ningún lector de verdad, militante y entregado a la causa, con sillón, lamparita y café humeante, se le podría ocurrir la construcción de una máquina semejante. Incluso al inventor de la fregona, ingeniero aeronáutico, le tocó lustrar suelos en los hangares americanos y facilitarnos un poco la vida con la experiencia vivida y mejorada. ¿Pero qué lector idea el trasto capaz de escupir hojas impresas sin control y sin mediación? Este restaurante sin chef, este museo sin guía, sólo puede ser obra de un lector imposible. ¿Para qué tanta abundancia, si precisamente es tiempo lo que nos falta en esta vida? El problema no es tenerlo todo a petición y al instante sino que, una vez teniéndolo, no habrá cuerpo que lo resista.

Dejo de lado el vano romanticismo del café que ya apuraba en el párrafo anterior, la confianza en el sello editorial (el necesario catálogo) o la magia del libro viejo. Desde que internet ha popularizado el todo para todos, cualquiera se apunta a la moda desde la realidad más cruda.

Aprovecho para hacer un paseo, el primero, por este Google Books que tengo a un solo link y que pasa por ser la antesala de la máquina de marras sin impresión. Lo primero que me asalta es un apartado titulado "interesante" y que me propone cuatro carátulas inquietantes: Secretos de la pediatría, Manual del pediatra práctico (no logro captar el motivo de la reiteración sobre el cuidado de los niños, ni si es azaroso), Manual de fisiología y riesgo del buceo y De la policía médica a la medicina social. En cada actualización cambia el cuarteto, pero no mejora el conjunto. Pero eso ocurre también en las principales mesas de El Corte Inglés. Así que voy al grano: tecleo "Javier Marías" y aparecen ¡440 enlaces! Creo que ni García Viñó ha escrito tantos libros. El truco es que toda obra en la que se mencione a ese autor aparece reflejada, y de hecho no hay una sola novela de Marías escaneada, al menos en español, por causa de los derechos de autor.

La grandeza de Google, en cualquiera de sus variantes, consiste en la búsqueda y localización instantáneas, ese motor tan aplaudido y que cotiza en bolsa. Pero como crítico, librero, editor e impresor es un verdadero desastre. La máquina tampoco le va a solucionar su impotencia ni su límite cibernético: todas las fórmulas que pueda llegar a hacer (aunque estén basadas en la acumulación de experiencia a base del análisis de las búsquedas que hacen los usuarios) chocan contra el muro de las mayorías. Las mayorías han demostrado ser malas consejeras en cuestiones literarias, y si no preguntenle al señor Dan Brown y su millón de copias vendidas en 24 horas. Google siempre estará más interesado en venderme a Brown, o un estudio pediátrico, que a Bolaño. Lo dicta su motor (¡su intuición!), por eso su sosias Deep Blue sí es capaz de ganarle a Kasparov: cuenta, ensaya, acumula y da el mate.

La victoria definitiva del lector será llegar ante la máquina, pulsar el botón y que responda Document not found, porque no habrá podido entender nuestros gustos extraños ni nuestra selección sentimental de la literatura.

martes, 8 de septiembre de 2009

De la Tierra a la Luna

Como ya saben los resisitentes de este blog, acostumbro a ser metódico y quisquilloso en las fechas y lugares en los que comienzo a leer libros. Cuando hago un repaso a los lomos de mis bibliotecas, de cualquiera de las dos que tengo, se me aparece una imagen cabal de un espacio y un momento determinados. Un McEwan me retrotrae a una playa desierta o al aeropuerto de Miami, un Bolaño a una roca sobre una montaña de Morazán mientras oteo desde lo alto, un Marías a mi lugar preferido del prepirineo catalán: un rincón de un camino entre dos lomas del cual jamás daré más datos, ni sometido a las más siniestras torturas, no vaya a ser que algún día llegue al sitio y me encuentre con otro lector apostado en mi piedra favorita.

Antes de partir hacia Cuba, el 20 de julio, estaban por cumplirse los 40 años de las huellas en la Luna y todo lo demás. No lo pensé dos veces: de entre todo lo comprado y que me falta por leer, metí en la maleta El viento de la Luna de Antonio Muñoz Molina, que regresó felizmente a casa porque lo llevaba a cuestas en la mochila de mano y no en la maleta facturada y ya perdida para siempre (ahí dentro iba Magris, por ejemplo, y pienso en quién será el afortunado ladrón que lo estará disfrutando a estas horas).

En fin. De esta obra ha dicho mucho y bien uno de los más perspicaces lectores de Muñoz Molina en su blog, Justo Serna, conmemorando también a su modo el cuadragésimo aniversario de la gesta astronáutica. No sé si se puede decir mucho más, pero me interesa el autor y hay algunas cosas en la novela que merecen ser resaltadas.
Ahora que Portnoy está sumergido divinamente en el magma experimental y desbordante de Foster Wallace (uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete, con lo que las bromas también acaban siendo finitas) he tenido la dicha de instalarme por unos días en una obra de prosa tradicional y castellanísima, y con un argumento que navega entre el costumbrismo y la novela iniciática. Nada nuevo bajo el sol, es cierto, pero hay veces en las que uno siente la necesidad de meterse en territorio conocido. Será porque he caminado estos días por espacios mentales muy gelatinosos y quería una senda con guijarros, con una ruta fácil de recorrer.

Muñoz Molina es un autor al que he seguido con bastante continuidad, y me había quedado en el estante esta última novela antes del gran tomo que está por llegar en las próximas semanas. Mi curiosidad radica en la sutileza de sus artilugios sentimentales, y me explico. Más allá de las buenas (o no) historias que nos quiera contar, el autor disecciona con bisturí algunos arquetipos de la España real y conocida, de la que a él le ha tocado vivir o de la que le han contado sus generaciones inmediatamente anteriores. Esos arquetipos (aquí el cura propinador de bofetones en el aula, el niño crecido en ambiente rural que sueña con otra vida futura, el abuelo pragmático y de sabiduría popular, y un largo etcétera de personajes conocidos) destacan por la capacidad que tiene Muñoz Molina para describirlos a partir de su imagen sentimental, nada proclive a la añoranza pero tampoco a la fácil y tópica pincelada.

El chaval protagonista, que coincide con la edad que Muñoz Molina tenía en 1969, se debate entre la aburrida cotidianidad de Mágina y el sueño del viaje espacial que está a punto de culminar. Arados, lechugas y sotanas frente al Apolo XI, Armstrong y la Luna. Y lo que subyuga es precisamente el tono de la historia, por el que vamos conociendo las íntimas historias que a todos nos han sucedido en la adolescencia, haya coincidido o no con ese año. Este tipo de novelas, que pueden parecer fáciles a simple vista, esconden una abigarrada suma de afectos, temores, vergüenzas, afrentas y desdichas, que al fin y al cabo son las tuyas y las mías sin haber nacido nunca en Mágina. Y en ocasiones, la prosa algo barroca de Muñoz Molina nos deja perlas concisas que obligan a detener la lectura y a mirar por encima del libro hacia ningún lugar:

Debería uno conservar el recuerdo de la última vez que caminó de la mano de
su padre.


Ante frases así, la novela trasciende el trasiego del día a día en una casa de pueblo y todos somos hijos tomados de la mano. Tragamos saliva y continuamos leyendo.

No quiero hacer aquí ni ahora una crítica de la obra, porque ya digo que en otros lugares se ha hecho y bien. Mi mente tampoco está estos días para largas parrafadas, pero lecturas como ésta son una buena dosis de paroxetina para el cerebro. Y sin efectos secundarios.
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Leía en el blog de Angry Girl estas palabras sobre Marías:

La verdad es que los escritos de Marías son totalmente de una cabeza masculina, contienen una represión emocional impresionante, me parece, lo siento cada vez que acabo sus libros, siempre he sentido ese vacío cuando acabo los libros de él, un gran vacío, el vacio de las emociones, Marías a duras penas dice lo que siente, con el todo son ideas, y cuando necesito aplacar un tanto mis emociones me pongo a leer un libro de este señor, que no me hace sufrir en lo mas mínimo pero me hace pensar, pensar, pensar.


Estas palabras, que sólo una cabeza femenina hubiera podido escribir, son de una precisión abrumadora. La ausencia de sentimientos y el magma de las ideas. Y esa represión emocional tan intensa que convierte cada novela suya en un tour de force excitante.
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-¿Y la serotonina, Mr. Deza?
-Por ahí va, segregándose con ayuda de algunos fármacos.
-¿Lo ve? La ciencia le permite a usted seguir por estos derroteros.
-La ciencia me ha permitido, amigo mío, vislumbrar por fin a Dios en mis entrañas.
-Ya lo leyó usted en Dawkins: Dios es pura química.
-Pura serotonina, amigo, pura serotonina.

sábado, 29 de agosto de 2009

Desnudo

Alguno quizá espera la crónica de mi viaje caribeño de este último mes, tiempo en el que el blog ha quedado abandonado por la sencilla razón de que en Cuba o en Haití las conexiones son un milagro de la naturaleza digital. ¡Vanas esperanzas! Con decirles que regresé sin maleta y que una semana después ya no hay esperanza de recuperarla, es decirlo todo. Con qué ánimo va a ponerse uno a hablar de las calles empedradas de La Habana Vieja si ha perdido todo su armario y, vade retro, algunos libros que iban facturados. Piensen ustedes lo que es perderlo todo, que para mí es ropa y libros. ¿Qué más se puede extraviar en la vida, sin que nos invada la desnudez más completa y humillante?

De acuerdo, este es el fin trágico de la historia, pero antes hubo mucha trama y mucho personaje secundario, que quizá algún día desentierro de mi ahora imposibilitada memoria. También ha habido destellos fascinantes, horas de cruda realidad, escenas que me estaban esperando desde tiempos inmemoriales para que las inmortalizara, como esta


pero dejemos que el tiempo haga su efecto, con la ayuda de la paroxetina, y recuperemos un cierto estado de sosiego y lucidez. La vida sin serotonina es un valle glacial.
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Por si la melancolía no fuese suficiente, me entero de la reciente muerte de Isidor Cònsul, editor, filólogo, escritor, caminante y amigo. Nos cruzamos en el tranvía barcelonés el año pasado, con las memorias de Jordi Pujol en su cartera y que me mostró satisfecho, aún sin distribuir. Nos vimos más tarde en la consulta médica de nuestro pueblo: lo mío era banal, lo suyo ya le dejaba marca visible. Compré en febrero su Tractat de geografía y me lo llevé a Nicaragua, pensando quizás que la noticia fúnebre me asaltaría en los siguientes meses y que era bueno tener la obra a mano. Así ha sido. Isidor no volverá a coger el tranvía rumbo a Proa, pero yo acaricio ahora la portada de su libro autobiográfico. También para eso sirven los libros, para estar cerca de los que ya se nos van.

jueves, 16 de julio de 2009

Nancites 19

1. La encuesta del CIS. Más de la mitad de los españoles no sabe lo que es el libro electrónico. ¡Y yo entre ellos! Sólo un post más abajo decía que la lírica de los tiempos posmodernos era mucho mayor que la cruda realidad de la página escrita y la tinta. En este caso sería un error advertir en esta estadística una prueba más del incorruptible analfabetismo del españolito medio en cuestión de nuevas tecnologías. No: si más de la mitad no oyeron hablar del libro electrónico es por la sencilla razón de que el libro electrónico no existe. Es decir, existe en la mente de sus creadores y supongo que en Amazon.com, pero su utilidad continúa siendo un misterio.

2. Más sobre la encuesta. El 39,4 % de los españoles no lee nunca o casi nunca. La eterna cuestión sobre la necesidad de que todos lo hagamos todo: ir al cine, al teatro, a la ópera, y encima leer un libro. Y ya no digamos ponerle el pañal al niño entre página y página. Ciertamente, a más educación se supone que la población será más letrada, y en este caso sí que aplica la ecuación de porcentajes de lectura versus nivel educativo. Pero me niego a considerar la lectura como una obligación incuestionable y como un claro síntoma de algo. Que un 60,6 % lea es una cifra impresionante. Y si no, pregúntenle a Fumaroli: punto 3.

3. Dice Marc Fumaroli: "Y me he dado cuenta de que estamos sumidos en un régimen de imágenes, en principio, feas, sin futuro, de una materia pobre, digital, que se emiten en pantallas, que son efímeras. Y están por todos lados, nos asaltan desde que nos levantamos de la cama. Y esto condiciona nuestra imaginación, la constriñe". Sabias palabras. Leer entre este magma desbordante (cultura pizza, la etiqueta) es una heroicidad. Por ejemplo, a él mismo en 2010: París-Nueva York, ida y vuelta. Viaje a través de las artes y las imágenes, un libro imprescindible para ir llenando la cesta.

4. Aunque toda lista y todo canon acaban siendo ridículos y devorados por la siguiente lista y el siguiente canon, intento no perderme ninguno de los intentos. A este de Newsweek, el penúltimo, hay que reconocerle ambición y atrevimiento, aparte de la anglofilia que ya se le supone. Los 100 mejores libros de la historia, ahí es nada. Los primeros son Guerra y Paz, 1984, Ulises, Lolita y El ruido y la furia. Por delante de Homero, Proust, Shakespeare o Flaubert, y observo en un rápido vistazo una desbocada tendencia a sobrevalorar lo escrito en el siglo pasado. Pero basta un detalle simple para desmoronar la torre de libros: no está el Quijote por ningún lado.

Postdata. El día 20 de julio comienzo un viaje que me llevará a Cuba y Haití. No voy de vacaciones, como los miles de turistas que me rodearán impunemente, sino a otros quehaceres. Imagino dificultades varias para actualizar el blog, pero espero mantenerles informados con alguna postal furtiva.

viernes, 3 de julio de 2009

10 años no son nada

Va a hacer casi 10 años que la revista The Bookseller publicó un artículo titulado “A toda máquina hacia el 2010”. Lo firmaban Mark Bide, Hugh Look y Mike Shatzhin, y en el libro Opiniones mohicanas de Jorge Herralde se puede leer un compendio de las principales conclusiones que a modo de oráculo apuntaban sus autores. El objetivo del artículo era plantear el futuro de la edición a 10 años vista, en un momento en que las voces agoreras sobre el futuro del libro comenzaban a ser de lo más pesimista.

A no ser que en los meses que quedan hasta 2010 haya un cambio revolucionario, ya se puede afirmar que la mayoría de predicciones han resultado descabelladas. Es interesante hacer ahora el ejercicio de repasar algunas de ellas, pasadas por el cedazo y la traducción de Herralde, con mis comentarios sobre su pertinencia:

1. El lector tiene un tremendo aumento en su capacidad de elegir, al menos el doble de títulos nuevos cada año.

No tengo datos exactos a mano, aunque me atrevo a decir que el número de títulos ha aumentado pero no al nivel que se expresa. También las ediciones, de promedio, acostumbran a tener un número inferior de ejemplares.

2. Libro electrónico generalizado.

No. El porcentaje de mercado que éste representa sigue siendo pequeñísimo.

3. La impresión según pedido se ha generalizado.

No. Esta técnica todavía es más ficticia que el libro electrónico.

4. Más de un millón de libros están disponibles en archivos digitalizados para su entrega inmediata como libros electrónicos o libros impresos, según pedido.

Supongo que la cifra es inferior. Más allá de bibliotecas virtuales infinitas, el libro digital creado exclusivamente para su venta comercial es menor al número de libros editados en papel.

5. Los best-sellers son menos y con menores ventas.

Aunque también hablo por intuición, las avalanchas comerciales de este lustro han sido potentes, desde la saga de Harry Potter hasta la última trilogía de Larsson.

6. Autores importantes han renegociado sus contratos percibiendo hasta el 80% de los ingresos por e-books.

Con relación al punto 2, queda claro que esto todavía es ciencia ficción, aunque no sé si hay alguna excepción al estilo Stephen King.

7. La mayoría de los libros se publican sin pagar adelantos, sólo se pagan a autores muy consolidados.

Es posible, aunque me temo que diez años atrás la cosa no era tan diferente.

8. Autoedición muy común, los autores abren página en la red para relacionarse con la comunidad de lectores.

No. Sólo hay algunos casos de autores con web interactiva, pero son contados.

9. Los lectores editoriales escudriñan la red en busca de autores autoeditados.

Creo que el manuscrito sigue siendo el camino para abrirse paso y publicar un libro. Las obras en internet pertenecen a jóvenes que empiezan o a escritores frustrados.

10. La edición y comercio del libro se concentra en la ficción.

Es cierto que los libros de consulta ya han pasado casi a mejor vida gracias a las enciclopedias virtuales, y quizá este sea el punto más atinado de la profecía. Los ensayos muy especializados van teniendo su espacio en la red, y el libro queda para el ensayo más generalista y, sobre todo, para la ficción.

En fin: quizá la edición es uno de los espacios más conservadores que todavía persiste en el siglo XXI, pero yo tampoco soy nada de izquierdas cuando me meto en este asunto. Nadie es perfecto.
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Leí mucho a Baltasar Porcel en mis años universitarios, cuando la doctora Rosa Cabré recomendaba sus novelas a todos nosotros, alumnos de filología. Ella lo decía con entusiasmo desbordante, y nos contagiaba. Hace años que no he vuelto a Porcel, pero recuerdo el impacto de la mejor prosa catalana que se ha escrito en estos últimos decenios. Una prosa limpia, acerada, siempre viva. Allí está, en algún lugar de Barcelona, esperando el reencuentro casual. Y la certeza de la imposible traducción de unos textos marítimos entre Andratx y la costa catalana: qué difícil traicionar a un maestro.
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El mensajero, siempre tan oportuno.


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-¿Y sobre sus vecinos hondureños no va a escribir nada, señor Deza?
-No, amigo. Últimamente tengo una sobredosis de realidad que me obliga a alejarme de la ignominia. Es una recomendación de mi doctor, muy científico él.

martes, 16 de junio de 2009

Bloomsday

Échenle la culpa a él

1. Un Bloomsday sin nadie al otro lado de la línea. Esta mañana he realizado mis primeras llamadas por el móvil / celular y no escuchaba la voz de nadie, aunque mis interlocutores sí me escuchaban a mí. Un detalle mágico, sin duda. La falla mecánica (no hay otra opción que llevar el aparato al taller) no puedo verla de otra manera que como un signo, un indicio de algo que todavía se me escapa. Mi voz hablando al vacío, sin correspondencia posible. Alguien al otro lado quizá diciendo "te escucho!" o bien "sí, sí, dime" y yo implorando intuir algún sonido o una voz identificable, un ruido siquiera. Nada: un día completo en ausencia para los demás.

2. Un hachis parmantier para el almuerzo, que ya es pedir en Managua. Mi dieta no admite el frijol diario: lo combino con cocina francesa, catalana o italiana, según las ganas y los restaurantes al alcance. El Ratatouille, un pequeño bistró a orillas de una fea plaza comercial, es uno de los escasos ejemplos de cocina económica, internacional y de calidad. Precio del menú: entre 5 y 7 dólares, sin postre.

3. Metablog


4. Llego a casa a las 6 de la tarde: una enorme rama de uno de mis árboles obstruye parte de la calle, probablemente rota a causa del paso de un camión alto. Imposible arreglar el desaguisado desde el pavimento. Cojo un machete, subo a la tina de mi camioneta y comienzo la tarea: corto una por una las ramas salientes desde la raíz, en una tarea que me exige un esfuerzo descomunal. En ocasiones menos urgentes tengo a un jardinero que hace el trabajo con una pasmosa facilidad, pero yo advierto mi total incapacidad para estos menesteres. Consigo mi objetivo, pero al precio de un fuerte dolor de brazo que mañana pasará factura. Y las ramas, moribundas, en el patio como restos de un despojo natural y único.

5. Temperatura máxima del día: 29.3 grados, y una humedad del 96%. Aun con estos registros, no ha caído ni una gota.

6. El peor anuncio del año: los chocolates Hersheys anuncian, en grandes rótulos en las principales avenidas, que la felicidad es que la película sea mucho mejor que el libro. Textualmente.

7. 10:30 pm, hora de lectura y no de estar tecleando en un blog. Bloomsday is dead.

sábado, 13 de junio de 2009

Hacerse un Maigret


Ayer me hice un Maigret en pleno centro de San José. No es nada escatológico: consiste en ir a la librería, buscar en las mesas de ofertas (los maigrets están siempre ahí, al acecho del comprador infrecuente), escoger uno de los volúmenes con una dosis bastante fuerte de azar (yo opté por El perro canelo porque me gustan los perros) y caminar hasta un parque amable para sentarse en un buen banco. Y ya está.

Bueno, luego viene el acto: leer por puro placer y de vez en cuando echar una mirada a las muchachas que corren desenfadadamente haciendo footing. Comenzar y terminar un Maigret de una sentada debería ser una experiencia obligatoria una vez al año. Si hay un libro que merezca ese acercamiento, de abrirlo y no dejarlo reposar hasta llegar a la última página, ese es un Maigret. La cadencia de la historia y de las frases es un acto unitario incuestionable: romper ese hechizo (dejar abandonado el libro a medias, sobre una mesilla) sería un sacrilegio.

A Simenon le pongo muy pocas objeciones a lo largo de estas lecturas: podría achacarle un exceso en dar por sentado que un elemento cotidiano puede ser siempre motivo de sospecha (el propio perro del título es observado con sorpresa por todos los personajes, un simple perro callejero al que nadie prestaría la más mínima atención), o esa rara capacidad, tan naturalmente insertada en la novela policiaca, de ver como algo raro que una camarera se ponga a hacer cuentas detrás de una caja registradora. Pero es el meollo de esta literatura: el autor sabe mucho más que nosotros, y al lector sólo le está permitido averiguarlo en cuentagotas, aunque sea a costa de la cotidianidad.

Hay otro elemento clave: la lluvia, el olor del mar, las barcas repicando contra el muelle, la oscuridad de la calle y las ventanas y postigos cerrados. El paisaje no es banal en ningún detalle, no hay descripción inocente: la trama policial podría verse resquebrajada si no hubiera un entorno favorable para que se desarrollara. ¡Qué difícil imaginarse a Maigret paseando entre parques temáticos y franquicias de comida rápida! El chapoteo de sus zapatos sobre el suelo mojado del muelle es la necesaria contrapartida al disparo. Al disparo literario, claro.

Esta reacción omnívora a las novelas de Maigret me ocurre pocas veces. Soy lector lento, reviso cada frase y releo muchas, me detengo ante algunos párrafos y mi mente divaga. Si no me ocurre eso en Simenon no es por una prosa mala que me obligue a avanzar veloz por las páginas: es porque el ritmo narrativo se adapta casi al ritmo vital de una tarde lluviosa de junio. El lenguaje y el tiempo felizmente unidos en un parque centroamericano, en el que jamás habría osado poner el pie Maigret.