miércoles, 28 de enero de 2009

Experimentalismos

Una breve provocación a rebufo del duelo



Una de las consecuencias de hacerse mayor es la sutil diferencia con la que nuestra piel reacciona ante distintos vocablos. Si cualquier léxico de palabras con vínculos sexuales obnubila en la adolescencia (y después, una vez puestas en práctica, acaban siendo vocabulario neutro), hay otro grupo que provoca emoción en la sangre púber y, con el tiempo y los años a cuestas, leo esos sustantivos con una prevención no exenta de repulsión. Uno de ellos es experimento y en especial sus derivados: experimentación y experimentalismo. ¡Uf, si ya es un sofoco el solo hecho de teclearlas!

La literatura no ha sido ninguna excepción entre las artes, muy dadas a experimentar, a veces con tino pero casi siempre con gaseosa. Nunca he visto claro que la ruptura, o sea el paso que dan algunos artistas y genios para crear obras que abren nuevas vías y tendencias (y que perduran), sea consecuencia de ninguna experimentación. Al menos conscientemente. Que un artista se siente ante un escritorio, abra el ordenador y el word, y ante una pantalla en blanco piense "voy a experimentar", puede ser motivo de gran alarma para mí. Por lo general, como sucede en la química, el 99% de estos ensayos acaban en fracaso. La gran diferencia estriba en que la química necesita la prueba-error para llegar al 1% final, pero los lectores no necesitamos de libros que son publicados y cuyo único destino final es el de llegar a ninguna parte.

Hubo una época en el siglo XX, fácilmente reconocible en las primeras décadas, muy apegada a la experimentación. Hoy, descontando puntualísimas excepciones, oteamos ese pasado con una sonrisa de perdonavidas, comprobando en qué ha quedado tanto verbo inflamado. Ya he dicho otras veces que ciertos autores siguen rebuscando en lo críptico para esconder la mediocridad. En pintura es muy fácil hallar al estafador: si antes del cuadro abstracto el artista no ha sido capaz de esbozar perfectos dibujos realistas en carboncillo, ya podemos poner la denuncia al 091. En literatura, y más en poesía que en ningún otro género, se puede disimular con mejor suerte (y la razón es la pésima educación literaria de la mayoría, para qué negarlo).

Pero de casi todo esto ya creo haber escrito. Si insisto es porque no atisbo experimentación ni en Bernhard (ah, un día me arrodillaré ante él en un post, no comprendo por qué no lo he hecho todavía), ni en Faulkner, ni en Borges, ni en Bolaño. Lo que yo capto en ellos es puro genio, que siempre antecede a todo intento artificial de ser experimentador: si crean arte puro, nuevo, más complejo que el anterior, es por su capacidad para entender a fondo los mecanismos del lenguaje literario. Un lenguaje que ellos hacen crecer sin invertir las reglas, con la misma materia prima que usaba Cervantes, afilando los puntos de vista, las imágenes, los tiempos narrativos, pero jamás escupiendo sobre ellos. ¡Parece increible que, tantos siglos después, Bolaño todavía pueda ser leído de izquierda a derecha y de arriba abajo! Ni falta hace decir que otros empezaron por quebrar esto, pusieron prefijos como meta o hiper delante de su producción y por ahí corren tan campantes, entre el vacío y la nada.

Por último: ¿es Vila-Matas un experimentador? ¿Él, un autor que se nutre de la literatura previa para crear algo distinto, que penetra sus caminos trillados, sus múltiples aristas, sus mecanismos más formales para desnudar el genio que ya existía ahí dentro, que indaga en el hecho mismo de escribir para hacernos estimar más si cabe lo ya escrito? Que experimenten los otros: yo me quedo con un clásico como este, no vaya a ser que vengan otros insufribles a instaurar el nuevo mundo.

[Coda: de hecho yo iba a escribir sobre la literatura británica y la experimentación, pero me he ido por las ramas: en todo caso, creo que con este post se puede intuir por donde iban a ir mis tiros en los párrafos jamás escritos]

lunes, 19 de enero de 2009

I'm british, pero no tanto

¡Fuego! (acaso sólo una primera bala)

Uno de los fenómenos más publicitados de los últimos años en literatura ha sido el de la generación Granta de 1983, formada entre otros por Ian McEwan, Martin Amis, Julian Barnes, Kazuo Ishiguro y Salman Rushdie. Basta añadir algunos pocos nombres más, como Hanif Kureishi, John Banville o John Lanchester, para tener un conjunto de autores hoy tomados como un grupo homogéneo de intereses y estilos. Nada más falso, claro, pero la etiqueta de British dream team, acuñada en España por Jorge Herralde (y denostada ahora por McEwan, por cierto) ha sido un gancho de márketing extraordinadrio. El hecho de que la mayor parte de los autores estén traducidos en Anagrama ayuda a considerar que hay un nexo de unión, ni que sea al menos por el color amarillo de las portadas.

Pero aunque toda generalización sea injusta, es posible que exista un cierto tono común en muchas de estas novelas, de la misma manera que lo hay en múltiples obras norteamericanas escritas durante una década o más (sin ir más lejos, ayer asisitía a la representación de Días mejores de Richard Dresser en Barcelona, y estaba viendo una novela de A.M. Homes). Ha habido muchos períodos recientes de fácil descripción y etiquetaje, con éxitos dispares: el realismo mágico en Latinoamérica, la generación Kronen española, e incluso los imparables catalanes de este inicio de siglo, que sólo ellos, sus editores y yo conocemos.

Asumiendo todo esto, me referiré a determinada literatura inlgesa como un paquete indisociable, para facilitar la comprensión del tema. He sido un lector bastante frecuente de todos los autores mencionados, aunque algunos (McEwan, Amis, Barnes, Rushdie) han estado más tiempo en mi mesilla de noche durante varios años. Y he salido casi siempre bastante satisfecho de la experiencia, por mucho que también soy consciente de no haber estado cerca de obras imperecederas y únicas. Este es el primer error, en cualquier caso: pensar que sólo hay que leer un ideal de novela del que acaso habrá un centenar de obras en la historia de la literatura universal. Así, una vez zampados los cien, ¿qué sería de nosotros? Desconozco si dentro de un siglo alguien seguirá leyendo a Amis, pero en este momento es un plato sumamente provechoso.

El tono al que hacía referencia es quizá el elemento más discernible: historias poco proclives al hecho histórico (en cualquier caso, nunca anteriores al siglo XX), en las que las relaciones entre individuos adquieren la principal razón de ser de la obra (Banville sería el más tentado por la descripción de paisajes), una aparente simplicidad de temas, mucho ámbito urbano, interés por interpretar los conflictos internacionales más acuciantes (la inmigración y los nuevos vecinos de fuera es uno), cierto alarde de ironía y humor desapasionados y, en definitiva, una prosa nada compleja pero también lejana del recurso fácil o banal. Este no estar en ningún bando definido puede ser lo que ponga nerviosos a muchos: ni pretenden emular a Faulkner (y si alguno lo hace no lo consigue) ni apuestan descaradamente por lo comercial. Una línea delgada de difícil tránsito, sin duda.

Pero dejando ya de asumir al grupo como lo que no es, o sea, una generación de intereses y destinos conjuntos, analicemos rápidamente algún espécimen. Para mí, McEwan sigue siendo el más redondo de todos y con una trayectoria más coherente. Expiación no es tan evidente en su construcción, por más que tampoco inaugure nada, pero acierta en la mirada de la niña y en el tránsito hacia las dos etapas posteriores (¡qué alejada la novela de las sagas decimonónicas en las que todo debía ser explicado, y no era aceptable un salto en el tiempo tan vertiginoso!). Sábado me gusta más a medida que más meses transcurren desde su lectura, como los grandes vinos. Lo mejor: bajo la aparente banalidad de la trama hay agazapado un discurso clarividente de lo que nos espera (de hecho, nos esperaba entonces y ya está sucediendo). Chesil beach es simplemente una novela menor, cuya estructura certera no esconde momentos de auténtica ridiculez. Por lo tanto, sigo esperando mucho más de McEwan.

Del resto, y dado que esto es un blog y no un ensayo y soy incapaz por ahora de detallar remotas lecturas, anuncio en destellos que Rushdie es inmenso a ratos y abusa del delirio en otros. Me divirtió Barnes en Una historia del mundo... pero no he abundado en su proyecto. Amis también me atrapó en La información aunque siento que ha bajado algo su ambición. Banville es quizá el mejor esteta del grupo, de afilada pluma. Tengo pendientes a Ishiguro y Kureishi, espero que por poco tiempo.

En fin: en ningún caso he tenido que dejar libros a medias o abominar de alguien. En los tiempos que corren, eso ya es bastante. No encuentro parangón en la literatura española con un grupo así, y eso debe ser bueno para los ingleses: si comparo con la generación Millás - Montero - Muñoz Molina - Landero, ganan los otros. Si rebusco en su mismo hogar editor, sólo veo a Chirbes - Gopegui - Giralt Torrente - Magrinyà - Puértolas, y vuelven a vencer. Me pasa igual con los franceses o los italianos, aunque la batalla se pone fea si pienso en norteamericanos. Pero hasta ahí nadie me ha convencido de que me olvide del dream team y pase a otra cosa, cuando esa otra cosa que me ofrecen es más insípida, descafeinada y edulcorada.

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La diferencia entre un lector normal y un lector enfermizo es precisa: el primero comprará el lote del 40º aniversario por el libro de Auster, y el segundo lo hará por el catálogo con la foto de Jorge en la portada.

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Me espera una semana de evasión en las montañas pirenaicas. Reabrimos en siete días, pero las huellas están a su disposición las 24 horas.

viernes, 9 de enero de 2009

Nancites 16

1. Acertado y gracioso ejercicio el que realizó El síndrome Chéjov: no conformándose con acatar los resultados que los críticos de Babelia dieron sobre los mejores libros de 2008, se puso a indagar en la web (en papel no aparecían esos datos) cada respuesta dada a la encuesta, una por una. Las contradicciones puestas de relieve desmontan la pretendida seriedad del trabajo. Pero me interesa también constatar con qué facilidad se puede etiquetar una novela (Chesil beach, en este caso) como la mejor del año, por el simple hecho de que más personas la hayan nombrado en su lista y acumule puntuaciones, cuando quizá otra ha sido la mejor para menos gente pero con más énfasis, sumando los diez puntos en más de un caso. ¡Con qué cara nos van a encontrar cuando leamos, en el mismo diario, encuestas sobre la crisis económica o el cambio climático! ¿O será que la ciencia no alcanza a las páginas de los suplementos? Tampoco ayuda el hecho de que los participantes sean personas que pasaban por allí (Prisa es muy grande) y, por tanto, meros lectores. Hasta el punto de que Lluís Bassets, por ejemplo, acabe diciendo que la última novela de Eduardo Mendoza ha sido lo mejor que ha leído en el año. ¡Pues otro año echado a perder, compañero!

2. Anagrama llegará a los 40 años de vida en el mes de abril. Lo celebraré, vaya que sí: pocas editoriales me han dado más alegrías en mi vida lectora, o quizá mejor, pocas me han dado gato por liebre en menos ocasiones. La efeméride tendrá dos guindas: la creación de una nueva colección para recuperar textos ahora difíciles de encontrar (con ediciones distintas y recopilaciones de textos quizá nunca presentadas así) y una limpieza de cara para las portadas. Para los puristas como yo será equivalente al lifting que tuvo El País hace un par de años: muy esperado pero aquí nos encontrarán, con los dientes afilados, aguardando el momento de criticar el cambio (el único que jamás le perdonaré al periódico, dicho sea de paso, es haber liquidado la viñeta de Máximo). La nueva colección se explica así en la página web:

En mayo de este año emprenderemos una nueva colección, con ocho o diez títulos al año muy escogidos, «otra vuelta de tuerca» en nuestro catálogo, relanzando obras excelentes pero desaparecidas en librerías, o bien agrupando en un tomo varios títulos, con afinidades obvias, de un autor. Su característica común es que, en su día, nos parecieron de edición inevitable, y que ahora lo siguen siendo.


3. Para el Nadal de este año hay una expresión exacta para calificar mi estado de ánimo: ni fu ni fa (ya saben: si el amor no es fou, entonces no es ni fu ni fa). ¡Qué bostezo monumental ante un novelón de Maruja Torres en estado de ombliguismo, autoreferencialidad y esto-que-escribo-me-interesa-solo-a-mi!. O sea: puede llegar a interesarme Maruja en algunos artículos (aunque el desparpajo de su excelsa alumna Elvira Lindo terminó por apagar su llama), puedo llegar a disfrutar como un niño ante una aventura egipcia de Terenci Moix, y puedo reir mucho y muy inteligentemente ante una andanada política de Vázquez Montalbán. Pero elaborar un mejunje celestial de íntimos amigos quizá pueda ser una buena terapia personal, ¡aunque me niego a participar de los desarreglos emocionales de los demás cuando me los envuelven en tapas duras y hojas impresas! Hay una fórmula mejor y que nos saldría más barata: el diario personal con candado y llave, que se guarda en el fondo de un cajón.

4. Acabo de hacerle caso a Félix de Azúa, que hace poco escribió una breve columna sobre la necesidad de hacer limpieza de bibliotecas al iniciar un nuevo año. Se trata de podar nuestra estantería de libros que han envejecido muy mal, o que ya no entendemos cómo han ido a parar a nuestra habitación. Pero el ejercicio ha sido bastante infructuoso: sólo he podido deshacerme de seis ejemplares, todos en lengua catalana, producto de donaciones que me hicieron años atrás: libros que uno nunca ha escogido y que amenazan con inundar el espacio que reservamos a obras mayores. Lo peor es comprobar que nadie quiere el regalo de retorno: en la librería de viejo de calle Canuda no quieren más libros porque están inundados de ellos. ¿Qué destino les depara a estas obras nunca leídas, de trascendencia inexistente, más allá de un contenedor de color azul? No he podido dar ese último paso fatal, así que ahora duermen entre el polvo de un altillo al que sólo se accede por escalera interpuesta. Un entierro en vida.

viernes, 2 de enero de 2009

Casavella, de entre los muertos

Ya me perdonarán que mi primer post de 2009 tenga un título tan funerario y que me ponga a escribir, precisamente, de un muerto. Pero como siempre que me doy a una tarea similar es con un motivo claro de homenaje, quizá tampoco haya mejor manera de comenzar el año que honrando a alguien que ya no está.

Hace un par de semanas incluí un contrapunto en uno de mi posts sobre el deceso, intempestivo y jodido, de Francisco Casavella. Tan intempestivo para él, a su edad esplendorosa, y tan intempestivo para lectores como yo, que aún no habíamos tenido ni tiempo para meternos de lleno (y como, según parece, sería muy recomendable) en su obra. Me pilló muy lejos su Premio Nadal y, al pasar los meses y regresar por fin a Barcelona, ya estamos en vísperas de otro galardonado. Y la trilogía de El día del watusi, que está hoy en edición accesible de bolsillo en un solo volumen, me acecha todavía desde las estanterías de La Central (ejemplar único en la sede del Raval este mismo lunes: no se me vayan a adelantar.)

El caso es que, como un autor terco que se niega a irse del todo en un momento álgido, su nombre ha rebrotado en varios artículos desde El Periódico de Catalunya, en una serie de respuestas que tuvieron su espoleta en un texto original, a modo de obituario, de Ramón de España. Valga decir aquí que este autor lleva años haciendo de outsider y de horma del zapato desde esas páginas, y lo celebro: su prosa es aparentemente inocua (igual te habla de un cómic con pasión como te revienta a un autor de culto que De España tilda de sobrevalorado) pero hay una tensión subyacente, nunca sabes por dónde te saldrá y cada artículo es una pieza única y original.

El día 18 de diciembre, Ramón de España se encargó de apoyar la noticia de la muerte de Casavella con una necrológica valiente. Evitando los lugares comunes y las lamentaciones impropias (que en todo caso deben quedar como reducto exclusivo de sus familiares: nada hay más espúreo que la lágrima fácil del cronista externo), se encargó de informar a sus lectores sobre algunas circunstancias de la vida del novelista, muy pertinentes para entender por qué un hombre puede morir a los 45 años. Me puede pasar a mí, piensa uno al saber la noticia, y es relevante que el periodismo me explique si estoy a tiempo de evitarlo. De España, que además tenía una cierta amistad con Casavella, escribió sobre el ritmo de excesos que éste llevaba y cómo esa actitud le iba provocando una merma en su salud, hasta el punto de definir el comportamiento del autor como autodestructivo:

Sus excesos habían derivado en un serio aviso y los médicos le habían prohibido el alcohol, el tabaco y todo tipo de sustancias recreativas, con lo que se enfrentaba al futuro sin entusiasmo. (...) Pero algo, nunca sabré exactamente qué, le arrastraba a esos bares en los que podía pasarse la vida (sin, por ello, dejar de cumplir sus compromisos con editores y lectores).


Ningún otro periódico informó de estas circunstancias. En El País hubo una necrológica olvidable, por intrascendente, de Ignacio Vidal-Folch. Sólo De España cogió el toro por los cuernos y detalló lo que él conocía por su relación con Casavella. No hizo falta esperar demasiado para las airadas reaccciones: el 24 de diciembre se publicó una respuesta, firmada por Joan Riambau, Xavier Antich, Javier Pérez Andújar y Emili Manzano en la que negaban las afirmaciones vertidas en el artículo inicial ("chismes de pacotilla", "chismorreo impropio") y acusaban a De España de indigno. Todavía ha habido nuevos aportes en días posteriores, como el de Joan Barril justo al finalizar el año, escogiendo el carril de enmedio y haciendo de funambulista para dejar contentos a unos y a otros.

Yo sí tomaré partido: la reacción furibunda de estos cuatro firmantes (por otro lado, y todo hay que decirlo, de trascendencia mínima en sus respectivos oficios) es de una candidez que tira para atrás. La horrible moda de lo políticamente correcto, que obligaría a pensar diez veces una frase antes de escribirla, es la muerte de la literatura y del periodismo. ¿Acaso piensan estos señores que la existencia de un hilo conductor entre drogas, alcochol y Casavella puede afectar a la estima de la obra literaria de éste? Quizás sí en cándidas ánimas sensibleras, pero jamás en uno solo de sus muchos lectores. La moralina que destila cada frase de la respuesta (hablan de memoria ultrajada) da una grima paralela a la de los sermones de un domingo de adviento. Y no han entendido (porque su obtusa moral les ha impedido una lectura desprejuiciada del texto de Ramón de España) que la necrológica era en realidad un homenaje certero, exento de compadreos, desnudo de ditirambos y de una honestidad furibunda.

Créanme que ese artículo de Ramón de España hizo crecer mi admiración por Casavella, al situarlo en un plano absolutamente inmediato y nada idealizado. El escritor en la calle. El escritor frente a sus miedos, sus logros, sus miserias. Y ante él, su obra permanente que no puede desligarse de su circunstancia vital. ¡Cómo íbamos a entender a Baudelaire, a Poe, a Bukowski fuera de su propio contexto! De ahí a la librería ya sólo hay un paso: leer, entender, trascender la anécdota. Literatura, le llaman a eso. Un autor y su obra. Y nada más.