lunes, 22 de febrero de 2010

Cuesta de Moyano

He estado cuatro días en Madrid y no he visto a Trapiello. Esto en sí mismo ya es una noticia. Cada vez que regreso a Madrid, e intento hacerlo al menos una vez al año, sigo teniendo la misma sensación de estar metido en un cuadro de Gutiérrez Solana. No encuentro por ningún lado la profiláctica pátina de diseño que impregna cada calle de Barcelona, que la hace tan higiénica y a la vez tan irreal. En Madrid tengo la sensación de que al doblar cada esquina voy a tropezarme con un escritor, y no uno de nueva hornada: con Ramón, con Valle o con el mismísimo Baroja. Supongo que esto tiene relación con la zona por la que me muevo en mis paseos, siempre Sol y alrededores, y lo más lejos que llego es al Paseo del Prado y al Retiro. Entre museos de jamón, teatros de comedias españolísimas, hombres anuncio buscando piezas de oro, tabernas de vino y tapa, carteles de corridas y putas tristes en Montera, parece que el tiempo no transcurre o lo hace a un ritmo distinto al de mi ciudad.

Para tropezarme con Trapiello lo tenía relativamente fácil: bastaba con alargar mi viaje hasta el domingo y darme un paseo por el Rastro. También intento siempre coincidir con Marías, cruzando como quien no quiere la cosa por la plaza en la que habita, pero jamás he logrado que él salga del portal mientras yo paso por delante. Al fin y al cabo, lo del Madrid literario debe ser un imaginario azuzado por lecturas y pinturas y no un espacio real, pero no puedo evitar la misma sensación cada vez que piso la ciudad.

El sábado a media mañana, camino del Retiro, decidí entrar por la puerta de Moyano, con lo cual me obligaba a pasar por delante de la treintena de casetas de libros que a esa hora estaban todas abiertas. Hay pocos libreros que presenten género de calidad (primeras ediciones, obras de culto) y sí mucho resto de bibliotecas jubiladas. Casi todo el material corresponde a ediciones de la segunda mitad del siglo XX, de nulo interés bibliófilo y de editoriales comerciales (Bruguera, Planeta, Seix-Barral) pero que sirve para hallar a buen precio alguna obra que puede estar descatalogada.

Lo mejor de estos paseos, más que detenerse en cada lomo, consiste en escrutar el tipo de personal que por allí se deja caer. Mayoritariamente es gente de mediana edad o de edad ya avanzada, con pinta de buscar alguna oferta plausible y que no repara demasiado en el valor literario del producto. Son lectores habituales pero poco dados a separar grano y paja: vi a gente que así como le hincaba el diente a Agatha Christie lo hacía con Umbral, la cuestión es tener lectura para la tarde a un precio más que módico. El 90% de mis vecinos eran hombres, lo cual hacía aún más decrépito el pasear.

Y lo mejor de la mañana ocurrió en una de las casetas: su dueño, un viejo de mucho temple y pocas fuerzas, comenzó a destripar cajas de cartón que con toda seguridad provenían de algún domicilio cuyos dueños habían decidido deshacerse de su biblioteca (supongo, para ser más preciso, de algún difunto cuyos hijos estaban liquidando los estantes del padre, que tan esmeradamente los fue llenando y ordenando en vida y que ahora, de un día para otro, pasaban a ser kilos de papel inservible). Asistir en la cuesta de Moyano a uno de estos momentos es todo un espectáculo, patético y atractivo a la vez: mientras el viejo iba desparramando el contenido de las cajas encima de unas mesas, sin tiempo siquiera para colocar la mercancía en un cierto orden, unos veinte hombres se agolpaban alrededor a la caza de quién sabe qué volumen preciado. Me asomé al banquete, como un ave de rapiña más, y sólo acerté a ver novelas de bajo costo, colecciones de libros de periódico y cintas de VHS, pero la escena sugería que alguna joya debería estar escondida en algún lugar, pues los herederos (en su ignorancia supina) habrían empaquetado entre los libros de bolsillo alguna que otra perla cotizada. Me quedé diez minutos por ahí, contemplando el mal trato que deban los individuos a la mercancía y cómo alguno salía con algo entre las manos, sin duda no el diamante en bruto por el que había peleado inútilmente.

Proseguí mi paseo hacia el Retiro, para matar las horas previas al avión que partía hacia Barcelona. Me quedó un gusto acre en la boca, como si tanto papel añejo acumulado hubiera llegado a mis entrañas, y como si la visión de esas pilas de libros que un día fueron objeto preciado y hoy material de derribo me hubieran puesto melancólico. Ni los gorriones lograron aplacar mi inquietud.

lunes, 15 de febrero de 2010

Nancites 22

1. Dos entrevistas suculentas que han caído en mis manos estos últimos días, congelado en las alturas de los Pirineos. En un reciente Babelia, un ejercicio de equilibrismo impactante con James Ellroy: la encargada del espectáculo circense es Rocío Ayuso, que a lo largo de dos páginas escucha al escritor y transcribe las provocaciones mayores que éste va desgranando. Nunca había sentido el más mínimo interés por Ellroy, que acaba de publicar nuevo libro de mil páginas en Ediciones B, y cada vez frecuento menos la novela negra. Pero frente al autor de género más o menos intrascendente (acabamos de vivir otra semana sobre el tema en Barcelona que pasó con más pena que gloria) Ellroy emerge como un destroyer francamente inquietante. Se reconoce como autor magistral y genio, sin medias tintas. Acostumbrados a la moda imperante del relativismo y la mentira piadosa, impacta su concluyente dictamen. Autodidacta, lector obsesivo, animal de zoológico según su ex-mujer, y amante de la historia, la música clásica, las mujeres, el boxeo, las novelas policiacas y los perros. Ojo al dato: de su último libro escribió 400 páginas para armar su estructura y 150 de notas, de las cuales salió el producto final. Un outsider en toda regla: lo amas o lo odias, y yo todavía estoy en la duda.

2. La segunda entrevista en la contraportada de La Vanguardia del día 11. Sólo un ejercicio más que banal para tener una primera aproximación de David Monteagudo, pero me ha servido: ¡el obrero escritor! No había indagado todavía en el autor más allá de todo lo escrito sobre Fin, y hasta ahora no había llegado a mí una sola declaración o foto. Me sorprendo una vez más: diez manuscritos en el cajón, editores que le niegan una y otra vez la posibilidad de publicar, hasta que uno cae en manos de Vallcorba y se convierte en el éxito del año (ya he visto la séptima edición). Pero Monteagudo, a lo Ellroy, dice que siempre había estado convencido de que le llegaría el éxito. Dos ególatras en tan poco espacio de tiempo es demasiado incluso para mí, pero me han dejado pensando sobre cómo el triunfo también puede depender del coraje y de la inmodestia. Con dos pares. Aprovecharé mi próximo vuelo a Managua para leer la novela, pues no se me ocurre mejor lugar para ello que entre bandejas de comida (pasta or chicken?) y asépticas salas de espera.

3. ¡Necesito poner orden en el universo Bolaño! Desde aquellos tiempos pretéritos del triángulo mágico, las novelas y libros de Bolaño han seguido cayendo como hojas de un otoño eterno: nada más poético que un autor desaparecido y una obra en constante aumento, contraviniendo las reglas más elementales del tiempo y de la razón (aunque para Herralde el hecho no tenga nada de poesía y sí mucho de crematístico). Digo que quiero poner orden, y es que ya me he perdido entre el aluvión de novedades: ¿Es posible establecer un orden estricto de escritura entre todo lo publicado? ¿Alguien tiene los deberes hechos?

4. Lo diré con menos de 140 caracteres: ¡Tengo que escribir un post contra Twitter, y tengo que hacerlo pronto!

lunes, 8 de febrero de 2010

Cela (con perdón)

Recibo en mi casa la digitalización de los manuscritos originales de todas las novelas de Camilo José Cela, catorce en total, desde La familia de Pascual Duarte hasta Madera de boj: un verdadero aluvión de hojas y folletos escaneados, y un festín para cualquier lector interesado en el proceso creativo de una obra literaria. Este DVD, al alcance de cualquiera por menos de 30 euros, es algo bastante inusual como producto para el gran público: no conozco precedentes en un autor español del siglo XX, aunque es posible que alguien me saque de mi despiste.

A ello ha contribuido, sin duda, la existencia de una Fundación dedicada al escritor y que ha mantenido en alto la idea de que Cela es el súmmum de las letras hispánicas, y este reverencialismo se machaca siempre con la frase "el último Nobel español", como coletilla que lo justifica todo. Sea como sea, e independientemente de la consideración que cada cual tenga por el Cela escritor, el acceso a sus textos escritos a máquina y a mano, con borrones y rectificaciones, es un placer al que pocas veces podemos asomarnos.

No está de más decir que escribir hoy sobre Camilo José Cela, en un blog supuestamente moderno y que adora la prosa de Bolaño o Marías, puede parecer un brindis al viento. Hay que pedir perdón por ello, pues poco hay más demodé en la actualidad literaria que nuestro flamante Nobel. No ayuda a mejorar el panorama su omnipresente figura de obsceno provocador, su pasado de connivencia con la dictadura, el mediocre trabajo de encargo proveniente de otro régimen desalmado (La catira), el juicio por plagio en un Planeta amañado (La cruz de San Andrés)... Esta faceta gris de Cela ensombrece lo que para mí representa su mejor baza: el empeño por huir del adocenamiento literario y cultivar una nueva vanguardia formalista nada complaciente con el lector.

Siempre he dudado sobre cuán leído ha sido el autor, más allá de la preceptiva lectura obligada de bachillerato: sus salidas de tono y su pose de perpetuo cascarrabias lo convirtieron en un personaje popular, pero siendo sinceros: ¿Quién se ha atrevido a leer Oficio de tinieblas 5 desde la primera a la última página? ¿Quién lee hoy Cristo versus Arizona? Su voluntad de transgredir y superar el realismo tan boyante en ese momento, incrustándolo en una atrevida búsqueda de nuevas formas escritas, es su mejor carta de presentación. Muchos alegan que eso es puro artificio formal, que esconde una nula capacidad para contar historias (por eso sus mejores relatos son los de sus obras de viajes, reales como la vida misma). Para mi gusto, también Torrente Ballester investigó en esa línea y consiguió hallazgos superiores, pero ese es otro cantar.

Lo cierto es que ahora, con la digitalización, se puede acceder a la infrahistoria del escritor, que incluye múltiples notas y apuntes en fichas marginales y que en conjunto componen un corpus francamente apetecible. Vemos retazos nada románticos: frases escritas al vuelo en papeles con el membrete de la Renfe o del Hotel Intercontinental de a saber qué ciudad. Hojas de letra abigarrada cruzadas por líneas que van y vienen hacia fragmentos añadidos. Y versiones varias de un mismo párrafo (he llegado a contar cinco versiones distintas, con cambios más o menos sustanciales, del inicio de Madera de boj).

Apenas estoy picoteando por el DVD con poco orden y de manera lúdica, pero afrontar cualquier estudio sobre una de estas novelas y no tener que desplazarse a Iria Flavia es un gran avance. Uno más de las nuevas tecnologías, y un acierto que la Fundación Camilo José Cela lo haya hecho público de una manera tan accesible.