miércoles, 31 de marzo de 2010

Van y lo agarran

Ya me iba de vacaciones pero una noticia en El País me ha dejado un buen rato pegado a la pantalla: Hollywood se plantea dejar de distribuir DVD en España por la piratería. Ante un titular así me temía la avalancha de comentarios de los lectores, que en efecto y a esta hora ya se acercan a los 400. Como el tema tiene implicaciones indirectas con los libros (las descargas de películas en internet pueden ser el preámbulo de las descargas de libros para el iPad en un futuro cercano) me he entretenido en leer las reacciones que el asunto suscitaba.

Voy a copiar algunas frases que la gente ha dejado escritas, casi siempre en un tono jocoso y a la vez visceral, y que ejemplifican muy bien cuál es el razonamiento de quienes ya ven cine sin soltar un euro. Miento: soltando el euro que cuesta el soporte digital en el que quieren archivar la película, y que para ellos ya justifica todo el gasto necesario. Es lo que dice Juan:

Ya pago sus productos con el canon, así que ahora no me pidan que compre sus DVDs.

Creo que voy a utilizar este argumento en mi próxima visita a un restaurante: si me obligan a pagar algún impuesto o tasa (quizás el IVA) pediré que la comida me la regalen. ¡Sólo faltaría, tener que pagar por una langosta si ya tengo que pagar un canon adicional al gobierno! Como en el caso del embargo a Cuba, el canon ha hecho más por la piratería que cualquier otro mecanismo de control, así como el embargo ha afianzado un gobierno dictatorial: se ha convertido en la excusa perfecta para que los piratas puedan justificar contablemente su proceder. Capitán Trueno, pobre como una rata, no ve otra solución:

¿Qué quieren que haga la gente? Le muestran el chocolate todo el rato, pero no le dan el dinero para comprarlo. Van y lo agarran.

¡Van y lo agarran! Esta sentencia sería simple apología del delito si no fuera porque la descarga de películas ya es vista en España (y sentenciada por la ley de propiedad intelctual, aunque no me voy a meter en esos vericuetos) como algo normal. ¡Si lo hace el vecino! Algún día habrá que estudiar, seriamente, cómo internet transformó el concepto de mercadería y el proceso de compra-venta, y de qué manera un producto cultural pasó a ser un caramelo gratuito. Si el formato es copiable (un vídeo, una novela) se rompe la cadena creador - editor/productor - distribuidor y el internauta obtiene el resultado sin costo alguno. Si otros enseres cotidianos pudieran ser copiados sin esfuerzo (una silla, una coca-cola, un Peugeot 205) no dudo que nadie pagaría por ellos, porque seguro que ya habría algún canon en medio que justificaría nuestro impulso. La vieja fotocopiadora no llegó a ser nunca una amenaza real para el libro porque la copia era poco rápida y trabajosa: una cuestión de técnica. También para el pirata es un escollo la poca oferta, como decíamos ayer y como apunta Ciro:

Peor que pagar es no tener nada que piratear. Le pasa al libro electrónico, en el que sí, puedes bajarte un montón de libros, libros que ya tienes y que ya has leído en la mayor parte de los casos, pero no me puedo bajar porque no está ofertado en versión electrónica el último libro que recoge la obra periodística de Vázquez Montalbán.

Además de piratas, exigentes. Pero también previsores: lo dice un lector anónimo con alma de bienhechor:

No quiero pagar 9 euros por ver una película que probablemente no me guste.

Por tanto, me la tomo prestada porque será un bodrio. ¡Cuántas novelas me hubiera ahorrado yo en mi biblioteca si ya supiera de antemano que me iban a defraudar! Regreso al restaurante: este filet mignon probablemente no me guste, así que deje que me lo coma sin abonar la cuenta, muchacho. Lo que no negaré es que el precio de las cosas es relativo, y que las comparaciones pueden ser válidas. Roberto hace el esfuerzo:

Yo resido en el Reino Unido. Me compro CD´s de último lanzamiento por 10 euros (en España 20), películas en DVD por 5 y Blu Ray por 10 (en España 30 euros).¿Libros? en el Reino Unido 7 u 8 euros. Todo esto con el plus de que aquí los sueldos triplican a los españoles. Desde que llegué no he vuelto a piratear nada. Prefiero comprarlo, y si no me gusta pues unos pocos euros pierdo

Soy incapaz de considerar caro un libro de 20 euros, cuando comparo precios con otros productos (perfume, pantalones, cena para dos). Pero sí me parece acertada la relación entre precios de dos países cercanos, aunque no tengan la misma moneda. De todos modos, entre un lanzamiento comercial y la aparición de libros de bolsillo y CD en oferta es de muy pocos meses: es el precio de querer ser el primero o de esperar a que todo se pueda encontrar a 8 o 10 euros.

Dejo el diálogo entre Albert y Morgana para el final, para sentenciar esto con una sonrisa:

-Elvis está muerto, por mucho que me descargue o deje de descargar su música no va a producir más canciones ni evidentemente lo voy a matar de hambre.
-Albert, hombre, con ese criterio, que regalen los cuadros de Van Gogh, ¡Como ya está muerto!

Confío que no venga una horda de filibusteros a ensuciar la senda de huellas, porque hasta el lunes no pasaré la escoba.

sábado, 27 de marzo de 2010

Nancites 23

1. La Historia de la Literatura Española dirigida por José-Carlos Mainer es uno de los proyectos más deslumbrantes de la filología de nuestro país. En treinta años no ha habido nada similar, o sea que casi es el primer proyecto de estas características que veo en vida. La entrevista en Babelia despeja algunas dudas y avanza el plan de la colección, que inicia su publicación por el sexto volumen (1900-1939). Hay dos tomos transversales que probablemente aporten las mejores sorpresas: Historia de las ideas literarias en España y El lugar de la literatura española. El precio, asequible para una obra de esta magnitud, ayuda a dar el paso.

2. Antes de mi reciente estancia en Barcelona, que coincidía con fechas navideñas, me preparé y armé de valor para el espectáculo que me esperaba: decenas de lectores armados con libros electrónicos en el metro y el bus. Nada de esto ocurrió, sin embargo: todo continuaba igual que un año atrás y el boom del eBook no llegó con los Reyes Magos. El Cultural de El Mundo recupera el asunto y difunde que hay 100.000 personas en España que ya disponen del aparato. ¿Pero qué es lo que más descargan los compradores? Al parecer, las novelas románticas de un tal Harlequin, que ni sé quién ni es ni me importa. Las editoriales literarias y de prestigio pronto van a entrar en el negocio, como Anagrama, y es lo único que puede remover el negocio. Para el Kindle de Amazon apenas hay 2.127 libros en español disponibles. Pero todo esto choca con el principal escollo de la red: nadie quiere pagar un duro por productos culturales digitales, y ahí están los amigos de lo ajeno en forma de gremio cibernético pidiendo a la ministra que todo sea gratis. Lo que la música ya está sufriendo desde hace años puede llegar al mundo de los libros: descargas ilegales y viva la Pepa. Aunque con una diferencia, que bien apunta Iván Thays: los escritores nunca han vivido de la creación, así que les tocará seguir ganando los berberechos como oficinistas desganados. Como siempre.

3. No podía ser de otra forma: Agatha Christie dejó 73 libretas de anotaciones, 7.000 páginas para armar los argumentos de sus novelas y que ahora aparecen publicadas e interpretadas. Siempre he sentido un cierto cariño por los escritores araña, que son los que tejen su tela de manera minuciosa y que, en el fondo, lo que menos les interesa es el mismo proceso de la escritura final: lo importante es crear trampas, recovecos, que no quede un hilo suelto. Cada invierno suelo engullir una de sus obras así como hago crucigramas, con sistemática repetición. Pero sumergirme en las 73 libretas sería como ir directamente a las páginas de soluciones, así que proseguiré con mi ritmo anual aunque ya persuadido de que mi querida Agatha no dejaba nada al azar, y no esperaba menos de ella.

4. Me llevo para mi huida de semana santa uno de los viejos libros de relatos de Bolaño, que intentaré comentar aquí uno por uno, y una novela de Sergio Ramírez, de radical obligación lectora si uno vive en Nicaragua.

5. Lo juro: he conocido a una persona con blog literario que no está leyendo Dublinesca.

sábado, 20 de marzo de 2010

Bajo un magma de libros

Regreso de un breve viaje por Guatemala, uno de esos países en los que cada día y a media mañana ya se cuentan unos cuantos muertos de bala, pero que todavía tiene algunas buenas librerías con relación a sus países vecinos. Hay que aprovechar los viajes, ya se sabe: si logras sobrevivir en sus expuestas avenidas, nada mejor que recogerte en un local cerrado (que se sepa, nunca hay muertos en las librerías, no interesan ni a sicarios ni a narcos) y aumentar la colección particular.

Porque de eso se trata, en Guatemala y en Laie, y sobre eso quiero escribir algo. Siempre he sospechado de los hombres y de las mujeres a las que no les gusta atesorar libros. Hablo de personas lectoras, contrastadamente cultas, que se ufanan de terminar un volumen y regalarlo al primero que pasa. O peor aún: que visitan mi casa de Managua, permanecen unos días en ella y escurren el bulto depués dejándome como premio un libro que jamás se me ocurriría leer. Se llevan su ropa, sus zapatillas y hasta el dentrífico, pero les pesa demasiado la novela y no quieren cargar con sus personajes.

El motivo principal de sospecha es la manifiesta sensación de que sus lecturas son poco menos que ratos de ocio, experiencias que comienzan al abrir la tapa y se cierran al pasar la última página. El fin de la historia como justificación de su labor. Así que terminan, el objeto se vuelve redundante porque no han pensado siquiera en la posibilidad de que llegue un día en el que, por azar, sientan la necesidad de releer aquello que un día les cautivó. Sin posibilidad de relectura no concibo pasar a la acción: convertir la lectura en acto único y fugaz es perder todo el placer de retornar al lugar de los hechos, como volvemos siempre al pueblo de la infancia para recorrer de nuevo sus (nuestras) calles.

En mi caso, con dos viviendas que distan miles de kilómetros entre sí, tengo dos bibliotecas. Si tuviera cuatro casas no hace falta decir cuántas librerías tendría: sumen ustedes mismos. Sé que viajar con libros es cuestión de quilos, y además caro desde que Iberia obliga a pagar por la segunda maleta facturada (ni su presidente sabe que esta decisión ha hecho un daño irremediable a la lectura, pues entre la terrible decisión que se avizora de cargar pantalones o un libro no creo que nadie opte por la desnudez). Sé también que en mis correterías por el mundo he perdido equipaje, y el último volumen que me extraviaron las compañías aéreas fue El Danubio de Magris, que tendré que volver a comprar algún día. De todo esto soy consciente. Pero sigo creyendo que la posesión física del libro es parte del acto de leer, no su correlato forzoso.

Probablemente los que pensemos cosas así seamos seres extraviados, pero reconforta reconocer de vez en cuando a un sosias que lo expone abiertamente. Leo a través de la web de Anagrama las primeras páginas de Bibliotecas llenas de fantasmas, de Jacques Bonnet (¡que ya quiero tener entre mis manos y en mis estantes!). La cita inicial del libro de Charles Nodier podría encabezar este blog: "Después del placer de poseer libros, poca cosa hay más dulce que hablar de ellos." Pero es que en la página 15 arremete el emperador Juliano con estas precisas palabras, que de nuevo hay que copiar con cincel: "Unos aman los caballos, otros los pájaros y otros las fieras; yo, desde niño, estoy poseído por un terrible deseo de poseer libros." E imagino que hay otras repartidas a lo largo de las siguientes páginas.

Cuenta Bonnet que llegó a tener su baño repleto de libros, por lo que ya era imposible usar la ducha y había que lavarse con las ventanas abiertas, para evitar la condensación. Eso sí: sólo la cabecera de la cama aparecía libre de estanterías, no le fuera a pasar como al compositor Charles-Valentin Alkan, que murió aplastado por su propia biblioteca mientras dormía. A esto se le suele llamar una muerte tonta, pero es difícil imaginar una muerte más insigne: yo que vivo en zona sísmica la mayor parte del año, justo encima de una falla, debería ponerme a la labor y parapetarme en la noche bajo toneladas de hojas impresas, no sea que una simple lámina de zinc culmine mis días y sea ella y sólo ella la causa de mi deceso. Morir por la literatura, y en sentido estrictamente literal: quizá sea eso y no la relectura la causa de mi ardor acumulativo.

viernes, 12 de marzo de 2010

Adiós al siglo XX


Ante la muerte de uno de los grandes, sólo sirve el regreso a sus páginas y hay que huir del lamento. Delibes ya había dejado la escritura voluntariamente hace años, así que su cuerpo y su mente ya eran sólo para sus hijos, para sus amigos: a ellos les corresponde la tristeza y el desamparo. Al resto sólo nos puede inundar la felicidad de contar con una biblioteca rotunda y unas novelas de castellana sinceridad.

Era el último vivo: sin Cela y sin Torrente Ballester (otros incluirían a Umbral, y no lo discutiré) la novela del siglo XX ya forma parte de la historia. Delibes dejó de escribir porque él, de alguna forma, se sabía protagonista de un pasado que ya no estaba en las librerías, que ya no contaba para los cánones actuales. El siglo XXI es de Marías y de Bolaño, y hay todavía autores como Muñoz Molina que hacen de puente gramatical entre la lengua de los maestros y la renovada prosa que viene y vendrá.

Como todos, yo leí a Delibes en el Instituto, siempre lectura obligada del bachillerato de esos años. Incluso la aproximación al autor pertenece a ese rango de un pasado ya extraviado, aunque luego recuerdo que leí Diario de un jubilado y de eso no hace tanto. Cuando la lectura proviene del aula de clases es imposible sustraerse a la consideración de clásico: leíamos a Quevedo, a Góngora, a Lorca, a Galdós, y leíamos a Delibes. Nuestras lecturas de placer y ocio iban por otros rumbos, buscando la vanguardia postmoderna y la sorpresa a cada página, huyendo del realismo rancio. Hasta que crecimos y nos cansamos de tanto Kronen y tanta contracultura fatua, volviendo al redil de la buena literatura, de este o de otro siglo.

Hoy la prensa de internet recupera cosas enormes: entrevistas al escritor sereno y en su etapa final, fotografías deslumbrantes, fragmentos de vídeos y audio, de textos de sus obras. Los obituarios de la era digital ya no son un artículo de compromiso escrito antes del último suspiro, sino un despliegue de enlaces por los que fluye todavía la sangre. Los blogs se sumarán al festín, y en esto creo que hemos dado un paso para la derrota definitiva de la muerte.

No hubo Nobel para Delibes porque lo ganó Cela: ya lo he dicho otras veces y no hay que darle más vueltas. El próximo galardón a un autor español será para Marías, y faltan pocos años: así se completará el ciclo y las dos generaciones tendrán su reconocimiento merecido. Hace días me preguntaba quién leía hoy a Cela, y me pregunto quién lee a Delibes. A juzgar por las fotos del adiós, un buen puñado de españoles, o de vallisoletanos. Pero tampoco sé quién lee a Góngora, así que nunca hay que hacer preguntas de las que jamás obtenemos respuesta: sólo planteárselas a uno mismo y obrar en consecuencia.

martes, 9 de marzo de 2010

El principio de Fin

Leer dentro de un avión en un vuelo que dura unas 12 horas es tarea casi obligada. No veo muchas alternativas ante la perspectiva de permanecer sentado en una butaca, frente a minipantallas que proyectan películas no aptas para miopes y comidas empaquetadas de difícil digestión. Dejando aparte las bibliotecas, el avión debe ser el espacio que más lectores reúne por metro cuadrado: siempre me fijo en mis vecinos y no hay ninguno que no opte, durante algunas horas, por sumergirse en cualquier tipo de libro. Abundan, claro, las guías sobre el lugar de destino, pero también los pesadísimos tomos de Follett o Brown, como si la perspectiva de las siguientes 12 horas requiriera de un ocio voluminoso (¡qué horror, deben pensar algunos optimistas, el quedarse a las seis horas de trayecto sin más páginas por delante!)

Yo recuerdo haber leído en un avión y en las salas de espera de los aeropuertos a McEwan, a Millás, a Muñoz Molina, a Simenon, a Perec, a Powell. Cito nombres a quienes ubico perfectamente en mi memoria fotográfica, o a sus novelas en este caso: hay libros de los que nunca olvidaremos el momento en que fueron abiertos por primera vez o la roca de playa sobre la que fueron leídos. No es el avión un lugar apetecible, ciertamente: el aire acondicionado agarrota las hojas y las cubiertas, como si en las manos tuviéramos un pliego recién salido de la nevera, y no se recupera hasta varias horas después del aterrizaje: aun así, me entregué a la tarea con la lentitud habitual.

Mi elección para este viaje fue Fin, de David Monteagudo, con la deliciosa portada de Leonard Beard. Siempre hay un porqué en cada elección, e imagino que esta vez me apetecía lo que suele llamarse una lectura amable, que es una manera idiota de llamar con otro adjetivo a la lectura fácil. Uno siempre presupone estas cosas, porque ante un autor nuevo sólo puedo atender a las críticas de otros lectores previos, pero nada parecía indicar que esta novela tuviera enjundias escondidas. Quería una historia, hechos, personajes, y una editorial de prestigio: ¡Ahí estaban!

Como no terminé el libro de una sentada (aunque una sentada de doce horas con cinturón abrochado da para eso y más) lo seguí apurando en destino, y ahora haré trampa: sólo escribiré brevemente acerca de las cien primeras páginas, así no rompo el hechizo de los que no han leído la novela, y servirá para explicar mi ansiedad durante ese lapso de tiempo.

Primero: más que una novela esto es una obra de teatro, una dramaturgia de diálogos continuos en escenarios estáticos (aunque sea dentro de un coche que avanza) que sólo puedo imaginarme sobre un escenario. Incluso veo el juego de luces, la tramoya, el cambio de escenas. Y aunque Monteagudo domina el fraseo corto y ágil, el conjunto adolece de un realismo estandarizado, sin más sorpresas que el momentáneo cambio de tono de algún personaje que se enfada, y alguna respuesta que chirría si hacemos la prueba de declamarla en voz alta. Nadie habla de nada interesante, porque el autor pretende reflejar al ciudadano medio que somos todos en circunstancias cotidianas. Y sin embargo seguimos leyendo: es el truco bien elaborado de saber que el lector creará empatía con el grupo de amigos y de no caer en la tentación de describir paisajes o estados de ánimo de más de dos párrafos, así no hay lector que se resista.

Segundo: su mejor baza radica en la construcción de un trasfondo levemente misterioso, aunque ya tengo dudas de que esto no sea una consecuencia de leer en la faja el género al que se adscribe la novela, o sus referentes. Pero la idea de partida es buena: una reunión nocturna generacional de una vieja pandilla en un albergue de montaña. Gente conocida que no se habla desde hace tiempo en un lugar inhóspito, con todo lo que eso puede desencadenar. Vamos conociendo al grupo por parejas o tríos, mientras acuerdan la cita y van llegando al punto de encuentro. De nuevo los trucos son conocidos, pero son los que han servido desde siempre para este tipo de obras: la noche, la oscuridad, la incertidumbre, el miedo.

Tercero: el lector espera algo, algún hecho que rompa la normalidad de la cita. Pero de nuevo tengo dudas: si alguien lee el libro sin ningún referente previo, no sé si llegaría tan campante a la página 100, después de haberse hartado de diálogos sobre la inmigración, modelos de coches y urbanizaciones ilegales. Romper con esto y entrar a un nivel de lectura distinto, que descoloque al incauto, puede ser el acierto que explique las nueve ediciones que colecciona Monteagudo, y las que vendrán.

Pero para eso ya hay que pasar a la página 101, como quien dice. Y esto, probablemente, ya sea otro cuento.

[Esto podría ser un falso read in progress. Si me obligan a ello, quizá prosiga con el resto del relato]

martes, 2 de marzo de 2010

140 caracteres como máximo

Los días de cambio de ubicación geográfica, saltando entre continentes, son vacíos existenciales que quedan ahí, suspendidos en un limbo. Dejo atrás España una vez más y regreso a Centroamérica, dispuesto a recuperar mi cotidiana normalidad.
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Una de las consecuencias del boom digital ha sido la progresiva miniaturización del texto escrito, acorde con los tiempos de inmediatez que requiere nuestra urgente sociedad. Hay al menos dos razones que se aducen para llegar a este desbroce: la primera es que en pantalla no se puede leer cómodamente, aunque eso ya está puesto en duda por los nuevos formatos tipo Kindle. La segunda es que hoy la gente tiene poco tiempo y que no está para largas parrafadas. ¡Me hace mucha gracia este análisis! Los mismos que dicen esto son capaces de pasarse largas horas viendo televisión, haciendo sobremesas de tertulia vacua o esperando en largas filas de vehículos que no avanzan ni a tiros. Imagínense el tiempo del que yo dispongo, sin tele, sin tertulia de café y sin coche.

Uno de los artefactos más sobrevalorados en esta avalancha de lo breve si breve dos veces breve es Twitter. Cuando ya el formato blog se adivinaba demasiado proceloso, con entradas que ocupaban diversos párrafos, vino el sabio a constreñir nuestra labia a 140 caracteres. Lo que tengas que decir, dilo telegráficamente. El mundo reducido al mensaje instantáneo, al destello inmediato y reciclable, a la frase solemne.

Para pensar ya están los otros. Pero no deja de alarmarme la gran cantidad de buenos blogueros que se han pasado al formato micro. La tentación es grande, sin duda: lanzar flashes publicitarios, de autobombo o simplemente avisos circunstanciales que se superponen a la avalancha de otros mensajes que nos llegan por los medios más peregrinos. Quizá en el formato periodístico, el de la noticia bomba, pueda tener algún sentido el twitteo, pero también lo han adoptado quienes hasta no hace muchos años pensaban que la prosa profunda, cargada de contenido, era el clímax de la literatura.

Sea como sea, la historia literaria también está cargada de adeptos al fogonazo, desde mucho antes de la aparición de internet. ¡Parece que nuestros decimonónicos tampoco tenían tiempo de nada! La greguería de Ramón pasa por ser el ejemplo más sintomático de una tendencia del todo sobrevalorada. La parte lúdica de este tipo de frases es jugosa, claro, como lo puede ser un sudoku en momentos de abulia. Pero de ahí a considerar que una greguería está al mismo nivel que un buen cuento ya es otro cantar. Y hablo de cuentos de verdad, porque en ese campo también se han sucedido los amagos vanguardistas, y destaca por encima de todos la eterna frase de Monterroso con su dinosaurio: es difícil econtrar ejemplos más evidentes de cómo la sugestión colectiva puede ensalzar algo que no pasa de ser un simple fuego pirotécnico. No hay día en que alguien no hable de la genialidad de este autor citando el texto, cuando la genialidad de Monterroso no se demuestra precisamente por su cuento twitter.

Con mucha más enjundia, dos autores a quienes ahora venero también distraen de vez en cuando sus neuronas con hallazgos verbales de una o dos líneas, pero siempre su brillo sobresale en párrafos más trabajados. Sanchez Ferlosio o Trapiello, eternos autores de pecios, son demasiado inteligentes como para quedarse en la calderilla y cultivan la descripción meditada y el reposado mirar, por mucho que su obra sea fragmentaria en conjunto y muy miscelánea. La calidad de un texto no tiene medidas, es decir, no tiene corsés: es por ello que hay tan pocos columnistas de prensa realmente excitantes, de obligada lectura. Atenerse a un número de palabras implica que no siempre se está a la altura del mandato, porque no todo se puede expresar en 587 vocablos. Menos todavía en 140 caracteres, a no ser que haya que avisar que algo se quema.

Mucho me temo que el twitteo es perfecto para los que jamás han sabido construir una subordinada sustantiva. Por fin se puede escribir sin saber escribir, así como ahora hay aparatos de cocina pensados para los que no saben distinguir entre un sofrito y un estofado. La escritura como un don genético de las nuevas generaciones, a expensas de un clic. Para todos esos, 140 caracteres todavía me parecen excesivos.
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¿Debo ser el único individuo que dispone en su estantería de la colección completa de Granta en español? Sea como fuere, el número de octubre de este año merece más atención que la habitual: por fin una selección de los mejores autores jóvenes en lengua española, a la manera de lo que ya se hace cada diez años en la edición inglesa y que dio a conocer internacionalmente a McEwan, Amis o Barnes. Ya tengo algún nombre en mente.