viernes, 23 de abril de 2010

Sant Jordi desde el trópico

En la mayoría de librerías centroamericanas que conozco hay un elemento distintivo, que las hace diferentes de las barcelonesas o madrileñas: alguien te da la bienvenida y te pregunta con una sonrisa: ¿qué se le ofrece, le puedo ayudar en algo? Siempre me ha chocado esta actitud, y eso que llevo años viviendo por aquí. La librería es el espacio más adecuado, junto a los laberintos, para perderse por horas y deambular arriba y abajo, sin pretexto ni motivo. Cada vez que traspaso el umbral y me preguntan lo mismo, me quedo igual de atónito: ¿qué puedo responder, si yo nunca vengo a comprar un libro determinado o a visitar una sección temática? A veces quisiera poder decir lo que esperan oír de mí: hacerme el despistado y pedir sugerencias, consejos, que guíen mi destino entre los estantes. ¡No saben la cara de tristeza y desamparo que les queda a esas muchachas cuando les digo que ya voy buscando por mí mismo, que no las necesito!

Digo esto porque ya he pasado por una de esas librerías para hacer mi compra de Sant Jordi. Son libros para regalar a los demás, claro, como yo espero recibir alguno el día 23. No hay tanto para elegir en estas tierras, pero me alegró ver el volumen de Andrés Neuman que ahora ha ganado el Premio de la Crítica. Ahí está, en una bolsa de papel.

Apenas dos personas más deambulaban por la librería: ni rastro de la lujuriosa Diada catalana que ya hace varios años que me pierdo, con empujones, filas para autógrafos y un olor perpetuo a rosas. De joven siempre fui muy estricto con mis tradiciones: Rambla matutina o vespertina para ojear y hojear posibles presas, y vuelta por Laie para confirmar la compra. Tengo la costumbre de escoger siempre el tercer ejemplar de la pila, todavía virgen, y mucho más en fechas en las que la mercancía a la vista sufre los embates de la multitud.

¿Qué haría hoy si estuviera en Barcelona? Prácticamente lo mismo, sabiendo que tendría mucha más sustancia para escoger. Anoten, para los que aún siguen indecisos, la lista de Laie de este año: siempre demasiado decantada hacia los autores autóctonos pero con buen criterio en general: Grossman, Vila-Matas, Tabuchi, Bolaño (El Tercer Reich), la versión original de Solar de McEwan, Stuparich, Ellroy, la obra completa de Gil de Biedma en un volumen, Savinio... Sólo les pido que saluden de mi parte a Marías entre las 11 y las 12 de la mañana.
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JacoboDeza: Mi canon de autores en español de estos últimos años es Javier Marías, Roberto Bolaño y Antonio Muñoz Molina. ¿Cree que se puede ir tranquilo por la vida leyendo a estos tres maestros?

José Carlos Mainer: Me parece una buena elección que ratifica, por cierto, el nombre que ha elegido... Por supuesto, se puede andar por la vida con esos tres escritores que seguramente recomendarían, a su vez, a algún otro: a Coetzee, a Borges, por ejemplo...
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Eloy Fernández Porta ha ganado el Anagrama de ensayo con €®O$ y no con Eros. ¡Diversiones generacionales que algunos todavía acuñarán como renovadoras!

domingo, 18 de abril de 2010

Llamadas telefónicas (2): Henri Simon Leprince

Las intersecciones que podemos encontrar a lo largo de la obra de Bolaño (cruces de vías, puentes a desnivel, callejones conectados entre sí) conforman una de las tareas más apasionantes para incentivar el interés del lector curioso. Dicho de una manera atrevidamente reduccionista, hay al menos dos maneras de penetrar en su propuesta literaria: como lector ávido que busca sin freno la calidad más alta lograda por el autor (y que termina gozando con Los detectives salvajes y ese es su fin, su meta perseguida) o como explorador que encuentra parentescos y relaciones entre los distintos textos leídos, y su goce es el de ir armando esa tela de araña.

Roberto Bolaño concebía su tarea como un todo divisible en mil pedazos, y cada pedazo creaba una nueva propuesta de lectura emparentada con las precedentes. Es como un ejercicio sin fin en el que el cuento o la novela anteriores se mejoraban y se hacían más complejas con cada nueva página, pero aún así no nos sirve hacer una lectura estrictamente cronológica para hallarle el sentido. Algunos caminos se olvidaban algunos años y podían reaparecer después, con nueva forma, al cabo de mucho tiempo. El dato definitivo para concluir esto es el caudal de su obra post mortem: al no ser concebida jamás como un corpus acabado, toda su prosa (y su poesía) puede ampliarse hasta el infinito, y sólo el hecho puramente biológico y temporal (la incapacidad de escribir 25 horas al día, incluso para Bolaño) nos impedirá que los libros póstumos sean, efectivamente, infinitos.

El segundo cuento de Llamadas telefónicas tiene múltiples ecos de obras anteriores o posteriores, y aquí sólo me referiré a lo que ya ha sido leído en la senda. El referente más exacto es La literatura nazi en América: el mismo título con nombre y apellido, y el entorno histórico del argumento (años 40) lo describen como un capítulo más de esa obra, desgajado del libro original, así como Ramírez Hoffman, las hermanas Garmendia o Juan Stein cobraban vida en Estrella distante. En ese caso ya vimos que Bolaño incluso llega a la reescritura y ampliación de un texto, pero aquí hablamos de un cuento único (hasta ahora) y que va más allá de una biografía breve.

Se nos cuenta la historia de Leprince durante la Segunda Guerra Mundial, sus contactos con la resistencia francesa o los colaboracionistas de Vichy, y alguna anécdota más. Pero lo que realmente importa es, como en Sensini, su oficio y sus circunstancias: Leprince es otro escritor maldito más, de ínfima difusión, con pocos amigos y que vive a salto de mata. El contexto bélico es la excusa, la condición del hombre es el motivo. Y en el fondo, el sentido de la escritura: escribir para lograr aprehender por qué se escribe.

Literatura dentro de la literatura, y la certeza de que este oficio es muy raro y peligroso. Una joven y fantasmagórica novelista le desvela a Leprince el secreto de su pésima racha: “debe desaparecer, ser un escritor secreto, tratar de que su literatura no reproduzca su rostro”. Leprince no hace caso pero reconoce en esta recomendación la terrible sinceridad de su suerte. El cuento termina con una frase deliciosa, que es consigna para los que le rodean: es necesario que él exista para que los demás perciban el riesgo de todo autor al olvido.
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David Pérez Vega me remite a este viejo cuento, accésit en un premio valenciano y al cual también se presentó Sensini.
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El paso atrás y el salto hacia adelante de Iván Thays.

lunes, 12 de abril de 2010

Llamadas telefónicas (1): Sensini


Que no hay Bolaño menor es cuento sabido: lo han anunciado muchos lectores atentos antes que yo y no insistiré demasiado en la cuestión. Ser escritor todoterreno tiene la desventaja de que algunos puedan considerar que no todo lo que se escribe tiene la suficiente calidad, o que trabajar a destajo sólo es para obreros y no para artesanos. Tampoco ha ayudado la consideración de Bolaño como mito moderno, pues eso crea al mismo tiempo fans viscerales y enemigos íntimos, y el debate se recrudece entre unos y otros. Siempre hay obras maestras y obras de relleno, claro, pero en los escritores de fuste estas últimas sirven para reconocer el camino hacia el cénit, y jamás hay cuento o novela breve de los que no podamos sacar algo de provecho, siendo éstas a su vez el sustrato de lo que se escribiría a continuación.

Llamadas telefónicas es una colección de cuentos del Bolaño currante: ese que escribía con esmerada dedicación para complementar los sueldos de vigilante de camping o de empleado de hotel, y que se presentaba a los premios literarios más insospechados de la geografía española. ¿Alguien puede afirmar sin sonrojarse que un cuento para un premio de provincias ha de ser literatura menor? El prejuicio actúa con extrema puntualidad: tanto necesitaba Bolaño ganar un premio en Alcoy como el Herralde pocos años después, la necesidad era la misma. O sea, la del escritor que quiere vivir de su oficio.

Arranca, pues, este libro de cuentos de la mejor forma posible: una autoparodia en clave nada humorística acerca de la condición del escritor desconocido o maldito. Presenta el narrador a un sosias que es el perfecto espejo de sí mismo, aunque de otra generación: Sensini es un argentino de escaso éxito comercial, con lectores fieles pero reducidos y exiliado en Madrid desde hace años. Para sobrevivir en el mundo de las letras se ve obligado a presentarse compulsivamente a todos los premios literarios de cuentos que se convocan en España, lo cual le permite ganar tiempo y dinero malviviendo con su esposa y una hija adolescente.

No hace falta abundar en la conocida biografía del propio Bolaño: en el prólogo a Monsieur Pain ya contó sus desvelos por ir cazando galardones durante la primera etapa de su carrera. El chileno acompaña al argentino en su cacería y entre ambos se establece una relación epistolar, de Girona a Madrid y viceversa, donde el tema principal (premios y literatura) se va bifurcando hasta que terminan compartiendo una peculiar amistad desde la distancia.

Es Sensini un cuento para escritores frustrados y para cuentistas recalcitrantes, con la feliz moraleja (que aparece ahora, leído desde el paso de los años) de reencontrar a un autor que entonces (de 1997 es la primera edición, pero la historia narrada se fecha a finales de los setenta) era un proyecto más y que ahora es el canon que todos conocemos. De alguna manera, este es el cuento dentro del cuento dentro del cuento: Bolaño narrador hablando de un Bolaño escritor que a su vez se convierte en el autor que aparece en la solapa del libro.

Hay desperdigadas aquí y allá algunas de esas frases que para mí hacen de Bolaño un narrador potente, que huye del tópico y usa quiebros poco aptos para lectores cómodos:

(…) en busca de los ojos de Gregorio Samsa que brillaban al fondo de un corredor en tinieblas donde se movían imperceptiblemente los bultos oscuros del terror latinoamericano.

A veces se le achaca una cierta desnudez verbal, y sus detractores no dudan en echarle en cara una parquedad de estilo que es, justamente, su mejor seña y acierto: aquí aparece con crudeza, pasando por encima de cualquier artificio y sacando belleza del desnudo (dónde si no iba a estar la belleza). Pero la economía de recursos no influye en la proverbial generosidad del contador de historias: después de este cuento es difícil dejar de ver a Bolaño como lo que fue en vida, y de desmitificar la función del escritor en nuestro entorno. Baste ver, en Sensini, el juego de cambio de títulos para un mismo cuento que iba siendo presentado a distintos certámenes como inédito. La literatura como arte, sí, pero también como triquiñuela. Y como juego. Y como el pan de cada día.

El rompecabezas no se arma al completo hasta después del cuento, en nota a pie de página y como una ajustadísima pieza de relojería: Sensini recibió el Premio de Narración Ciudad de San Sebastián. Les dejo el análisis de esta coda a ustedes mismos.

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Monsieur Pain
Una novelita lumpen: uno, dos, tres, cuatro
La literatura nazi en América: uno, dos, tres
Estrella distante

lunes, 5 de abril de 2010

Las mejores 28 páginas

Tener blog implica tener algo que contar: no hay nada más obtuso que sentarse frente a una pantalla y ponerse a pensar sobre el qué, como en los días en que no ha habido nada que nos altere ni nos cause alguna zozobra, unas páginas que nos emocionen. Pero a veces no esperamos gran cosa de determinado libro y entonces es cuando se obra el milagro: si llegan esas páginas, uno no halla el momento de sentarse por fin ante el ordenador y transmitir al lector su experiencia. Me ha pasado en estos cuatro días de sagrada inmersión en una reserva ecológica, con más de 200 especies de pájaros a mi alrededor y una temperatura ideal para la lectura. Y cuando uno puede recomendar algo, todo el empeño de mantener un blog activo se justifica con creces.

Leo a Sergio Ramírez desde hace años, en principio por una simple razón de inmersión en el lugar donde vivo la mayor parte del año. Paso mis días rodeado de revistas universitarias, publicaciones de academias científicas, ensayos sobre la historia de Nicaragua, colecciones de artículos acerca de la actualidad política, y sobre nada de esto vuelco una línea aquí: es una tarea demasiado formal y sistemática como para encontrar un gramo de diversión en contarles después mis desvelos. Una de mis fuentes de información también es la literatura, obviamente. Sergio aúna su pasado político (y por tanto, su conocimiento exhaustivo de los personajes que hacen historia, y de los que ya la hicieron) y su faceta de escritor, que quedó cortada mientras luchaba en los distintos frentes de guerra y ejercía la vicepresidencia del país en los años ochenta.

La obra de Sergio está enteramente apegada a la realidad de Nicaragua. No puede, y entiendo que tampoco es su intención, hacer de la creación literaria una obra intemporal y por encima de fronteras. Para mí es el gran hándicap con el que se enfrenta: hablar del mundo aunque hable de un terruño, poner en boca de un ciudadano de León palabras que expliquen nuestra condición humana. Sus novelas y cuentos hablan del beisbol nicaragüense, del asesinato del dictador Anastasio Somoza, de un petimetre y a la vez asesino en serie leonés, y al leer cada historia no salimos nunca de esa pequeña patria: Nicaragua es el tema porque así lo ha decidido el autor, y contra eso ya podemos decir misa. Para mí, que escarbo continuamente en la sociología del país, saco mucho en claro con estas novelas, pero yo soy yo y siempre he tenido mis dudas de que estas obras interesen a un público grande.


He comenzado a leer Mil y una muertes, novela publicada en 2004. La primera época de Sergio, que podríamos datar hasta antes de la revolución, es deudora del realismo mágico y de un lenguaje arcaizante, demasiado ornamentado. Renueva su prosa con su obra más extensa, Castigo divino, en 1988: el dominio del diálogo y de la estructura narrativa convierte esta novela en un buen ejercicio de estilo, y a la vez abre la puerta a su prosa más madura y ya desnuda de alharacas, a un estilo no inconfundible pero sí propio. Mil y una muertes reincide en la recuperación de personajes míticos de Nicaragua, con Rubén Darío como máximo exponente, y promete bucear de nuevo en pasajes históricos más o menos conocidos.

Pero voy a intentar ser lo suficientemente expresivo para recomendarles no la novela en sí, sino la lectura del primer capítulo. Soy estricto: de la página 25 a la 52, después de un amago de prólogo firmado por Rubén y antes del capítulo dos. Y seré, pues, expresivo: me juego mi honra a que en estas páginas está lo mejor que Sergio Ramírez ha escrito en su vida. Y no sé si alguien se lo ha dicho, o algún crítico ha caído en la cuenta. Pero lo que narran estas 28 páginas de mi edición americana de Alfaguara es de una fuerza y de una lucidez fuera de lo común.

Dos rasgos explican en parte mi admiración: son las páginas menos nicaragüenses de su bibliografía y se meten de lleno en la autoficción. Ya sé que esto no es suficiente para constatar la calidad de nada, pero cuando Sergio ha quebrantado su modelo literario y ha incursionado en nuevas vías, ha aparecido su mejor prosa. Es imposible leer este capítulo y no pensar automáticamente en cualquier obra de Sebald, en la trilogía de Vila-Matas (Bartelby, Montano y Pasavento), en Negra espalda del tiempo de Marías, en Soldados de Salamina de Cercas, o en Sensini de Bolaño (que pronto comentaré). Es la misma escuela, la misma escritura del nuevo siglo, la misma pasión por sacar fuego de una anécdota azarosa y banal. Sergio viaja en 1987 a Polonia por razón de su cargo y se suceden vertiginosamente una serie de casualidades concatenadas que poco a poco van convirtiendo a los hombres y mujeres de los que habla en verdaderos héroes literarios. ¡Y han bastado 28 páginas! Portentoso: describe el siglo XX y escribe desde el XXI, habla de sí mismo y en cada uno de sus pasos recorre el mundo. Llegamos al último párrafo con la piel erizada, y no queremos que el milagro se acabe. Sólo echo en falta algún documento gráfico que certifique lo que aquí se está diciendo, como Sebald o Marías han hecho con acierto.

Pero se acaba: en el segundo capítulo regresa el Sergio más funcionarial, el notario de su país, el escritor empeñado en situar a Nicaragua en el mundo, sin darse cuenta de que su proyección ha tenido lugar cuando ha roto sus preceptos. Por un solo capítulo. Descubrimos, asombrados, que esta es una de las grandezas de la literatura y del genio: pueden venir miles de páginas de historias bien contadas, pero sólo unas pocas son capaces de rozar el cielo, y es en esos momentos cuando nos sentimos afortunados de haber estado ahí, una noche espléndida frente a un bosque nuboso, y de dejar constancia de ello en un blog. Quizá alguien, incluso, nos lea después y busque en alguna biblioteca esas páginas maravillosas. Veintiocho.