domingo, 27 de junio de 2010

Llamadas telefónicas (7): La nieve

¡Una novelita rusa! La lectura de este cuento ratifica la sensación de mezcolanza que hay en esta recopilación y la dificultad para establecer un nexo común entre las historias. De México a Girona, de París a Moscú, cada itinerario reconduce el libro hacia nuevos terrenos literarios, aunque manteniendo (con matices) un tono particularmente lumpen y alternativo.

La nieve se inserta en la parte de "Los detectives", anunciando lo que será después el grueso de la novelística de Bolaño y la fuerza de los personajes y los hechos que arrasarán cientos de páginas de alto vuelo. Todavía no he comentado aquí ni Los detectives salvajes ni 2666, por lo que no me detendré ni un momento a establecer comparaciones antes de tiempo. Ya vendrán. Si acaso sí percibo resonancias de Una novelita lumpen en las voces de los personajes, en sus quebrantadas vidas y en sus alianzas con personajes de baja estofa.

Este es un cuento de mafias y chicas guapas. Esto es un Simenón breve en una ciudad imposible. Rogelio Estrada, llamado durante su aventura rusa Roger Strada, narra su transitar por el lado oscuro de la vida cuando su familia se muda a Moscú. Joven rebelde y descarriado, se alía con amigos de su misma índole y acaba en las garras de Misha Pavlov, un "mago del hampa moscovita". No tarda en entrar en escena la chica joven y bella, obligada presencia en toda novela negra y que acaba siendo tan inocente como taimada: en este caso es una saltadora de altura de quien se prendan ambos personajes y por la que llegan hasta el duelo final, rematado de forma brusca y lacónica. Sólo la muerte redime en estos argumentos de género, y sólo el texto y la historia responden por sí mismos.

¿Es este el mejor ejemplo de la literatura de Bolaño, de su veta más popular y que le ha dado fama como autor de culto? Quizás. Yo sigo prefiriendo el Bolaño metaliterario, el que habla de literatura haciendo literatura (también aquí, por cierto, no puede evitar referirse a la novela rusa y a Bulgákov). A cuentos como este le hace falta mayor torrencialidad, a no ser que se opte por inscribirse de lleno en la novela negra y en sus leyes, y Bolaño está muy lejos de eso. Quiero decir, parafraseando los títulos, que a "Los detectives" de la segunda parte de Llamadas telefónicas les hace falta ser salvajes, dejarse ir y no pretender establecer mensajes imposibles en apenas veinte páginas.

Como ya ocurre en el resto de la obra del chileno, no es posible ver este libro como una pieza única, desgajada del resto. Todo huele a ensayo, a prueba, a machete abriendo camino y buscando el filón que después le daría el Premio Herralde y más. Como creación de mundos complejos este es un cuento necesario, como manuscrito hallado en una botella es del todo prescindible.
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Cuando una autora decide emprender un tarea titánica ya tiene, de entrada, mi afecto. Aunque sea una autora a la que apenas leo. Proponerse escribir a estas alturas unos nuevos Episodios Nacionales y quedarse tan ancho merece mi aplauso. Creo firmemente en lo imposible.
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El lector habituado a esos mamotretos de centenares de páginas que imitan sin el menor asomo de parodia las novelas góticas o de aventuras del siglo XIX y se convierten casi automáticamente en efímeros pero rentables best sellers (...)

Insobornable, necesario siempre Juan Goytisolo (aunque sea en una crítica insustancial a pie de página)

lunes, 21 de junio de 2010

Saramago y Monsiváis

Me coge con el pie cambiado la muerte de José Saramago y de Carlos Monsiváis, mientras regreso de un viaje por El Salvador y a punto de seguir con el comentario del resto de cuentos de Llamadas telefónicas. Nunca la muerte llega en el momento adecuado, pero estas dos desapariciones simultáneas parecen haberse puesto de acuerdo para que el duelo sea mayor, más contundente.

Hace años que no leo a Saramago. La razón es precisa: las novelas con mensaje, o las novelas metafóricas me parecen ejercicios de una gran simpleza conceptual. Ni la prosa del portugués, bien armada y de lectura agradable, logra atrapar mi interés por historias de ciudadanos que votan en blanco, sobre epidemias que dejan a todo el mundo ciego o sobre un país en el que la gente deja de morir. Estas historias podrían liquidarse como cuentos sugerentes, pero no como novelas más o menos complejas. Tampoco El evangelio según Jesucristo, primera de las obras que leí del autor, logró interesarme lo suficiente como para abundar mucho más en su literatura.

En cambio, el papel de intelectual crítico y comprometido que ha desempeñado Saramago en esta última década, especialmente después del Nobel, me parece su aporte más valioso y perdurable (y que lo emparenta, océano de por medio, con el caso de Monsiváis). En un contexto histórico como el actual, en el que se van perdiendo los referentes doctrinales y en el que gana el relativismo y la acumulación de saberes desordenados, la función del intelectual debería ayudarnos a marcar pautas, fijar ideas, discernir entre la verdad y la mentira, desnudar al hipócrita, romper dogmatismos y abrir nuevos caminos. Saramago, comunista confeso, logró superar la rígida doctrina de su filiación política y hacerse incómodo cuando tocaba: ya sea criticando al régimen cubano por los presos políticos o a Daniel Ortega por su traición al sandinismo, se convirtió en la piedra en el zapato de los nuevos revolucionarios autoritarios. Crítica desde dentro, sí, pero más necesaria incluso que la de aquellos liberales de quienes siempre se espera el mismo discurso.

El riesgo de Saramago era el de aparecer de manera perpetua como un abajo firmante: todos solicitaban su parecer ante cualquier injusticia mundial, y siempre estaba ahí para opinar acerca de lo que se antojara, ya fuera la ocupación israelí en Gaza o la huelga de hambre de Aminatu Haidar. Eludió el riesgo siendo coherente consigo mismo y no respondiendo a ninguna corriente sectaria. Por eso se le escuchaba y se le aplaudía.

Monsiváis era otro referente intelectual de estos años, a quien también habría acompañado Vázquez Montalbán si no hubiera fallecido antes de tiempo. Su voz era menos política que cultural: un derroche de sensatez sobre el México de su tiempo y a través de la crónica como género. Recuerdo ahora, y tengo a mano, un sagaz artículo publicado en Letra Internacional en la primavera de 2005, “Elogio (innecesario) de los libros”, previo a la fiebre del libro electrónico y de donde extraigo este fragmento:

Gracias a la lectura, cada persona se multiplica a lo largo del día. El impulso del personaje de un relato, de una atmósfera literaria, de un poema, renueva y vigoriza las opiniones morales y políticas; vuelve por una hora en poeta o en narrador a quien complementa con la imaginación de lo leído; ayuda a situarse ante el horizonte científico o social; vigoriza el sentido idiomático.

Motivos suficientes, también, para la existencia de un blog sobre libros tan inútil como éste. Sin Saramago y sin Monsiváis, y con todo lo que está por venir.

jueves, 10 de junio de 2010

Nancites 24

1. ¿Por qué tengo la extraña sensación de que el Premio Príncipe de Asturias de las letras se lo dan cada año a la misma persona? Amin Maalouf, Ismaíl Kadaré, Amos Oz, suma y sigue.

2. El fin de Bruguera... Resucitar a los muertos nunca fue negocio, excepto en la ficción. La debacle editorial del Grupo Z, tan perspicaz en otros ámbitos del quiosco, demuestra que este negocio de los libros es de una complejidad suprema. No basta con el ojo felino de Ana María Moix. Quizá Bruguera no logró encontrar su filón, su público exigente, y se perdió en una maraña de novedades con muy poca unidad. Por eso reconozco la labor de, por ejemplo, el Conde de Siruela, capaz de vender un sello de éxito y montar otro nuevo de manera inmediata con un resultado positivo más que evidente. Prestigio, un lector fiel y una colección coherente: tanto y tan poco.

3. Esta frase de Pere Gimferrer: "De la misma manera que en lo más duro de la Guerra Civil las salas de cine estaban llenas, los libros siguen comprándose, incluso en los momentos de mayor postración económica." Viene a cuento de una pregunta y de la constatación de que libro y crisis van cada uno por su lado. Creo que es una verdad incuestionable, que además pone en duda el precepto de que lo primero que cae en los malos tiempos es el ocio o la cultura. Yo mismo leo igual que antes, ergo compro los mismos libros que antes. ¡Y en rústica! En plena recesión, las horas muertas aumentan exponencialmente, y hay que llenarlas con algo más que el sonido de la lluvia (el oficio de oír llover, Marías dixit). Si hay euros para agotar las existencias de iPads, no puedo imaginar que no los haya para pasar páginas de papel.

4. Los argumentos contra el iPad van cayendo como gotas malayas, certeros. Este último de Jesús Marchamalo sobre las portadas: "Cada día es más frecuente encontrarse, en trenes y aviones, autobuses y vagones de metro, a lectores que viajan con sus libros electrónicos. No se molesten en curiosear lo que leen porque una de las inesperadas carencias de los e-books es que no tienen cubiertas, lo que impide el diálogo sutil entre quienes se fijan en lo que leen los demás y quienes muestran lo que van leyendo." Es decir: yo mismo no hubiese podido escribir jamás un post como éste. Soy de los que practican el arte de espiar las lecturas de los otros, y no me imagino en la tesitura de estar en un vagón acompañado de máquinas miméticas. ¡Ni de no poder fardar ante el vecino de asiento de tu última adquisición, pasando las tapas antes sus ojos incrédulos! Ciertamente, vamos a menos.

sábado, 5 de junio de 2010

El iPad en el corazón

Ya que todo el mundo habla del iPad, poseyéndolo o no, me temo que no puedo ser menos. De hecho ya creo haberme referido al artefacto aquí mismo, y basta hacer un scroll para comprobarlo. Pero voy a insistir en ello sin haber tocado jamás la pantalla: la ciencia y la modernidad siempre llegan con un año de retraso a Nicaragua (y para muchos, aferrados a la vana fe, la espera probablemente será eterna).

Me despierto hoy con un delicioso artículo de Arcadi Espada en El Mundo. Me interesa siempre leer a los que opinan diferente de mí en algunos temas: por eso suelo leer prensa de todas las tendencias, pues no hay nada más aburrido que ir asintiendo a medida que uno lee un artículo de su columnista de referencia. Prefiero indignarme: es mucho más sano intelectualmente. Pero hoy Espada me ha descolocado, lo cual también es muy positivo. Sabiendo de su querencia por las nuevas tecnologías, que ayudan a facilitarnos la vida en tantos aspectos, no esperaba potra cosa que un elogio del iPad, centrado en todo aquello que lo hace superior al libro o al periódico de papel. Pero jamás imaginé que para ello también se enlodaría en mi terreno: ¡el romanticismo!

Este fragmento, tan sentimental:

Amigo mío: el iPad lo puedes apretar fuertemente contra tu corazón. Un artículo de Steven Pinker. Un email inequívoco. Una foto de cuando eran pequeñas. Y atiende lo que te digo: eso es algo que no harías nunca con un iPhone: entre las exigencias del abrazo está la de un cierto tamaño. No pienses que me he vuelto parisién. Las cosas hay que decirlas ¡Aunque te hagan feliz!

Los que defendemos el formato del libro de papel lo hacemos, y lo asumo desde lo más hondo, por motivos no sólo prácticos sino estéticos. Qué digo: por mucho más que eso, por motivos pasionales. Eso es lo que nos convierte en bichos raros, pues la bibliofilia es el último escalón del lector recalcitrante. Hay algunos que comienzan por ahí y no pasan de ser meros coleccionistas, pero los que tenemos seis u ocho libros en la mesilla, y llegamos siempre hasta la última página, nos podemos permitir el lujo de amar no sólo el texto sino el objeto mismo. Lo que nunca esperaba es que un defensor del iPad acabara por experimentar algo homologable: la pantallita de plasma como elemento erótico o de refinado amor.

Ahora nos van a entender los hijos de Apple cuando pasamos las encuadernaciones bajo nuestras narices, cuando palpamos y acariciamos las tapas durante diez minutos antes de desvirgar la novela, cuando miramos extasiados los lomos de nuestro tesoro en los estantes del comedor. ¡Por fin entiendo yo a los apresurados compradores del iPad! Sería inconcebible para mí que hicieran largas filas por un producto inacabado y mejorable, si no establecieran con él algún tipo de vinculación que hasta ahora se me escapaba, pues yo soy heterosexual y no frecuento otros sexos (y menos al iPad, ¡tan andrógino él!)

Pero en fin, no descarto en absoluto que algún día acabe en mi mesilla, siempre al lado de mis amantes encuadernadas, como una extensión cómoda para determinadas lecturas. Es cierto que las novelas de 1.000 páginas, al estilo de Las Benévolas, me pesan cada vez más en las manos y eso debe ser cosa de la edad, por lo que el tema puede ir a peor con el tiempo. Necesitaré un iPad como quien requiere de un bastón para caminar: no dudo de que uno pueda establecer con el palo de madera una relación fraternal, pero al final siempre será para mí un apéndice coyuntural.

Pero créanme: aun a riesgo de parecer aguafiestas, sigo pensando que a la pantalla le queda mucho por desarrollarse: no se puede llevar a la playa (el sol ciega la pantalla), las caídas al asfalto desde un metro de altura pueden ser mortales, pesa más que un libro de tamaño medio… En cambio, como a Espada, me parece que encontrará su mercado perfecto entre los lectores de periódico: no ensucia las manos, no vuela con el viento, no se deshoja. Sólo falta que los directores de periódico lo entiendan y adapten las ediciones al formato del iPad, y al papel de prensa le quedarán pocos años.

Ahora estoy terminando de escribir estas líneas en un portátil HP 6730b. Una herramienta discreta pero que funciona. No he establecido con ella ninguna relación más allá de la estrictamente laboral y bloguera. Si algún día el iPad la viene a sustituir, ocupará también ese limbo difuso entre la hoja de papel y el electrodoméstico.

Jamás llegarás a libro, forastero.